Algunos les llaman “coyotes,” otros les dicen “polleros,” pero Karla Chávez les llama “dueños de la gente.” Los documentos legales utilizados en el caso contra catorce sospechosos de haber participado, de alguna manera, en la operación para transportar indocumentados en el tráiler sugieren que la principal coordinadora fue la hondureña Karla Chávez. Ella siempre lo negó.
Sin embargo, varios inmigrantes dijeron a los agentes del nuevo servicio de inmigración (U.S. Immigration Customs and Enforcement–ICE) que fue Karla quien coordinó su entrada ilegal a Estados Unidos y que, a través de ella, otros coyotes reservaron lugares en el tráiler que llevaría a decenas de inmigrantes a Houston.
Karla nunca había sido arrestada en Estados Unidos, pero su trabajo la ponía en constante peligro de terminar encarcelada. Y ella, de alguna forma, sabía lo que eso significaba. Según lo que le dijo Karla a los investigadores, el padre de sus tres hijos, Arturo Maldonado, apodado “El Morro” (y también identificado como Heriberto Flores), estaba en una prisión de Texas. Incluso, se vio obligada a pagar $3,000 en septiembre de 2002 como parte de los gastos legales y de abogados incurridos en su defensa.
El diario The New York Times reportó que Maldonado, oriundo del estado mexicano de Guerrero, había sido deportado a México en tres ocasiones (1989, 1995 y 2001) tras haber participado en operaciones de tráfico de indocumentados. Después de su último arresto, durante una redada del servicio de inmigración, fue llevado a la cárcel del condado de Cameron, en Brownsville, y sentenciado en abril de 2003 a setenta meses de prisión. Con El Morro encarcelado, Karla tenía que hacer algo para ganarse la vida.
Karla no estaba casada con Arturo Maldonado y tampoco le tenía mucha lealtad. De hecho, cabe la posibilidad de que se haya peleado con el padre de sus tres hijos antes de su arresto. Incluso, reconoció haber tenido una relación sentimental con Freddy (Alfredo Giovanni García), a quien conoció en un bar, mientras El Morro cumplía su sentencia carcelaria. Según Karla, Freddy era uno de los colaboradores de Abel Flores, otro de los participantes en la operación para llevar indocumentados de la frontera sur a Houston ese fatídico trece de mayo.
Karla y Abel parecían tener una buena relación de trabajo. Se conocieron cuando él se trasladó a vivir de la ciudad de Dallas a Harlingen porque tenía una buena oportunidad de trabajo. Sin embargo, las cosas no salieron bien, y Abel se encontró en Harlingen sin una fuente de ingresos y, aparentemente, eso fue lo que lo llevó a asociarse con Karla en el tráfico de indocumentados.
La división del trabajo parecía muy clara: Karla tenía los contactos para conseguir indocumentados que quisieran viajar a Houston, Abel se encargaba de la forma de transportarlos, y Freddy ayudaba a Abel, mientras, también, le hacía compañía a Karla. Unidos en el amor . . . y en el tráfico de indocumentados. La evidencia indica que Karla y Abel eran los operadores. Llevaban colaborando por lo menos dos meses en el transporte ilegal de inmigrantes dentro de Estados Unidos.
Sin duda, Karla tenía muchos gastos. Sola, a sus veinticinco años, debía encargarse de sus tres hijos, ayudar a su familia en Honduras y contribuir a los gastos legales del padre de los niños. Era dueña de dos restaurantes localizados en la calle Rangerville Road en Harlingen, Texas. Y aunque no contaba con el dinero suficiente para comprarlos, pagaba la renta de ambos locales. Su objetivo era terminar de pagar la casa en que vivía en Harlingen, para convertirse ella en su única propietaria.
Todo parece indicar, según los documentos legales del caso, que el negocio de los restaurantes no cubría las necesidades—o las ambiciones financieras—de Karla Chávez. Transportar indocumentados era, sin duda, más riesgoso pero, también, dejaba más ganancias.
