Cuando Estados Unidos ingresa en la Segunda Guerra Mundial, los dictadores centroamericanos viven momentos de gran confusión. Idolatran a Hitler y a Mussolini, sí, pero necesitan de Roosevelt en todos los órdenes de la vida nacional. Imitan la forma y el boato de los estilos fascistas; disfrutan igualmente los desfiles militares como una ceremonia más de sus delirios imperiales; gozan de las indumentarias castrenses, en especial de los uniformes de gala. Conciben, en fin, y anticipan las dimensiones de la eternidad cuando pronuncian sus discursos incendiarios dentro de una liturgia apoyada en el terror de las masas que los consagra entre ovaciones estruendosas al trono radiante de sus inmarcesibles liderazgos. Aman la dictadura sobre cualquier otro bien terrenal. Sí, a la dictadura, ¡bendita dictadura!, el diseño político por excelencia, el único aplicable de acuerdo a la idiosincrasia caribeña. Somos fascistas de corazón, pero ¡carajo! dependemos de la democracia más poderosa de la tierra. De hecho, cuando en 1936 Italia decidió abandonar la Liga de las Naciones, Leónidas Trubico hizo lo propio, al igual que Honduras y El Salvador. Washington protestó con energía a través de sus embajadores acreditados ante las respectivas cancillerías centroamericanas. Denunció simultáneamente la venta masiva de pasaportes emitidos por esos países a las potencias del Eje —siempre pagaderos en oro depositado en las bóvedas de los bancos suizos— para el uso de agentes especiales encargados de llevar a cabo las delicadas labores de espionaje a lo largo y ancho de América Latina. Ante semejante queja y por toda respuesta Trubico envió anónimamente al representante de la Casa Blanca en Salaragua una fotografía del presidente de Estados Unidos usada como papel del baño y con especial dedicatoria para el exquisito diplomático norteamericano.36

El fascismo es la gran solución, apuntaba insistentemente Trubico en sus reuniones periódicas con los altos mandos de su Ejército. En nuestros países no existe ninguna otra posibilidad de convivencia política. Como todos estos son unos hijos de puta que nunca tuvieron padre, y si lo tuvieron nunca lo conocieron, nosotros debemos constituirnos en superpadres de estos pueblos de desnalgados, en el gran Estado benefactor, para conducirlos, aun contra su voluntad si fuese necesario, por la senda del bien y del progreso, que ellos jamás alcanzarían si los dejáramos sueltos a la mano del demonio. Por eso perseguimos hasta el cansancio a estos gusanos rojos, prófugos de la heroica España franquista. Nunca olviden cómo dejaron a la Madre Patria: toda la península era un incendio y un panteón que, afortunadamente, Hitler pudo sofocar para darle a los muertos una sepultura digna y ayudar a imponer las formas de gobierno más convenientes para el Estado moderno español. El Führer y yo podríamos hacer maravillas en toda la América Latina.

Leónidas Trubico fichaba a quien ingresara en una librería. Quien quiera saber algo más que yo, desde luego es un comunista. Ordenaba constantemente revisiones en las librerías y si a juicio de las brigadas de inspectores encargadas del cateo, integradas por militares de todas las graduaciones, hasta generales de división, se localizaban libros prohibidos por el Estado o por la Iglesia, de inmediato se procedía a la clausura del comercio y a la reclusión del propietario por tiempo indefinido en cualesquiera de las mazmorras de la dictadura. Igualmente fichaba a los obreros que en nombre de sus compañeros de trabajo se atrevían a presentar solicitudes para reducir, por ejemplo, de 14 horas diarias a 12 la jornada laboral. Estos marxistas, repetía incansable a los inversionistas norteamericanos, aun en las cárceles contaminan. Por eso mucho mejor es meterles bala, como aquellos amotinados de la finca San Blas, que ya se estaban poniendo pesados hasta que el rey de la Banana nos permitió fusilar uno por uno a los líderes sublevados, frente a sus compañeros, y ya no les quedó más remedio que retirarse a cortar pencas o devolver el fuego. Mire usted que andar pidiendo un día de descanso a la semana...

Nadie en Salaragua hablaba en voz alta. El miedo es la herramienta más eficaz para ordenar la conducta. En la calle, por cada dos policías uniformados, había por lo menos otros dos disfrazados. Los delatores eran galardonados. Las técnicas de la SS alemana adquirían carta de naturalización en Salaragua. Trubico, como la mayoría de sus colegas, había firmado acuerdos de asistencia técnica con el Tercer Reich en materia de control y buen gobierno de la sociedad. Si el padre delataba a su hijo, recibía una medalla al mérito de manos del hombre providencial.

La persecución y el espionaje eran ya estilos de vida en la República. Se verificaban permanentemente las actividades de los ciudadanos. Acosaban igualmente a nacionales que a extranjeros, aun cuando gozaran de fuero diplomático —siempre y cuando no fueran norteamericanos—. Trubico tenía en cada pared una oreja, en cada paisano un soplón, en cada confesor un acusica, en cada prostíbulo una denunciante, en cada mesero un sindicador. Eso sí, la paz reinaba finalmente en Salaragua, después de siete revoluciones en 15 años. Ya nadie se atrevería a levantar el puño contra las instituciones democráticas. Hemos reconquistado la felicidad y la tranquilidad perdidas. Es más, gracias a mí este país tendrá este año la mejor temporada de lluvias de su historia...

Los contrabandistas de la frontera mexicana eran fusilados en plazas públicas en grupos de 15 o 20; los indios eran asesinados sin previo juicio por haber robado unos centavos; a cualquiera que pensara peligroso, se le torturaba hasta la muerte en cárceles clandestinas. Se les deformaba la cabeza con coronas de acero para espantar las nociones demoníacas y para obtener supuestamente información policíaca. Las mujeres con ideas subversivas eran sumergidas desnudas en tinas electrolíticas y los hombres, los más afortunados, eran colgados de las muñecas —otros lo eran de los dedos— con pesos en los pies mientras recibían golpes en los testículos. Durante los suplicios se tomaban fotografías en posiciones invariablemente macabras, cuya contemplación producía un raro placer en el señor presidente de la República. Tan pronto las tenía entre sus manos las acariciaba voluptuosamente y sonreía, en particular cuando se trataba de viejos seguidores, compañeros de banca en las academias militarizadas, hoy opositores políticos identificados gracias a las purgas sangrientas que aparecían recurrentemente a lo largo de sus reelecciones a la primera magistratura del país. ¡Se los dije, hijos de su puta madre, no jueguen nunca conmigo ni con Dios!, repetía mientras observaba una y otra vez con su conocida mueca de triunfador los rostros de dolor o la expresión congelada de los muertos o los miembros mutilados de los marxistas, sus enemigos mortales. Lo que hemos demostrado es que el pueblo no existe. Que no nos amenacen con un fantasma que hemos disipado.37

Cuando Trubico procedía al asesinato de sus opositores no perdía detalle del procedimiento de tortura. Quería saber, por ejemplo, si el prisionero había o no gritado al aplicársele en los pies la plancha caliente; si había confesado todos sus delitos con tan solo entrar al cuarto de las loras;* informarse, en fin, si se había o no cagado de miedo como todos los cobardes de su calaña; si había o no llorado, implorado perdón y lo había o no reconocido como Padre providencial al ver a sus verdugos acercarse con los alambres eléctricos echando chispas mientras colgaba desnudo y empapado de unas argollas en un sótano saliginoso de los constabularios.

—¿Habló el comunista ese cuando le jalaron el botón?** ¿Se reconoció representante de la URSS?

—No, señor, nos dijo que él no conocía a esa señora y que jamás la había oído mentar en su vida.

—¡Miserables traidores!

Cuando ambos salían del despacho presidencial sabían la consigna: tirar al preso desde un avión militar al océano sin protección alguna. Hay gente que solo sirve para alimento de los tiburones...

A Leónidas Trubico le era indiferente si el recuento de los sufragios superaba en dos tantos o más el número de la población total del país, como si ganaba la última campaña electoral con 2,545,721 votos a favor y 038 en contra.

Si Roosevelt ya se reeligió dos veces y va para la tercera, ¿por qué yo no voy a poder hacerlo otras tantas?39 Y al final de cuentas, se cuestionaba con genuino convencimiento en el seno de sus elegantes reuniones de gabinete, si Dios, Nuestro Señor, se mantiene en el poder eternamente, ¿por qué razón yo no he de poder seguir Su Santísimo Ejemplo...?40

A los candidatos de la oposición les estaba prohibido viajar por el país en cualquier vehículo motorizado. Se les privaba de la libertad durante seis meses por violar esa disposición o cualquiera otra del tráfico citadino. Sus automóviles particulares debían depositarse obligatoriamente en la Procuraduría General de Justicia de la Nación.

A partir de la declaración oficial de su candidatura a la Presidencia de la República, les era prácticamente imposible localizar un cuarto de hotel o rentar una casa habitación. Quien concediera el hospedaje a semejantes inquilinos caía bajo los efectos inminentes de un embrujo de fatales consecuencias. Desde luego, ningún periódico o revista debía pensar siquiera en la posibilidad de publicar la menor declaración favorable a los enemigos de la causa de Dios y del Estado so pena de ver cerradas sus puertas una hora después de la edición o de ver pintarrajeadas las fachadas de sus edificios o, en el peor de los casos, destruidas sus instalaciones por una turba fanática movida por la injusticia cometida en la persona del divino Benefactor del país. Las mismas advertencias hacía a quienes frecuentaban a los familiares y amigos de sus opositores.

No hay que confiar en la ley sino en Trubico. No hay que temer a la justicia sino a Trubico. No hay sino una norma de derecho: Trubico. Ya no se habla en Salaragua sino de Trubico, insistían los tres poderes federales como máxima regla de gobierno.41

Cuando Carías Andino, presidente de la república de Honduras, fue electo para un nuevo periodo de gobierno, el cual terminaría en el año de 1943, ordenó al Congreso el cambio del tres por un nueve, para poderse quedar legalmente hasta 1949.42 Los opositores corrieron furiosos a refugiarse en Salaragua, donde esperaban contar con la seguridad necesaria para sobrevivir e iniciar de inmediato una ofensiva desde la frontera. Su inocencia los condujo al patíbulo. Trubico y Keith aplaudían a rabiar el ingenio de su colega y empleado, respectivamente. Yo lo hice a él, 100% es hechura mía, repetía jubiloso el magnate. La comunidad de tiranos centroamericanos funcionaba con la precisión de una obra de arte de la relojería suiza. Tus enemigos son mis enemigos. En ese entendido, Leónidas Trubico asesinó uno a uno a los exiliados políticos hondureños y, una vez debidamente mutilados, procedió a enviar pruebas suficientes a su querido y entrañable colega con ánimo de demostrarle la lamentable desaparición física de sus opositores.43 La persecución, no cabía la menor duda, se llevaba dentro y fuera del país.

El máximo hobby de Trubico desde los ocho años de edad consistía en arrojar gatitos desde la azotea de la casa paterna44 para disfrutar su caída libre y sus macabros maullidos de pánico y dolor. Una vez instalado en la Presidencia de la República sustituyó los animalitos con seres humanos, y las azoteas por aviones de la Fuerza Aérea salaragüense, desde donde dejaba caer vivos al mar a sus enemigos y críticos.

De niño desertó de la academia militar. Su padre lo salvó. Más tarde fue llevado a una corte marcial por negarse a ir al frente. Su padre lo salvó del paredón. En otra ocasión, durante unas maniobras militares ordenó abrir fuego contra un grupo de campesinos mexicanos. Algunos lograron escapar de la matanza para solo ser aprehendidos posteriormente y colgados del árbol más próximo sin consideración alguna. Acabemos con los invasores. Salaragua será solo nuestra. Quien manche con su pisada esta santa tierra se encontrará con Leónidas Trubico. Su padre pudo salvarlo de un nuevo juicio de guerra que, desde luego, le habría costado la vida. Acto seguido, el futuro tirano funda para la posteridad la Asociación de Boys Scouts de Salaragua.45

A su regreso de Estados Unidos, después de concluir unos estudios becados por la Fundación Rockefeller, participa en la organización del golpe de Estado para derrocar el régimen democrático presidido por Manuel Orellana. Trubico estuvo escondido, presa del pánico durante toda la ejecución del plan hasta que fue oportunamente informado de la conclusión afortunada de todo el movimiento. A mí no me asustan las balas, lo que me espanta es lo fuerte que me las avientan. El presidente Orellana firmó la rendición incondicional cuando le fueron aceptadas tres condiciones de gran trascendencia histórica.

Primero: Que le entregaran en ese mismo acto a su hijo la cantidad de 40 mil córdobas.

Segundo: Que le construyeran un puente de acero para llegar a su finca.

Tercero: Que se le concedieran todos los premios de la lotería nacional a lo largo de un mes. De otra manera habría un derramamiento de sangre sin precedentes...46

Leónidas Trubico contaba con la compañía permanente de un biógrafo oficial, de un intelectual oficial y de un publicista oficial. Al biógrafo le tenía prohibido enfermarse o llegar tarde a un acto, porque este país no puede quedarse ni un instante sin alguien que recoja en el momento preciso cada una de mis históricas decisiones. Las futuras generaciones deben conocer en detalle mi mecánica de pensamiento, mi capacidad de respuesta ante los diversos problemas inierentes a mi cargo, mi visión del mundo y mi concección del destino del universo. El intelectual oficial tenía por alto encargo el incomparable honor de justificar sus actos de gobierno, de vestirlos elegantemente para su entrega a la posteridad y de redactar los discursos, aun los pronunciados durante la inauguración de los burdeles más célebres del país. El publicista debía proyectar convenientemente sus hazañas y su imagen de estadista ante la opinión pública de la nación.

Trubico era experto en todas las especialidades conocidas. Aquí, en Salaragua, Dios y yo estamos al mismo nivel.47 Igual orientaba a los técnicos en la instalación de las estaciones de radio, que les indicaba a los integrantes, ya militarizados, de la orquesta sinfónica nacional cuántos alientos y cuántos violines debían tocar y cómo debían hacerlo. Si la interpretación era transmitida por radio él simulaba tocar un chelo, mi instrumento favorito, el que más domino. Si, a su juicio, la orquesta se adelantaba o se atrasaba llamaba enfurecido a la estación para ordenar la repetición de la parte equivocada y castigaba con un mes sin goce de sueldo al responsable de la falta. Por si fuera poco daba clases de cocina, pesca, ingeniería, estrategia militar, historia, economía y de cualquier ciencia, arte o deporte que le llegara a la mente.

Durante las giras presidenciales afirmaba poder predecir en qué momento se descompondría el automóvil. Adivinar cuándo se iba a partir en dos el muelle sobre el cual estaba toda la comitiva, el instante preciso en que todos debían lanzarse al agua, menos él, claro, que sabría guardar el equilibrio para no precipitarse junto con los demás. ¡Al agua carajo, tírese al agua! ¿No se da cuenta que esto se va a desplomar en unos 25 segundos más? Todos saltaban al agua mientras él contaba el tiempo reloj en mano. Y ante la calma más chicha del mar levantaba la cabeza al cielo, como para exigirle una explicación por la mala pasada y consultarle la razón del cambio repentino de señal.

Tengo poderes sobrenaturales. Yo puedo saber lo que está pensando Roosevelt en estos momentos.48 También les puedo decir si lloverá o no esta tarde o si se romperá la silla sobre la que están sentados. Los objetos inanimados lo obedecían. Podía conocer la verdad con solo ver a la cara a un asesino. Husmeaba los atentados, los alzamientos, los complots y detectaba con oportunidad las traiciones.

Al practicar sus recorridos por el interior de la República experimentaba una sensación de placer muy singular cuando la prensa lo identificaba como Salomón sobre ruedas. Era capaz de resolver los más complejos problemas nacionales en un término siempre inferior a un minuto. Decidía complicados casos de tenencia de la tierra, disputas familiares, pleitos municipales. Despedía y contrataba jueces al vapor, revertía las decisiones de las cortes y de los tribunales e incluso llegaba a meter a los propios magistrados a la cárcel. Revisaba los libros de los funcionarios locales, sus ingresos, sus gastos y después de verlos a la cara para saber si se habían desempeñado honestamente en el cargo los confirmaba o cesaba fulminantemente. Eso sí, durante sus viajes jamás entraba en una sola escuela, aun cuando ya las había militarizado todas, incluso los parvularios. A lo largo de su gobierno había prohibido la construcción de una sola de ellas a pesar de llevar ya casi 10 años en el poder y de haber crecido en más del 20% la población infantil. Para escuelas no hay presupuesto. Es dinero tirado a la calle. Mejor, mucho mejor hacer parques y circos para sacar a la gente de sus casas y evitar que tengan malos pensamientos. Igual pasa con los hospitales. ¿Para qué construirlos si la gente solo viene a morirse en ellos?

La prensa salaragüense recogía con minuciosidad siempre aprobada por el biógrafo y el publicista oficiales lo mejor de las giras presidenciales: El presidente Trubico regresó después de cubrir 2,018 kilómetros con 67 metros. El cintillo todavía agregaba: El día 13 fue el de mayor kilometraje: 222 kilómetros con 3 metros, en cinco horas con 18 minutos.49 A lo largo de estos recorridos los indios, que habían esperado por espacio de dos días la llegada del jefe de la nación, rodeaban el automóvil, se arrodillaban frente a él, tocaban sus faros o emprendían rezos interminables, como si estuvieran en presencia de una deidad maya-quiché llegada directamente vía Detroit.50 Si estos te piden tierra regálales una marimba o un saxofón y verás cómo se les olvidan todas sus pretensiones. Si a pesar de todo insisten, como cuando se niegan a pagar impuestos, entonces es que ya están contaminados. En ese caso hay que mandarlos a cortar caña o a pegar piedras en nuestra red de carreteras nacionales, o a trabajos forzados en los malditos pantanos del Pacífico, para purgar sus intenciones comunistas. Al fin que la United Fruit siempre nos anda pidiendo voluntarios.

