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La gente corriente de Irlanda
de Flann O'Brian
LAS MUCHAS VOCES DE FLANN O’BRIEN
Como uno de esos ensueños célticos de su tierra gaélica o de la galaica de nuestro Cunqueiro, de quien también se cumple este año el primer centenario de su nacimiento (¡loor a don Álvaro, igualmente!), Flann O’Brien, el autor de este libro singular, o al menos el nombre que ostenta su cubierta, resulta que no existió, como uno de esos castillos maravillosos que se esfuman en los cuentos del rey Artús de Bretaña; al igual que esos tesoros, también, que se evaporan al entrar en contacto su materia frágil, los sueños, con la imperiosa y obscena realidad. Uno se podría pasar horas y horas gozando del bombardeo de carcajadas al que lo somete su prosa para reconocer, a la postre, que ha sido víctima de una ilusión. Ni Flann O’Brien existió, ni vivió en carne mortal Myles na gCopaleen, el firmante de estas colaboraciones que se fueron publicando durante tres décadas en el diario dublinés The Irish Times. Ambos son seudónimos de Brian O’Nolan (o para complicar más las cosas, Brian Ó Nualláin), el funcionario, marido y redomado borrachín nacido el 5 de octubre de 1911 en Strabane, condado de Tyrone.
Con la edición de La gente corriente de Irlanda la editorial Nórdica y su timonel, Diego Moreno, rematan la hilarante y gozosa travesía de arrimar al español la obra de uno de los más importantes escritores irlandeses de la pasada centuria. En su catálogo ya está lo más importante de lo mucho que escribió O’Brien (llamémoslo así, para simplificar). Junto a sus novelas, que arrancaron palabras laudatorias de escritores de la talla de Anthony Burgess, Dylan Thomas o nada menos que el mismísimo James Joyce, nuestro autor derrochó humor e inteligencia, cada vez más cargados de tonos acerbos, a lo largo de más de cinco lustros de personalísimas columnas en el citado periódico. Se recoge aquí una selección de las que seguramente son mejores (las de los primeros cinco años), a partir de la antología póstuma The Best of Myles, que fue preparada por su hermano Kevin O’Nolan. Como confiesa este, las categorías bajo las que agrupó los artículos son elásticas, y los temas y motivos se entrelazan recurrentemente.
La columna se titulaba Cruiskeen Lawn, del irlandés Crúiscín lán, «la jarrita llena», en traslación fonética no muy diferente de la que un hispanoparlante pudiera hacer como Cruz Quinlón (aunque esto suena más a nuevo seudónimo que a encabezado de sección periodística), y comenzó gracias a una polémica espuria que el autor, compinchado con su amigo Niall Sheridan, estableció en el periódico a principios de 1939 a cuenta de la crítica adversa recibida por una obra de Frank O’Connor producida por el Abbey Theatre, seguida de otra polémica al año siguiente cuya víctima era Patrick Kavanagh, del que se ridiculizaba su poema «Spraying the Potatoes» («Rociando las patatas»), aparecido en la página literaria del periódico. Divertido, el a la sazón director de The Irish Times, R. M. Smyllie, a quien O’Brien dedicó su única novela en irlandés, An béal bocht (La boca pobre), le invitó a colaborar en el diario, donde ya publicaban amigos suyos de la universidad como el propio Sheridan, que lo hacía sobre las carreras de caballos, o Donagh MacDonagh, que se ocupaba de recensiones de libros. Estos conmilitones también lo acompañaron en su prehistoria periodística cuando nuestro autor empezó a velar sus armas en publicaciones como Comhthrom Féinne, la revista universitaria, y Blather, que ha sido calificada por Anne Clisman como una «contrarrevista».
La primera columna apareció el 4 de octubre de 1940 y la colaboración prosiguió hasta la muerte de su autor, acaecida el 1 de abril de 1966. En ocasiones hubo periodos de barbecho que superaron las seis semanas de duración, pero dos veces dejó de publicarse Cruiskeen Lawn por trechos que alcanzaron meses, como en 1952, año en el que en marzo dejó de aparecer para no hacerlo hasta principios del año siguiente; algo parecido sucedió en 1964, durante nueve meses, y asimismo el año previo a la muerte de O’Brien, cuando la columna faltó a la cita durante cuatro meses.
