3
I
Se queja en tonos que cunden la rajadura de su aura, tiñen más bien al puncetear de aguerridas ramas sus receptáculos. Se queja, pero no por eso se descoyunta, simplemente deja pasar el viento entre el césped que identifica sus mayores vocalizaciones, o quizás fueron las ramas las que produjeron engañoso efecto: el auditor escuchó quejidos y maliciosamente creyó que sufría/ pero de iniciado vuelo se dejaba llevar, no era así, no. Posaba con la voz estirada hasta la plaza para erosionarla de auditivos toques. Crece el esfuerzo, adelanta el cuello, hace ímpetu –mayor intenso seductor– para el que la observa que se engancha de otra manera, pero dándole que se arrastra al sonar, cae y no se levanta o tal vez repta una vez más: se arrastra y deja su baba tendida a la par de los caminos de la plaza/ marca un recorrido.
II
Raja su aura de nefasto augurio y todavía mantiene intacta la feroz incidencia de su garganta. Perturba al que la oye en tan sonados trotes o tropelías que se condiciona. La rama aplaza esas vibraciones, el césped nutre el verde desvaído ¿transporta acaso el cable su energía? Muge en verdad como una vaca lo hace, muge y se arrastra como en serie de parto, pero se toma la garganta y todavía saca más de su sonido. Algo ha pasado que su tono baja, la vaca se recoge en sus marginaciones, la yegua se sosiega, la cosa que ha llegado a ser se detiene de pleno, para que la arboleda tan ruin en su raleza salte a primeros planos/ el árbol que la nutre, su hocico se refriega para alcanzar las ramas, mancha y dirime su hocicada forma, marca a punta de pezuñas ritmo, enaltece el anca/ se mama.
III
Está punceteada por las ancas/ rasguñada más bien por propias uñas, huellas rosadas establecen marcas de fuego como propiedades. Encabritándose irradia estériles coceos. Mas se hiere los pies contra los troncos cuando arranca el pasto: tiembla, produce de nuevo sus mugidos, se aplana, se tiende, reposa su pelambrera. La marca se establece en sus escalofríos, el cuero se chamusca –trota de nuevo– se hiere contra el banco de piedra al no medir su trote, la luz eléctrica la petrifica y la detiene bajo los faroles; se refrota y sus relinchos se amplían cuando se golpea contra ese metal que, sin embargo, sigue en el esperpento de la producción de su alumbrado público/ dona por eso su anca/ su hocico/ su baba que se resbala sobre el verde banco. Muge y relincha copia esos sonidos/ se tapa con sus manos esas quemaduras.
IV
La audición se entorpece por la mezcla ¿qué sonidos? ¿qué bestia? ¿qué humano puede elaborar sus trinos? pierde más bien la orientación del que oye; truca y permuta su indeleble brújula al descender a condición vil que la disfruta. Acosada como es en el experimento cuando se trota o galopa para abastecerse. No ceja en su envanecimiento al traspasar a otra especie y a otro estado animal. Por el sonido, su cuerpo cambia sus modales/ la plaza entonces se hace peligrosa; ese corral que la transforma en cerca, faroles en estacas, bancos en rejas hasta desollarle las patas que se ven envueltas como para las galas de una carrera. Marca su anca en las rasmilladuras, sus pelos dejan ver rosadas formas tal como el pasto lo hace con la tierra. Pero ¿qué facha se está avecinando? tiende el galope/ la frena la alambrada.
V
Potranca en celo potro necesita, pero ésta no sirve para esas etapas, es quizás pasto para embrutecerse. Acerca la boca copiando su orificio, tiende su cuello con delicadeza, doble gesto reanuda en su constancia/ hocico y voz transcurren simultáneas: el que la escucha insiste en los quejidos, el que la mira sufre de tanto descascaro, el que la lee lineal ritual persigue, el que la piensa desea sus ancadas. Su friso crece, los pelos de sus piernas se elevan, se endurecen, raspan y hondan. Se elastica los pelos como adornos festineros para probar así su resistencia, dobla sus patas evidenciando las muescas de las pezuñas que dañan césped verde, su ruido queda de otro modo en el cemento. El cuero está oculto por los pelos, el frío burla y así esta estadía en la plaza se vuelve soportable. De animal modo obtiene la estadía.