Leónidas Trubico tenía una manifiesta debilidad por la firma de oficios, decretos, circulares y autorizaciones de todo tipo. Después de revisar la fecha, el año, el siglo y la era correcta asentaba unos signos ilegibles, desproporcionados en relación al tamaño de la hoja del papel, sobre el último título con el que el Congreso Federal lo había distinguido. Firmaba decretos hasta para ordenar la reparación de un tractor municipal con cargo al erario público por un valor de tres córdobas: se sentía indispensable. ¿Qué harían estos sin mí? Ni eso pueden hacer. Si por contra alguien se atrevía a hacerlo pasaba un año en cualquiera de las bartolinas húmedas y saliginosas de la dictadura por desacato a un mandato de autoridad competente. De esta suerte, el Benefactor de Salaragua firmó decretos de lo más variado de su ingenioso repertorio. En uno absolvía a los latifundistas por matar indios si estos se atrevían a cazar en propiedad ajena,51 robar fruta o hacer fogatas; en otro ordenaba la abolición de las deudas provenientes de la esclavitud, que ligaban a los mismos aborígenes con los cafetaleros o bananeros, siempre y cuando cada uno de los beneficiarios aportara cinco centavos para la construcción de un monumento con su esfinge, como libertador de los indios, todo un K’ucumatz.***

Suplicaba a los inversionistas nacionales y extranjeros la reducción de sueldos a todos los empleados salaragüenses de un dólar a 50 y a 25 centavos, como único medio para controlar los aumentos de precios que tanto perjudicaban a los trabajadores, de igual manera como le había solicitado a la United Fruit la disminución sustancial de los sueldos devengados por sus peones en su plantación del Tiquisate. Mire, le había explicado a Robert Keith, si estos muertos de hambre nunca han tenido, afortunadamente, dinero en su vida y un día amanecen con las bolsas de los pantalones llenas de dólares terminarán por darme una patada en el culo. Si por contra tienen ocupada la mente en la próxima comida, solo así podré mantener la tranquilidad política en el país. Según su biógrafo oficial, las revoluciones de 1897 y la de 1920, habían coincidido con la elevación de los precios internacionales del café. Al haber dinero en exceso, había surgido la violencia. Por esa misma razón los cofres de la nación deberían estar llenos y los bosillos de la gente vacíos. Keith sonreía y se felicitaba por tener un amigo incondicional de los tamaños de Trubico. Realmente festejaba su sentido del humor; pocos momentos en la vida le reportaban al magnate más placer que escuchar las anécdotas y las técnicas de gobierno de su presidente salaragüense, probablemente el favorito de todos los centroamericanos, así como sus estrategias y su novedosa concepción de la economía, que él aplaudía generosamente con sus típicas carcajadas. En particular uno de los pasajes había tenido singular acogida en los elevados círculos de Wall Street. Trubico sostenía que la depresión de 1929 se habría resuelto si se hubieran cerrado oportunamente las puertas de la Bolsa de Valores y se hubiera impuesto por decreto un precio oficial a las acciones. Ahí fueron todos los gringos muy pendejos. De haberme consultado, decía con asombrosa seriedad, se hubieran ahorrado muchísimos problemas...

Trubico tenía tres fobias, tres debilidades y confiaba solo en tres grupos de poder y no de manera absoluta. Odiaba con un coraje visceral a los comunistas, a los intelectuales y a los rateros. Por contra amaba hasta el delirio a Mussolini —por su machismo—, a Hitler —por su magnetismo y por su ejemplar ideario político— y a Francisco Franco —por sus éxitos militares—. Confiaba en la armada y no en toda ella, en los latifundistas y no en todos ellos y en las empresas extranjeras y no en todas ellas.

Su aversión en contra de los ladrones era conocida a lo largo y ancho de Salaragua. Estos corrían igual suerte que los comunistas, a quienes identificaba con toda claridad por el solo hecho de sostener puntos de vista diferentes a los suyos, aun cuando se tratara de temas electrónicos, culinarios o deportivos. Sin embargo, exportaba clandestinamente ganado a quien se lo comprara. Cualquier cosa con cuatro patas, dos cuernos y mugiera era potencialmente propiedad de Trubico. Era dueño de la planta pasteurizadora La Salud, la cual cobraba 60 centavos por cada litro de leche que se vendiera en Salaragua a modo de impuesto pagadero directamente a la planta.

Porque la leche de mis vacas es dulce, no en balde les pongo la mejor música clásica de mis estaciones mientras las ordeñan. Yo quiero para mí todas las ubres que tengan las vacas de Salaragua, así como las que les puedan salir en el futuro... Estoy mucho más feliz rodeado de vacas que de tanto animal con apariencia humana.

Tenía entre sus haberes 51 ranchos ganaderos: Me gusta mucho la tierra, sobre todo la ajena, y 46 fincas cafetaleras. Era, asimismo, el principal exportador de café. Compra siempre a los herederos, ellos por lo general no saben las que su padre pasó para tener esos bienes, le aconsejó siempre su padre, entre trago y trago de ron. Mi padre era un sabio, agregaba un Trubico nostálgico. Solo que, si los herederos no me quieren vender, sus preciosas viudas me habrán de dar un precio mucho mejor... Cuando se iba a rematar una propiedad hipotecada por la insolvencia de los deudores, Trubico era informado oportunamente para poder concurrir como único postor. Ni los más despistados se atrevían a pujar. Al tercer martillazo se adjudicaba al representante del presidente de la República el inmueble en cuestión.

El jefe de la nación era propietario de las minas de oro más importantes del país, las que, sin lugar a dudas, constituían una de sus principales fuentes de ingresos. La industria minera estaba obligada a pagarle mensualmente y en efectivo el 2.5% de su producción total o correr el riesgo de ver clausuradas sus instalaciones por no revestir los elementos indispensables de seguridad para los ciudadanos trabajadores. Además, entre su gama de inversiones se encontraba también una cementera adquirida para abastecer oportunamente cualquier obra pública salaragüense. Puestos ambulantes de bebidas embriagantes en las afueras de las fincas y de las plantaciones, para que las cantinas de la United Fruit no se quedaran con la totalidad del sueldo semanal de sus peones y empleados. Este Robert Keith es demasiado ambicioso... Controlaba, por si fuera poco, la Compañía de Fósforos Nacional Momotombo, S.A., un verdadero monopolio cerillero. Y prohibió a través de uno de sus clásicos decretos el uso de encendedores. Era el accionista más importante de los aserraderos, las algodoneras, los cacahuatales, las salineras donde también tenía el monopolio, textileras, de la principal cervecera, de una fábrica de zapatos, de una de aceite de cacahuate, otra de henequén y de una línea de camiones, así como de casas de juego y todo tipo de centros de vicio; de plantas productoras de quinina, que vendía indebidamente diluida con flúor a precios de locura en una región donde la fiebre amarilla o la malaria, uno de los azotes del Caribe, podía acabar con la población en un par de semanas. Husmeaba la menor posibilidad de hacer dinero: cuando contrató con Estados Unidos la construcción de un aeropuerto y de una carretera en Salaragua, compró con toda anticipación y por una bagatela los terrenos donde se llevarían a cabo las obras con el propósito ulterior de vendérselo a su propio gobierno con una utilidad exorbitante, tal y como aconteció cuando supo de los planes, más tarde fallidos, de los norteamericanos para abrir un nuevo canal interoceánico. La compañía de seguros San Leónidas le generó jugosas utilidades a partir del momento en que decretó la obligatoriedad del seguro a fábricas, automóviles, edificios, además del seguro de vida a obreros y empleados, sin pagar nunca a nadie, salvo a sus familiares, cantidad alguna por concepto de indemnización en caso de siniestro. Las residencias de las representaciones diplomáticas salaragüenses en México, Miami y otras partes del mundo habían sido obviamente adquiridas por él y posteriormente arrendadas a su propio gobierno para poder cobrarle rentas elevadísimas en divisas.

Cuando requería hacerse de dólares para nuevos negocios foráneos vendía en efectivo a los propios gánsteres norteamericanos armas enviadas por el mismo Departamento de Estado como parte de un programa de ayuda militar. Organizaba bandas de coyotes profesionales en las afueras del Palacio Nacional para adquirir con córdobas todos los dólares del mercado negro, sin pensar en la menor consecuencia devaluatoria.52 ¡Ay de aquel que quisiera pasarse de vivo y hacerle al tirano las cuentas del gran capitán!... No estoy acostumbrado a perder ni me gustan las malas noticias. Pocas cosas pueden ponerme de peor humor. Solo tuvo que aceptarlas cuando su madre le suplicó que el impuesto a las putas se lo cediera a su hermano Pipi:53

—Él no tiene nada, míralo, Leo; tú, por contra, andas de maravilla.

—Pero, mamá, son mis muchachitas, mis cueros, mis niñas del alma, compañeras de desvelos y aventuras. Es solo una simple contribución a la patria.

—Sí, Leíto, pero déjaselo a tu hermano menor. Él tiene menos que tú.

—¡Ay, madrecita de mi vida!, tú siempre tendrás la última palabra...

En los años en que el trubiquismo florecía a su máxima expresión regresó a Salaragua un brillante profesor, un joven intelectual de escasos 30 años, doctorado en Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad de La Plata, Argentina. Llegaba profundamente motivado y deseoso de ejercer su profesión y difundir todos sus conocimientos, de abrir las ventanas del Ministerio de Educación Pública de Salaragua, ventilarlo, oxigenarlo con nuevos aires. Juan José Arévalo era una fuente de energía contagiosa por sus deseos de superación, por la importancia que le concedía, más allá de la mera alfabetización, a la educación y a la cultura en los primeros años escolares. Este país no lo cambiaremos con dólares sino con libros, no lo cambiaremos con militares sino con auténticos representantes de la sociedad civil en los puestos de representación popular, no lo cambiaremos invirtiendo en cañones sino en escuelas para capacitar a nuestra gente y descubrirles los beneficios de la ilustración. No lo cambiaremos con más curas ni más artilleros adiestrados en West Point sino con más maestros de todas las especialidades de la docencia, distribuidos en centros de capacitación técnica a lo largo y ancho del país, en lugar de cuarteles de lujo donde se forman las castas privilegiadas y se engendra la desigualdad y la represión. Los salaragüenses no calzarán como la gente civilizada ni tendrán techo ni se alimentarán ni exigirán derechos ni prestaciones laborales ni garantías ciudadanas ni vibrarán con el arte mientras los mantengamos en la oscuridad de las cavernas donde han cohabitado en los últimos 300 años con una resignación indigerible a un lado de la ignorancia y la miseria. Les enseñaremos lo que el espíritu humano ha conquistado en saber y tecnología. Cambiaremos su imagen y les revelaremos la existencia de los más elementales derechos humanos, arteramente ocultados por autoridades venales siempre enredadas en vergonzoso contubernio con los grandes capitales nacionales y extranjeros. A nosotros nos corresponde descubrirles las inmensas proporciones de su personalidad, indicarles el camino de la reivindicación y ubicarlos en la senda de la civilización y el progreso. Es mil veces peor la ignorancia que el analfabetismo.

Los horrores de la tiranía trubiquista, su salvajismo inenarrable, como lo calificaría públicamente, cercenaron de entrada la promesa de su discurso liberal. Los constantes enfrentamientos con las plantillas de profesores salaragüenses, quienes, presas del miedo y entregados de cuerpo y alma a las ventajas de la sumisión, sálvese el que pueda, habían renunciado al ejercicio de sus facultades mentales y a las gigantescas ventajas de la difusión de la información y de la cultura, a cambio de cuidar su puesto, su menguado ingreso quincenal y preservar su integridad personal y su vida misma, lo hacen desesperar. La mayoría de sus colegas no tenía inconveniente en enseñar, ciclo escolar tras otro, la biografía ganadora del concurso anual: Vida y obra del Benemérito de la nación, general don Leónidas Trubico. De las riñas internas pasaron a las amenazas y de las amenazas a las persecuciones abiertas de parte de las autoridades universitarias y políticas. Con sus 31 años promisorios, Arévalo prefirió el destierro, porque no hay peor traición que la que uno comete en contra de uno mismo. Fue entonces cuando se retiró a Argentina.54

Aceptó una cátedra en la Universidad de Tucumán cuando los sabuesos de la dictadura empezaban a husmear la presencia de un peligroso enemigo en el ambiente. Tuvo que desterrarse envuelto en llamas y sufrir a la distancia una castrante sensación de desperdicio e impotencia.

La verdad siempre aflora, concluía a diario en sus imponentes disertaciones, cubierto por la toga y el birrete. Empieza a publicar trabajos con relación a la psicología del desarrollo y al concepto de la integración social. Furtamantes se ocupaba de introducirlos y divulgarlos clandestinamente en Salaragua como las ideas de uno de los nuestros. Sus ideas dejan una huella al principio, más tarde impactan profundamente a la comunidad intelectual universitaria de Salaragua.

Su estancia en Salaragua había sido efímera e inútil; en apariencia no pasaría de ser un recuerdo, una semilla sujeta a los vaivenes del viento; sin embargo, la difusión clandestina de su pensamiento significaba la mejor de las esperanzas. Se traducía gradualmente en la constancia de la existencia de un mundo diferente a la tiranía y al despotismo. Existían, sí, existían otras posibilidades políticas. Desde luego que existían...

Doña Esperanza Arias de Trubico, mi señora esposa, como la llamaba el dictador en sociedad, la matrona excelsa y primera dama vitalicia de la República, según decreto sancionado por el propio Congreso de la Unión, doctora honoris causa de la Universidad Nacional de Salaragua, era de extracción humilde, una mujer del verdadero pueblo salaragüense, tierna, cariñosa con sus hijos, amable y atenta con sus semejantes. A lo largo de aquellos días desgraciados del terremoto de mediados del año de 1925, doña Pelancha, como era conocida popularmente, había observado una conducta ejemplar. Igual bajaba a un sótano todavía crujiente para rescatar a un niño atrapado entre los escombros de un edificio que encabezaba una campaña de donación altruista de sangre o donaba la suya propia en los cimientos de lo que había sido un hospital. Se le vio muchas veces llevando en los brazos a críos ensangrentados, se le encontraba a un lado del lecho de los moribundos, dándoles la última bendición, consolando mujeres y ancianos, entablillando en plena calle la pierna de un damnificado, de rodillas, así, de cara a todo el mundo, sin acordarse en ningún momento de la dimensión de su personalidad política. Daba agua al sediento, medicinas al enfermo, consuelo al mutilado, sepultura al recién fallecido, calor al huérfano, comprensión a la viuda y ayuda a quien se le acercara a pedir consejos y socorro espiritual.

El sentido maternal de doña Esperanza era reconocido por propios y extraños, aun por aquellos enemigos del tirano que guardaban un esforzado silencio cuando su nombre salía a colación. ¿Quién iba a decir que este salvaje pudiera tener por esposa a una verdadera santa? El propio Trubico había dependido económicamente de ella, de su habilidad culinaria, aprendida de niña, al lado de su madre, junto a un tiznado fogón en los años de exilio forzoso, allá por 1925. Infancia difícil, días de sufrimiento, hambre y analfabetismo. Su tía abuela le había enseñado en las noches a un lado del fogón, sobre una vieja mesa de madera, a la luz mortecina de una triste vela, las cuatro operaciones fundamentales y el alfabeto. Gracias a ella sabía leer y escribir, gracias a su madre sabía cocinar, gracias a su padre sabía trabajar y gracias a los horrores de la miseria poseía una humildad natural con la que conquistaba de inmediato, desde el momento mismo del primer cambio de impresiones.

Su vida entera había transcurrido en El Tiquisate, una de las fincas bananeras más grandes de la United Fruit. Después de 35 años de trabajos prácticamente forzosos, sin un código laboral ni un reglamento interior ni ningún otro ordenamiento orientado a la protección de los empleados, su padre, Salvador Arias, expiraba en el municipio conocido como El Cocal, en las mismas penosas circunstancias en las cuales había comenzado su penosa existencia. La miseria fue su compañera inseparable a lo largo de toda su vida. Ni los avances técnicos ni la expansión de la empresa ni sus crecientes utilidades ni la apertura y conquista de nuevos mercados mejoraron en nada su capacidad de ahorro ni sus niveles de bienestar. De nada sirvió tanto esfuerzo ni tanto castigo por faltas irrelevantes ni los dolores constantes de espalda por los interminables acarreos de las pencas a lo largo de agotadoras jornadas de 12 y 14 horas diarias ni las enfermedades, algunas de ellas provocadas por los mismos patrones, como cuando experimentaron el primer avión fumigador y el gas altamente tóxico, que produjo en los peones vómitos, desmayos, ceguera y ausentismo por semanas, mismas que no solo fueron descontadas puntualmente de sus percepciones normales sino que además se impusieron severas sanciones, incluso despidos por ausencia injustificada a los centros de trabajo.

Jubilación, indemnización, pago de vacaciones y aguinaldo, las ventajas de un seguro social para casos de enfermedad, maternidad, cesantía, vejez y muerte eran consideraciones legales aplicables solo a los trabajadores norteamericanos radicados en el territorio de Salaragua. Ninguna compensación de ningún tipo recibieron los deudos de la familia Arias ante la pérdida del jefe de la familia, la única posibilidad de captación de recursos económicos para sobrevivir. En Estados Unidos, repetía usualmente Keith, el poder judicial sí es eficiente: una demanda obrera bien planteada nos puede costar muchos millones de dólares, pero aquí, en donde el mismísimo presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación es nuestro abogado corporativo y lo tenemos en la nómina junto con medio gabinete, no deben preocuparnos esas calamidades.

Todo está al alcance de nuestra chequera. Mi general Trubico encarna la Divina Trinidad: representa al Poder Ejecutivo, al Judicial y al Legislativo en una misma persona. Yo puedo dictarle a mi secretaria la sentencia que me parezca más conveniente o mandar al Congreso de la Unión la iniciativa de ley más favorable para proteger mis inversiones bananeras. Este es el paraíso, el caldo ideal de cultivo donde el capitalismo puede darse a su máxima expresión. Sin condiciones, sin revisiones, sin amenazas, sin prestaciones obreras que disminuyan nuestras ganancias, sin impuestos molestos de ninguna especie, sin competencia comercial, con las mejores tierras del mundo, el clima más apropiado del planeta para el florecimiento de nuestros intereses, la mano de obra más barata imaginable, el milagro de la multiplicación de los dólares, la cercanía con los puertos de Estados Unidos, el mercado más espectacular creado por la imaginación del género humano, sin los controles propios para el financiamiento de una potencia ni los obstáculos inherentes a una democracia. Es aquí donde debemos hacer los negocios, en el bendito reino de Dios y de Trubico.