En “la carga” que partiría la madrugada del 13 de mayo de 2003 iban varias personas de El Salvador. Karla, personalmente, se había encargado de coordinar a los contactos que les permitirían a los indocumentados llegar a Estados Unidos. Viajar ilegalmente de El Salvador a Estados Unidos es mucho más caro que hacerlo de forma legal. En ocasiones se puede conseguir un boleto de avión en clase económica de San Salvador a Miami o a Los Ángeles por menos de quinientos dólares. Hacerlo de forma ilegal puede costar diez veces más.
Eran $5,500 lo que la salvadoreña Ana Márquez Aguiluz tendría que pagar a Karla Chávez para que la llevara desde su país hasta Houston, Texas, según le diría más tarde a un agente del ICE. El papá de Ana, residente de El Salvador, fue quien se puso primero en contacto con Karla.
Lo mismo hizo el tío de Carmen Díaz Márquez, quien coordinó con Karla el traslado de su sobrina hasta el sur de Estados Unidos por la misma cantidad, $5,500. Tanto Carmen como Ana tendrían que cruzar las fronteras de Guatemala y México para dirigirse al puerto de Veracruz, en el golfo de México. Ahí recibirían nuevas instrucciones.
De igual forma, el hermano de José Martínez Zúñiga sabía de una mujer en Texas, llamada Karla, que se dedicaba a cruzar gente a Estados Unidos. Tenía dos teléfonos para localizarla. Los mismos que José se llevó para comunicarse con ella en cuanto llegara a un hotel de la ciudad de Veracruz. Tras llegar al hotel, José llamó a Karla, quien le dijo que iba a enviar a una persona para recogerlo y coordinar su traslado. Al poco rato, llegó al hotel de Veracruz una mujer que dijo haber sido enviada por Karla, y quien fue la encargada de comprarle los boletos de autobús a José, a Carmen y a Ana para viajar a la ciudad fronteriza de Reynosa, en el estado mexicano de Tamaulipas.
Los tres salvadoreños hicieron el largo trayecto por carretera hasta la frontera norte de México y, tras llegar a la estación de autobuses de Reynosa, fueron ayudados a cruzar ilegalmente cerca de la población texana de Río Grande City.
Por fin, ya estaban en Estados Unidos. Pero el riesgo no había terminado. Viajar desde la zona fronteriza en el sur de Estados Unidos hasta Houston es, muchas veces, más difícil que cruzar ilegalmente la frontera: las rutas hacia el norte siempre estaban vigiladas por agentes del servicio de inmigración y tenían que esconderse en algún vehículo para burlar su vigilancia.
Tras cruzar la frontera sin mayores dificultades, los salvadoreños José, Carmen y Ana fueron llevados a varias casas de seguridad en Harlingen, Texas. En una de ellas, los tres dicen haber conocido a Karla. No pasó mucho tiempo antes de que ella les pidiera que se pusieran en contacto con sus familiares para que les enviaran el pago acordado y poder, así, continuar con el traslado hasta Houston. Pero Karla no quería errores ni retrasos. Por eso, habló personalmente por teléfono con el hermano de José, con Santos (un familiar de Carmen en Estados Unidos) y con la hermana de Ana en Washington D.C. para que le enviaran los $1,500 de cada uno a nombre de otra persona a las oficinas de Western Union en San Benito, Texas. Y es que, para evitar sospechas por parte de la policía, a Karla no le convenía que los giros se hicieran a su nombre.
Si bien todos los documentos de la investigación sugieren que Karla estaba encargada de recibir el pago de algunos inmigrantes—como el de los tres salvadoreños—y de coordinar el transporte de varios más en un tráiler hasta Houston, no le correspondía a ella conseguir el vehículo en que viajarían. Aparentemente, ese era el trabajo de Abel Flores.