VI
De animal giro pasea lentamente como si de verdad estuviera ante una oferta, para el lumpen dispuesto se mosquea, sus ancas tiemblan para transportarlo; se mancha, se enancha, engorda, se robustece para soportar bien esa montada, se acerca, los relincha, los muge raspa el cemento con esas pezuñas/ da trotes/ galopes para enardecerlos, está tentándolos con esos asuntos. Pero empalaga esta nueva estampa y antes de eso se echa suavemente cerca de ellos: dobla sus patas hunde su cabeza contra el pavimento, muge de suave tono o es maullido de seguro, cerca de su ronroneo acude al pasto como contrafondo y suda por su nueva estampa/ por el frío anhela fusión lumpérica, pero se queda pastando por codicia; mira de lejos esas otras formas, lame en sus ancas la falta de ese peso/ sin la montada su facha es incompleta.
VII
Busca entre los desechos su montura, la plaza empieza a recorrer de nuevo. Nada le sirve para su dilatada contextura que la aprisione o la cubra ante los espoleos ¿Qué adorno sobre las ancas sería ineludible? ¿bajo qué condición se enterrarían las espuelas en sus ijares? montarla/ cabalgarla/ cansarla o tal vez apurarla suavemente con las puntas de metal a su cadera. No en vano apura el tranco revisando todos los huecos de la plaza pública. Más insiste cuando está bajo el farol, menos cuando está cerca de los bancos/ casi los roza a estos empalados, pero esconde la vista para sorprenderlos/ hace de modo indiferente este recorrido. Pero sus ojos van clavados hacia el suelo y aunque no deja de exhibir sus ancas, como que si esto fuese involuntario, sabe que todavía puede ser montada en pelo.
VIII
Sudor contra sudor penetraría, salobre gusto el roce de la carne hasta la herida si sus ancas los soportara sin montura. Daría vueltas para que la enderezaran las espuelas, así las nalgas de otros serían recogidas en sus ancas propias, para permitir que el lumpen observara la plaza desde privilegiada altura. Lo montara en sí misma, lo llevara con las piernas abiertas pero pegadas con fuerza a su costado, lo detuviera debajo del farol para lograr el brillo de su rostro. Pero eso sería secundario a fin de cuentas: dejaría de acatar las órdenes, torcería el camino amenazando chocar contra los árboles o bien contra los bancos, desobedecería siempre el mando de las otras piernas, para dejar que sus patas marcaran un camino distinto del que la montara. Hasta que por fin sintiera en sus costados la ira de las espuelas, el penetrar implacable del acero y sólo entonces pudiera relinchar, mugir, bramar, sentir la herida.
IX
Pero relinchar, mugir, bramar antes que las espuelas se clavaran en sus ijares, sólo un instante antes acudiendo a lo imperceptible, hacer que la veracidad del hecho se constituyese sólo por procesos reversivos o por qué no, desmontajes tecnológicos, cine tal vez o sonido puro. Las manos del profesional en el teclado, su entusiasmo ante su descubrimiento –mugió y bramó ensordeció con sus relinchos–. Desecha bruscamente la montura, frena su trote, refuerza el anca, se repliega hasta los bordes de la plaza. Se echa de nuevo y lame esa pelambrera para dar lustroso aspecto a su apariencia. Retoza entonces sobre el césped, sus patas se levantan como en jugueteo, abre la boca de hocicada forma dirigida hacia el farol por el brillar fortalecido de sus dientes. Se queda ahí como matando el tiempo pero en realidad ofreciendo su producto/ el animal incita a que lo monten.
