Soy un fugitivo (1932)
Título original: I Am a Fugitive from a Chain Gang
Producción: Warner Bros.
Productor: Hal B. Wallis
Director: Mervyn LeRoy
Guion: Robert E. Burns
Fotografía: Sol Polito
Música: Bernhard Kaun
Montaje: William Holmes
Intérpretes: Paul Muni, Glenda Farrell, Helen Vinson, Noel Francis, Preston Foster, Allen Jenkins
País: Estados Unidos
Año: 1932
Duración: 92 minutos. Blanco y negro
Impregnada de un profundo fatalismo, Soy un fugitivo es una de esas películas que funcionan como bisagra entre los balbuceos de un género y su sedimentación total dentro de los cánones del cine clásico. A medio camino entre el cine negro inaugurado apenas unos años atrás por Von Sternberg en La ley del hampa (Underworld, 1927) y el género carcelario, la película también inaugurará una serie de colaboraciones notables entre su director (Mervyn LeRoy) y su estrella principal (Paul Muni).
Un primer vistazo a la estructura narrativa ya muestra sus diferencias con otros productos de la época. Como bien señalarán Denton y Canham en su monografía sobre el director (1976, pág. 143), la película está construida en torno a la pregunta por el tiempo, por su devenir y los cambios que es capaz de producir en los protagonistas. En lugar de una clásica disposición en tres actos, la película incorpora un tratamiento del personaje sorprendente para su época mediante la sucesión de tres curvas ininterrumpidas de auge y caída, superponiendo una serie de episodios hilvanados por unas elegantísimas elipsis de las que hablaremos más adelante.
La cinta arranca con la actualización de todo un recurso clásico: un pecado de hybris adaptado especialmente para los espectadores de la Gran Depresión. Recién llegado de la Primera Guerra Mundial, el soldado James Allen (Paul Muni) desprecia el cálido recibimiento de su comunidad para salir en busca de aventuras y de un puesto de trabajo como ingeniero. Esa construcción familiar social tan querida al cine clásico (la madre abnegada, el hermano sacerdote, la posible novia que ha esperado su llegada durante los años de la contienda) se presenta en oposición directa a la voluntad aventurera del sujeto. «La guerra cambia a los hombres», afirmará el protagonista, pero sin los tintes dramáticos y desgarradores de la ya analizada Sin novedad en el frente. La película podría parecer ambigua en su mostración del gesto «egoísta» de Allen. Sin embargo, si analizamos fríamente el calvario que sucede a continuación, la moraleja conservadora se despliega en toda su crudeza: es mejor aceptar una vida monótona en el humilde pueblo de origen que aspirar a los oropeles de una fama efímera y constantemente salpicada por el egoísmo y la miseria.
En efecto, Allen no tardará mucho en verse envuelto en un vagabundeo desnortado que le conducirá directamente a cumplir condena en una cuerda de presos. LeRoy, por cierto, cuida con absoluto mimo las líneas empáticas del film al demostrar con toda claridad la inocencia del protagonista y la conexión de la condena con un pecado que los estadounidenses de su tiempo conocían bien: el hambre y la desesperación laboral. Detrás de las hermosísimas escenas que muestran a Allen atravesando el país mal vestido, famélico y desquiciado se proyectan todas esas caravanas de desheredados que a partir del 29 invadieron los intersticios humanitarios de Estados Unidos para mendigar un pedazo de tierra y un salario digno.
La recreación de la vida carcelaria es simplemente inmisericorde. De hecho, sorprende la vigencia de esas imágenes desgarradoras donde la poetización de Hollywood es violentamente apartada. Los cuerpos de los presos se muestran en su hacinamiento, su suciedad, su desnutrición y su enfermedad. Emerge claramente el problema de la segregación, del enfrentamiento entre clases, de la brutalidad de los representantes del sistema. La ley se manifiesta inclemente: los castigos son desmesurados y gratuitos, los hombres que aplican las normas son mediocres y egocéntricos, los cuerpos que las sufren están condenados a la extinción o a la locura. La dimensión de la experiencia concentracionaria queda remarcada por unos extraordinarios planos aberrantes y un tratamiento de la escenografía simplemente inmisericorde. Cada detalle del penal está pensado para aterrorizar al espectador: los travellings laterales que recorren los cuerpos doloridos de los internos, el uso del fuera de campo para la no-mostración de los castigos físicos que aplica el alcaide, etc. Es aquí precisamente donde emerge la reflexión sobre lo temporal que señalábamos al principio de nuestro análisis: LeRoy debe enfrentarse al problema de esa «ausencia de vida» y, tras la primera huida del protagonista, encarar ese estatuto de sufrimiento constante, de huella amenazadora que va desgastando todo a su paso.
Soy un fugitivo deslumbra precisamente porque, al contrario que otras películas carcelarias, no cierra su devenir con la feliz huida milagrosa del personaje principal. La vergüenza, el drama, la angustia, siguen invadiendo paulatinamente cada aspecto de su vida cotidiana. No importa que le acompañe la fortuna profesional o que burle a las autoridades una y otra vez. La deuda nunca queda saldada y adquirirá cada vez proporciones más espantosas. De ahí ese tratamiento exquisito de las elipsis en las que LeRoy contrapone un objeto medidor del tiempo —un calendario, mapas que marcan desplazamientos, cheques que denotan ingresos cada vez crecientes— con un segundo elemento amenazador que se proyecta sobreimpreso sobre el encuadre: el gesto de los picos que caen, las líneas de tren que no consiguen dejar atrás la tragedia. Tiempo, espacio y dinero se convierten en los tres ejes bajo los que late la amenaza y la espera —de ser capturado y, posteriormente, también perdonado.
La escena final remarca esta idea y clausura la cinta con una brutalidad asfixiante, como ya señaló José Francisco Montero (2017, pág. 412) en su análisis de la misma: «Se trata sin duda de la versión espectral del clásico happy end romántico. La pareja no se besa al final, sino que los separa, para siempre, una absoluta oscuridad. Frente al abrazo final, a la unión de los cuerpos, el sombrío vacío entre ellos». La diferencia frente a otras cintas del género negro es, además, que aquí la ley no comparece para castigar a los malvados y restablecer el orden, sino que quedará definitivamente consignada como una instancia malévola y mediocre.