Al principio se trataba de una colaboración diaria de lunes a sábado (el domingo no salía ni sale el periódico, y era el día en que O’Brien escribía la mayoría de los artículos de la semana de una sola tacada). Pero en 1946, fuera ya del arco temporal aquí recogido, pasó a salir un día sí y otro no; es decir, tres veces por semana. En 1953 y el año siguiente volvió a aparecer diariamente la columna, como si O’Brien quisiera desquitarse del periodo de silencio del que acababa de salir, pero en realidad el motivo era que ese mismo año pidió la jubilación anticipada como funcionario (debido a «razones de salud», aunque en realidad presionado por el ministro para el que trabajaba, a quien había insultado nada veladamente en el espacio que le concedía The Irish Times), y tuvo que completar con las colaboraciones en el periódico la pensión que le quedó.
En cuanto al seudónimo Myles na gCopaleen, este era un personaje de la novela The Collegians (1828), de Gerald Griffin, luego rescatado por Dion Boucicault en su obra de teatro The Colleen Bawn (1860). Esto de emplear a personajes literarios en otros libros es un precedente a las claras de la teoría defendida por O’Brien en su novela At Swim-Two-Birds (En Nadar-dos-pájaros, 1939), donde se afirma que «todo el corpus de la literatura existente se debería considerar un limbo del que los autores con criterio podrían sacar sus personajes según la necesidad, creándolos solo cuando no consiguieran encontrar una marioneta adecuada que ya existiera».
Inicialmente, hasta finales de 1941, Cruiskeen Lawn se publicó, con alguna excepción, completamente en irlandés (el gaélico aún hablado en Irlanda, que es lengua que nada tiene que ver con el inglés). A pesar de que, desconcertado por sus posiciones ante el idioma irlandés, alguien escribió una carta al director en la que descalificaba al autor con este oxímoron despectivo, un «West-Briton Nationalist», la asociación literaria conocida como Cumann Liteartha na Gaeilge, reunida en octubre de 1940, felicitaba a The Irish Times «por su media columna diaria en irlandés». Lo que fue en general bien acogido pronto levantó sin embargo suspicacias, cuando no directa oposición, ante el cariz que mostraban los artículos. Podríamos deducir que esa colaboración en irlandés era vista por algunos como un caballo de Troya (y Myles na gCopaleen significa «Myles de los caballitos») dejado ante la muralla sacrosanta del idioma. Desde luego, ese afán de gaelicizar (permítaseme el neologismo, que no será el único) cualquier nombre sonaba a impostura, cuando no a cuerno quemado, a retranca. Bien estaba que O’Brien hablara de Joyce como an Seóigheach (algo que es correcto en irlandés) o como Séamus Seoighe (algo más que cuestionable), pero era de todo punto ridículo (y que otros se tentaran la ropa) convertir a los actores Katherine Hepburn o Clark Gable en, respectivamente, Caitlín Ní hIbirne, o Cléireach na Binne como hizo nuestro autor en su columna. Esto era ya, simple y llanamente, coña marinera.
Al poco su autor combinó este idioma con el inglés, lengua mucho más extendida en el país. Durante un tiempo fue alternando ambos idiomas en los días pares e impares del mes, pero desde inicios de 1944 la colaboración pasó a aparecer casi exclusivamente en inglés, pese a que, como recuerda Anthony Cronin, de vez en cuando el periódico, deseoso de abrirse a la población católica y de sacudirse el marbete de portavoz de la menguante élite protestante, le solicitaba más material en irlandés. En un idioma u otro, y en las más de tres mil columnas publicadas, siempre brillan la erudición, la parodia, y ese rasgo sin el que un escritor (y más aquel que se desenvuelve en periódicos) está perdido: un fino oído acompañado de la capacidad de reproducir el lenguaje del común en letras de molde.
Luego reservó algunas colaboraciones en irlandés para Inniu, el periódico en esta lengua que desde 1943, año de su fundación, dirigía su hermano Ciarán Ó Nualláin, quien previamente había trabajado para el periódico ultramontano Aiséirí, que llegó a proponer —¡en serio!— algo que no sé cómo se le escapó (hasta donde yo sé) a Flann O’Brien/Myles na gCopaleen: que el gobierno irlandés dejara Dublín y se trasladara no como hizo el brasileño a una nueva Brasilia en la selva, no, sino a la archivieja y mitológica colina de Tara, en el condado de Meath. Por cierto, que Ciarán, un año mayor que Brian/Flann/Myles, fue en 1973 el autor de Óige an dearthár (La juventud del hermano), una importante remembranza de la infancia de este, en cuyo título juega con uno de los personajes recurrentes y más populares de Cruiskeen Lawn y de todo un hilarante capítulo de La gente corriente de Irlanda.