Salvador Arias había ingresado en la United Fruit sin un solo córdoba en los bolsillos. Cuando sus deudos lo enterraron en la fosa común del panteón municipal no contaban con los ahorros necesarios ni para pagar siquiera el más modesto ataúd, por lo que para su inhumación tuvo que ser envuelto en su petate de siempre, el mismo que se llevaba a las barracas de castigo, o que usaba para dormir en el suelo apisonado del bohío. Nada habían dejado 35 años de sudores y desgaste. Los animales nacen, crecen se reproducen y mueren. El paisaje bananero era el mismo, el hambre la misma, las incomodidades las mismas, las privaciones las mismas, las vidas inútiles las mismas. Nada mejoraba. Todo esfuerzo era inútil, todo dolor superfluo. El llanto no consolaba, las palabras no penetraban, el hambre nunca disminuía y la ignorancia no iluminaba. Solo la muerte, la muerte era el único bálsamo, la única posibilidad real de reconciliación y recompensa, el juicio final, la justicia eterna prometida.

Esperanza Arias se sumó en aquellos días al rescate de los suyos. Preparaba tamales que eran vendidos entre toda la peonada a la hora del almuerzo y obsequiados discretamente a los capataces para evitar las constantes insinuaciones de los representantes de la tienda de alimentos del Pulpo, localizada a la entrada de la plantación. ¿Quién le iba a decir a Esperanza que aquellos conocimientos adquiridos al lado de su madre como juego y diversión más tarde le servirían para salvar del hambre a su familia y posteriormente a su propio marido, antes de su encumbramiento a la primera magistratura de la nación? Nunca dejó de extrañar la cálida sensación de la hoguera. Sus joyas por sus ollas, su cama victoriana por su desgastado petate, la ciudad por el paisaje del pueblo y las lujosas porcelanas por sus recipientes de barro y los animales de la granja. ¡Ay, mis gallinas, Leíto! Si al menos pudiera tener una que otra, aunque fuera a un lado del patio ese de honor de Palacio Nacional. Te juro que nadie las vería. Ni vieras el consomé que te haría los fines de semana.

Una tarde húmeda y lluviosa de finales del invierno de 1942, una de aquellas raras ocasiones en que el señor presidente de la República se acordaba de la existencia de su esposa y pasaba a saludarla a su espaciosa recámara de la Casa de Gobierno, ella se dispuso, dado el estado de ánimo de su marido, a recordar diversos pasajes de su vida matrimonial, entre otros no menos graciosos, cuando un sastre se había presentado ya en las oficinas presidenciales a cobrar una factura pendiente que el mismo general Trubico no había podido pagar por falta de recursos en aquellos días desesperantes del anonimato político. Volver a vivir los viejos tiempos siempre fue una experiencia gratificante. Doña Esperanza se ponía seria y nostálgica por instantes. El dictador reía ajeno a las expresiones del rostro de su mujer:

—Paso horas y más horas esperando tu visita que nunca llega —expuso repentinamente la esposa del ciudadano jefe de la nación, con un dejo de melancolía.

—Pero, señora, el presidente de este país no tiene horas de descanso, y aun cuando yo no esté a su lado todo el tiempo, usted es la única dueña de todos mis pensamientos —repuso Trubico con una sonrisa esquiva dibujada en el rostro.

—Yo comprendo todas tus ocupaciones, Leo, pero eso no me quita el fastidio —agregó apesadumbrada mientras el azul sepulturero del atardecer oscurecía aún más el color de su piel.

—¿Qué quiere hacer, señora? Soy capaz de traerle al mejor payaso de Europa para que le divierta todos los días —ofreció el dictador en tono comprensivo—. ¿Quiere damas de compañía? Se las traigo. ¿Quiere irse de viaje? ¡Váyase de viaje! ¿Quiere ver qué se siente volar en avión? ¿Quiere dinero? Solo dígame cuánto. Yo estoy aquí para darle todo y más que eso.

—No es problema de dinero, Leo. Yo era más feliz contigo cuando no teníamos nada de todo esto y te veía a diario. Podíamos platicar, te hacía la comida y todos tus caprichos. Hoy, ya ves, me tienes aquí en una jaula de oro...

—¿Jaula de oro? —saltó el presidente movido por el primer impulso como si le hubiera picado un alacrán. Estaba atónito—. ¿Sabes cuántas mujeres quisieran estar en tu lugar? ¿Eh...? —preguntó repentinamente descompuesto.

—Sí, Leíto, pero yo...

—¡Contéstame! —tronó el tirano ya puesto en pie de guerra. Sus medallas refulgían a lo largo y ancho del pecho decorado con plata y oro—. Leíto, Leíto ni qué vainas.

—Pero es que yo...

—¡Habla ya!, con tres pedazos de mierda. Un día que tienes el privilegio de verme y mira nada más con lo que me recibes.

—Leo, yo…

—Leo, ¡madres! Eres una egoísta como todas las viejas. Mientras más les da uno más quieren.

—¿Me dejas hablar?

—Habla, sí, claro, habla todo lo que quieras, ¡malagradecida! Yo me dejo las tripas para sacar a este país adelante y tú sales con imbecilidades de niña idiota. De la que más debía yo esperar me sale con que la tengo en una jaula de oro —por un momento el tirano dudó. No sabía si retirarse y azotar la puerta, como le había aconsejado Keith para impresionar, o golpearla, castigarla, o simplemente regañarla. No se le ocurrió mejor idea que aventar su gorra de gala, con las cinco estrellas de oro insertas al frente, contra uno de los sillones apoltronados de la estancia—. Memoria es la que te falta para acordarte de dónde te saqué descalza y a dónde te tengo ahora vestidita y educadita como a toda una princesa. Jaula de oro... —repitió furioso—. Lo que pasa es que nunca te acostumbraste a vivir en este palacio como Dios manda.

El tirano había sido tocado en una de sus fibras más delicadas: la triste realidad de su origen era la única gran maldición de su vida, independientemente del color de su piel. Siempre insistía, por ejemplo, en ocultar la identidad de sus padres y se refería a ellos como si hubieran sido europeos de la más distinguida alcurnia. Decía que su madre había sido descendiente directa de los Bonaparte y su padre, también de sangre azul, según hacía constar su biógrafo, había sido un valeroso caballero español de aquellos ínclitos constructores del nuevo mundo. En realidad, el gran Leónidas Trubico no era sino un hijo ilegítimo de padre desconocido y madre casquivana, ambos supuestamente inhumados en la catedral metropolitana†† dentro de las formas más ortodoxas establecidas por la liturgia religiosa para cubrir un expediente político y genealógico de cara a la posteridad.

Llamarlo advenedizo directa o indirectamente, insinuarle su falta de legitimidad cultural, política, social o legal para ocupar la Presidencia de la República podía colocarlo de inmediato en el disparadero. Cualquiera sabía que Trubico era un sujeto irascible, más aún si se tocaban irresponsable o intencionalmente ciertas áreas de su personalidad en donde las heridas aparecían después de tantos años todavía abiertas a flor de piel.

—Leíto, mi vida...

—Habla, habla, yo te enseñé a comer en plato, a no decirme apá en público, a dormir en cama. Te hice ser humano a pesar de tu apariencia, pero eso sí, nunca te enseñé a ser agradecida.

—¡Leo!, por Dios.

—¡Habla!, pues, a ver qué ruido nuevo te sale por el hocico.

—Yo no te reclamo nada —respondió doña Esperanza entre sollozos—. Tú eres mi señor y yo debo obedecerte ciegamente —Trubico ocultó cuidadosamente su satisfacción. Cuando le des a una vieja, dale el otro inmediatamente para dominarla. Ellas no están acostumbradas a la violencia—. A mí no me hace falta nada, lo tengo todo. Las visitas del arzobispo me dan consuelo y tú me das el techo, la cuchara y el plato que necesitamos todos los humanos.

Trubico se quedó paralizado.

—¿Te has vuelto loca? —gritó otra vez fuera de sí el Benefactor de la nación. Se puso de pie de nueva cuenta, parecía una araña al punto del ataque—. ¿Me quieres explicar de cuando acá necesitas tú que alguien te consuele?, ¿eh? ¿Qué mierdas te pasa? ¿Con quién carajos he vivido todos estos años? ¿Cuántos pecados habrás cometido para que el ensotanado ese tenga que consolarte? Además, la puta madre de gente que quisiera este techo, esta cuchara y estos platos, como tú los llamas con esa maldita desgana. Estás loca, ¿me oyes?, perdidamente loca. Todas las viejas están de atar y tú desde luego no ibas a ser una excección —el dictador resollaba de la rabia.

Esperanza miraba al techo como si elevara una larga plegaria y se apartara del reino de los mortales durante las respuestas de su marido.

—¿Por qué no hablamos como hace un rato?, y te cuento lo que me pasa —preguntó suplicante a punto de derrumbarse.

—Yo ya sé lo que te pasa, ¿o crees que soy un animal como el perrito faldero del arzobispo? Ese está igual de perdido que tú, porque se pasa todas las tardes tomando chocolatito caliente con cuanta señora importante encuentra para sacarle dinero con su carita de pendejo y ayudarse en el negocio de la exportación de reses para hacerme la competencia. Solo que si vuelve a hacer muu en esta casa lo saco del país en el primer vagón de ganado disponible.

—Leo, por favor, escúchame...

El dictador abrió violentamente la puerta sin que se le ocurriera alguna idea mejor en su desesperación y después de gritar: Una botella de coñac, carajo, la azotó para retomar la conversación con más aspereza y malestar.

—¿Puse o no puse una calle con tu nombre en cada pueblo y en cada ciudad de Salaragua? ¿Lo hice? ¿Eh?

Esperanza Arias agachó contrita la cabeza. Se dio por vencida.

—¡Contesta, con 100 mil carajos y medio!

—Sí.

—Sí, ¿qué?

—Sí, Leíto, sí.

—¿Es o no es una muestra de cariño?

—Sí, Leíto, sí lo es.

—¿Cuántas mujeres en este país conoces que tengan calles con su nombre?

Todas tus mujerzuelas, hasta que te aburres de ellas, iba a contestarle doña Esperanza pero su humildad natural y su absoluta subordinación a la figura masculina desde su más tierna infancia se lo impidieron.

—Solo tu mamá, tu abuela y yo —repuso tímidamente.

—Eso es, solo ustedes, las dueñas de mi corazón.

El tirano caminaba nerviosamente de un lado al otro de la habitación en busca de nuevos argumentos. Parecía una fiera enjaulada. No se le reconocía su esfuerzo ni se le acreditaba haber cumplido sobradamente con las obligaciones de todo buen marido. La injusticia y los comunistas podían sacarlo de sus casillas. De pronto giró repentinamente sobre sus talones y, como quien apunta a quemarropa, disparó:

—¿No hice además que el día de las fuerzas armadas fuera el de tu cumpleaños para que te festejara todo el país? —condenó con el dedo amenazador.

—Sí, Leo, sí.

—¿No vino aquí mismo, a tu propio cuarto, el mejor fotógrafo de Salaragua para sacar las placas y hacer el timbre postal del honor nacional con tu carota?

Esperanza se levantó en busca de un pañuelo. Las lágrimas le rodaban abiertamente por su rostro moreno.

—¿A dónde vas ahora? —reclamó el presidente con ambas manos en la cintura.

—Por un pañuelo, Leónidas —repuso indiferente la primera dama de la nación.

—Qué pañuelo ni qué pañuelo. Estamos hablando y aguántate los mocos. A mí no me impresionan tus llantitos de Magdalena —ella volvió obedientemente a la esquina de la cama donde estaba sentada. Torció resignadamente la cabeza, como si se repitiera en ella el suplicio de Santa Arcadia y esperara la recompensa divina; acto seguido dirigió la mirada al piso, lista para tratar de resistir hasta el final el santo martirio—. ¿No sale tu esjinfie, como dice mi biógrafo, en los billetes de 50 córdobas y tu perfil en las monedas de 20 centavos?

Doña Esperanza ya no contestaba. No parpadeaba. Los ojos rojos, inmóviles, clavados en el tapete persa de seda color caoba no reflejaban la menor impresión. Parecía hipnotizada.

—No te entiendo —agregó el dictador—. Me tienes a mí y solo eso ya es una fortuna. Vives en la casa más importante de Salaragua. Eres rica, tienes cientos de calles, puentes y plazas con tu nombre. La gente te respeta y te quiere, según me dicen, casi como a mí. Circulan monedas, billetes y timbres postales con tu esjingie —concluyó Trubico desconsolado—. ¿Me pregunto qué más puede querer un ser humano de la vida?

—Vender tamales en la Plaza de la Constitución —repuso ella poseída de un impulso repentino e incontrolable—. Eso quiero, Leoniditas, que me dejes vender tamales en la calle, como cuando los vendía en el Tiquisate.

El tirano parecía anclado en el piso. No pronunció palabra alguna. Cualquiera hubiera jurado que se había tragado un hueso. No daba crédito a sus oídos. Ni Robert Keith lo había dejado nunca así de boquiabierto. Se quedó viendo fijamente a las alturas como si lo hubiera partido un rayo.

—¡Ay, Leo!, qué bonitos fueron aquellos días en el Tiquisate —continuó doña Esperanza sin el menor empacho, movida por una fuerza desconocida—. Déjame, déjame por favor, déjame volver a mi fogón, a mi masa, a mis harinas, a mis ollas —casi lloraba con solo recordarlo—. Me muero por hacer otra vez mis tamales de cerdo, los de dulce y los de maíz — insistió optimista y soñadora mientras caminaba suspirando hacia donde se encontraba el Benefactor de la nación, para hacer más presión, arrodillarse incluso frente a él—. ¿Qué dices, Leíto, me dejarás?

—¿Tamales, la esposa del presidente de la República? ¿Tamales?55

—¡Claro!, no tiene nada de malo, gordito.

—No me digas gordito, ¡carajo!

—Está bien —continuó ella indiferente a la queja—, pero como quiera que sea es legal, como a ti te gustan las cosas. La gente comerá algo rico y yo estaré requetecontenta.

Ella esperaba de pie una respuesta. Trubico dirigió la vista a la ventana. Guardó silencio. Medía respuestas y reacciones. El que se burle lo fusilo en ese instante, hijos de su putísima madre. Para eso mismo sirve el poder, para hacer lo que se le dé la gana a uno, no faltaba más. Así tendré ocupada a la señora esta y dejará de estarme jodiendo con su jaula de oro. Cuando uno negocia lo que sea es el momento de imponer condiciones, se dijo pensativo. Ella lo miraba a la cara con la misma expresión de quien espera una detonación.

—Está bien —eructó finalmente—. Podrás hacerlo, yo veré los detalles con el Estado Mayor, pero ¿tú me prometes que al perrito ese ensotanado que yo solo uso para lucir en las inauguraciones lo harás venir solo una vez a la semana?

Doña Esperanza se sometería a cualquier tipo de condiciones. Era su gran oportunidad, por ningún motivo la dejaría pasar.

—¡Ay, Leo!, Leíto, gordito mío, con qué te pago todo esto, me devuelves la felicidad.

—Que no me digas gordito, con 100 mil carajos de fuego, ¿oíste? ¿Me oíste, demonios?

Leónidas Trubico se puso de pie. Era el momento de desaparecer antes de que esta loca me salga con otro cuento. Buscó su gorra militar. Se la calzó cuidadosamente mientras le preguntaba a su mujer:

—¿Verdad que nunca volverás a decir que la Casa de Gobierno, la primera residencia de Salaragua, es una jaula de oro?

—No, no, Leíto, te lo juro.

Cuando el dictador percibió que en unos instantes más su esposa se arrodillaría abandonó precipitadamente la habitación con un: veré que se ejecute de inmediato lo hoy acordado. ¡Caray!, si me hubiera oído mi biógrafo...

Ya afuera de la recámara presidencial tronó de nueva cuenta al sargento de guardia:

—¿Qué no oístes pedazo de rata chamizclera que mi señora y yo pedimos una botella de coñac?

—Sí, señor, desde luego que sí oí.

—¿Y por qué no la trajiste?

—Mandé a Sánchez por ella, señor presidente.

—Pues como entre el tal Sánchez y tú no se hace uno, preséntensen mañana con su superior para que yo me ocupe de mandarlos a la mierda. ¿Está claro?

—Sí, señor.

—Cuando llegue Sánchez dígale que se meta la botella por el culo.

—Sí, señor, lo haré.

—Así sea —todavía alcanzó a gruñir mientras ya se dirigía encolerizado como siempre al despacho presidencial. Doña Esperanza solo pensaba a quién le compraría en el futuro la masa, las carnes, los ates, los jarabes y las hojas de maíz para envolver los tamales. ¡Ay, Leíto!, qué feliz me haces...

El año de 1943 se precipitaba en un abismo de sangre y horror: la Segunda Guerra Mundial entraba a su máximo grado de devastación. El diálogo se establecía a través de los cañones. Leónidas Trubico hacía esfuerzos desesperados por no declararle la guerra a las potencias del Eje hasta no convencerse del triunfo o la derrota del Führer, su perfil ideal de un líder político y el más sobresaliente estratega militar desde la época dorada de Bonaparte. Resistía mañosamente todas las presiones ejercidas por el embajador norteamericano. Tenía siempre una respuesta amartillada, ya fuera en jugosos negocios, en mujeres o en argumentos que a los ojos de Washington no resistían el menor análisis. Los altos funcionarios del Departamento de Estado dudaban ya de la consistencia moral de su representante en Salaragua e insistían por todos los medios posibles en una definición política del dictador. Exigían airadamente la expropiación inmediata de todos los bienes de alemanes, japoneses e italianos. Más tarde serían rematados en cantidades insignificantes a los inversionistas norteamericanos. Una de las grandes ganancias de la guerra. De sobra entendían la inmovilidad de Trubico, su aparente tibieza. Era un pronazi. Un gobierno fascista en el mismísimo patio de la ostentosa residencia norteamericana, a unas horas de vuelo de su territorio continental. Era inadmisible suponer siquiera la posibilidad de una base secreta de submarinos alemanes, a dos brazas del Golfo de México. Una puerta al espionaje yanqui, los pasaportes en blanco vendidos a Alemania, los barcos camuflados del Tercer Reich, un aeropuerto clandestino, los espías japoneses también por el lado del Pacífico, los peligros de la frontera mexicana, los dos frentes abiertos, la venta de ideologías por unos cuantos marcos o yenes, la inmoralidad de los dictadores centroamericanos, los peligros de su filiación política, el dinero a cambio de lo que sea, sobre todo si es de Hitler, la venta de materias primas y todas las facilidades que se le podrían otorgar a las potencias del Eje para utilizar América Central como plataforma ofensiva contra los intereses regionales y continentales de Estados Unidos. Los dictadores centroamericanos son unos hijos de puta, sí, lo son, pero son nuestros y nos son leales por necesidad, obligación o conveniencia, decía Roosevelt sumido en la tibia molicie del Salón Oval. Eso nos va bien, lo preocupante es que se enamoren de un tercero y que ese tercero, como es el caso, sea enemigo declarado de Estados Unidos y en consecuencia del mundo libre.