X
La tenemos de nuevo sobre el pasto de reducida estampa, de apagado vuelo. Se ha producido un descenso en su proyecto: es que necesita de un abrevadero; el sudor de sus pelos la ha deshidratado. Tanto trote, esfuerzo en la garganta, tanto exhibirse, en suma, la ha dejado exhausta. La programación de la montada la ha sumido de antemano en extremo agotamiento ¿Dónde beber en ese espacio? el cemento del suelo, el césped, así ¿dónde gestar su abrevadero? ¿qué cubo contendría su agua? Está a punto de fallar su empresa, haber llegado a ese especial estado y no lograr vencer ese vulgar impedimento. Negó su logro –casi pierde su asunto– volver atrás hacia la pelada, sus vellos tenues, sus sumisos modos, la voz ingrávida que le caracterizaba, su hegemonía entre el lumperío. Pero se sobrepuso al tomar conciencia que hasta los mejores animales se revientan.
XI
Por eso deja que pasen los momentos hasta que ceda el sudor, el descanso para su garganta, permite que la humedezca la saliva, empezar a sentir de nuevo el frío de la plaza, arrastrarse entonces sobre el cemento y echarse a rodar entre los pastelones. Evitar la luz directa sobre la cabeza, esa luz que a veces produce por delirio el calor en fría época. Se tiende entera sobre el suelo helado, deja que sus pelos se separen rompiendo la mezcla que el sudor ha construido sobre su superficie. Mas no se apura en conseguirlo, quiere empezar con sus sonidos para cuando haya dado cuerda a su garganta. Siente que la saliva la penetra, está humedecida lentamente/ ya traga/ el líquido la vuelve resbalosa, se encuentra en condición de emitir ruidos tan necesarios para su escalada. Por eso abre el hocico fugazmente y ensaya su relincho.
XII
Emprende trote nuevo más cuidadoso aún, más lisonjero el sonido peculiar de esos pastelones que ubican sus cascos de mejor manera. Rodea árboles para estimularse, su cuello se levanta hacia las ramas, su hocico busca con avidez el verde, sus ancas se estremecen entretanto para dejar pasar su dura masa. Los trota de manera fina, sin acercarse más que a ciertos bancos que están dispuestos entre los faroles mientras los pálidos se encuentran al extremo. Cuida de permanecer en el centro total de ese cuadrante –la luz eléctrica es ahí más cierta– tal vez el único punto ubicable. De pronto para bruscamente el trote y en el centro hurga con su pezuña. Es su señal llamado más que una búsqueda. Su cuello baja, sus ancas se levantan, sus pelos sufren una suave erizada. En previsible modo sus amplias patas inician en el centro mismo de la plaza su desbordante galopada.
XIII
Está la yegua suelta y sus pelos brillan de forma peligrosa, más que dañarse, daño puede hacer contra la plaza si no organiza con razón su huella. Los cascos suenan de modo estrepitoso. Su cuerpo extiende al extender sus patas: cruza, perfora, veloz se muestra, también baqueana al vencer obstáculos. Su primer salto sobre el banco de piedra que salda de la mejor manera, su cuerpo largo, impecable, asume ese traslado hasta la otra punta donde el lumpérico estrato se conserva. Resopla y suda aunque todavía se ve brillosa su amplia pelambrera, es agua tenue que no logra quitarle su lozanía de animal activo. De largo alcance es su galopada que sólo desplaza ese duro obstáculo a la manera de los caballares, cuando el apremio la ha obligado a llegar pronto ante sus jinetes, aparentando que se arranca de ellos y que es su mala dirección la que la empuja justo hasta el centro de la plateada espuela.