También en irlandés (y como en las colaboraciones en el periódico, todavía usando la tipografía y ortografía previas a las reformas oficiales de 1945 que hoy continúan en vigor) escribió O’Brien por estas fechas en que iniciaba la columna una única novela (sobre la que no nos vamos a extender porque ya la prologamos y tradujimos para esta misma colección de Nórdica) que, por su uso del pastiche, de la imitación de estilos rimbombantes o arcaicos y por la preocupación por la lengua irlandesa, en un precario equilibrio entre la defensa y pervivencia del idioma de un lado y, de otro, los excesos de los que se empeñaban en revivirla incluso cayendo en posturas ridículas (como las ejemplificadas en el capítulo IV de la novela, en el transcurso del festival gaélico de Corca Dorcha), comparte muchos rasgos con las columnas. Desde ellas, por lo demás, O’Brien realizó una tan descarada como divertida campaña de publicidad de la obra, preparando el terreno con una supuesta demanda de información por parte de los perplejos lectores acerca de la remota comarca (y tanto que lo era, por inexistente), y luego mediante la magnificación del pequeño éxito en que se convirtió la novela. Así, el 12 de diciembre de 1941 escribió (en inglés) en Cruiskeen Lawn:
Estoy más que satisfecho con la recepción que ha recibido mi libro, An béal bocht. Es gratificante saber que una importante obra literaria recibe en este país el reconocimiento debido. Académicos, estudiantes, hombres de mundo, clérigos, señoras a la moda, miembros del Parlamento e incluso los mejores entre los ociosos azotacalles se peleaban entre sí por ser los primeros en pillar los ejemplares que derramaban las gigantescas imprentas. ¿Cuánto durará la edición estrictamente limitada a cincuenta mil ejemplares? ¿Una semana? ¿Un mes? Quién puede decirlo. Baste afirmar que toda la prisa que se dé usted en conseguir su ejemplar es poca. Los problemas con el papel hacen dudar en cualquier caso que sea posible otra tirada de cincuenta mil en el transcurso de nuestra generación.
Bueno, no fueron tantos, pero una reedición y mil cien ejemplares vendidos en tres años no eran pocos para una novela publicada en irlandés en la década de los cuarenta. Sin embargo, nada comparado con el público que cada mañana se desayunaba con los disparates del autor que firmaba con el mismo seudónimo de Myles na gCopaleen.
¿De dónde sacaba este su material, que obtuvo tanto éxito que en 1943 se publicó un volumen con una selección de Cruiskeen Lawn cuya cubierta reproducía una portada falsa del periódico con este titular: «Myles na gCopaleen coronado rey de Irlanda»? Pues de lo que oía en las colas de las paradas de autobús y, muy particularmente, en los pubs. También muchos de los chistes publicados los adivina uno ensayados en algún rincón, un snug, junto a un selecto público de periodistas, borrachines o ambas cosas; sus establecimientos preferidos en los años que escribió estos artículos fueron The Scotch House (al que llamaba «mi oficina») y The Palace, local muy cercano a la redacción de The Irish Times y donde mantuvo la entrevista con Smyllie que le abriría las puertas del periódico. Este era, además, bar muy del gusto de escritores propios y extraños, como los forasteros Louis MacNeice, John Betjeman y Cyril Connolly cuando pasaban por la ciudad del Liffey. De las calles de Dublín (y de nuevo de sus tabernas), el conocimiento de los pelmas que tan minuciosamente inventarió. A un tribunal especial que deliberó sobre un incendio desatado en Cavan y consumió un orfanato regido por las monjas clarisas, en el que murieron treinta y dos niñas y al que tuvo que acudir como representante de la Administración, le debe sin duda buena parte de la experiencia burocrática, de magistrados y de picapleitos que volcó en no pocos artículos. De su infancia en Strabane, con su importante estación ferroviaria, le vino la pasión por las locomotoras, mantenida con un gran tren de juguete —o más bien de modelismo— con el que él y sus hermanos disfrutaron en sendos domicilios familiares. De su trabajo en el Ministerio de Administración Local, en el antiguo edificio de la Aduana, un conocimiento desde dentro de la Irlanda oficial y de la que subyacía bajo ella, así como muchos entresijos de la política y el gobierno del país que luego aireaba en el periódico. En cuanto al material gráfico, en fin, que solía ilustrar sus columnas, este procedía en parte de una enciclopedia victoriana que se había agenciado en Custom House (su lugar de trabajo), así como del repertorio de The Boys’ Book of Inventions. De la mano de su hermano Mícheál (que fue conocido como caricaturista bajo el apodo de Kilroy) también salieron unos pocos dibujos (algunos nunca publicados en el diario). Otros eran realmente de su autoría; y alguna ilustración más, el resultado de algunos collages también realizados por él mismo.
