Los diez mandamientos (1956)

Título original: The Ten Commandments

Producción: Paramount Pictures

Productor: Cecil B. DeMille

Director: Cecil B. DeMille

Guion: Aeneas MacKenzie, Jesse L. Lasky Jr., Jack Gariss, Fredric M. Frank

Fotografía: Loyal Griggs

Música: Elmer Bernstein

Montaje: Anne Bauchens

Intérpretes: Charlton Heston, Yul Brynner, Anne Baxter, Edward G. Robinson, Yvonne De Carlo, Debra Paget, John Derek

País: Estados Unidos

Año: 1956

Duración: 220 minutos. Color

La historia de los últimos textos del gran clasicismo hollywoodiense se escribe en dos direcciones opuestas: bien mediante el intento de seducción y canibalización de aquellos directores independientes que estaban comenzando a proponer un cine de los afectos y lo íntimo —estamos pensando, concretamente, en el John Cassavetes tentado por Paramount—; bien mediante la huida desquiciada hacia el gigantismo y la pesadilla de cartón piedra, que se saldaría con el sonado fracaso de Cleopatra (Joseph L. Mankiewicz, 1963). Muchos de los grandes directores de la época pagaron un precio por la resurrección (más o menos) forzada del péplum y las majestuosas reconstrucciones historiográficas —generalmente más interesadas en «empequeñecer» a la naciente televisión que en ampliar las posibilidades fílmicas—, que acabaría arrojando cintas tan dispares con firmas tan atípicas como Tierra de faraones (Land of the Pharaohs, Howard Hawks, 1955), Ben Hur (Wiliam Wyler, 1959) o, ya entrada la época de completa decadencia, las plenamente manieristas Rey de Reyes (King of Kings, Nicholas Ray, 1961) y, sobre todo, La historia más grande jamás contada (The Greatest Story Ever Told, George Stevens, 1963).

El caso de Cecil B. DeMille es ligeramente diferente. Si bien resulta indudable que su concepción del acontecimiento cinematográfico pasó necesariamente por el gesto desmesurado y el espectáculo apabullante, su educación cinematográfica se hundía en los tiempos del mudo en los que había aprendido a trabajar tanto con grandes cantidades de extras y decorados —The Volga Boatman (1926)— como con pequeñas historias de acentuada intimidad y extraordinaria delicadeza visual —The Captive (1915). La historia había sido una excusa en su escritura previa para ir disponiendo esas líneas afectivas e integrándolas, con una precisión que no ha vuelto a verse en la gran pantalla, en torno a fábulas de consumo rápido ya conocidas por el público.

DeMille era un hombre que nunca perdió el sentido religioso de su producción —su exquisita autobiografía, para más señas titulada Mis diez mandamientos (2005), no deja dudas al respecto—, pero, al mismo tiempo, fue consciente de la lucha abierta que ello implicaba contra los censores y las lecturas reduccionistas y alarmistas del acontecimiento estético. Su gusto por las escenas sensuales le llevó a convertirse en una figura problemática para los santurrones de Hollywood desde antes de la brutal polémica que arrastró El signo de la cruz (The Sign of the Cross, 1932)—, y que llegó prácticamente hasta la célebre secuencia de la orgía a pies del Sinaí que podemos ver en la cinta que nos ocupa.

En esta dirección, no es de extrañar que Los diez mandamientos sea recordada como la quintaesencia de su proyecto cinematográfico. Por un lado, es inevitable no sentirse fascinado ante la cantidad de efectos especiales, recursos visuales y trucajes que puntean su extenso metraje: la célebre escena de la separación de las aguas, las siete plagas sobre los egipcios —con el escalofriante pasaje del ángel de la muerte a la cabeza— o la escritura de fuego sobre las tablas de la ley se han convertido en auténticos motivos visuales, parte integrante de nuestra cultura y nuestra concepción de la imagen —incluso religiosa. Por otro, la impresionante cercanía, riqueza y complejidad de las interpretaciones y de las secuencias destinadas al retrato interior de los personajes supera, con mucho, los lugares comunes de una adaptación bíblica. Moisés (Charlton Heston) y Ramsés II (Yul Brynner) son seres extraordinariamente vivos, sufrientes, dotados de innumerables capas y contradictorias motivaciones; fuerzas de amor y de odio. La cinta funciona narrativamente como un enfrentamiento épico entre los dos, una suerte de arena privada en la que se atraviesa el desgarro más íntimo —después de todo, Los diez mandamientos no deja de ser en ningún momento una cinta alrededor de una problemática familiar—, donde en primer lugar se encuentra el rostro del hombre y, únicamente después, la tramoya de dioses, ejércitos y profecías varias. Tanto Heston como Brynner supieron leer con precisión esta complejidad para incorporarla en dos actuaciones que no son nunca maniqueas. Si Ramsés es puntualmente presentado como antagonista, DeMille se toma todo el tiempo necesario para mostrar también su profunda humanidad, el pozo íntimo del que emergen sus errores, su constante relación con ese dolor sordo que tiene que ver con el origen y la figura del padre y que, finalmente, alcanzará uno de los momentos más hermosos y trágicos de la cinta cuando su propio heredero caiga en manos del ángel de la muerte. Ese silencio insoportable que atraviesa la sala faraónica —el corazón del poder, que se engarza brutalmente sobre la fundamentación de la creencia religiosa egipcia— en la súplica por la resurrección de su hijo es, incluso hoy, una de las escenas más poderosas sobre la sensación de pérdida y duelo del hombre contemporáneo. Ramsés desciende del pedestal faraónico para quedar reencarnado en pura humanidad y, por lo tanto, en territorio donde la maldad estalla y se convierte en gesto homicida.

Del mismo modo, la caracterización de Moisés se aleja de la presumible hagiografía al ser perfilado como un ser tan complejo y atravesado por pasiones contradictorias como en el original bíblico. Su descubrimiento de su origen hebreo —sin duda, la anagnórisis más extraordinaria del legado judeocristiano— arrastra toda la película en un movimiento dramático, pero fácilmente transitable para el espectador. Lo asombroso de la cinta es que, pese a que todo parece indicar que nos movemos en el territorio del mito o del lenguaje cinematográfico épico, siempre acaba por imponerse la capa emocionante de la naturaleza humana sobre las imágenes: Moisés puede ser el padre de un pueblo elegido, pero únicamente a condición de llorar y de experimentar la realidad misma de su cuerpo como el pórtico que le conduce hacia lo divino.