Los calores del verano, en especial aquel de 1943, y el ambiente sofocante en Ciudad Trubico obligaron a Sofía y a sus hijas a emigrar. Somos como las aves, decía para justificar las vacaciones que tomaban ante cualquier pretexto, ya fuera a Villa Blanca, la residencia de relaciones públicas de la Frutera, lujosamente amueblada y exquisitamente decorada al gusto del magnate por los más destacados arquitectos bostonianos, la preferida por todas ellas para pasar la parte más calurosa del año realizando toda clase de actividades deportivas con la máxima frescura posible, o en la parte del globo terráqueo donde el dedo índice de una mano inocente como la de Blanca cayera al azar.

Sofía disfrutaba plácidamente los baños de sol y las pláticas en la playa acompañada de su hija Isabel, ya con 17 años cumplidos, y Blanca, la candorosa Blanca, a punto de alcanzar los 12. Encontraban los más diversos motivos de entretenimiento, en particular la menor, amante de las emociones fuertes, de los riesgos, los peligros y los deportes violentos como la equitación, que disfrutaba intensamente al igual que su tío Franklin. Isabel prefería las charlas con su madre, conversaciones de mujer a mujer, abiertas, sin secretos, genuinas. Quería conocer hasta el último detalle de su existencia y de cada sentimiento, el despertar del apetito sexual, las expresiones del cuerpo y de la mente, las trampas de la vida, los espejismos, la diferencia entre el brillo del cobre y del oro, los peligros y el embeleso de la seducción y las redes del amor, las tejidas por las circunstancias, los intereses, las paradojas y las casualidades. Nunca intervendré en tu decisión ni permitiré que nadie lo haga mientras yo pueda salvarte de incurrir en el mismo error en que yo caí por vanidad y debilidad. Yo estaré firme a tu lado como un faro en la noche. Siempre.

—Las mujeres apostamos nuestro futuro a un solo hombre —comentó Sofía en aquel atardecer sentada en las suaves arenas de talco de Villa Blanca, como si Antonio, el inolvidable Antonio, fuera a aparecer repentinamente de entre las sombras sugerentes de las palmeras—. Si ese hombre te distingue socialmente y, lo que es más, te distingue en la cama, entonces puedes llegar a ser feliz, pero ¡ay de ti! si te sale un tipo al que solo le interesa el dinero, las bananas o los coches o los aviones o el petróleo, en fin, sus negocios y que no te necesita ni te ha necesitado ni probablemente te necesitará en ningún momento de su vida —concluyó mientras jugaba nerviosamente con la arena y se la pasaba de una mano a la otra.

—Pero, mamá, los compromisos se pueden romper, vives una sola vez y no vas a desperdiciar todo tu tiempo cociéndote en tu amargura —sentenció Isabel sin retirar la mirada del rostro de su madre. Los lamentos y la resignación no cabían en la mente de una Keith.

—Sí, romperlos, claro, romperlos —repuso Sofía sin disimular su malestar—, para que luego te llamen loca o puta.

—¡Mamá!, una mujer tiene derecho a equivocarse y a buscar opciones mejores, eso lo dices...

—Mentiras, mentiras, puras mentiras, Isabel, la vida de una mujer, como bien dice tu padre, es de un solo tiro en la recámara: o aciertas en la única oportunidad que tienes para disparar o prepárate a vivir acosada como una res a punto de entrar al matadero. Las divorciadas sufren los más crueles desengaños, son víctimas del morbo social y se las considera como unas casquivanas, como a unas libertinas, solo por fracasar en su matrimonio.

—¿Y si te equivocaste y fallaste?

—A llorar, Isa. Serás un desecho de persona. Estarás tocada para siempre, etiquetada socialmente. En el futuro le interesarás a los hombres como una aventura más, una mujer de una noche, un exquisito pasatiempo —Sofía se puso de pie, sacudió la arena de su falda volada y se colocó de espaldas al sol, para proyectar una sombra larga sobre la cara de su hija.

—¿Qué te queda en esos casos, mamá? ¿Sentarte a esperar y comprobar cómo día a día te apagas más y más, a tu estilo o al de mi abuela? —repuso Isabel irritada después de escuchar tantas veces la misma historia. Ya no se trataba de un problema de respeto sino de sacudir y despertar a su madre antes de que el conformismo la narcotizara y acabara con ella.

Ambas se vieron momentáneamente a la cara. Sofía no resistió la mirada. La expresión de su hija delataba la dureza de los Keith. El desprecio por los obstáculos, la sensación de grandeza, la autosuficiencia en todas sus manifestaciones. Soy la más Keith de todas las Keith. Sofía solo pensó en meter la cabeza en el cielo.

—Perdón, no quise ser tan severa —agregó arrepentida sin ocultar un irritante aire de superioridad.

No dejaba de ver a su hija. Una estampida de cientos de caballos salvajes pasó por su mente. ¿Cómo contradecirla? El estrépito y la confusión se ocuparon del resto. Los ojos se le anegaban por instantes.

—Tienes razón —exclamó desesperada sin poder controlar ya sus emociones—. Tú has resumido en dos palabras lo que yo no me he atrevido a decirme frente al espejo en toda mi vida —iba a patear la arena. Se iba a echar a correr. Se iba a desplomar en un llanto compulsivo. Solo agachó la cabeza, la levantó, volteó a uno y otro lado como si buscara oxígeno, o tal vez un reclinatorio o un confesionario. Se había puesto sola en un callejón sin salida.

—¿Sabes por qué tienes razón en lo que estás pensando de mí? —quería contenerse pero ya todo era imposible. Sería toda ella ante su hija. Eran casi 20 años de silencio y disimulo. Ella ya lo puede saber, al fin y al cabo ya es una mujer. Yo a su edad ya casi me casaba—. ¡Óyelo bien!, soy una cobarde —estalló finalmente—, porque yo esperé noche a noche las caricias de tu padre bajo las sábanas, las esperé casi 20 años, y las caricias nunca llegaban y cuando llegaban eran mecánicas, frías, indiferentes y yo las resistí siempre, sí, siempre y no me opuse nunca ni lo abofeteé nunca, ni siquiera cuando se acostaba conmigo y todavía olía al perfume de otra mujer, la que acababa de dejar en una cama caliente un par de horas antes.

Isabel no intentó esconder su asombro ni, mucho menos, interrumpir la narración de su madre. Finalmente se revelaba el origen de aquellas comidas silenciosas en las que la conversación se concretaba a la solicitud de los condimentos y cubiertos y Keith solo respondía con monosílabos, aun a sus propias hijas. El contraste era claro. Cuando papá asistía, aunque raras eran las ocasiones en que esto sucedía, nunca había risas ni anécdotas ni diversión. Por contra, en las reuniones con mamá siempre había algo gracioso que contar o recordar.

—¿Quieres más? —preguntó ya desbocada sin esperar respuesta de Isabel—. ¿Sabías que cuando yo vaciaba la maleta de tu padre al final de sus viajes por Estados Unidos encontraba la ropa interior de sus mujerzuelas? Calzones, Isa, sí, calzones o brasieres, como los que él mismo me traía para demostrarme cínicamente que había pensado en mí. Ropa íntima manchada que él hasta podía haber dejado intencionalmente para provocar un rompimiento o para demostrarme hasta qué punto amaba yo el poder de su apellido y renunciaba a abandonarlo. Eran provocaciones, Isa, solo provocaciones y vacío, me repetía mientras me miraba desnuda frente al espejo y me acariciaba los pechos. ¡Óyelo de una buena vez!, sí, me acariciaba los pechos, les encajaba las uñas y lloraba porque la vida se me escapaba, las carnes se me ablandaban, más tarde se me escurrirían. Sin embargo, mírame —le enseñaba sus primeras canas—, ahora aquí, voltea, para mostrarte estas arrugas que ya anuncian el final de mi vida sexual y el inicio de mi amargura.

—¿Y por qué no lo abandonaste si tanto te insultaba?...

—Porque quería defender todavía mi matrimonio. Yo sé lo que es una mujer sola a mi edad, una mujer divorciada en mis condiciones, pero peor, mil veces peor, si los hombres saben que tienes dinero. No solo querrán entonces ensuciarte la entrepierna —confesó desgarradoramente— sino que vendrán interesados por tu dinero y se largarán tan pronto te hayan chupado hasta la última gota o hayan confirmado la imposibilidad de compartir tu cuenta de cheques hasta vaciarla. El dinero, el maldito dinero. Es como una fiesta de máscaras: nunca sabes con quién estás hablando.

—Pero hay hombres de todos los tipos.

—¡Claro que los hay!, pero en primer lugar encuéntralos en esta carrera contra el tiempo, cuando te das cuenta que los años pasan y te niegas a reconocer tu fracaso. Además, yo no dejaba de intentar embarazarme para darle a tu padre un hijo varón. Ahí veía yo una oportunidad, una salvación, una esperanza. Pero nada, Isa, la vida no me favoreció con ese deseo que quién sabe a dónde me hubiera llevado.

—¿Papá hubiera cambiado de haber tenido un hijo?

—Yo ya no lo sé. Él quería en realidad un hijo para administrar sus fincas, sus bancos, su flota, sus cochinos ferrocarriles. No quería un hijo con la ilusión que todos lo queremos, por el solo hecho de ser nuestro. Él buscaba un heredero, porque dice que las mujeres solo servimos para hacer el amor y eso lo hacemos mal. Imagínate si hubieras tenido un hermano y hubiera querido ser cura o doctor o arquitecto, ¡pero no bananero! ¡Imagínate que le hubiera importado un pito ser el heredero del rey de la Banana! Ese muchacho habría nacido con condicionamientos estúpidos y habría sido, sí, un segundo rey de la Banana, sí, todo lo que tú quieras, pero habría sido también un desgraciado y los pleitos a diario nos hubieran hecho a todos infelices.

Vio en ese momento un pequeño leño seco y no pensó en otra cosa que en lanzarlo al viento.

—Me equivoqué también en eso, Isa. Hubiera querido acertar, pero fallé. Y todas las noches en que yo lo buscaba, borracho o no, bajo las sábanas, viniera o no viniera de ver a otra mujer, con deseo o sin él, no era sino para buscar la oportunidad de embarazarme. Ya con Blanca me mandó unas flores con el chofer y a él lo volví a ver después de tres meses, de regreso de uno de sus mil viajes a Centroamérica para medir y volver a medir una y otra vez su fortuna y su talento para ganar dinero, más dinero, dinero y solo dinero, Isa —exclamó sin ocultar una expresión de asco.

—¿Y ahora qué, mamá?

Sofía se sentó junto a su hija, de cara al mar. La asaltó el recuerdo de Antonio. Las gaviotas volaban indiferentes, el sol estaba a punto de ocultarse. Un suave calosfrío le recorrió la espalda y se fue a refugiar en la nuca. Tomó un puñado de arena y lo oprimió para recibir el escurrimiento con la otra mano. Isabel encogió las piernas y puso los codos sobre las rodillas. Se sintió sola y no se preocupó en cubrirlas de alguna mirada atrevida. ¡Qué hermosas eran! Podían haber sido las de su madre cuando adolescente. Lucían especialmente bellas con esa luz encendida del atardecer.

Antonio... Antonio... ven, ven a ver este retoño; ven a ver estos muslos de fuego. ¿Te recuerdan algo? Tal vez el camino hacia el manantial donde saciaste de una vez y para siempre tu sed y la de todos los hombres de la tierra...

—Juré no morir como mi madre —agregó Sofía reponiéndose—. No sé si hablaré con tu padre, no sé si le pediré el divorcio, no sé si simplemente lo abandonaré o le gritaré a la cara por primera vez en mi vida todo lo que me he guardado y he llorado en los últimos 20 años. No soporto un momento más esta situación. Él sí vive, viaja, se divierte y persigue cuanta falda lo provoca o perfume lo seduce: se emborracha con sus podridos presidentes, en particular con ese malviviente de Trubico, con banqueros y funcionarios norteamericanos a bordo de su yate lleno de putas, putas y solo putas. Nadie en Salaragua lo ignora. Ni yo —exclamó furiosa ante la sorpresa de Isabel, quien desconocía desde luego esa faceta oculta de la personalidad de su padre—. Disfruta sus negocios, ríe a carcajadas cuando está fuera o lejos de la casa y a nosotras solo nos obsequia sus malos ratos y malos humores. Estoy harta, Isa. Lo que disfruta comiendo a lo largo de su vida viene a vomitarlo en la sala de nuestra casa o en mi cama. ¡Se acabó!, Isa, ¡se acabó! —sentenció Sofía en un tono extrañamente severo en ella.

Isabel se concretó a rodearle la espalda con el brazo. En la playa apareció Blanca, acompañada de Blackie, su perro inseparable. Corría sobre la arena húmeda, retozaba con el agua. Acababa de montar un par de horas seguidas. Parecía incansable. Disfrutaba tanto la naturaleza.

Ricardo Furtamantes encabezaba la resistencia clandestina con la demostrada capacidad de irritar como nadie al tirano por medio de sus discursos, los editoriales de Azúcar Amarga y sus boletines nocturnos colocados siempre caritativamente por alguien encima del escritorio del Vampiro, con objeto de tenerlo oportunamente informado de los acontecimientos y para tener el gusto de propinarle con toda intención, desde luego, otro coraje, un arrebato cada vez mayor, a ver si algún día lo hacían reventar, lo desintegraban en mil pedazos para no dejar una sola huella, ni el rastro más insignificante a las futuras generaciones, de la existencia vergonzosa de semejante antropoide.

Furtamantes, el genial Furtamantes, la causa de las grandes rabietas, de los reiterados derramamientos biliares del Vampiro, el muro ante el cual se había estrellado hasta ese entonces la dictadura, no estaba solo en la lucha. Lo acompañaba como siempre a la distancia Arévalo, igualmente joven y estudioso, empeñado asimismo en obtener de una vez por todas la tan ansiada libertad de su país para iniciar los trabajos de reconstrucción nacional y proporcionarle a cada salaragüense los beneficios del mundo civilizado. Ambos partían de un generoso esquema de organización política establecido para preservar la excelencia de los valores humanos y satisfacer ampliamente las necesidades materiales, sociales y culturales propias del hombre, que por su sola condición era el acreedor absoluto de la más amplia gestión del Estado, entendido como una entidad política diseñada para estimular, en lo general, el desarrollo y bienestar de los gobernados.

La comunicación entre Furtamantes y Arévalo continuó por carta. La riqueza epistolar contenida en ese intercambio de mensajes, sentimientos, propósitos y convicciones, así como los puntos de vista entre el historiador y periodista y el filósofo y educador en torno a las perspectivas de Salaragua y América Central; las metas a alcanzar, los proyectos y la estrategia a seguir; los obstáculos, la identificación de los lastres, de los enemigos y de los amigos de la causa y sus posibilidades de éxito con arreglo a las herramientas de combate disponibles y de los recursos para financiar sus respectivos movimientos será recogida y debidamente aquilatada algún día por investigadores y politólogos para formar parte de la historia viva de Salaragua.†††

Carta de Furtamantes a Juan José Arévalo, escrita en las márgenes del río Chixoy, en el corazón de la selva de la Alta Verapaz, octubre de 1943, al término de un día más de campaña guerrillera librada contra la dictadura trubiquista: Hagamos memoria y recordemos que cuando Teodoro Roosevelt midió las dimensiones de nuestros tesoros y la importancia estratégica del istmo a principios del presente siglo jamás volvimos a ver nuestros mares libres de los amenazantes acorazados norteamericanos ni nuestras playas y puertos limpios de marinos extranjeros.

Cuando Roosevelt afirmó que Estados Unidos estaba obligado a conducirse como una gran potencia y a imponer los beneficios del buen gobierno y de la civilización en aquellos países administrados ineficientemente y a sentirse con la autoridad necesaria para atropellar los derechos de otra nación con tal de garantizar la prosperidad de los intereses americanos y proteger el patrimonio y las vidas de sus conciudadanos, surgió a lo largo de nuestro horizonte otra nube negra, la más negra y peligrosa que hubiera manchado el horizonte caribeño para anunciar la inminente llegada de uno de los huracanes más devastadores conocidos en la historia de Centroamérica.

Roosevelt entendió que las causas de todas las intervenciones europeas se originaban en el desorden crónico, el caos financiero y la incapacidad económica de América Latina para solventar sus deudas. Luego sentenció como un legislador universal:

Los acreedores extranjeros pueden hacerse de las aduanas para cobrar. Hasta ahí permitiremos una intervención armada foránea, pero en ningún caso y por ningún concepto se autorizará el pago ni con un solo metro de territorio americano.56

A partir de ese momento la Casa Blanca se empeñó diplomáticamente en impedir de una u otra forma las intervenciones en el continente americano. Para tal efecto se propuso liquidar, principalmente a Inglaterra, los eternos adeudos centroamericanos mediante el otorgamiento de nuevos créditos extendidos ahora por la banca neoyorkina en condiciones mucho más onerosas. Evidentemente se ignoró la voluntad política de los deudores originales, los legítimos afectados. No acabábamos de sacudirnos el yugo español cuando varias potencias europeas conscientes de nuestra fragilidad política ya querían lucrar económicamente con nuestro desamparo. Para que tanto ingleses como alemanes y franceses, en menor escala, acordaran sacar sus manos de nuestro hemisferio, Estados Unidos tenía que asegurarles el pago en tiempo y forma de sus capitales con sus respectivos intereses, es decir, imponer el orden en las finanzas de sus vecinos.57 Era mucho más viable cortar por lo sano. Y en esos términos procedieron. Roosevelt, el gran maestro, había sido muy claro: Habla quedamente y lleva un buen garrote. Así llegarás muy lejos.