Los inventos del Gabinete de Investigación de Myles na gCopaleen, de los que en este volumen se recogen varios, tienen su correspondencia en los otros que por las mismas fechas (1943) comenzaron a publicarse en el español TBO. ¿Recuerdan al Profesor Franz de Copenhague? En el caso de O’Brien, lo importante era la palabra; en el de los grandes inventos del TBO, el dibujo (inicialmente realizado por NIT y luego por otros) y la adecuación de este a la estrafalaria descripción. Ambos seriales, por su parte, contaban con el precedente de las Inventions of Professor Lucifer Gorgonzola Butts, del norteamericano Rube Goldberg. Las elucubraciones científicas tuvieron también humorístico cultivo por parte de O’Brien en su sabio de ficción De Selby, que aparece en las novelas The Dalkey Archive (1964) y, sobre todo, The Third Policeman (terminada en 1939 pero no publicada hasta 1967). El propio O’Brien diría en una semblanza autobiográfica ya redactada en la etapa final de su vida que había escrito dos obras científicas, sin que se sepa a qué se pueda referir (más bien hay que entender que se trate de una de sus muchas «mentirijillas»).
Los años de la guerra, la tan famosa como eufemística Emergency, en que Irlanda fue neutral, fueron tiempos de carestías y racionamientos (de pan, de combustible, etc.), como se aprecia en estos artículos aparecidos en un periódico que llegó a menguar hasta contar solo ocho páginas. El Gobierno aprovechó para hacer limpieza, y muchos republicanos disidentes, integrados en el IRA, fueron internados en el que había sido anteriormente campamento británico de The Curragh, como fue el caso de Máirtín Ó Cadhain, autor de la gran novela Cré na Cille (Polvo del camposanto), también un prodigio polifónico; pero los veintiséis condados del sur del país vivieron en paz, aunque asfixiados por el nacional-catolicismo imperante. De algún modo, el público buscaba solazarse ante tanta desgracia ajena, y O’Brien le proporcionó esta distracción con su ingenio y su chispa, por otra parte tan autóctonos y omnipresentes, ya sea en el hombre de la calle, ya destilados en la elegancia ocurrente de un Oscar Wilde. Salvo en Portugal y España, toda Europa estuvo en guerra con dos excepciones: la Suiza en que vivió y murió Joyce y la República de Irlanda, donde residía nuestro amigo.