No era la primera vez que Karla participaba en una operación para transportar indocumentados. Lo había hecho anteriormente en cuatro ocasiones. Comenzó, la primera vez, moviendo a doce inmigrantes, y en su segunda operación ya eran treinta los indocumentados que movilizó. En la tercera no recuerda exactamente cuántos fueron, pero para la cuarta operación incluyó veinte inmigrantes. Ésta, su quinta operación de tráfico de indocumentados, sería la más grande. Sin embargo, no todos los que irían en el tráiler habían sido conseguidos por ella, según reconocería más tarde a los agentes del nuevo servicio de inmigración de Estados Unidos. Varios polleros llevaban a sus “pollitos”. En sus declaraciones a los investigadores, Karla identificó a cada uno de estos polleros y sus roles dentro de la organización, aunque ninguno fue condenado en relación al incidente del 13 de mayo.
Gabriel Chávez enviaría catorce indocumentados en el tráiler. El fin de semana previo al viaje, llamó a Karla para informarle sobre el número total de inmigrantes que viajarían en el camión. Karla conocía bien a Gabriel; en el pasado colaboraron juntos en al menos tres operaciones de tráfico de indocumentados. Pero Gabriel, esta vez, quería hacer las cosas de manera distinta. Anteriormente, enviaba a los indocumentados caminando alrededor de la garita de inspección del servicio de inmigración. En esta ocasión, se iba a arriesgar enviándolos en un tráiler.
El también traficante de indocumentados Rafa “La Canica” pensaba incluir a seis inmigrantes en el tráiler. Pero luego llamó a Karla para decirle que a lo mejor iban a ser ocho, no seis. Karla conocía bien a La Canica porque vivía también en la zona de Harlingen y San Benito, Texas.
Otro pollero, este apodado “El Caballo,” le había hablado a Karla para avisarle que tenía a tres inmigrantes que deseaban viajar a Houston y que necesitaba apartar esos lugares.
Ricardo Uresti, de Harlingen, también entraría en la operación enviando a cinco inmigrantes en el viaje, incluyendo a un niño de cinco años de edad, Marco Antonio, y a su padre que venían desde la ciudad de México. Karla sabía que ellos dos “le pertenecían” a Uresti, quien trabajaba muy de cerca en el negocio del contrabando de inmigrantes con “Tavo” Torres. Pero nadie parece haber sugerido que el niño fuera muy pequeño para aguantar el viaje en el tráiler.
Octavio “Tavo” Torres había reunido a veinte inmigrantes para viajar en el tráiler. El viernes 9 de mayo de 2003, llamó a Karla por teléfono para apartar sus lugares. Tampoco se sabía cuántos serían los inmigrantes enviados por otro de los polleros, Salvador Ortega, apodado el “Chavo,” también llamó, pero según le comentaron “Tavo” Torres y Gabriel Gómez a Karla tampoco se sabía cuantos inmigrantes enviaría.
Norma Sánchez sería la encargada de enviar a dos inmigrantes más: uno de ellos, el hermano de una empleada de su restaurante; la otra era la nieta de una mujer que la contactó por teléfono. Norma, de cuarenta y tres años de edad, estaba encargada de un restaurante en Houston, Texas. Después de veintidós años en Estados Unidos, por fin estaba acariciando el sueño americano; se había convertido en ciudadana estadounidense, y sus tres hijos eran también norteamericanos. Mujer bajita, con el pelo pintado de güera y que apenas pesaba 130 libras, no parecía vivir muy mal. Manejaba tres carros distintos, una mini-van Chevrolet roja, una camioneta azul de la misma marca y un camión Dodge.
La empleada del restaurante—quien pidió a las autoridades no ser identificada—sabía que Norma ayudaba a cruzar inmigrantes a Estados Unidos y le pareció que era la persona apropiada para encargarle a su hermano. Cinco días antes de que saliera el tráiler de Harlingen a Houston, se pusieron de acuerdo: le cobraría $1,800 por traer a su hermano hasta Houston; la mitad a pagar cuando él cruzara la frontera y la otra mitad cuando llegara a Houston.
El martes 13 de mayo, cuando la empleada llegó al restaurante, Norma le informó que su hermano acaba de cruzar la frontera y le pidió el primer pago de $900. Pero ella no los tenía. Esa misma noche, Norma la llamó por teléfono a la casa y le exigió el dinero. La empleada le pidió a un familiar que le prestara el dinero, manejó hasta el restaurante y se lo entregó a Norma.