La política del gran garrote, o sea la aplicación del corolario de Teodoro Roosevelt a la doctrina Monroe, su materialización económica, la ejecución de la teoría, la insolencia misma, funcionó con toda eficacia en la cimentación de un capitalismo de avanzada. A más de 100 años de haber sido concebida, la doctrina dejaría de ser un mero concepto filosófico para convertirse en una política agresiva y lucrativa, un patrón de conducta internacional, enormemente rentable, que afectaría la marcha y la vida interior de nuestros países por muchas décadas. Se invitaría a los banqueros norteamericanos más poderosos a participar en esta nueva y fascinante aventura de expansionismo financiero pues ellos proporcionarían los recursos necesarios para amortizar, total o parcialmente, las viejas deudas causantes de todos los males, las invasiones, las intervenciones y las amenazas. Nada con Europa. Los nuevos créditos quedarían garantizados con los impuestos recaudados en divisas por los países deudores a través de sus aduanas, mismas que serían a su vez administradas en forma irrecusable por personal norteamericano, nombrado directamente por el jefe de la Casa Blanca. Sobra decir que la aparente ayuda financiera no se podría otorgar sin intervenir militarmente al país asesorado. Nadie entrega la cartera por su propio gusto ni abre las arcas de la nación para que los yanquis las administren a su antojo por más que nos pudiera convenir, como ellos decían. Con la imposición de la diplomacia del dólar, la intervención aduanera y la instalación de las receptorías de rentas alcanza su esplendor la edad de piedra del capitalismo yanqui.

La vida de Franklin Keith no había cambiado. Parecía impulsado por una inercia loca que inevitablemente lo arrastraba al peligro. Robert Keith un día lo mandaba a Honduras, otro a Costa Rica, más tarde, por algún problema judicial o de faldas lo hacía traer de nueva cuenta a Salaragua, de donde lo tenía que expulsar días después por algún conflicto nuevo, para largarlo entonces a las fincas de Guatemala o a las bodegas de Nueva Orleans.

Sus alarmantes despilfarros y su insolvencia permanente, a pesar de provenir de una de las más acaudaladas familias de Nueva Inglaterra, llamaban al escándalo. El First National Bank of Boston, propiedad de la United Fruit, tenía serios problemas con Franklin Keith, en razón de sus préstamos recurrentes nunca liquidados. Los vales en las empresas a cambio de dinero se juntaban en gruesos expedientes en espera de instrucciones superiores. Lo mismo acontecía con los socios o altos funcionarios, que igual enfurecían o temblaban al ser informados de la presencia de Franklin en sus respectivas antesalas. ¡Qué tipo este!, ¡qué diferencia de gente! Ni parecen paridos por la misma madre, no tienen un solo punto de contacto en su personalidad. Pobre Robert, lo que debe sufrir con un hermanito así...

Los momentos más desagradables en la vida de Robert Keith se los había proporcionado, ni duda cabía, su mismo hermano Franklin. Cuídalo siempre, recordaba las súplicas del adorado tío Minor en su lecho de muerte: él no es como nosotros; es un hombre inerme, incapaz de defenderse, de trabajar y de esforzarse en nada. Está llamado a depender de nosotros y a vivir de uno de nuestros trusts. Debes salvar siempre nuestro nombre y protegernos socialmente. Ayúdalo solo porque tuvo la gran fortuna de llamarse Keith. Sin embargo, la paciencia de Robert se agotaba cada día en razón de las interminables cuentas por pagar de los más diversos deudores. Las llamadas de los acreedores, las cartas de los abogados, las copias de las demandas interpuestas por créditos insolutos, ya fuera de los mejores almacenes de ropa de Massachusetts para vestir decorosamente al Zancudo, o las cuentas de los mejores restaurantes de Nueva York, de donde salía siempre sin pagar acompañado de un grupo numeroso de amigos, mis admiradores, como él los llamaba, que remataban su tour gastronómico en el cabaret de moda de la localidad, empezaban a causarle a Robert irritaciones y rabietas cada vez más difíciles de controlar. Las amenazas telefónicas de los tahúres de la más baja ralea, dispuestos a cualquier acción con tal de cobrar las fuertes sumas ganadas en una larga noche de juego en cualquier sótano nauseabundo del Bronx hicieron reventar una mañana ventosa del otoño de 1943 a Robert Keith.

Con quién mierdas andará este imbécil para que estos hampones se atrevan a llamarme a mí por teléfono. A mí, que no le debo un penny ni a mi mayordomo. Algo malo habré hecho en mi vida para merecerme una rata estercolera por hermano, se preguntó mientras ya se aferraba al ventanal de la sala de juntas de una nueva plantación adquirida ahora en Cuba. Aquella mañana, el sol se negó a salir. Keith presentía el desastre. No en balde había aprendido después de tantos años a interpretar las señales del cielo. De pronto las palmeras empezaron a mecerse rítmicamente durante sus reflexiones. Pero se acabó, esto se acabó para siempre. Mi tío Minor nunca pensó en un desbordamiento de semejantes tamaños. Si yo sigo pagando y pagando sus cuentas nunca cambiará este animal de sangre fría. Yo tengo parte de culpa porque nunca lo he hecho enfrentarse a sí mismo ni lo he obligado a responsabilizarse de sus actos, pensaba Robert Keith con el gesto descompuesto y las arrugas de su rostro agrietado como nunca. El cielo gris plomizo y el mar agitado no le permitían retirar la mirada de un horizonte recortado por la inminente presencia de una tormenta tropical. Él supone con cinismo que jamás permitiré que lo encarcelen. Apoyado en ese hecho desfalca, falsifica, roba y dispone de lo ajeno como si fuera un juego de niños, al fin y al cabo, ahí está mi hermanito, ese pendejo con pluma fuente. ¡Basta!, tronó finalmente el rey de la Banana. A mí nadie me ve la cara de idiota. La cola del huracán tocaba tierra mientras Robert Keith lamentaba, como todos los años de desastre, la ausencia de creencias religiosas. Quería arrodillarse al paso del meteoro que ya silbaba, por instantes rugía y lanzaba formidables zarpazos contra el ventanal, suplicar a la divinidad, pedir compasión, sin el menor pudor, implorar perdón y hacer todo tipo de ofrecimientos, juramentos y promesas, cuyo incumplimiento no tuviera como consecuencia la destrucción de sus fincas bananeras ni la pérdida de un solo dominico ni siquiera de los defectuosos destinados al consumo local. La lluvia se estrellaba furiosa contra la estructura de vidrio de las oficinas centrales del magnífico Pulpo. El rostro de Robert Keith se iluminaba de azul y plata por instantes, los relámpagos se sucedían unos a otros. La naturaleza insistía en dejar constancia de su furia y de sus poderes. Yo tengo que sufrir deslaves, terremotos, huracanes, plagas de todos los tipos y enfermedades de todas las magnitudes, exclamaba con ambas manos aferradas en la ventana sin percatarse que una huella de sudor empañaba el lugar donde las tenía colocadas. Yo paso por todos los problemas de transportación, de financiamiento, de mercado; me las tengo que ver con todas estas malas imitaciones de dictadores fascistas centroamericanos y con todo tipo de problemas laborales, sindicales y políticos para que este barbaján se la pase dilapidando todo mi esfuerzo en alcohol, putas y barajas. Se acabó, gritó furioso en la inmensa soledad de su despacho, con una mezcla entre coraje y pánico por los efectos devastadores de las ráfagas enardecidas. Cuando la fuerza de los vientos amenazaba con desprender hasta la techumbre de concreto y el ciclón bufaba impotente contra la estructura de acero del nuevo edificio de la United Fruit, Robert Keith tomó una decisión en apariencia irrelevante, pero de grave repercusión en su vida personal: Dictó a su secretaria, movido por un impulso supersticioso, la cancelación de todo tipo de privilegios para su hermano Franklin, así como el desconocimiento de su firma para efectos de cualquier trámite, en especial para retiros de dinero, vales o préstamos. Quien se atreviera a contradecir esta orden en cualquiera de las empresas del grupo sería cesado fulminantemente.

Se cerraban los puertos a la navegación, se interrumpían las comunicaciones, se inundaban las fincas, se destrozaban las plataneras, bodegas e instalaciones con ciega violencia. La naturaleza parecía vengarse de algo. Se suspendía el servicio eléctrico. A las 12 de la mañana una lúgubre penumbra, un paraguas de plomo impedía la entrada de los rayos refulgentes del sol, mientras una cortina de agua sacudía las pencas, las hojas enormes del banano y todas las conciencias. La fuerza del vendaval bien pronto acalló todas las plegarias y la entrada de la noche acabó con todas las esperanzas. Soplaba ferozmente, ávido de revancha, resentido y perverso. El huracán siguió su curso demoledor a lo largo de todo el Caribe hasta golpear rabiosamente la costa salaragüense, en donde empezó a desvanecerse entre bramidos infernales de muerte. Keith debería enfrentar el recuento de los daños en sus fincas, la población del Caribe, el hambre, y Franklin Keith, la represalia y todo género de humillaciones.

Las pérdidas fueron casi totales. La lluvia había penetrado la tierra y ablandado cuanto pudiera resistir un huracán. Los colonos volvieron a perder casas, cultivos, animales e ilusiones. Durante meses no podría salir una sola fruta hacia el mercado. Los caminos quedaron cortados. Era doloroso ver los caserones de madera destrozados, los árboles arrancados de cuajo, las calles convertidas en ríos y los cultivos en mares. Los animales flotaban en la corriente del río Máximo rumbo a los llanos de Camagüey. Fueron contadas las viviendas que se mantuvieron de pie. Los objetos flotaban hacia la costa: camas, sillas, petates, algún cacharro de poco peso, carajadillas, la ropa y los instrumentos de madera liviana. Era como una carrera loca de cosas útiles hacia la bahía, mientras seguía soplando un viento que amenazaba derribar todo a su paso, aun a los hombres cuando pretendían trasladarse de un lugar a otro para protegerse. Rasgaba los tablados de los cobertizos, azotaba los framboyanes, las palmeras y los laureles, erizaba los animales, los aterrorizaba, lanzaban ruidos demoníacos en su huida sin rumbo, al tiempo que la luz se iba, las casas crujían antes de desaparecer del panorama y los silbidos encontrados producidos por la furia divina parecían anunciar el fin del mundo.

Semanas después del paso del huracán, a mediados de aquel otoño de 1943, regresó camuflado, nuevamente a Salaragua, el menor de los Keith a bordo de un barco carguero del Pulpo. Había tenido que salir subrepticiamente de Estados Unidos. Era perseguido por un sinnúmero de acreedores, por algunos socios traicionados, por el fisco, el hampa y varias mujeres víctimas de su labia adormecedora. Ni siquiera se presentó Franklin con su hermano en las oficinas de la casa matriz en Salaragua. Robert se encontraba por otro lado, todavía en Cuba, intensamente ocupado en la evaluación y reparación de los daños. Prefirió fingir incomprensión y acusar una dureza y un trato injustificados. Se dirigió unos días a Villa Blanca, la casa de descanso de la familia, ubicada casi en la frontera con México, previa conformidad de su hermano mayor. El Zancudo había conocido el rigor de la decisión cuando el gerente de una agencia de la Flota Blanca en Nueva Orleans se había negado a canjearle un vale por 3 mil dólares, usted sabe, se trata de una emergencia, arguyó con la convincente suavidad de siempre, y después del usted desde luego no ignora con quién habla ni lo que le va a pasar si no me da el dinero contante y sonante, tuvo que desistir ante la temerosa intransigencia del cajero, luego del tesorero y más tarde la del director no menos intimidado ni cohibido, y retirarse indignado y encolerizado, animado del deseo de no ver a Robert en los próximos quinientos años, tal y como decía siempre cuando su nombre salía a relucir. Lejos, muy lejos estaba el rey de la Banana de suponer siquiera las repercusiones personales de una autorización a primera vista intrascendente. ¡Que se quede en Villa Blanca hasta que se muera y ni una hora más!, exclamó Robert al saber los planes de Franklin.

Aquel día, a las 9:30 de la mañana tres sonoros cañonazos de salva, detonados, como era bien sabido, desde el Patio de Honor de Palacio Nacional, anunciaron a la población civil y militar, al cuerpo diplomático acreditado en Salaragua y a los miembros de los cultos religiosos que otro secretario de Estado había sido cesado de sus funciones en aquel año de 1943. Más tarde la prensa local destacaría con grandes titulares los detalles de la remoción. Leónidas Trubico había adquirido esa costumbre en los últimos años de su histórico gobierno, mismo que a los ojos de la prensa internacional empezaba a hacer más agua que el Titanic en los momentos anteriores a su naufragio. La situación del señor presidente Vitalicio por la Gracia de Dios, y no porque Dios es muy gracioso, según el cáustico sentido del humor propio de las latitudes tropicales, se complicaba cada día más. La efervescencia social crecía como crecían igualmente los temores del tirano por su suerte y su fortuna. Tenía francotiradores en cada ventana del Palacio de Gobierno, guardias uniformados y baterías antiaéreas en cada esquina. Una barraca fuertemente resguardada rodeaba todo el edificio, salvo la entrada principal y la parte utilizada por doña Esperanza para vender sus tamales.

La esposa del presidente de la República aparecía puntualmente a las 6:30 de la tarde acompañada por cuatro uniformados del Estado Mayor, quienes dejaban instalado el puesto en unos instantes. Una hora después no quedaba un solo tamal en los anafres. Los que llegaban a sobrar por casualidad, Trubico los mandaba comprar discretamente para consumo voluntario o forzoso de los agentes de seguridad en turno. ¡Ay de aquel que no le gustaran los tamales!, sobre todo si tenía el atrevimiento de confesarlo en público. Doña Esperanza, desacostumbrada a manejar dinero, al principio de su vida porque no lo conocía y más tarde porque no lo necesitaba, se sintió conmovida y su emoción y generosidad la llevaron a donar importantes cantidades de sus ganancias a la Cruz Roja de Salaragua. Al poco tiempo comprobó que se trataba de sumas significativas. Prefirió empezar a retenerlas y a guardarlas en absoluto secreto debajo de la cama de su habitación. Solo así se sentía feliz y confiada. Recordaba a su madre cuando escondía sus escasos ahorros bajo el petate de la barraca, a un lado de la figura del Cristo crucificado, junto a la veladora. Fue una manifestación grave de desconfianza incluso hacia el sistema bancario nacional e internacional. Bien pudo haber comprado dólares con sus córdobas, si de lo que se trataba era de ocultar su identidad, pero sus crecientes suspicacias le impidieron confesarse o apoyarse en alguien de sus afectos.

Cualquiera que sepa de mis ahorros me los quitará algún día, parecía decir con su conducta recelosa. Bien dice mi Leo: estamos rodeados de bandidos, vieja.

Ante tanto éxito, Trubico la invitó a constituirse en proveedora general de frutas y legumbres del Ejército con el ánimo de tenerla ocupada y satisfecha. Serás riquilla, Pelanchita, serás riquilla, ya lo verás. Me vas a tener que mantener, como en los viejos tiempos. Y, efectivamente, doña Esperanza Arias de Trubico, matrona excelsa y primera dama vitalicia de la nación, según decreto emitido por el Honorable Congreso de la Unión salaragüense, se vio repentinamente en la necesidad de adquirir camiones y contratar choferes, cargadores y rentar bodegas para poder abastecer oportunamente a las fuerzas armadas. El pequeño chorro de dinero se convirtió en una fabulosa catarata de billetes de todas las denominaciones. Las utilidades eran cada vez más voluminosas. Los huacales saturados de dinero empezaban a reducir los espacios transitables de su recámara. Sin embargo, algo extraño pasaba y se manifestaba en el rostro de la esposa del primer mandatario de la nación: su eterna sonrisa empezó a desaparecer de sus labios. En su lugar surgió un gesto duro y desconfiado, como el de Keith cuando alguien le robaba un dominico. Del día a la noche su carácter se agriaba, sus respuestas eran cada vez más ásperas y cortas: se encerraba dentro de sí o en su habitación en una soledad desconcertante y desconocida en ella. Sus diarias rutinas cambiaron radicalmente. No cantaba ni acariciaba ya a los niños ni visitaba guarderías ni hospitales. Es más: ya ni alimentaba a sus canarios ni les cantaba a sus rosales al regarlos con agua tibia cada mañana al levantarse. Sus apariciones en público fueron cada vez más esporádicas. Se apartaba del mundo. Cancelaba donaciones a las más variadas instituciones de caridad y beneficencia y solicitó, qué va, no solicitó, ordenó al arzobispo que impartiera la misa en una capilla privada que se hizo construir en el mismo piso donde se encontraba la recámara presidencial para que no le fueran a pedir más limosnas quienes todo lo querían sin trabajar. El dinero empezó a producir en ella verdaderos estragos. Todos me buscan por lo que tengo y no por lo que soy. Dispuso una rígida selección de criadas para que solo las personas autorizadas pudieran hacer el aseo en su habitación siempre y cuando ella estuviera en todo caso presente. Seguía sin utilizar una cuenta de cheques. Era ya un problema esconder tanto dinero en el cuarto. Y cada día llegaba en carretadas sin disimulo alguno. La idea de los tamales, concebida inicialmente a nivel doméstico, adquiría proporciones industriales. Mandaba cambiar los billetes chicos por los grandes, con ánimo de hacerse de más espacio. A pesar de esa medida, los cajones antes ocupados por cremas faciales baratas, escapularios, estampitas religiosas de San Artemio el Grande, patrón de los agricultores, dulces y golosinas de sus tiempos de niña, peines desdentados y cepillos corrientes llenos de pelos enmarañados, hoy se encontraban saturados por cantidades enormes de dinero que saltaban a la vista a pesar de la máxima discreción guardada. Las mucamas parecían mudas.