XIV
Ronda sus cuerpos cuando se muestra en tranco parco frente a sus figuras, pasea ahora como antes de la carrera en que los apostadores hubiesen aguardado para medirla, pesarla y apostarla. Quiere sin duda copar sus preferencias y para ellos se arisca en menor grado, muestra su maña, su oficio en el paseo, levanta el anca, gira el pecho, remueve la cerviz, anuncia el triunfo dado por su buena raza y hasta resopla rasguñando el suelo con la pericia de su pezuña que arranca pasto, que remueve tierra. Mas no la siguen, de hecho el lumperío se ha replegado ante su andanada, niegan su efecto, se muestran sordos ante sus sonidos, frotan sus manos para combatir el frío, se alejan de manera obvia hasta el lugar en que su presencia no pueda ser por ellos observada, la ven potranca aún, no vaca o yegua.
XV
Pero no ceja en sus necesidades, sabe que la partida es dura para quebrar sus anticuados ritos –pero no cede– no porque la ignoren se confunde, sabe que con el poder del anca, podrá llegar a contener en pelo las otras piernas y sus propios cuerpos quedarán perdidos. Es su actuación la que se pone en juego; esa actitud de animal experto que se traslada hasta la plaza pública, todo ese espacio que le pertenece en que ha ensayado sus mejores poses. Aguarda para dar el golpe, frota su cuello contra los árboles o se reduce hasta el oscuro espacio. Se queda quieta para el extravío, sabe que ahora la están buscando. Muge en el pasto de desesperado aspecto, más lastimero que todo lo logrado; el que la oye fuera de la plaza acusa al viento, el lumperío en cambio cae en el engaño de que quizás sufra al mugir y que verdaderamente ha podido llegar hasta el vacuno establo.
XVI
Muge en hospitalario tono buscando así la otra cercanía, complicitario ruido se conforma y muge con su elevado cuello, con su penoso hocico en el que briznas de pastos llenan huecos. Sube su tono, pregona su alarido, llama y se anuncia en su desespero –copia animal enfermo– tiñe bestia en celo, aunque de verdad su garganta es capaz de llegar hasta el relincho. Ya están preparados para su presencia, están limadas lustres sus costillas, anhela entonces su cabalgadura para entroncarla con la marca a fuego, dueño tiene de sí su propia marca, señas particulares su trazado. Por eso debe cumplir su rito cuando ha devenido, el pelambrera estado, a ser llamada para dejar el anca cruzada por esos animales arañazos.
XVII
Mas, ¿quién la montara? ¿quién le clavara espuelas? ¿quién la doliera? ¿qué lumpen se tomara ese derecho? ¿qué piernas? ¿qué ancas se las pusiera sobre las suyas? Esa elección la turba al quebrar bruscamente la constante, si no hay más rostros que el de la luz eléctrica que está rigiendo la plaza en vela. ¿Y si fuese la luz quién la gimiera? ¿si tan sólo la luz se la montara? De un golpe de energía plena le desollara el ijar y aunque perdiera el brillo de la plateada espuela, el penetrante metal se lo saltara por el corcoveo de ese golpe eléctrico, único/ infalible que le corrigiera hasta el pensamiento por la efectividad de su asolada, que la tirara sobre el pavimento en espasmódicas muestras del encuentro. Si el misterioso cable punceteara su henchida costilla sin otra seña que la brusca caída que no dejara marca más que la quemadura en el costado.
XVIII
Los deja entonces con la baba suelta, cuando estuvieron más cerca del contacto de subírsele encima, de aumentar golpe por el galope que se había anunciado. No será así: su anca perfecta no está para soportar sus magras carnes, ni su estilo bruto se ha establecido para acceder en oscuro trote a que un lumpen cualquiera se desborde hasta dejarla exhausta por los bancos. Porque a los otros ¿quién los contendría? debería pasar la noche en el galope y quizás, medio ciega en golpeteo, destrozarse contra esos bancos o cabecear entre los faroles, rompiendo más aún el pasto. Y sus ijares serían el destrozo más grande que el de la plaza ahora, y lo que es peor, la fuerza del relincho se diluyera para superponerse a los motores de los automóviles que al amanecer ya circularan. Así no será, nadie la obligará a elegir lumpen.