Como Joyce con Nora Barnacle, O’Brien se casó en secreto con Evelyn McDonnell en una boda a la que, y no sería por falta de hermanos (él tuvo diez), solo asistieron los padrinos y los testigos. A pesar de su cada vez mayor dependencia del alcohol, su matrimonio fue bien avenido, pero, como en cualquier convivencia (y esta duró mucho más que la que le unió a su esposa, con la que estuvo casado solo dieciocho años), la larga relación de Myles con The Irish Times tuvo sus altibajos o, para qué engañarnos, fue degenerando hasta casi llegar al divorcio en varias ocasiones. Principalmente, como analizó Cronin, porque, al basarse tanto las columnas en juegos de palabras, la hipervigilancia por parte del editor producía la asunción de que era una errata cuando no un gazapo, una falta de ortografía o un flagrante error gramatical lo que en realidad se trataba de un juego de palabras o la fidelísima reproducción del habla dublinesa, que él supo trasladar fielmente e incluso modificar, haciendo circular formas y expresiones que fueron imitadas. Muchas cartas llegaron al periódico quejándose de esos estropicios en los originales llevados a cabo, como suele suceder en el benemérito gremio de los correctores, por un exceso de celo; muchas de las misivas insultaban con un vocabulario común al empleado por O’Brien en sus columnas, lo que hace sospechar de su autoría. De otro lado, enrareció el trato la autocensura: dado que O’Brien no dejaba títere con cabeza, antes de pasar a máquinas todos los artículos eran leídos en la redacción, no fuera que contuviesen burlas o dobles sentidos o cualquier otra cosa «impublicable» y susceptible de salpicar al diario con un pleito por difamación, etc., como de hecho sucedía a veces. Un caso sonoro fue la querella presentada por el Dublin Institute of Advanced Studies (la niña de los ojos del presidente de Valera) como respuesta a una crítica de Myles al celtista T. F. O’Rahilly, en relación con la teoría de este de que hubo en realidad no uno, sino dos misioneros cristianos que con el tiempo se confundirían en la figura de san Patricio, patrón de Irlanda. No era un pelagatos en materias de estudios célticos el propio O’Brien: su tesis de licenciatura versaba sobre la naturaleza en la poesía gaélica irlandesa y, fruto de esa familiaridad, en At Swim-Two-Birds encastró en la narración decenas de estrofas pertenecientes al texto medieval Buile Shuibhne (La locura de Suibhne), joya que andado el tiempo sería también vertida por Seamus Heaney en Sweeney Astray.
En otra ocasión, entabló una polémica con Alfred O’Rahilly, hermano del anterior y a la sazón rector del University College Cork. Este lo llamó «humorista a sueldo». Y O’Brien replicó: «Niego formalmente que, a sueldo o no, sea yo un “humorista”. Soy un comentarista muy serio y reflexivo, y a un gran número de personas e intereses mucho de lo que he escrito les ha parecido todo menos divertido». Y para evitar los juicios no era infrecuente la solución más expeditiva: a la papelera con todo el artículo. Esto, además de una humillación, suponía un perjuicio para el bolsillo de su autor, que solo cobraba por pieza publicada, no importa lo que hubiera escrito y entregado.
O’Brien, que se autodenominó, en inglés o irlandés, «educador del país», «maestro del idioma irlandés», «analista de las actitudes y locuciones irlandesas», «inspector de sanidad nacional y literaria para Irlanda», fue sobre todo un consumado artífice del humor y la sátira, y bebe (decir esto en su caso es tanto una perogrullada como una tragedia, pues pagó muy caro su alcoholismo) del genio inventivo del Swift de A Modest Proposal, preocupado por lo social aunque a través de las boutades, así como del juego con el lenguaje de Joyce, no tanto en Ulysses como en Finnegans Wake (libro que O’Brien denostó por oscuro), donde las palabras se desmelenan y todo recurso parece tener acomodo. En muchas ocasiones estas columnas resultan intraducibles, no por su dificultad sino porque el resultado apenas puede ser el mismo, desaparecido el efecto de las paranomasias y los retruécanos. Esto es así especialmente en las piezas que dedicó a un personaje ridículo modelado sobre el nada ridículo poeta romántico inglés John Keats, a quien en sus gags acompaña Chapman, el autor de reconocidas traducciones homéricas al inglés. Y es que O’Brien muchas veces hace arte de lo que es un chiste malo.
Otra característica de nuestro hombre fue dar cabida a muchas voces. No es raro que haya columnas dialogadas o que una digresión la interrumpa «la gente corriente de Irlanda» o algún otro interviniente entrometido, con quien el autor entabla diálogo en una superposición de voces e hilos discursivos que también se hallaba en At Swim-Two-Birds. Aquí podríamos emplear el título que primeramente adjudicó T. S. Eliot a su poema The Waste Land y que procede de la novela Our Mutual Friend de Charles Dickens: He do the Police in different voices (aunque en realidad, adaptándola a Irlanda, habríamos de sustituir the Guards o la Garda Síochána por the Police). Además, el our mutual friend del autor victoriano inglés también le recuerda a uno al your man, ese multitudinario tipo, proteico, que pulula por las páginas de la obra de O’Brien; es asimismo oportuno recordar que la frase la pronuncia una señora acerca de su hijo adoptado, del que dice que es «a beautiful reader of a newspaper», un chico que efectivamente lee en la prensa las noticias de sucesos poniendo voces distintas. Igualmente despliega nuestro amigo una variedad de estilos que recuerda a esa galería de capítulos heterogéneos que ensarta Ulises. Finalmente, y volviendo a Dickens, no olvidemos que, como rememora su hermano en Óige and dearthár, el niño Brian (pronúnciese Brían), educado en irlandés por sus padres como el resto del clan, aprendió de forma autodidacta el inglés mediante la lectura de tiras cómicas y, a los siete años, midiéndose precisamente con Dickens.