El colchón de la cama estaba relleno de billetes, como también cada uno de sus bolsos de mano, que casi nunca usaba. Tras los cuadros de San Felipe el Mártir, como tras del espejo del baño y el de su vestidor, se encontraban depósitos de dinero. Las cortinas eran dobles y forradas con telas gruesas para que resistieran el peso y no evidenciaran su contenido. ¡Ay de aquella mucama que se atreviera a correrlas para dejar entrar la luz y ventilar el espacio sin su debida autorización! Ella, que nunca gritó, y que tenía el trato y la generosidad de una novicia, se convertía en una agiotista desesperada, en una solterona maniática cuando alguien se acercaba demasiado y podía descubrir la ubicación de su fortuna, la fuente de sus ilusiones y preocupaciones.

Trubico le recomendó comprar casas y edificios. En los inmuebles nunca fallarás, además es muy fácil administrarlos. Empezó casi por compromiso y porque ya ven ustedes cómo es Leo, decía a sus sirvientas, a invertir en bienes inmobiliarios. El pueblo, siempre cáustico, al acecho de la mejor oportunidad de burla, dejó de llamarla cariñosamente doña Pelancha; optó por referirse a ella como la señora Barrios. No tardó en correr la fama. Los hechos bien pronto la ubicaron al nivel de su marido. Pero el conflicto no desapareció. Ganaba más dinero ahora por concepto de rentas. El tirano arrendaba al gobierno todas las propiedades de que ella se hacía por su consejo. Te dije que serías rica, vieja, y rica serás.

Doña Esperanza comía todos los días sola con una libreta llena de números y cuentas. En el cajón del baño, tanto; en el de aquí, tanto; en el de allá, tanto. Llevaba la contabilidad por lugares, espacios y cosas. Solo ella entendía los secretos encerrados en esos papeles. Se dormía con ellos en la mano derecha y el escapulario de su difunta tía Lili en la otra, bajo el Santo Cristo crucificado, siempre balbuceando una oración, un rezo, una súplica.

Leónidas Trubico trataba de salvar su gobierno y aplastar a Furtamantes a como diera lugar. Vivía ajeno a los problemas de su mujer. La política ocupaba su vida como los multimillonarios negocios de Keith, la suya.

Sin embargo, no todo en Salaragua marchaba como las finanzas de doña Esperanza. El descontento popular era ya incontenible. Estos aguantan todo hasta que ya no aguantan, explicaba el dictador a sus ministros de gabinete mientras practicaban todos juntos, vestidos de traje y corbata, sus diarios ejercicios de calentamiento y gimnasia, a un lado de la sala de audiencias del suntuoso despacho presidencial. Si de plano ven que no aguantan entonces métanles bala, pero de las mías, de las que tienen mis iniciales, para que en el reino de los cielos nunca se olviden de mí.58

Después de una orden marcial todos bajaron en tropel. Dieron 10 vueltas al Patio de Honor custodiado por elegantes cadetes vestidos con cascos plateados, penachos rojos, botas altas de charol negro y casacas azules, quienes desenfundaban de inmediato sus sables de acero refulgente y los dirigían al cielo en señal de saludo y homenaje a la elevada jerarquía presidencial. ¡Ay de aquel que se cansara y se apartara del grupo o se le ocurriera aflojarse el nudo de la corbata para jadear en lugar de respirar discretamente!, porque de inmediato se escucharían los consabidos cañonazos a lo largo y ancho de la capital de la República. Lo mejor para servir a Salaragua y al fascismo es el ejercicio, según ha dicho muchas veces Mussolini. Nadie disminuía el ritmo. Nadie podía permitirse el lujo de perder parte de la conversación. Omitir las instrucciones del jefe de la nación aun cuando estas hubieran sido giradas en el momento más agotador de la gimnasia era, claro está, motivo de cese fulminante. El propio biógrafo no podía perder detalle de los geniales acuerdos, porque la historia o el supremo Benefactor del país podían demandárselo. Era imprescindible, pues, contar con una extraordinaria capacidad física para obtener el puesto y desde luego, para mantenerse en él.

—Me juego en este instante mil dólares a que me quedo por lo menos otros 40 años más en la presidencia —comentó una vez de improviso a lo largo de los ejercicios matinales.

Nadie suscribió la apuesta. Todos siguieron corriendo para contener el aire. Yo me desmayo si abro la boca y hablo; no puedo más. Dieron otra vuelta al Patio de Honor, más rápida por supuesto. Nadie contestó siquiera. Se detuvo de golpe y tronó el látigo:

—¿Quién jodidos va a apostar conmigo mil dólares a que me quedo otros 40 años en el poder?59

Todos prefirieron empezar a hacer una buena serie de cuclillas y dejar pasar inadvertida la pregunta.

—¿Eh? ¿Están sordos? ¡Carajo!

Subían y bajaban. Unos con las manos en la cintura, otros con los brazos en alto y los ojos en blanco invocando la intervención de los cielos.

—¡Quietos, he dicho! —la mayoría no se atrevió ya ni a respirar.

—Yo no apuesto, mi general —repuso finalmente una voz del grupo que bufaba. Era la del señor secretario del Tesoro—. Yo estoy seguro que usted se quedará, quiero decir, que nuestro país lo necesitará por lo menos otros 50 años.

—¡Ah!, ¿luego ya no me va a necesitar?

El jefe de las finanzas nacionales se sintió traspasado en el corazón. Los gimnastas arrugaron al unísono las facciones del rostro y subieron los hombros como si instintivamente protegieran sus oídos de una detonación. Unos vieron al piso, otros al cielo. Todos resollaban.

—¿No me oyó, carajo?

—Sí.

—Sí, qué… Me lleva 10 mil veces la madre que me parió.

—Sí lo oí, mi general —el piso empezaba a crujir bajo los pies del ministro y ya se escuchaba como si alguien estuviera cargando un cañón.

—No le pregunto eso, le pregunto si luego ya no me van a necesitar.

—A usted lo vamos a necesitar toda la vida, mi general —respondió con un hilo de voz.

Leónidas Trubico, el Padre providencial se cuidó mucho de hablar. Esperó prudentemente algún comentario adicional.

—Así me gusta —exclamó finalmente—, pero ándese con cuidado, cabrón, porque ya le anda oliendo la cabecita, esa pelona, a puritita pólvora.

—Entonces, ¿quién le entra a la apuesta?

—Usted es eterno, mi general —repuso el secretario de Gobernación—. Por eso es usted presidente vitalicio.

Iba a agregar que eso sería siempre y cuando Estados Unidos no se lo impidiera, pero prefirió volverse a echar a correr de repente ante la sorpresa de todos. Cobardes, cobardes de mierda, murmuraba mientras el grupo se le incorporaba desordenadamente, preocupados por no alcanzar a oír sus palabras. Recordó cuando nadie del gabinete se había atrevido a meterse en la jaula de los leones del zoológico municipal, salvo él, porque los demás no sabían que previamente había ordenado la administración de sedantes a las bestias para impresionar públicamente a su equipo de colaboradores. Cobardes, te digo que son unos cobardes...

Momentos más tarde sesionaban en pleno en la sala de acuerdos e iniciaban su acostumbrada reunión de los lunes. Cada uno de los secretarios de Estado tenía frente de sí una carpeta negra con sus iniciales grabadas en dorado en la cubierta, unas hojas de papel blanco con una leyenda en la parte superior: Dios y Trubico os harán libres, unos lápices y una bolsita de alpiste. Ninguno de los asistentes preguntaba desde luego la justificación de la presencia del alimento para aves. Mientras el presidente de la República impartía las instrucciones más insólitas a sus más elevados colaboradores, como la instalación de uno de sus bustos en cualquier plaza del interior del país o la reparación de una de las bardas de sus innumerables ranchos, todo el gabinete estaba obligado a alimentar a sus canarios, instalados en jaulas plateadas dispuestas frente a cada una de las ocho espaciosas ventanas repartidas a lo largo de la más importante habitación del país, conocida familiarmente como el salón de los uniformes, porque entre jaula y jaula existían unos maniquíes con el rostro del dictador y sus más impresionantes indumentarias de gala, todas ellas cruzadas por la banda tricolor, con los colores de la bandera nacional, como si quisiera ser 10, 100 o mil veces presidente de la República, simultáneamente, sin faltar desde luego sus queridas y añoradas condecoraciones, con las que también se acostaba, como un niño sujeta su muñeco favorito para poder conciliar el sueño.

Trubico confesó, al desahogar uno de los puntos del orden del día, que no declararía la guerra a las potencias del Eje hasta que Hitler no estuviera prácticamente derrotado, que trataría de mantener las relaciones más cordiales con Estados Unidos solo por conveniencia política y comercial. El verdadero dueño de su cariño y de su corazón era el Führer y nadie más que él y por lo mismo estaría con Alemania hasta que el final fuera inevitable y este le fuera adverso. Por eso mandaré felicitar a toda Salaragua si Roosevelt se logra reelegir como yo por tercera vez; por eso y nada más que por eso festejamos aquí por decreto dos días de fiesta seguidos la independencia nacional de Estados Unidos. No quiero que duden de nuestra lealtad, no quiero que sepan que estamos con ellos solo por necesidad y que si gana Hitler la guerra me iré a orinar por lo menos durante una semana en el obelisco ese que tienen a Washington. El gusto que me daría bajar la bandera americana de lo alto de la Casa Blanca para cagarme a diario en ella, como ahora lo hago con la foto de Roosevelt. Desde hace mucho tiempo la uso como papel de baño y se la mando después anónimamente a su embajador aquí.

—¿Saber usted, señour presidente, de alguien mucho majaderou que mandarme toudous lous días la fouto de Roosevelt llena de, usted saber...?

—No, qué voy a saber, señor embajador —contó Trubico entre carcajadas durante la reunión del gabinete presidencial.

—Bueno, pues me la mandar con mucho popó de humano y eso ser una cochinada, señor presidente. Mi gobierno y yo querer saber quién es.

—No se preocupe, yo se lo diré, míster, ya ve que yo aquí en Salaragua sé hasta cuándo va a soplar el viento...

¡Maricones! —pensó para sí—, un día les enseñaré a hablar como hombrecitos. Si no fuera por el béisbol y por los Phillies o los Atléticos diría que ese país o sirve solo para tragar plátanos o no sirve para nada.

También se volvió a someter a la consideración de Leónidas Trubico la decisión de condenar a pena de muerte todo aquel que formara parte de una organización sindical.60 El acuerdo se confirmó en todos sus términos anteriores. Los obreros son mis peores enemigos: en cada obrero hay un comunista en potencia, por eso debemos tenerlos agarrados del cuello, para apretárselo a la primera huelguita de esas que organizan por holgazanes. Ahí tienen su ley, la más avanzada en Centroamérica. Nadie tiene cuatro semanas anuales de vacaciones pagadas ni seis semanas también pagadas para las mujeres embarazadas ni derecho a la inedenenización esa en caso de despido injustificado. Lo que quiero ver es quién es el macho que la va a aplicar sin que le meta yo toda la cartuchera de mi lugger por el trasero.

Ya en otro tema el tirano recordó el caso del embajador salaragüense acreditado en París. Quién me iba a decir que nada menos este, el que más me lloró el día del ensayo de mi último entierro, me iba a salir también comunista. Le había mandado la cantidad en francos franceses necesaria para pagar el vaciado en bronce de una escultura ecuestre de Morazán, uno de los grandes pronombres, ¿así se dice, biógrafo?, de la historia nacional. El dinero se le había enviado puntualmente para que la figura pudiera develarse con toda oportunidad por el secretario de Instrucción Pública del gobierno francés. Sin embargo, el distinguido diplomático centroamericano dispuso del dinero para financiar sus repetidas visitas al Moulin Rouge, siempre acompañado de bellas mujeres cautivadas probablemente por su sonrisa embriagante como jefe de misión. La fecha se aproximaba sin existir una causa justificada para la cancelación del acto. Los trabajos para la realización de la figura ni siquiera se habían iniciado en los talleres del mejor orfebre francés del momento.61 La situación se resolvió gracias al ingenio de Keith, quien aconsejó al presidente de la República que ordenara la compra de cualquier escultura ecuestre a uno de los más conocidos anticuarios de la localidad, al fin y al cabo ni quien conozca al tal ese Morazán ahí en París.

—¿Y si el que mande se vuelve a robar el dinero? Entienda usted, don Roberto, estoy rodeado de ladrones, todos son comunistas. ¿Qué hago? A ver, dígame, usted que lo sabe todo...

Robert Keith sonrió por dentro. Así me gusta.

—Mande en ese caso al nuncio papal —agregó pensativo—, no al arzobispo, en viaje de buena voluntad.

—Pero si ese...

—Ya sé lo que me vas a decir, espera: mándalo con tu secretario de Guerra y si dos días antes la escultura no está en su pedestal, que la prensa francesa culpe al cura del robo y el Vaticano se encargará del resto.

En otro punto del orden del día, el señor secretario de la Defensa Nacional adujo ceremoniosamente con el pecho inflado y totalmente cubierto por un sinfín de llamativas condecoraciones que la historia de los últimos tiempos había demostrado que la mejor manera de salir de la miseria era entrando en guerra con Estados Unidos, porque luego ellos mismos se encargarían de reconstruir con cataratas de dólares a los países vencidos: Nos conviene, señor presidente. Declarémosles la guerra a los yanquis, posteriormente nos llenarán de dinero. Jamás nos lo acabaremos. ¡Qué más da un par de muertitos más!

Un rayo de luz iluminó todos los rostros. El propio Trubico fue el primero en entusiasmarse; luego se tornó silencioso, grave. Algo tramaba. Una duda le asaltó:

—Bueno, les declaramos la guerra, esto me parece magnífico —expresó confundido—, pero… ¿y si la ganamos?62

La discusión se hizo interminable. Las posiciones encontradas se estrellaban como las olas rompían violentamente contra las rocas al subir la marea. La reunión del gabinete concluiría 14 horas después, pero no para el Benemérito, quien había salido momentos después de comenzada la junta para pasear en el yate de la United lleno de gallinitas, no sin antes ordenar a su jefe del Estado Mayor que el secretario de Estado que saliera del Salón de los Uniformes, aun al baño, antes de cumplirse el plazo establecido, debía ser cesado de inmediato y anunciada su destitución por medio de una sonora detonación que él debía escuchar en alta mar para poder brindar en ese momento a la salud del nuevo cesante. John Foster Dulles, el abogado de la United Fruit, siempre agasajado por Robert Keith, también invitado de honor al histórico recorrido, festejó la ocurrencia con una risotada tan artificial y fingida que cualquier extraño hubiera podido suponer la presencia de un débil mental o de un descarado adulador. El propio Trubico lo miró sorprendido. ¿De verdá seré tan genial?

Al mismo tiempo que los aliados limpiaban el Atlántico de la amenaza submarina del Tercer Reich y se preparaban para el salto al continente, la guerra en Japón entraba en su fase decisiva. Las posiciones del Imperio del sol naciente se tambaleaban y otras se derrumbaban gracias a la acción decisiva de Douglas McArthur. Los nipones resistían hasta el último hombre, pero la superioridad militar norteamericana era evidente y cada día se hacía más palpable. No era difícil que, al año siguiente, 1944, se pudiera bombardear, de acuerdo a lo planeado, la mismísima costa sur del Japón. Por otro lado, se esperaba un momento adecuado para lanzar la invasión a través del Canal de la Mancha y hacer volar por los aires la imponente maquinaria destructiva de la Alemania nacionalsocialista, que afortunadamente ya resentía los ataques de la aviación inglesa y de la aliada. Ante la sorpresa y el gesto de horror de Leónidas Trubico, solo la mitad de la ciudad de Hamburgo fue destruida con bombas incendiarias a lo largo de julio y agosto de 1940. Los dictadores centroamericanos empezaban a comprobar el derrumbe de sus esperanzas. Las fotografías no dejaban lugar a dudas: la fortaleza imperial alemana arrojaba espeso humo negro originado por la certera puntería aliada. El presidente de la república de El Salvador, don Maximiliano Hernández Martínez, entreveía con la misma claridad la proximidad de su debacle. Pasaría a la historia por la profundidad de sus reflexiones filosóficas. Sobre todo cuando afirmó que era mucho más cruel matar a una hormiga que a un ser humano, porque el ser humano puede reencarnar y la pobre hormiga no tiene esa posibilidad,63 o ser el primero en cuestionarse si las arañas, las culebras y los caballos tienen un sentido de la belleza. Él, Martínez, había dejado morir a su hijo de peritonitis impidiendo que lo operaran porque desde luego se curaría con unas aguas mágicas que él había preparado en la cocina del Palacio de Gobierno.

¿Acaso esta generación de dictadores desaparecería junto con la vesania hitleriana con la misma velocidad con la que había aparecido, solo porque era una aliada incondicional inconfesa de las potencias del Eje y no por el significado político, social y económico de una tiranía de semejantes proporciones?

Los días transcurrían lentamente en Villa Blanca. Franklin Keith evadía en todo momento el menor contacto con la familia de su hermano. Buscaba soledad en su refugio y lamentaba la triste coincidencia del encuentro. Todos estos están cortados con la misma tijera. Cualquier encuentro, sermón seguro. Déjalos que se pudran en su hastío y en su mojigatería. En consecuencia, hacía vida independiente y solitaria. Cuando no buceaba en las inmediaciones de un barco mercante japonés, hundido en la Primera Guerra Mundial, sacaba langostas o arponeaba peces cerca del Farallón, una roca alta y tejada cerca de la Punta de los Chinos, donde se decía que había desembarcado una de sus primeras naos orientales. Cabalgaba diariamente entre las bananeras, corría por espacio de dos horas en la playa, nadaba buena parte del tiempo en la piscina de la casa o en el mar; parecía incansable, a veces hasta enloquecido. Algo quería olvidar e intentaba distraerse a como diera lugar. En las tardes, después de dormir largas siestas, remataba la jornada en cualquiera de las cantinas del pueblo donde apostaba incluso si el sol saldría o no al día siguiente. Poco a poco el cielo del océano Pacífico se le empezó a caer encima. Amenazaba aplastarlo. Día a día se le reducía su espacio vital. El aburrimiento es el peor de los pecados. El ocio es la peor de las ponzoñas. La inacción es el peor de los tormentos. No moriré aquí en esta maldita playa como una monja senil. Yo me quiero morir con los huevos vacíos, las cartas en la mano y la botella en la boca. Ese es mi camino, el de los hombres que saben vivir su vida a plenitud. Semen retenido es veneno, veneno puro. Ahí está la cara de mi hermano Robert, amarillenta y enfermiza, claro, como que todavía se masturba.