La otra persona que iría en el tráiler era Fabiola González. Su abuela, Josefina González, había escuchado el 30 de abril de 2003 a dos señoras hablar en la tienda Fiesta Mart de Houston sobre una mujer que estaba trayendo a sus familiares ilegalmente desde México. La abuela Josefina, venciendo la pena, les pidió el contacto a las mujeres. Según Fabiola, una de ellas le dio el nombre y el teléfono de Norma Sánchez.
Josefina contactó a Norma el 7 de mayo para preguntar si, efectivamente, le podía traer a su nieta a los Estados Unidos. Norma le dijo que sí, pero que tendría que esperar unos días más ya que tenía a varios inmigrantes esperando para cruzar. Dos días después, Josefina volvió a hablar. Esta vez corrió con mejor suerte. Ese fin de semana, le dijo Norma, podría cruzar a su nieta. Todo por $1,900. Era una rebaja que le estaba haciendo por ser cliente por primera vez, ya que, generalmente, ella cobraba $2,000 por llevar a alguien desde la frontera hasta Houston.
Se hizo el trato y Josefina recibió instrucciones muy precisas de Norma. Su nieta Fabiola debía viajar cuanto antes a la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, y dirigirse al Hotel Capri. Tan pronto como llegara al hotel, se comunicaría con su abuela. Ésta, a su vez, se pondría en contacto con Norma. En la llamada telefónica, Norma quedó en que enviaría a un individuo llamado Juan a recoger a Fabiola al hotel Capri. Juan, por su parte, se la entregaría a otro coyote para que la cruzara desde Reynosa hasta Harlingen.
Todo funcionó a la perfección. Fabiola cruzó la frontera el lunes 12 de mayo y un día después, Norma llamó a la abuela Josefina pidiéndole los $900 iniciales. Quedaron de verse en una gasolinera Neighborhood Food Store de Houston y se hizo el primer pago. El resto se entregaría cuando Fabiola llegara de Harlingen, seguramente al día siguiente.
Según Víctor Rodríguez, su esposa Ema Zapata Rodríguez y el hijo de ambos, Víctor Jesús Rodríguez, tenían reunidos a once indocumentados que viajarían en el tráiler. Entre ellos iba una mujer hondureña, María Elena Castro Reyes, cuyo hijo de tres años de edad sería enviado en otro vehículo a Houston.
María Elena había viajado con su hijo desde Honduras hasta San Fernando, en el estado mexicano de Tamaulipas. Hasta ahí terminaba el acuerdo hecho con su coyote, a quien le pagó $1,750 para que los llevara hasta la frontera norte de México. En San Fernando, María Elena se puso en contacto telefónico con Víctor Rodríguez, a quien le pidió que los ayudara a ella y a su hijo a cruzar a Estados Unidos.
El viernes 9 de mayo de 2003 un par de individuos enviados por Víctor Rodríguez que se identificaron con los nombres de Marcos y el “Chino” los llevaron a la estación de autobuses de San Fernando. Juntos viajaron hasta la ciudad de Matamoros. Llegaron a una casa que Marcos aseguró era de él, y allí María Elena conoció a doña Ema. No fue una sorpresa. Don Víctor ya le había dicho por teléfono que su esposa, Ema, iría por el niño para cruzarlo por el puente de Matamoros a la ciudad de Brownsville.
María Elena se despidió de su hijo, Alexis Neptalí Rosales, y se lo entregó a doña Ema. Ella, para tranquilizar a la madre y para no correr el riesgo de ser detenida por la policía dentro de Estados Unidos, le había conseguido a Alexis un asiento de seguridad para niños. Lo colocó en su camioneta verde, una Ford Explorer del año 2000, y se lo llevó. Ema cruzó el puente y, como ciudadana norteamericana, no tuvo ningún problema para pasar la vigilancia de los inspectores del servicio de inmigración de la frontera.