Peter Costello y Peter van de Kamp han argumentado en Flann O’Brien. An Illustrated Biography que en estos escritos de Cruiskeen Lawn es perceptible la influencia del Padre Prout, un escritor humorístico corqués del siglo xix, que publicó asiduamente en la londinense Fraser’s Magazine; así como la de la columna Beachcomber en el Daily Express, también de la capital británica.
El escribir con seudónimo era la única manera de poder escribir sobre temas de actualidad, siendo él no solo funcionario del gobierno irlandés sino, por los años que cubre esta antología, secretario personal de dos ministros sucesivos: Sean T. O’Kelly (que llegaría a ser presidente de Irlanda en 1946) y Sean MacEntee. También, un mecanismo para atreverse a lo que bajo su nombre real no osaría, del mismo modo que su timidez quedaba olvidada cuando llevaba un rato bebiendo en un pub, en sus últimos años con los codos desplegados como para marcar el territorio de quien no quería ser importunado. «He was too fond of a drop», me dijo de él Anthony Twhaite una noche (de todos los lugares posibles, en un pub). A finales de los años cincuenta trató bastante en The Brazen Head o en McDaid’s a uno de esos escritores que han venido a ser epítomes del bebedor irlandés, Brendan Behan, que le ganó la carrera a la muerte haciendo mutis por la barra en 1964, dos años antes que él; sí, el mismo que dijo de sí mismo que era un «bebedor que tenía problemas con la escritura», «a drinker with a writing problem». O’Brien, que también colaboraba en otras cabeceras, publicó su necrológica en el Sunday Telegraph.
Si al principio de los años cuarenta los testimonios dicen que nunca se le veía borracho, a finales de esa década empezó a beber más desenfrenadamente, y a partir de su prejubilación forzosa empezó a pasar las mañanas en los pubs (que como todo bebedor serio y profesional sabe es cuando mejor se está en ellos, antes de la llegada de los aficionados), y el resto del día metido en la cama. En su caso, ser madrugador no era sinónimo de virtuoso, y a partir de cierto momento en su vida nunca cerró un pub, pero siempre estaba en este o aquel para abrirlo. La pensión era magra, y lo que quedaba de ella irrisoria después de haber pagado las consumiciones de los bares. Trataba de publicar y a menudo lo hacía aquí y allá, en periódicos de provincias (de condados, quiero decir) y en revistas, con nuevos seudónimos. Incluso pensó en volver a trabajar en un puesto fijo, ahora como traductor parlamentario. Y aunque rara vez leía ya nada que no fueran los periódicos, parece ser que incluso fue lector —brevemente— de la pequeña editorial perteneciente a Hodges Figgis, la librería aún abierta en Dawson Street, con cuyo propietario se enfrentó al coincidir con él la única vez que acudió a un estudio de televisión. También escribió algo para esta, él que ni siquiera tenía televisor, y se propuso como publicista a un grupo de destilerías de whiskey irlandés y a la fábrica de cervezas Guinness (la única muestra que ha sobrevivido es más bien patética y hoy sería absolutamente prohibida por las autoridades de tráfico). Como bien subraya Cronin, menos de diez años antes de que el Trinity College empezara a dar cursos sobre él, Flann O’Brien, o más bien Brian O’Nolan, el hombre de carne y hueso, solicitaba infructuosamente un modesto puesto de profesor y, al ser rechazado, luego como administrativo en la institución. Incluso aspiró a entrar, como en su día W. B. Yeats, en la relativa sinecura del Senado, y con tal fin disputó uno de los escaños designados para la National University. Quedó el último entre los contendientes a esos tres puestos de senador que se dirimían.
En fin, una penosa y prolongada decadencia solo aliviada por la muerte y por el paulatino éxito cidiano tras ella: la publicación de The Third Policeman, la novela que había tenido guardada en el cajón durante toda su vida de escritor, y, un año después, la recopilación de sus columnas, que ahora, sí, podían leerse más allá de Irlanda y le ganaron seguidores en Gran Bretaña y los Estados Unidos, y luego universalmente.