Al final de las vacaciones de aquel otoño de 1943 apareció a los ojos de Sofía Guardia un espectáculo aterrador. Mientras platicaba con Isabel en la playa, dos jinetes que cabalgaban a todo galope entraron en una carrera aparentemente desbocada salpicándose respectivamente de arena y agua, al tiempo que se acercaban a toda velocidad al mar, como si tan pronto llegaran a las olas fueran a dar un salto rumbo al sol. Entre risas, fuetes y acicates, ni el riesgo ni la diversión parecían tener límite ni frontera. Hay momentos en la vida en que somos capaces de reconstruir en nuestra imaginación hasta los mínimos detalles de un acontecimiento determinado. En el caso de una gratificante experiencia amorosa a lo largo de un día fresco podemos reproducir en nuestro organismo la misma sensación de placer como si volviéramos a vivir físicamente la aventura; igualmente podemos recordar con asombrosa perfección las escenas, la textura de los labios, las voces, los silencios, las palabras, los colores, la música y cualquier otra condición del momento. Así recordaría para siempre Sofía Guardia las palabras de su hija Isabel cuando esta fue la primera en identificar a los jinetes:

—Mira, mamá, son Blanca y mi tío Franklin.

Lanzada por una catapulta, Sofía no se hubiera puesto de pie más rápido. Isabel la imitó como un acto reflejo: era Blanca, sí, no cabía la menor duda. De golpe entendió sus largas ausencias, que ella aceptaba como parte del carácter inquieto de su hija. Una confusión culpable se apoderó de ella. ¿Será posible? De ahí pasó de inmediato a la rabia más atroz. Quería correr desaforadamente pero algo la detenía en el impulso primitivo y vital. De sobra sabía ella el tamaño de su enemigo y su capacidad de ataque. Conocía buena parte de las andanzas de su cuñado; por ejemplo, las violaciones en las bananeras cuando por casualidad o desahogo le externaba Keith su malestar por los reiterados problemas originados en la conducta de su hermano. ¡Maldición!

—¿Qué pasa, mamá?

Sofía no quería perder detalles de la escena. Una insinuación, un movimiento, una señal comprometedora, un algo para apoyar su actitud y no exhibirse gratuitamente. Sin retirar la mirada y como si estuviera clavada en la arena, con ambos brazos apoyados a los lados de la cintura, apenas contestó como quien masculla largamente una respuesta.

—Solo veo a tu hermana...

—Sí, desde luego, mamá, pero ¿por qué te alteras así? Te pones como si hubieras visto al diablo.

—Ve por tu hermana en este instante.

—Pero, mamá, está con mi tío Franklin.

Por algún lado tenía que desbordarse Sofía en su interior. La sola sospecha, la sola imagen, la sola posibilidad podía acabar con ella.

—¿Me oíste? ¡Demonios!, ¿te quedarás ahí haciendo preguntas como idiota, o harás lo que te ordeno? —12 años, solo tiene 12 años, Franklin Keith, miserable hijo de puta, no intentes nada por ahí, maldito Zancudo, porque te mueres, te juro que te mueres, se dijo para sí dentro del más hermético silencio, con los dientes trabados y el rostro desencajado.

Sofía estaba totalmente descompuesta. Nunca nadie la había visto así, ni el propio Robert Keith después de tantos años de matrimonio. ¿De dónde habrá salido repentinamente esta fiera? No cabe duda que nunca se llega a conocer a la gente, ni aun con la que uno vive. La eterna gatita de angora ¿tiene uñas y colmillos? Sofía echaba mano de todo un mecanismo de defensa natural, oculto y eficaz, el instinto de conservación, unas reservas desconocidas aprovechables en casos de extrema necesidad, de vida o muerte física o emocional.

Franklin no dejó regresar sola a Blanca. La acompañó entre risa y broma con absoluta naturalidad hasta la presencia misma de su madre, quien los recibió con la mirada de una fiera herida. ¿Había algo que ocultar? Todavía comentaban gozosos sus hazañas. Sofía leyó de inmediato todas las señales, trató de descifrar el menor mensaje y de interpretar cualquier actitud que le permitiera descubrir a la brevedad la realidad de lo ocurrido. Una huella, una marca, lo que fuera, pero algo que le devolviera la vida o se la quitara para siempre. Ambos sonreían inmensamente, presentaban candorosas expresiones de satisfacción, la piel enrojecida por la excesiva exposición al incandescente sol tropical. Tenían restos de agua y arena en el rostro y, sobre todo, huellas en la cara de golpes y rasguños que Sofía no supo entender. Hizo acopio de sus mejores fuerzas para no delatar la angustia que la devoraba. Antes de que ella pudiera siquiera iniciar un discreto interrogatorio, Blanca le anunció que había corrido a todo galope con su tío Franklin a lo largo de los interminables callejones que separan los platanares y que las hojas de muchas palmas la habían golpeado, pero que en todas las veces le había ganado y le había demostrado que montaba mucho mejor que él. ¿Verdad, tío?

Los ojos verdes de Franklin brillaban a pleno sol. Los calores del trópico le habían devuelto aquella mirada desafiante, propia de las penumbras cónicas de las mesas de juego clandestinas ubicadas en los sótanos del Bronx. Se le veía sobrado de energías, risueño, jovial, totalmente recuperado de los excesos y de las tensiones. Su aspecto no podía ser más saludable.

—¡Adrián! —gritó de improviso ante la sorpresa de ellas, mientras se apeaba. Uno de los peones, un maya curiosamente alto y obeso, apareció de inmediato sujetándose el sombrero—. Llama a Ramón y llévense a caminar a estos caballos antes que revienten.

Acto seguido, como todo amo y señor de vidas y haciendas se dispuso a tomar a Blanca por la cintura para ayudarla a bajar pero se quedó paralizado cuando un: mi hija no es ninguna lisiada, le hizo voltear rápidamente la cabeza, como cuando alguien dispara un tiro al aire.

—¡Bájate, Blanca! —volvió a estallar la misma voz imperiosa.

Franklin Keith, a diferencia de las muchachas, entendió de golpe las implicaciones escondidas en la orden. La imaginación de su cuñada lo capturó. Midió fuerzas con gran rapidez. No se sentía exhibido. Siempre cabría una explicación. Isabel y Blanca no estaban en posición de suponer siquiera las entrelíneas de semejante instrucción ni mucho menos las proporciones y el contenido de una insinuación de esa naturaleza, sin embargo, a las dos les quedó algo en claro: la conveniencia de retirarse de inmediato. Nada ganarían presenciando una discusión como la que se entreveía venir. Blanca, abrazada por su hermana mayor, no dejó de voltear con insistencia hasta que se perdieron de vista. Lejos estaba de entender la conducta violenta de su madre ni de presumir los cargos inconfesables que como mujer le hacía. Ni siquiera había podido contar en detalle sus aventuras deportivas.

Mira qué sorpresa, ¿de dónde me sale ahora esta mojigata con ideas tan cachondas? Me creíste capaz de seducir a Blanca, nada menos que a mi sobrina, una chiquilla de 12 años, que no le alcanza todavía ni para pechos. Eres una basura propia de mi hermano, pensó para sí Franklin mientras daba un manotazo en las ancas de una de las bestias que Ramón ya conducía fuera del área de los refrescantes palmares. Estás igual de podrida que él. ¿Quién me iba a decir que mi cuñada era una morbosa, una reprimida sexual? Esas son las mejores. Eres una bestia, Robert, mira que desperdiciar una mujer así en sus años de esplendor...

Sofía no se movió ni habló. Parecía una regia figura de bronce, una verdadera diosa del trópico en actitud desafiante. Él aceptó gozoso el reto. Se hizo un pesado silencio. Había llegado el momento de las aclaraciones. No era posible evadirlas. Franklin tenía todas las ventajas consigo, la falta de pruebas lo hacía sentirse invulnerable. Él, desde luego, manejaría el papel de víctima, le iría muy bien, lo dominaba a la perfección. Veremos si puedes conmigo con todo y tus brazos cruzados. Te crees que todo el mundo me puede tratar como si yo fuera un delincuente. La posición de ella era muy débil, tendría que confesar sus dudas. Imposible desabrocharlas y exhibirse como una morbosa o echar mano de argumentos ingrávidos y de suposiciones imposibles de demostrar y fáciles, extraordinariamente fáciles de derribar, sobre todo para un sujeto como Franklin, que había desarrollado un agudo sistema de respuestas inmediatas e ingeniosas para salir casi siempre con éxito de sus arriesgados lances amorosos o de su insolvencia crónica, así como de los más inverosímiles afanes aventureros. Se sintió encajonada, pero el solo recuerdo, la sola posibilidad, bastaron para revitalizarla.

—No quiero que te metas con Blanca —sentenció finalmente mientras empezaba a recoger sus cosas con ánimo de seguir a sus hijas.

—¿Qué quieres decir con que no quieres que me meta con ella? —repuso indignado Franklin.

—Lo que has oído: no quiero que vuelvas a buscarla para nada —volteó la cabeza hacia donde se encontraba Franklin para no dejar la menor duda de la seguridad de su afirmación.

—¿Se puede saber la razón?

—No tengo por qué dártela. Quiero que respetes a mis hijas. Apunta para otro lado, eso es todo.

—¿Cómo que eso es todo? ¿Cómo de que apunte para otro lado? ¿Con quién diablos crees que estás hablando? ¿Con uno de los peones de todas tus cochinas haciendas? ¿Con el imbécil de Ramón o el inútil de Adrián?

—No tengo nada que hablar contigo y menos, mucho menos, si empiezas con tus demonios y tus cochinos. No tengo por qué aguantar majaderías de ti ni de nadie.

Franklin la tomó intempestivamente del brazo para tratar de detenerla. El corazón le dio un vuelco inexplicable en ese momento. Se sintió turbado. ¿Yo? ¿Franklin Keith? ¿Pero qué es esto? La frescura y la suavidad de la piel de Sofía lo sorprendieron. Qué bien olía. No estaba acostumbrado a semejante delicadeza. Nunca se había acercado tanto a ella ni había imaginado que hubiera todavía tanta mujer dentro de su cuñada. Menos iba a suponer nunca el mensaje que le enviaría el contacto con esa sólida corteza femenina. Sintió unos deseos incontenibles de aspirarla toda. Sus tejidos eran firmes, sus 43 años habían pasado sin que ambos se dieran cuenta. La soltó de inmediato, como si hubiera recibido una pequeña descarga eléctrica y antes, mucho antes de que ella le retirara la mano. Había visto un verdadero abismo tras esos ojos. Prefirió ya no verlos o ya no pudo hacerlo. Por su mente se cruzaron de golpe todas las señales, surgieron todos los apetitos y todos los impulsos encontrados. Dios... ¿aquí…? ¿Qué es esto?

—Tienes razón, discúlpame. Me he pasado la vida defendiéndome de todo el mundo, empezando por mi propia familia, tú lo sabes mejor que nadie. Por eso a veces parezco agresivo —el repentino tono de humildad sorprendió a su vez a Sofía, quien ya se había hecho la idea de librar una batalla a muerte, igual de sangrienta que las que libraban ambos hermanos en sus discusiones interminables.

—No te vayas, por favor, no te vayas. Nunca hemos platicado tú y yo a solas. Regálame solo unos instantes y te demostraré que no soy el lobo feroz que siempre te habrá pintado Robert. Quiero además aclarar contigo lo de Blanca.

Franklin ordenaba a toda velocidad sus pensamientos. Nunca había conocido una confusión semejante. Se sintió invadido por una curiosa sensación de ternura. Le iba a extender la mano para ayudarla a sentarse en la arena pero prefirió evitar el menor contacto físico con ella. Volvía la paz dentro de su pecho. Las muchachas ya jugueteaban a lo lejos con las olas.

El rojo encendido del atardecer, el tono tostado de su piel, sus manos, su pecho descubierto y saludable y sus finos modales nunca vistos hacían momentáneamente de Franklin Keith un sujeto atractivo. Bien valía la pena una oportunidad al eternamente acusado para conocer su versión de los hechos. Siempre era conveniente escuchar a las dos partes antes de emitir una opinión definitiva. Sofía aceptó la invitación, algo le llamó la atención de la actitud de Franklin. Se concretó a recargarse de pie contra una palmera y a escuchar con aire de cansancio la explicación solicitada. Todavía no alcanzaba a entender el cambio tan brusco en la conducta de su cuñado.

—Antes que nada, quiero decirte, número uno, que Blanquita es mi sobrina —empezó Franklin a hablar tan pronto constató que era escuchado—. Te habrán podido contar muchas cosas de mí —agregó—, pero meterme con alguien de mi sangre, tu hija y la de mi hermano, por más diferencias que tenga con él, sería propio de un cavernícola. He tenido aventuras, sí, no te lo niego, pero esta nunca podría ser una aventura, y si lo fuera me faltarían años de vida para arrepentirme. Entiende que ella podría haber sido mi propia hija y como tal debo respetarla. Además, Sofía, piensa por favor —exclamó confiado para tratar de afianzar sus argumentos— que esa chiquilla tiene tan solo 12 años, según me lo acaba de decir. ¡Por favor!

—No veo razón por la cual tuvieran que hablar de edades. ¿Qué te importa eso? — repuso con acidez.

—Por favor, Sofía —cortó Franklin impaciente—. Después de preguntarle a un niño su nombre le preguntas su edad. No seas mal pensada y, por favor, no seas ahora tú la que me ofende. No me puedo ya siquiera imaginar lo que te habrá contado mi hermano de mí para que me juzgues de esa manera. He de ser un monstruo, un maldito y degenerado monstruo para que me trates así —reclamó indignado sin retirar la vista del mar. La respuesta causó el efecto propuesto, sobre todo por las inflexiones de la voz, que hablaban de la injusticia cometida, del atropello y del malestar por no poderse sustraer a cargos que en buena parte serían perseguidos por la ley penal. El ejercicio del papel de víctima empezaba a desarrollarlo a la perfección. Lo tenía muy hecho y probado ante autoridades, jueces, acreedores y amigos, toda clase de mujeres y parientes. Era todo un experto. Estaba en sus terrenos y ahí era el amo indiscutible.

—¿Por quién me han tomado tú y Robert? —cuestionó mientras se ponía de pie y limpiaba la parte trasera del pantalón de algunos residuos de arena—. Yo nunca pensé que tuvieran estos alcances. Si ustedes suponen que yo puedo seducir a una niña y que además esa niña resulta ser su hija y mi sobrina, entonces me deben considerar capaz de cualquier barbaridad.

—No tanto, Franklin —repuso Sofía resintiendo por primera vez el peso de la culpa—, solo que has hecho cosas terribles, se dicen de ti cosas terribles y te pasan cosas terribles. Y como tú entenderás yo quiero para Blanca lo mejor —concluyó Sofía en plan de desahogo.

—Hablas como si Blanca y yo estuviéramos comprometidos.

—Claro que no —agregó la madre sin ocultar su irritación—. De sobra sé que ese no es el caso, Dios me libre. Solo que yo tengo que cuidarla como mi primera responsabilidad.

—Dios te libre ¿de qué? ¿No será que tanto tú como el idiota de mi hermano están mil veces peor que yo y se imaginan cosas que ni pasan por mi imaginación? Yo estoy indefenso ante una mancuerna como la de ustedes, ¿o es que acaso cuando no tienen nada mejor que hacer invierten su tiempo en despedazarme?

Sofía pensó en incorporarse ahora sí con sus hijas.

—Eres imposible, Franklin. En primer lugar es el papel de un padre adelantarse a los peligros de sus hijos y, en segundo lugar, yo nunca he hecho una mancuerna, como tú dices, con tu hermano en contra tuya. No sé de dónde sacas eso.

—Ustedes dos se han aliado siempre en mi contra, han estado siempre unidos para hacerme añicos —Franklin suponía la realidad matrimonial de su hermano; por eso provocaba hábilmente a Sofía. Ella cayó perfectamente en la emboscada.

—¡Ay, Franklin!, por favor, a Robert solo le importan sus plátanos. Él y yo nunca hemos estado unidos en nada y menos en contra tuya. No eres tan importante, apréndetelo de memoria —advirtió contundente como para no buscar explicaciones por ese camino.

—¿Por qué has de agredirme a cada paso? Dímelo de una buena vez: ¿por qué me tienes tanto coraje? ¿Qué te he hecho para que me maltrates de esa forma?

—Ahora qué dije, Franklin, ¡por Dios! ¿Ves cómo no se puede hablar contigo?

—Es al revés, Sofía. Me insultas y ya ni siquiera te das cuenta. ¿Por qué me tienes que decir que no soy tan importante? ¿Por qué me has de disminuir siempre? ¿Por qué has de decir que Dios te libre y las libre de mí?

Solo hubo un cruce de miradas. No hubo respuesta. Ambos sonrieron finalmente. En el fondo aceptaban sus excesos verbales. Ya estaba bien. ¿A dónde iban con una discusión tras otra? Ella jugueteaba con el pie desnudo mientras hacía pequeños círculos de arena una y otra vez. La ausencia de argumentos personales se hizo evidente. Franklin Keith empezó a experimentar una agradable sensación de ansiedad. Sofía estaba más receptiva. El malestar empezaba a desaparecer. ¿Cómo fue posible que yo nunca me fijara en ella ni como mujer? ¿Por qué nunca le presté ni la menor atención? ¿Qué he estado haciendo todo este tiempo? ¡Animal! Franklin, eres un animal.

—Por lo visto —comentó finalmente—, yo no soy el único que tengo cargos graves contra mi hermano. Por lo que me dices te tiene totalmente abandonada —lanzó Franklin una piedra al aire para ver dónde caía.