XIX
Pero ¿cómo se tienta a la luz eléctrica? ¿bajo qué mecanismo la perturba? si relincha, si muge o brama, si se estira perezosa como gata, si se arrastra como insecto bajo los bordes del farol, si croa, si pía ¿logrará efecto? ¿hará que ese cable la cabalgue? ¿interrumpirá la luz, por un momento? Porque si la luz se condensara sobre su cuerpo, cualquier forma tomaría entonces, la más vil; dejaría sus ancares o la fortaleza del mugido hasta reducido aspecto/ llegaría enterrando en su mente la limpieza de la cabalgata. Si el cable la tocara entonces, la oscuridad sería la manera incipiente de la plaza y ella resurgiría así de azul espectro, sola en el centro como aviso vivo, como producto en carne iluminada. Ya se las arreglara con las quemaduras por el privilegio de su breve anuncio: se vendería en pleno, abierta entera, todo sonido saldría de sus fauces.
XX
¿Y qué sería de ese luminoso? caería en sombras su pura arquitectura, cables entonces como materia muerta, al haberle quitado los colores. El intercambio de sus zonas no arrojará más letras, nada sería sino un entramado absurdo, una inútil fórmula sobre el edificio. Sería ella el único material vendible, el único deseo entre el lumperío, la misma letra en su cuerpo en el sentido más enigmático, más inaccesible, otro producto se establecería entre el sonido de su trompa erguida. Porque ni sus mugidos, ni la fuerza experta del relinchar han logrado diluir la fuerte marca de ese luminoso que le ha robado su única presencia ante los pálidos escudados tras sus letras. Lo apagara sí, si hasta a ella misma pudiera atraer esa energía, de tal manera el corte, con tal brío, que recibiese en pleno toda su potencia: pasara sobre el costado chamuscado.
XXI
Es ésa ahora la que se desespera, busca el corte, de las más diversas maneras se desdobla, muge una vez más hacia la luz, como una loba tiende sus gemidos, se desenrolla como un reptil frente al farol, cambia de ancas en sucesivos tiempos, se enancha y angosta, se colorea de su natural gris cuando se esquiva del mular aspecto, entronca fonéticos ruidos desde su garganta hasta acercarlos a tonos humanos. Cambia, escarcea de humedad sus ojos, mantiene sus pezuñas para horadar con furia el pasto verde. Cocea, repta, vulnera todavía más los bancos al astillar parte de su madera. Se enloquece de su misma fuerza, resopla y suda, evita el frío. Ha olvidado a los pálidos por su espectáculo de tentación a la luz eléctrica. Pero no, no es del todo así. Esta omisión es necesaria para llegar de pleno a la autonomía del refulgir sin impedimento, sin más luz que la de sus propios cueros.
XXII
Pero no puede renunciar al anca, no así de pronto al trote o a la sublime presencia del mugido. Su vacuno yacer la ha desquiciado cuando ensanchando vuelo ha percibido el largo alcance de sus pezuñas al refregarse contra el pasto. Los huecos en la tierra, el frágil banco que se ha astillado en la cornada. Perder esa potencia en la garganta la asusta, el asumir de pleno sus costillas, apenas huesos laterales que no alcanzan la presencia del galope. Cualquier estado, vacuno o caballar y hasta de mula aspecto es más preciado. Mantenerse en él de forma indefinida le daría elegancia a sus mugidos, clase obtendría en la relinchada, sumiso aspecto si acaso rebuznara. Todo está allí, el salto que se ha pegado sobre el banco antes, libre, limpio, perfecto. Ha cruzado la valla de la plaza, ha pasado de un corral a otro.
