King Kong (1933)
Título original: King Kong
Producción: RKO Pictures
Productor: David O. Selznick
Directores: Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack
Guion: James Ashmore Creelman, Ruth Rose
Fotografía: Edward Linden, J. O. Taylor
Música: Max Steiner
Montaje: Ted Cheeseman
Intérpretes: Fay Wray, Robert Armstrong, Bruce Cabot, Frank Reicher, Sam Hardy, Noble Johnson, Steve Clemente, James Flavin
País: Estados Unidos
Año: 1933
Duración: 100 minutos. Blanco y negro
Como todas las grandes historias de terror, King Kong está a medio camino entre el malestar social y el delirio onírico. De hecho, al estudiar con cierto detenimiento la estructura de la película es fácil detectar cómo el tono amargo de todo el primer tercio —la joven que es acusada de robar una manzana, las mujeres sin hogar que se arremolinan muertas de hambre en los albergues de un Nueva York invernal— torna de pronto en una carnicería llena de monstruos de pesadilla —el descubrimiento de Kong y las criaturas terroríficas en la selva— y desemboca, finalmente, en la imposible suma de ambos escenarios —el monstruo arrasando la ciudad de la modernidad con todos sus triunfos: los trenes, las salas de teatro y, por supuesto, los rascacielos.
Por muchos remakes que se realicen —y, ciertamente, se trata de uno de los textos que Hollywood ha intentado resucitar con mayor asiduidad y peores resultados—, la película original sigue resultando insoportablemente inquietante por el hálito de verdad que la recorre de punta a punta. No en vano, sus dos directores (Merlan C. Cooper y Ernest B. Schoedsack) eran reputados documentalistas que habían cruzado África, Irán o Tailandia con sus cámaras antes de dar el salto a la ficción (Díaz Maroto, 2005, pág. 19). De hecho, sus imágenes rodadas en la jungla están a medio camino entre la mirada descarnada del etnocentrismo que salpicaba las tomas de viaje de los operadores Lumière y la intuición del gore italiano selvático que estallaría a finales de la década de los setenta. Los elementos clave para entender la fascinación de los espectadores se encontraban, por así decirlo, en la capa más obvia de la película. Por un lado, ese terror atemporal que surge del choque entre dos realidades bien conocidas en la época: la de la miseria posterior a la Gran Depresión, pero también la de un hipotético «tiempo perdido» mitológico lleno de criaturas horrendas que pudiera invadir esos jirones que todavía quedaban en pie del sueño americano y las sociedades del bienestar. Por otro lado, la película es una suma de referencias sexuales explícitas —y, huelga decirlo, no normativas— enhebradas en un crescendo dramático salpicado de una violencia extrema: aplastamientos, laceraciones, mutilaciones y todo tipo de brutalidades ejercidas sobre el cuerpo. Ante semejantes elementos, era inevitable que las taquillas se rindieran ante el film —inyectando, de paso, un balón de efectivo que la RKO necesitaba con urgencia—, llegando a recaudar más de noventa mil dólares el fin de semana de su estreno. Aunque hoy sea una fórmula habitual, King Kong fue la primera película estrenada simultáneamente en los cines más grandes de Estados Unidos (Frabetti, 1987, pág. 403), impidiendo que el resto de las películas de la competencia pudieran exhibirse con normalidad.
Ciertamente, Cooper y Schoedsack estudiaron primorosamente las posibilidades significantes de cada una de las escenas. Conscientes de que cada fragmento individual de la película requería una atmósfera muy diferente, aprovecharon su conocimiento de las diferentes técnicas significantes para jugar en todo momento con las expectativas del espectador. Así, generaron ambientes morosos y angustiosos en los que la espera fílmica se convierte en algo insoportable —la llegada del barco a la isla de la calavera, rodeados de una profunda niebla y sin apenas profundidad de campo—, contrapuestos con auténticos prodigios de montaje salvaje que remiten directamente a las estrategias de la escuela soviética desarrolladas por Eisenstein. La comparación, por cierto, no es baladí. Si vemos con detenimiento el fragmento en el que Kong arrasa el poblado salvaje podremos detectar con facilidad cómo Cooper y Schoedsack literalmente copiaron motivos y angulaciones de cámara tanto de El acorazado Potemkin (Bronenosets Potemkin, 1925) como de las escenas de masas de Octubre (Oktyabr, 1928). En otros momentos, como en la presentación del muro gigante en el que los nativos realizan sus ceremonias, los directores se valieron de un plano gigantesco que está basado, sin el menor género de duda, en los planos de grúa que Griffith realizó en el set de la antigüedad para Intolerancia (Intolerance: Love´s struggle through the ages, 1916).
Esto no implica, sin embargo, que se trate de un simple pastiche de recursos previos. Muy al contrario, los directores exploraron técnicas de animación de gran complejidad gracias a la guía inestimable de Willis O’Brien, uno de los genios del stop motion —maestro, a la sazón, de Ray Harryhausen—, que se valió en nuestra película de una innovadora combinación de animación frame a frame, marionetas accionadas en tiempo real y sobreexposición de imágenes prefilmadas para jugar con los términos del encuadre. Lo asombroso es que la riqueza de trucajes visuales queda en todo momento armónicamente integrada en el devenir narrativo, suturando implícitamente las propias escenas fantásticas y generando ese extraño «efecto realista» al que hacíamos referencia hace unos párrafos. Del mismo modo, un diseño impecable de sonido que utilizaba todo tipo de aullidos animales distorsionados y una partitura estudiadísima de Max Steiner que potenciaba las tonalidades primitivas mediante el uso continuado de la percusión y la sección de viento (Cueto, 1996, págs. 48-49) acababan provocando una sensación de tensión que se extendía, minuto a minuto, ganando peso según el metraje iba desvelando las criaturas y sus luchas primigenias. Precisamente, esa experiencia del horror (ahora sí, compuesto por elementos visuales y auditivos) resultó intolerable para muchos espectadores, que acabaron exigiendo al estudio que recortara diferentes fragmentos de la cinta —especialmente, la secuencia en el pozo de las arañas, lamentablemente desaparecida.
Esta precisión en la creación de ambientes y la personal apuesta visual desarrollada por O’Brien fue la que, a la postre, consiguió que King Kong se convirtiera en un icono de la cultura popular. Su capacidad para representar todo tipo de pulsiones inconscientes (Brin, 2005) y para someterlas al puro espectáculo escópico es, sin duda, una de las conquistas más relevantes del Hollywood de los treinta —y, por extensión, un camino por el que muy pronto transitarían otros estudios, especialmente Universal Pictures.