Un ladrón en la alcoba (1932)
Título original: Trouble in Paradise
Producción: Ernst Lubitsch Production para Paramount Pictures
Productor: Ernst Lubitsch
Director: Ernst Lubitsch
Guion: Samson Raphaelson, Grover Jones
Fotografía: Victor Milner
Música: W. Franke Harling
Intérpretes: Herbert Marshall, Miriam Hopkins, Kay Francis, Edward Everett Horton, Charles Ruggles
País: Estados Unidos
Año: 1932
Duración: 83 minutos. Blanco y negro
Cuentan que, en lo alto de la pared situada frente a su escritorio, Billy Wilder había colgado un letrero que formulaba la siguiente pregunta metodológica: «How would Lubitsch do it?» [«¿Cómo lo haría Lubitsch?»]. En efecto, existió una práctica específica de la escritura lubitschiana que la crítica y el mundo académico tuvieron a bien bautizar como «toque Lubitsch» [«Lubitsch Touch»], aunque, pese a su evidencia, pocos han logrado concretar en qué consistía. No pretendemos aquí ahondar en esta cuestión, por lo que nos contentaremos con lograr que el lector pueda hacerse una idea aproximada del significado de dicho «toque», concebido por el director tras el alumbrador visionado de Una mujer de París (A Woman of Paris: A Drama of Fate, Charles Chaplin, 1923). Se trataría de un rasgo de estilo cuyo objetivo sería la creación de un motivo cómico con el que se sugiere o alude a la sexualidad mediante la movilización de diversos recursos elípticos. El sistemático empleo de estrategias elusivas que desvían la atención espectatorial del campo visual, que se traduce en la «constante diegetización del fuera de campo como mecanismo de complicidad discursiva por excelencia con el espectador» (Moreno Díaz; Rodríguez Pachón, 2003, pág. 6) —un ejemplo extraído del film que nos ocupa: los posibles escarceos amorosos entre madame Mariette Colet (Kay Francis) y Gaston Monescu (Herbert Marshall) son sugeridos al espectador mediante el uso intercambiado que de las puertas de sus alcobas hacen los personajes—, tiene su correlato auditivo en el orillamiento de la verbalización explícita de las motivaciones lúbrico-amorosas que impelen a los personajes de sus ficciones —véase la conversación entre Mariette Colet y Lily (Miriam Hopkins) en la que discuten sobre la hora a la que deben concluir las obligaciones laborales de Gaston para que así pueda dedicarse al flirteo amoroso de la primera— y la elipsis de contenido en la banda de sonido —frases al oído de los personajes cuya escucha se niega a un espectador que, sin embargo, es capaz de colegir su contenido gracias al contexto dramático o a los gestos de los intérpretes. La voluntad del enunciador es la de mantener cierto decoro y elegancia en las formas sugiriendo las bajas pasiones de los personajes.
En consonancia con estos mecanismos enunciativos, el tema neurálgico de su filmografía lo constituye la falsedad de las apariencias —no es casual que la película más célebre del cineasta se titule Ser o no ser (To Be or Not to Be, 1942). Comedia sofisticada en forma y fondo, la trama de Un ladrón en la alcoba se desarrolla en ambientes suntuosos y elitistas, radicados (para relajación de la censura) en dos ciudades extranjeras asociadas a una idea de romanticismo con la que se va a jugar constantemente: Venecia y París. Los argumentos de sus películas se construyen en torno a una llamativa contraposición: el lujo de los espacios diegéticos no enmascara los mundanos móviles de sus protagonistas (el amor y el goce físico). Frente al pasivo rol en el juego amoroso que el cine clásico tiende a reservar a los personajes femeninos, aquí la mujer aparece también como agente de seducción.
Puesto que la sinceridad parece desterrada de los espacios que acogen las ficciones del director, la relación matrimonial —tema recurrente en las ficciones del cineasta, que incluso se atrevió a abordar el ménage à trois como alternativa a este en Una mujer para dos (Design for Living, 1933)— deviene expresión de una impostura y representación —«El matrimonio es un hermoso error que dos personas cometen juntas», afirma Mariette en un instante del film. Las comedias norteamericanas de Lubitsch, que venía de elaborar una deliciosa serie de musicales románticos que trasladaban la esencia de la opereta europea al cine estadounidense —El desfile del amor (The Love Parade, 1929), El teniente seductor (The Smiling Lieutenant, 1931)—, constituyen sátiras en torno a las pautas de conducta sociales y los rituales de apareamiento burgueses en las que se ironiza en torno a las nociones de amor romántico y de infidelidad. Así, por ejemplo, al inicio del metraje un paseo en góndola por los canales de Venecia aparece desligado del romanticismo que se le presupone al constituir su finalidad la recolección de basura, del mismo modo que una cena romántica en la misma ciudad deviene escenario idóneo para el robo y el posterior desenmascaramiento de los comensales como ladrones de guante blanco de peligroso gusto hacia los bienes ajenos. Al fin y al cabo, el mayor robo que pueda cometerse es el de apropiarse del corazón ajeno y lograr su entrega sexual. Es por ello que el robo como metáfora sexual planea a lo largo de todo el film.
Cerca del final de su vida, Lubitsch confesó en una carta fechada en 1947 que Un ladrón en la alcoba era una de sus películas preferidas de entre todas las de su filmografía: «En cuanto a puro estilo, creo que no he hecho nada mejor ni tan bueno» (Weinberg, 1977, pág. 286), afirmó. No debe sorprendernos esta predilección del cineasta hacia el film que nos ocupa, pues la sofisticación alcanzada por su escritura permitió al realizador la introducción de una sutil burla a la censura cinematográfica de la oficina Hays: ante la imposibilidad de mostrar a los amantes compartiendo un mismo lecho, son sus sombras las que se proyectan sobre la cama que acogerá el así sugerido encuentro carnal entre ambos.