XXIII
Está en una clara diferencia con el luminoso del anuncio que se ve más que nunca en el estatismo de sus dos avisos paralelos. Eso es, ella se ha rebuscado una multiformidad animalesca cuando ha llegado a superponer bramido sobre mugido y los relinchos. En una sola voz que se emanaba de su particular garganta, sin esperar que la energía le permitiese una segunda etapa. Si lo logró por su esfuerzo vocal, toda otra opción parecería una vuelta atrás en su armonía ¿y la espuela? habría confirmado su caballuno azar dando un sentido a la brusquedad de su relincho. Ya el pasto ha propiciado su estar vacuno cuando ha extendido sus gruesas formas sobre el césped, el gris del pavimento la ha mimetizado con su asunto mular, su humilde trote. Pero yegua ante todo no se cumple si su anca permanece indómita. Corcovear, temblar, expulsar de su anca a ese jinete.
XXIV
En dicotómico problema se resuelve. Si el cable de luz o terca espuela. Si optara por la espuela la luz eléctrica sería la que iluminara la entrada del acero en sus costillas. Un puro fragmento se establecería, el corte sobre un pedazo de su ijar, la espuela que se acerca, la roza, se aleja hasta que bruscamente la penetra atravesando su nutrida pelambrera. De nuevo la espuela y la restallada carne que se raja y en herido animal se domeñara. Dos cabalgatas: el jinete propio y el otro que la apunta con la cámara, pero no a la bestia entera, sí, a su ijar. O tal vez se resistiera como una yegua nueva y los echase abajo del anca con la intensidad de sus galopes y la espuela amenazante no pudiese penetrarla. Pasan y prueban, se alinean para montarla, el lumperío mismo está bramando/ ya están por saltar la cerca.
XXV
Conoce bien su corral y también las vallas que la frenan. Hasta sin luz eléctrica pudiera ser capaz de orientar un atinado galope en sus fronteras. Pero también el lumperío es el amo de esos pastelones; podrían remontar sus recorridos aun en la falla de la luz eléctrica. Se recata a uno de los rincones para decidir cuál es su vía. La plaza se oscurece, los faroles dan otra luminosidad al césped, los árboles son los que demarcan la altura, los bancos aparecen como señas. Se arrincona y urde su trama, se controla a sí misma, las herraduras de sus patas dan un sonido mejor a su carrera. Sólo por eso corre otra vez, sólo por eso alardea en el pavimento de pausado modo, sin agitarse su hocicada boca no resopla, su pelo tiene entero, no hay ninguna huella. Mira hacia los bordes de la plaza, ve al lumperío. Está rodeada por el plateado de sus múltiples espuelas: la cercan.
XXVI
Pero no se decide a nada todavía, ya no los brama, ni los muge, ya no los tienta. Todo atarantamiento podría conducirla a lastimoso fin, a mala escena. Se dedica tan sólo a la complacencia de su sonido sobre la superficie de concreto, a su ancha estructura en la cual los bordes son por primera vez exactos límites. Mueve la panza, estira y abre el pecho, hace caso omiso del lumpen que ha logrado que la vea, se niega incluso hasta al luminoso que también le lanza sus palabras. Mira atentamente los faroles que con su parca luz la difuminan. Está en una actitud cómoda. Evadiendo se encuentra el compromiso, una vez más se encanta de esas formas; intenta postergar su decisión. Simplemente estar allí en la plaza como una cualquiera que pasea o yace o muge si algo le procura complacencia. Trotar también si el frío asedia, borrar la expectativa de la cámara, evitar el roce de la escena.
XXVII
El que la escucha cree que el tiempo se ha empeorado, pero los lúmpenes sacan sus ironías al estrellar pie contra pie la espuela. Quieren competirla en sus sonidos con el tono peculiar que da el acero en ese corral. Casi una melodía pudiera precisarse: su trote sobre los pastelones y en las orillas el canto del acero; la avivan, la bailan, la festejan ésos, la tienen en rueda con sus espoleos, suaviza el trote, lo allana hasta responder a sus sonidos en ese ritmo que es el escarceo. También cede para disgustarles, detiene un tanto el trote hasta el tranco, pero esa melodía la obliga a apurar sus patas en el ritmo. Está de fiesta de modo ineludible, arde también en su central presencia –de bailarina estampa se arrebola– mide sus pasos/ cuida la caída.