Además Ema, debido a sus cincuenta y ocho años de edad, pudo haber pasado como la abuela o como un familiar del niño. Los agentes de inmigración no sospecharon que Alexis era un niño hondureño nacido en San Pedro Sula el 19 de marzo de 2000 y que no existía ningún tipo de parentesco con la conductora de la camioneta.
María Elena tendría que pasar el resto de ese viernes y todo el sábado sin ver a su hijo. El plan consistía en cruzar a Estados Unidos el sábado por la noche y llegar el domingo. Le era difícil, muy difícil, estar sin Alexis. Pero sabía que el niño estaba demasiado pequeño para cruzarlo por el río Bravo. Efectivamente, el río era demasiado grande y peligroso para Alexis.
No tuvo más remedio que esperar; esperar al momento del cruce y esperar que su hijo estuviera bien. No conocía a doña Ema y eso la preocupaba. Pero tampoco tenía otra opción. Si quería cruzar a Estados Unidos con su hijo, tendría que hacerlo así.
A las nueve de la noche del sábado, Marcos y una persona que no conocían llevaron a María Elena y a otras dos hondureñas que la acompañaban en el viaje desde Honduras—Doris Sulema Argueta y su cuñada María Leticia Lara Castro—cerca de la frontera. Ahí se dieron cuenta de que el desconocido era, en realidad, el guía que los cruzaría hacia Estados Unidos. Él les dio unos neumáticos y cruzó al grupo por el río de dos en dos.
Por fin, ya estaban en territorio norteamericano. Pero aún faltaba lo más pesado. Las tres hondureñas, Marcos y el guía caminaron durante cinco horas, hasta la madrugada del domingo, cuando cerca de una colonia en Brownsville los recogió el “Canana” en una camioneta.
“Canana” era el apodo de Víctor Jesús Rodríguez, el hijo de don Víctor y doña Ema, quien los condujo hasta una residencia en el 3100 McAllen Road de Brownsville. Allí los llevó a un cuarto en la parte trasera de la casa, pero María Elena ya no aguantaba más. Quería ver a su hijo. El Canana le dijo que el niño estaba en la casa de al lado y María Elena fue por él. Era tarde y estaba muy cansada. Pero volvían a estar juntos.
Los Rodríguez tenían dos propiedades. La del 3100 McAllen Road, que utilizaban para esconder a los indocumentados, y la del 3110 donde ellos vivían. Es decir, la oficina estaba a un ladito de la casa.
Después de descansar un rato, ese mismo domingo, las tres hondureñas conocieron a don Víctor. Pero él no les trajo buenas noticias. Ir de Brownsville a Houston les costaría, a cada una de ellas, $2,000 más; $1,000 a pagar en ese momento y el resto al llegar. Don Víctor les pidió los teléfonos de los familiares que se encargarían del pago. María Elena le dio el teléfono de Alejandro Hernández, un amigo de la familia Castro Reyes que vivía en Brownsville y que se haría cargo del pago de María Elena y de su hijo Alexis. Cuando Alejandro recibió la llamada, no dudó en enviar electrónicamente los $1,500 a Víctor Rodríguez correspondientes al traslado de María Elena y del niño a Houston.
El lunes 12 de mayo de 2003, a las cuatro de la tarde, doña Ema se apareció en la casa y les dijo que se prepararan. El Canana se llevó a dos de las hondureñas, Doris Zulema y María Leticia, a otra casa donde se encontraron con más inmigrantes. Doris Zulema calculó que en ese lugar habría, al menos, cincuenta personas. Tantas, que el hombre que parecía estar encargado de la casa, llamó por su celular a don Víctor para quejarse de que había demasiada gente. Doris Zulema y María Leticia no volverían a ver a María Elena hasta el día de la partida en el tráiler.
María Elena y Alexis se quedarían en la casa de los Rodríguez hasta el martes por la noche. El plan era que María Elena se subiera al tráiler, mientras que el niño Alexis sería transportado en una camioneta verde hasta Houston por Víctor y Ema Rodríguez. Y así lo hicieron.
Poco antes de las diez de la noche del martes 13 mayo, don Víctor y doña Ema llevaron a María Elena a las afueras de Harlingen para esperar el tráiler. Alexis se quedó en la camioneta. Ésta sería la segunda vez en cinco días que María Elena se tendría que separar de su hijo.