Sofía también dio por concluido el episodio de Blanca. Franklin dominó la situación desde el primer instante. Ella carecía de argumentos y aceptaba en su interior que los cargos lanzados eran ofensivos y, probablemente, infundados. Era un buen momento para suavizar la tensión familiar y despedirse sin mayores consecuencias. Con Franklin siempre se le ha de quedar a uno atrapado un dedo.

—Qué va... si tú supieras —agregó con aire de desesperanza—. No nos vemos nunca y cuando estamos juntos me habla de plátanos, de barcos, de bancos, ferrocarriles, deslealtades, negocios y sobornos a todos los presidentes que conoce, que son como él. Tú lo conoces igual o más que yo. Es horrible, Franklin, o habla de eso o está todo el día malhumorado. Él siente que todos se le acercan por su dinero. Es un fanático, ¿sabes lo que es un maniático?

—Bueno, ¿pero no pensará eso de ustedes, su propia familia?

—¡Claro que lo piensa! Desde luego que sí. Lo piensa de todos: de ti, de mí, de su propia familia, de sus amigos, bueno, mejor dicho, de sus conocidos. A nosotras nos ve como si estuviéramos esperando su muerte para entrar a saco en su cuenta de cheques y repartirnos las acciones de sus compañías. ¿Quién resiste a una persona así? Ya en alguna otra ocasión te lo comenté en los primeros años de nuestro matrimonio. Quien se le acerque, piensa él, no tiene otro propósito que quitarle algo, robarle o engañarle —Sofía se abandonó en ese momento, no quiso concederles importancia a sus confesiones. Prefirió sentarse recargando su espalda en una de las gigantescas palmeras de aquel oasis. Con una mano podía alcanzar la inmensidad del océano Pacífico—. Nadie lo busca como persona; según él, todos por su dinero —concluyó pensativa—. Es una despersonalización muy dolorosa. Tú no vales, vale lo que tienes, lo que representas, eso es todo.

De sobra conocía Franklin la dureza de su hermano y su concepto de la amistad, de la familia y del dinero: Tu chequera es un arma, con ella puedes tener todo lo que se te dé la gana. Mujeres, esposas, hijos, parientes, honores, atenciones, amor, lujos, poder. Lo que quieras, es más, hasta donde te alcance la imaginación, le había repetido ya Robert antes de entrar a administrar la inmensa fortuna del tío Minor, cuando todavía mantenían relaciones si no íntimas por lo menos cordiales.

—Habrás sufrido mucho porque además también te dará poco dinero —preguntó Franklin con el máximo candor posible.

—¿Dinero? ¡Todo!, Franklin. Todo el que yo quiera. Yo soy una penca más en su vida. Soy una cuestión de dinero. Tengo en Estados Unidos la fortuna que me heredó papá y esa ni la toco. Tu hermano me da todo el dinero que necesito y mucho más que eso, porque el saber que no me falta nada lo hace sentir bien, lo mismo que me pasó con mi padre. Ambos querían comprar su paz y mi cariño.

Franklin parecía relamerse. Una intensa emoción le recorría todo el cuerpo. Otra carta, ¡otra!, llamaba en su interior, ya tengo la tercia y necesito el póker. Mi resto, me juego en este mismo instante mi resto. Los primeros latidos insistentes del corazón le anunciaron la presencia de una veta de extraordinaria riqueza. ¿Y por qué no, si solo se vive una vez y esa hay que vivirla bien, de maravilla, no solo bien?

—Pero a una mujer como tú es imposible comprarla con nada, eso de suyo lo sabría cualquier hombre.

—¿Por qué cualquier hombre? —preguntó ella con extrañeza.

—Hay cosas que se ven y otras que se saben, Sofi. En tu caso, tus modales tan finos, tu ropa, tu manera de hablar, de reír. Tus manos, tu comportamiento, tu forma de ver, toda tú, Sofi, siempre tan distinguida, haces que los hombres acepten una distancia de antemano. Tu físico impone. Nadie que te vea puede suponer inteligentemente que seas una mujer al alcance del dinero —Franklin Keith se sentó sobre un coco cerca de su cuñada. Trataba de seleccionar sus palabras, pasarlas una a una a la báscula. Ahora deseaba más que nunca volver a olerla hasta impregnarse para siempre de sus aromas—. En relación a las cosas que se saben, quien sepa tu apellido de soltera y luego conozca el de casada, desde luego sería muy idiota en acercarse a ti sobre la base de ofrecerte dinero.

Sofía Guardia soltó una repentina carcajada que estuvo a punto de destruir toda la estructura de abordaje cimentada por Franklin, quien perdió como nunca toda su seguridad y llegó a sentirse en ridículo. Ella intuitivamente alargó las risotadas. Le agradaba el suspenso delatado por la expresión del rostro de su cuñado.

—¿Dije algo gracioso? —cuestionó con timidez desconocida.

—No, hombre, qué va —repuso ella con el rostro amable—. El hecho real es que a mí no se me acerca nadie ni por mi físico ni por mi dinero ni por nada.

¡Ya está!, la tengo. ¿Cuánto tienes? ¡Cuenta!, cuenta tu dinero, porque vas a apostarlo todo a la siguiente carta. Este es un juego de hombres. ¿Cuánto?, ¡carajo! ¿Apuestas o no? Este es el momento.

—¿Y quieres que alguien se te acerque? —inquirió Keith suavemente como quien pregunta escéptico al doctor el resultado de la operación de un ser querido.

Ella recargó entonces toda la espalda en el tronco de la palmera y apoyó ambas manos en la arena. Parecía dispuesta a soñar. ¡Qué manera de suavizársele el rostro! Franklin lo captó de inmediato. Tanto había idealizado el regreso de Antonio, aquellos años inolvidables a su lado, dueña de una insultante juventud y belleza, en escapar a una muerte como la de su madre, en vivir y en disfrutar los últimos años de vida sexual con el ánimo de estar preparada para resistir risueña los rigores de la vejez, en no apagarse gradualmente hasta extinguirse para siempre, ni en descartar la posibilidad de cancelar su vida matrimonial o de llevar una doble vida, intensa y divertida, que nada se movió en su interior por la costumbre de volver una y otra vez sobre los mismos razonamientos ni mucho menos sintió herido su honor con la pregunta. Sus fantasías eróticas habían sido tan constantes y recurrentes que en buena parte confundía los sueños con la realidad. Franklin no es el hombre para este tipo de confesiones, se dijo pensativa. No es con él con quien debes desahogarte. Hay otros, muchos otros, para poder hacerlo. ¿Sí? ¿Y dónde están, si nunca veo a nadie y nadie me visita? Pero, por otro lado, si mi preocupación es Robert, este es el último que se acercará a él para comunicarle nada: son tantos los odios y tantas las distancias. Sofía pisaba con cuidado, estudiaba ágilmente el terreno, medía responsabilidades y filtraciones. Su propio coraje contra su hermano es mi mejor garantía de seguridad. Eso es lo primero que nos une.

¿Quién le iba a decir a Franklin cuando se levantó que tendría una experiencia de semejantes proporciones?

—No me has contestado —replicó suavemente.

—Quisiera, Franklin, quisiera —respondió Sofía sin ver a su cuñado a la cara—, pero no puedo o mejor dicho no debo, tengo hijas y marido, una familia que depende de mí.

Franklin sintió que avanzaba a grandes zancadas. Advertía poderosos golpes de sangre en el pecho y en el cuello. Era la señal, la señal inequívoca, la esperada. Nunca había fallado. Quería tomarle la mano, ¿quién mejor que yo? Sí, ¿quién? Bufaba. Apenas podía contener la respiración. Te juro lealtad eterna, fidelidad, placer, todo el placer del mundo, apuesto que mi hermano no sabe ni hacerte el amor, él solo sabe con las putas, pero no con mujeres de tus tamaños. Si me dejas te enseñaré a volar, no pesarás, gozarás la plenitud y me pedirás más, y yo te daré todo lo que necesites y más, mucho más que eso. Seremos todo sexo en nuestras veladas secretas, uno para el otro, te recorreré, te enseñaré las posibilidades amorosas, los espacios, las alturas de imaginación, la fortaleza de mis fantasías y el poder de mis músculos. Dime que sí, yo sabré dónde y cómo tocarte para que tu realidad sea superior a todos tus sueños. Vivirás conmigo las delicias de la perversión.

—Si tanto lo quieres, ¡búscalo, Sofi! —Franklin ganaba terreno por instantes—. Pero búscalo ¡ya! Las oportunidades son contadas —casi suplicaba mientras salía pesadamente de sus reflexiones—. Entiende que es una carrera contra el tiempo. Envejecemos, Sofi, envejecemos. Debemos acelerar el paso quienes tenemos el privilegio y la angustia de darnos cuenta que todo esto se acaba, y se acaba irremediablemente.

—¿Y renunciar a mi familia, Franklin? ¡No! Eso no lo podría hacer. Muchas veces pienso que mamá tenía razón. Yo también debo sacrificarme para sacar adelante a los míos — exclamó resignadamente.

—¿Y desperdiciar los mejores años de tu vida por alguien que nunca te lo va a agradecer? —Franklin prefirió sentarse igualmente en la arena y arrojó la cáscara del coco sin voltear para atrás a sabiendas de que estaban totalmente solos.

—Mis hijas me lo agradecerán.

—¡Falso, mil veces falso! —arremetió Franklin vehementemente—. Ellas se casarán el día de mañana y se ocuparán de su marido y de sus hijos, que todo mundo los tiene prestados. Y entonces, ¿tú que harás? ¿Qué será de ti? Ya todo habrá pasado, serás una vieja con igual o más amargura que el número de millones que puedas tener pudriéndose en tus bancos de Boston. Todo se pudre, Sofi —Franklin se colocó ahora de rodillas—. El físico y el dinero. Las dos cosas se hicieron para gastarlas mientras se tengan y se cuente con imaginación. Tus hijas... tus hijas... —cargaba cuidadosamente—, a ellas debes darles todo el cariño, lo mejor de ti, entrégate a ellas, pero vive, vive también, diviértete intensamente; lleva una vida paralela sin dañar a nadie. No estás ante una disyuntiva, no escondas tu cobardía con esas excusas infantiles. Puedes y debes hacer las dos cosas al mismo tiempo. El amor nos concede como pocas otras cosas la sensación de la vida y te deja entrever las dimensiones de la felicidad de que es capaz un ser humano. Quien no ama cada día se muere un poco, Sofi. Ama ahora, pero ahora que tienes todavía esas facciones frescas, esas piernas, ese cuerpo, esa mirada y esa sed de recibir y ese gusto por dar. Cumple con tu hogar, si eso te hace sentir feliz, pero cumple contigo, no hay tiempo para que te sigas traicionando tú misma. Goza tu cuerpo, ¡disfrútalo a plenitud mientras todavía responda a los estímulos! Y gasta tu dinero en todo aquello que te produzca placer. Si de verdad quieres a tus hijas, libérate para darles lo mejor de ti, que se acuerden de una mujer jovial y alegre que fue valiente y supo vivir y no de una señora amargada que se pudrió en su dinero y se envenenó con su cobardía y sus frustraciones.

Sofía experimentó un repentino deseo de llorar, sí, de llorar, llorar por los años perdidos, por su cobardía, por la fuerza de los sentimientos antes que la de la razón y por su futuro. ¡Ay!, su futuro, ¿qué sería de ella? Franklin le repetía ahora a gritos lo que ella sabía de buen tiempo atrás. Quería llorar desconsoladamente. Tú sí me comprendes. Tú no ves con morbosidad estos apetitos que me devoran, estas hambres de vivir, de reír en la cama y de gemir bajo el peso de un hombre insolente con mis carnes. Quería echarse a correr en la playa y gritarlo al mar hasta desgañitarse, dejarlo salir, ventilarlo, vivir y manifestarse. Sí, es cierto, dar todo esto, entregarlo con coraje, disfrutarlo mientras alguien lo quiera y a mí no me avergüence ofrecerlo, pensaba en su combate interior. Se pudre, sí, Franklin, se pudre; quería decir: mi amor, querer a alguien, claro que se pudre junto con mi mente, mis ánimos, mi sentido del humor y mis deseos de vivir. ¿Quién me iba a decir que yo platicaría esto con un hombre y que este hombre sería mi cuñado, nada menos que mi propio cuñado? Todo lo tenía madurado. Solo le faltaba un poco de audacia, aquella pequeña dosis que le da sentido a la vida y sabor a la existencia. Un poco de locura, un poco de irresponsabilidad y las cargas diarias serían más llevaderas.

—Ve, Sofi, ve, nadie lo sabrá. ¡Hazlo! ¿De qué te sirve tener tanto dinero y esas piernas, ese porte que todavía despierta tanta admiración y deseo en los hombres? ¿Para qué sirve el dinero cuando el sexo se ha apagado y ya no eres sino una mujer amargada que la sacan a tomar el sol en una silla de ruedas?

Fue más rápido el impulso que la razón. Fue tal vez un pronto más de aquellos que caracterizaban la personalidad de Franklin. Fue el instinto o tal vez los latidos de su corazón que ya le cerraban la garganta, la boca seca, pastosa, los sudores abundantes, la emoción de la aventura, una aventura esta vez sí sin precedentes, una aventura inimaginable en posibilidades de placer, insospechable en términos de dinero e insuperable en alternativas de venganza. Todo completo, todo listo. ¡Cartas, por Dios! ¡Cartas!, cartas en este instante, ¡ahora mismo! ¡Vengan ya!, me quiero jugar no ya mi resto, sino mi vida, me quiero jugar toda mi vida a esta carta, con esta mujer. No habrá otro momento y probablemente tampoco otra oportunidad. Ahora, es ahora, me lo juego todo ahora, todo como nunca. Cobraré de golpe todo lo que he perdido en mi vida. Todo en una sola mano. ¡Oh, destino, qué justo eres! Sabía que tarde o temprano vendrías en mi rescate, pero no tan pronto ni con tanta, tantisísima, generosidad y tino. Fue entonces cuando tomó espontáneamente la mano de Sofía con el ánimo de precipitar en ella una explosión ya entrevista, inminente. Había expurgado su rostro a lo largo de la conversación, él era todo un especialista en su lectura. Había aprendido a hacerlo con el menor margen de error en los paños verdes de las mesas clandestinas de juego. Era muy difícil engañarlo. Franklin sabía interpretar expresiones y gestos, como Robert sabía descifrar las intenciones del viento. Su cuñada llevaba tanto tiempo reprimida, había asfixiado tantas veces sus sentimientos y sus impulsos, la martirizaba tanto la agonía de su madre, se sentía tan desperdiciada...

Ella reaccionó como si solo le faltara el último argumento para desbordarse. Y se desbordó al solo contacto de aquella mano tibia y arenosa. Se arrojó a sus brazos y lloró, lloró todas sus frustraciones, sus dolores y sus vacíos. Lloró su infancia, su insignificancia, los desprecios sufridos, lloró desconsolada abrazada de Franklin. Una reacción repentina, la gota que derrama el vaso. La tensión retenida a lo largo de tantos años finalmente encontraba una salida, una fuga, el camino de la paz y el equilibrio. Él la sujetó fuertemente por la cabeza, la apoyó contra sí. Lo necesitabas, lo necesitabas. Llora, llora mientras yo aspiro tus esencias abandonadas. ¡Qué hermoso es consolar y más hermoso aún es ser consolada! Le retiró entonces el cabello del rostro y la acompañó en su sentimiento con la boca pegada al cuello. Franklin se embriagaba, deliraba. Ese aliento de fuego en la piel. Aquella experiencia olvidada, otra vez el calosfrío en la espalda, en el pecho, en los brazos, en la piel. Los poros le recordaron a Franklin la oportunidad de un nuevo amor.

Antonio, ven, ven Antonio, ven, dime cómo es un hombre. Ella se abandonaba. Qué brazos tan diferentes, tan fuertes, tan nuevos, tan generosos... En ese instante sus manos entrecruzaron los cabellos de Franklin quien ya flotaba en el ambiente perfumado del Pacífico. ¡Ay!, Franklin, soy tan desgraciada...

* El cuarto de las loras era una habitación oscura, sin ventilación, en donde ni siquiera era posible que el acusado se viera una de sus manos; estaba repleta de culebras largas y delgadas conocidas en Nicaragua con el nombre de loras.

** Una de las torturas favoritas del dictador consistía en hacer tragar al acusado uno de sus botones sujeto por un hilo, que posteriormente se jalaba para arrancar las declaraciones más inverosímiles y aceptar los cargos más inauditos con tal de evitar el dolor producido por un desgarramiento interior de vísceras, órganos y vasos sanguíneos.

*** En Guatemala, Yucatán y Chiapas es sinónimo de Kukulcán. Quetzalcóatl entre los aztecas, serpiente cubierta con plumas verdes de quetzal, el más popular de todos los dioses mexicanos.

Quito, la ciudad de los pies desnudos, ha hecho lo posible por calzarse en cien tentativas que se han calificado de revoluciones.

†† Cuando Leónidas Trubico decidió inhumar supuestamente a sus padres en la catedral metropolitana, Robert Keith, sabedor de todo el embuste, le sugirió llenar los ataúdes de bananas para aparentar el peso de los difuntos y evitar de esa manera que nadie descubriera el engaño al sopesar los féretros vacíos. Ricardo Furtamantes, Diario de combate, Editorial Fuego Nuevo, p. 25.

††† Dada la importancia de la correspondencia entrecruzada entre Juan José Arévalo y Ricardo Furtamantes, se procedió a practicar una selección de las cartas que por su trascendencia merecieron ser incluidas en el Epistolario.

Leónidas Trubico llevaba a cabo diferentes ensayos de lo que habría de ser su entierro definitivo. Premiaba con puestos importantes o con sumas considerables de dinero a los funcionarios que representaran con mayor dramatismo su papel y lloraran desgarradoramente la pérdida del padre providencial. Cuidado con aquel que solo gimoteara harto ya de tanto ensayo y no mostrara convenientemente su dolor. No solo podría perder su puesto, sino la vida, ahorcado en la plaza pública, a un lado de la estatua ecuestre de Simón Bolívar.