XXVIII
Para la fiesta. Deduce su precaria estampa, rige la escena su aura que se reconstruye en láricos espacios, en trinos o mugidos su alzada curva anca rota. Pero si de bruscos saltos trepana su corral las varas de los bancos crujen y de estupor se tambalea. Su más filuda ansia no es la espuela, es engañoso o pantalla de luces que se tiende, su volumen cede en las removidas, la espuela y el jinete sí le aguantan pero no este animal que se desata. Rumbea es cierto, aunque no de ritmo extraño ya que su vacunar sitio le da su mismo juego, ni baila ni levanta el anca: otros recursos usa, esas estacas le previenen de su ijar, se lo madura ella misma, la pelambrera es ciega así como su búsqueda del abrevadero. El animal actúa por instinto, yergue y embate sin erizar su cuello, los cuernos quiebra –tal vez– al estrellar faroles/ ni la luz, ni el producto de ese luminoso perturba su adormecida mente/ el animal tan sólo al rojo teme.
XXIX
No hay dualidad para la bestia, su ardor está en el césped que rastrilla, cárcel y cordel bajado que el anca raja al punceteo de su febril marca, el fuego, el hierro que caliente va a trasponer su hegemonía. Así la bestia no se vende al abigeato fácil, la bestia vuelve al lar y se apacenta. Su pezuña en la tierra es provisoria, su cerviz es vencida por el sueño. Rige la escena el animal en pasto, dominio peligroso es el cemento, daña, restalla esa herradura del clavo, penetra sin daño por los huecos. Martíllanla con la crecida, desde potranca a yegua, herrada yerra otra vez. Los árboles están más altos que el estirado cuello por las ramas: su anca, la ancada no tiene más propósito que la tenaz marca sobre su posterior señal; ensucia y mancha, tiñe con sus restos de salvajismo de su mal overo. Cascabeles le cuelgan al animal viejo.
XXX
Tordilla se muestra la yegua y es el potrero iluminado su cuadrado espacio/ la raspan sus mismas pezuñas para no ser destinada a extraña cruza/ desdobla el vientre, se mama, sin pudor o recelo se chupa el anca. La enloquecen los mosquitos o tal vez esos tábanos eran sus trotes que la gesticulaban, su condición overa, su mancha descarnada animal talante es su hocico, la engorda el pasto todo se dispone ¿qué peso? ¿qué grasa? más se deforma el animal: la marcan de nuevo y es su intento de soltar las patas/ la esquilan en sus procedimientos, ruge la bestia. También la que está en celo –no sufre– muge a lo más y aunque barras neónicas la expulsan, con su actual instinto se calienta a la presión de pelos, se nutre siempre y más se overa l’onja de su carne equina sabor no ofrece como mercadería/ ara la tierra el surco.
XXXI
El luminoso no ofrece carnes, kardex o cintas que ruedan/ el animal se desentiende, trota a lo más, huele la peligrosa forma, escurre el bulto. No tiene más nombre que el de su clase. La overa se levanta, la potranca que ha sido se l’atienden, la retozan, la hinchan de grasa en el corral, ahueca famélicas sus costillas clavadas por espuelas. El animal lumpérico no corna ni embate, este animal de cegatona estirpe se rinde a la marca a fuego, a las estacas/ las vallas la renuevan, su corno ensaya, los bancos se desgastan, este animal pegado al suelo rasca en el césped y la fuerza del anca se destronca. Las ramas/ roncan el resoplar si se la enseña. Pero está la fuerza reglamentada, hasta el coceo se puede prevenir. Sordo el animal al ruido, lejano, frígido proceder. El animal se acopla con otro de modo natural se vierte/ la yegua se reduce a sus tobillos, si la yegua se cae/ si el animal se quiebra es inservible.