Según Karla Chávez incluyendo a María Elena, en total eran sesenta y un los indocumentados que enviarían en el tráiler. Once de Víctor Rodríguez, dos de Norma Sánchez, catorce de Gabriel Chávez, seis de Rafa “La Canica,” tres de “El Caballo,” cinco de Ricardo Uresti y veinte correspondientes al “Tavo” Torres. A eso había que sumarles los que enviarían Arturo Viscaíno, Salvador “Chavo” Ortega y la propia Karla. Al menos cuatro inmigrantes, una mexicana y tres salvadoreños dijeron después a los agentes federales que Karla les había ayudado a llegar hasta Estados Unidos y que, tras cobrarle a sus familiares una parte del dinero acordado, los enviaría hasta Houston.
El sábado 10 de mayo, un día antes de que se celebrara el Día de las Madres en Estados Unidos, Karla y Abel Flores hablaron por teléfono. Las cosas iban bien. Abel le informó que ya habían juntado a unos sesenta inmigrantes para viajar dentro de unos días a Houston. Sólo tenían que esperar a que llegara a Texas el “trailero.” Pero no habían hecho bien su cálculo. Al menos setenta y tres se subirían al tráiler tres días después.
Como quiera que sea, para Abel era un negocio extraordinario. Según los reportes investigativos, Abel cobraría $450 por cada uno de los sesenta inmigrantes que, según su cálculo, irían a Houston. Es decir, en un solo día se ganaría $27,000. De esa cantidad, desde luego, tendría que pagarle $6,000 al chofer Tyrone Williams y cubrir sus gastos. No le quería decir al chofer que, en realidad, necesitaba que llevara a los inmigrantes hasta Houston. Pero ya en el camino, cerca de Robstown, le hablaría a su teléfono celular y le ofrecería más dinero para que continuara un poco más al norte hasta Houston.
Karla, en cambio, se llevaría $50 por cada una de las sesenta personas que supuestamente harían el viaje, para un total de $3,000. De ahí tenía que pagar por la comida de los inmigrantes, la estadía en las casas de seguridad y las llamadas de teléfono para que los familiares le enviaran el dinero acordado. Calculó que tras descontar todos los gastos sólo le quedarían libres unos $500.
Pero, por supuesto, que eso no era todo. Karla también recibiría dinero de las personas que ella había traído desde México y El Salvador. El cobro variaba dependiendo del lugar del que viniera el inmigrante. Los salvadoreños pagaban más: unos $5,500 por todo el trayecto hasta Houston. Los mexicanos pagaban menos: $2,000 por el mismo recorrido. De esos montos, además, tenía que pagarles a todos los que colaborarían en el traslado de los inmigrantes hasta Harlingen y, de ahí, hasta Houston. Como en todo negocio, había momentos buenos y otros no tanto. Éste, sin embargo, pintaba bien. Karla cobraría por cada uno de los inmigrantes que se subieran al tráiler, más las ganancias por los que ella misma había introducido ilegalmente a Estados Unidos.
A ella no le correspondía llevar a los indocumentados desde las casas de seguridad en Harlingen hasta el lugar donde se subirían al tráiler. Eso le tocaba a cada una de las personas “dueñas” de los inmigrantes. Habían quedado en verse a las afueras de Harlingen el martes 13 de mayo a las diez de la noche. Según las declaraciones de Karla, Abel se encargaría de ir en una camioneta Lincoln Navigator a recoger al chofer, Tyrone Williams, al motel Horizon de Harlingen donde se estaba alojando. Luego, ya en su tráiler de dieciocho ruedas, Tyrone seguiría a la camioneta negra que manejaba Abel hasta el sitio donde se reunirían los inmigrantes. Tyrone no debía ver cuántos inmigrantes subirían al tráiler; iban a ser muchos más de los que le habían informado.
Abel se encargaría de cerrar las dos puertas del tráiler antes de indicarle a Tyrone cómo salir a la carretera con dirección a Robstown.