El criterio para elegir las piezas aquí reunidas, procedentes de The Best of Myles, ha sido el de representar sus diferentes registros y temas conservando lo más posible lo peculiar de su estilo, sin que la inteligibilidad del texto se resienta demasiado o desaparezca —y esto sería imperdonable— la sensación de ligereza, de disfrute, que transmiten sus páginas. La mayoría de los originales están escritos en inglés, pero también los hay en irlandés (cuando esto sucede, lo marco en nota a pie de página) y en ocasiones en un híbrido de ambos: un irlandés hablado transcrito con la ortografía inglesa, curioso expediente no tan caprichoso si se tiene en cuenta que es así como se escribe el manx, la lengua gaélica hermana del irlandés que a duras penas siguen hablando algunos en la isla de Man, esa pequeña tierra de nadie que hay entre Inglaterra e Irlanda. También empleó el recurso inverso: el de presentar con una ortografía y tipografía vagamente irlandesas un texto que es gramatical y léxicamente inglés. Valga un ejemplo, y por simplificar presentado en la ortografía normal, de un párrafo que el lector no hallará luego traducido, pero que sería imperdonable escamotearle si se trata de que conozca cómo se las gastaba O’Brien. Hay en él palabras con apariencia de irlandesas y otras que, siéndolo, se han colado por mor de su homofonía con otras inglesas, y así el thú (tú en acusativo) equivale a who, el nó (nuestro adversativo o) es no y, rizando el rizo, long (barco) es long (largo). Al enredo ayuda el empleo de grupos consonánticos que no tienen existencia en inglés y el empleo de la tilde, la fada (en irlandés), esa marca que señala que la vocal es larga (nada que ver con el acento prosódico). Léase en voz alta (servirá para aprender la pronunciación del irlandés y para practicar el inglés, adivinándolo, y es no menos entretenido que un crucigrama):
Aigh nó a mean thú is só léasaigh dat thí slíps in this clós, bhears a bhíord, and dos not smóc bíocós obh de trobal obh straigeing a meaits. It is só long sins thi did an anasth dea’s bhorc dat thí thincs «manuil leabear» is de neim obh a Portuguis arditeitear.
Espero que por su propio placer, y por sus neuronas, haya hecho el ejercicio, particularmente útil para ahuyentar la sombra del alzhéimer. En cualquier caso, aquí está lo que dice en inglés:
I know a man who is so lazy that he sleeps in his clothes, wears a beard, and does not smoke because of the trouble of striking a match. It is so long since he did an honest days’s work that he thinks «manual labour» is the name of a Portuguese agitator.
Venga, felicítese, si sabe inglés ya sabe también algo —o casi— de irlandés. ¿Lo pilla? Anotemos, ya que hemos llegado hasta aquí, su significado en español. Naturalmente es:
Conozco a un hombre tan vago que no se quita la ropa para dormir, que tiene barba, y que no fuma por la molestia que le supone encender una cerilla. Hace tanto que no da un palo al agua que cree que «trabajo manual» es el nombre de un agitador portugués.
Bien, no basta con este triple salto mortal. Busquemos ahora la cuadratura del círculo, y veamos cómo esta frase en español podría aparecer con galas gaélicas: Cá nós coabhan bhfomb breá tean bhag ó ceann ó… Bueno, basta. Vayamos terminando. Aunque, ah, sí, olvidaba que el citado párrafo lo cierran dos palabras entre corchetes, cuyo aspecto no puede ser más (falsamente) irlandés: Lamhd láftar. En inglés, loud laughter. En español, «grandes carcajadas».
En una Irlanda en la que la educación primaria y secundaria recaía (como aún hoy, aunque no tanto) en poder de la Iglesia, y que reavivaba la tradición vernácula primero en el ámbito del Estado Libre y a continuación, a partir de 1949, de la República, muy a menudo el autor se da a los latinajos o a juegos sobre el citado idioma irlandés. Un idioma que fue para él muchas veces causa de regocijo, como cuando se ponía a fatigar el diccionario con tapas verdes y letras doradas de Patrick Dineen, que, como muy atinada y gráficamente decía Séamas mac Annaidh en un artículo publicado el mes pasado en la revista An tUltach, era «su Google, su fuente de información e inspiración». Muy frecuentemente también alude O’Brien a situaciones locales, no menos incomprensibles hoy y aquí (¡incluso con Google!), ya que si al lector le falta el referente, por más notas que las apuntalen, aquellas pasan de ser cotidianas y compartidas por su audiencia a arcanas y ajenas. El alemán y el francés también suelen colarse en las columnas, ensanchando el abanico de posibilidades de los malentendidos y los juegos de palabras, en extraño maridaje de lo pedante y lo pedestre. Como una vez lo describió Kavanagh, O’Brien era «el único verdaderamente sofisticado en todo el maldito país».
He optado por no verter de otras lenguas que no sean el inglés y el irlandés, para mantener de este modo el efecto de elevado extrañamiento que sentiría un compatriota y contemporáneo de O’Brien, si bien no estoy seguro de haber acertado en lo que se refiere al latín, pues aquí en España, por desgracia, hace tiempo ya que dejó de ser obligatorio y por consiguiente familiar (no necesariamente comprensible) a los lectores.
También cuando la columna gira sobre un calambur (esos puns tan abundantes incluso en la literatura «seria», como en los Sonetos de Shakespeare) suelen presentarse problemas en la traducción. En lo que hace al estilo popular que predomina en las aventuras de «El hermano», se imita en español mediante simétricas incorrecciones, lo cual advierto para privarme del placer de que un… —aquí Flann O’Brien emplearía una sarta de pescozones verbales que yo me sé—, como cierto profesor de Historia que reseñó mi versión de un libro que homenajea a O’Brien (At Swim, Two Boys, de Jamie O’Neill), me diga que la traducción —que seguramente lo será por otros motivos— es mejorable porque en ella se deslizan formas «incorrectas». ¡Nos ha jodío!
Por las razones antedichas, he seleccionado el material aquí reunido, pero todos y cada uno de los catorce apartados de The Best of Myles están representados en mayor o menor grado en La gente corriente de Irlanda. Algunas secciones («La AIEAAM», «El hermano» y «El catecismo del cliché de Myles na gCopaleen») se reproducen íntegras; de otras, como «La gente corriente de Irlanda», se incluye casi todo; y del resto se ha espigado lo más perdurable y traducible. Lo poco que se da en la sección dedicada a Keats y Chapman procede no de lo antologado por Kevin O’Nolan bajo dicho epígrafe, sino del cajón de sastre «Miscelánea».
Considerado posmortem uno de los precursores del posmodernismo, la efemérides de su nacimiento (también es este año el cincuentenario de su muerte, acaecida en 1966) ha suscitado publicaciones conmemorativas, actividades en el festival literario de Dún Laoghaire, un congreso en Viena y otro en Dublín, más numerosas conferencias y actos. No es casualidad que el título de su novela en la que aparece un estupefaciente James Joyce haya sido adoptado por la editorial norteamericana más innovadora y abierta a la literatura de otras latitudes: The Dalkey Archive Press. Ni que grandes escritores de su país (pienso en Paul Muldoon, Ciaran Carson o Roddy Doyle) lo hayan evocado cariñosamente, como seguirán haciéndolo muchos otros.
Patrick Kavanagh, ese viejo conocido suyo (no nos atreveríamos a decir amigo), escribió un memorable soneto, «Épica», en el que describe como nadie hasta qué punto de lo local nace lo universal: unas trifulcas de labradores en su natal Monaghan tienen su correspondencia en las luchas de la Ilíada. O’Brien, al ser surrealísticamente fiel a un país y una ciudad, Dublín, que encapsuló en espacio y tiempo como nadie, ha llegado a alcanzar esa universalidad que es antónima de la llamada globalización. «He never fully achieved his potentiality», dice de sí mismo Kavanagh en un lúcido autorretrato, estupendamente cantado por The Dubliners. Quien fuera muchos años solista de este grupo, Ronnie Drew, recuerda que Kavanagh tenía reputación de huraño, pero que más gruñón aún era O’Brien. De este entrañable cascarrabias nuestro tampoco podemos decir que, como Kavanagh, diera todo lo que pudo. Pero si dejamos de lado por un instante el etnocentrismo de la novela, Flann O’Brien reinó en este género suyo de sus inclasificables columnas, ese altavoz desde el que, ventrílocuo, lanzó como el niño dickensiano sus muchas e impostadas voces.
Antonio Rivero Taravillo
The Palace Bar, Dublín, agosto de 2011