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KARLA Y EL JUICIO

Karla Chávez había pasado la madrugada del 14 de mayo en un hotel de Victoria, Texas. Seguramente había visto por televisión que al menos diecisiete inmigrantes habían muerto en el tráiler, y tenía miedo de que la fueran acusar de esas muertes. Así que pronto ideó un plan para huir de Estados Unidos y regresar a Honduras.

Karla regresó a su casa en el suburbio de Combes, en Harlingen, por la que ella y su compañero, “El Morro,” habían pagado casi $50,000. Rápidamente preparó cuatro maletas, alistó a sus tres hijos y le dijo a sus vecinos que tenía que irse a Honduras porque sus padres estaban enfermos, según reportó la agencia de noticias Associated Press. Karla dejó en la casa las bicicletas de sus hijos y varias camionetas. La perra de los niños quedó encadenada con una bolsa de comida Pedigree y nadie supo exactamente qué pasó con los cachorritos recién nacidos de la perra. Terminaba de esta abrupta manera su estadía de ocho años en Estados Unidos.

Karla había cruzado ilegalmente a Estados Unidos cuando apenas era una adolescente y había trabajado en una fábrica Levi’s. Después de haber tenido tres hijos y de haberse establecido en Estados Unidos, ahora estaba obligada a dejarlo todo atrás y huir a su país de origen.

Pero al llegar a Honduras, Karla tampoco se sintió segura. Ahí llega la televisión en español de Estados Unidos, y ella sabía que el caso se había convertido en uno de los más importantes y trágicos en la historia de la inmigración indocumentada de Estados Unidos. No, estaba convencida, no la dejarían tranquila en Honduras. El número de muertos había aumentado a diecinueve y, además, sería fácil dar con la casa de su madre en Honduras a través de las cuentas de teléfono.

Karla, según reportó el diario The New York Times, pasó veintitrés días sin salir de la casa de su hermano Carlos Alberto en la ciudad de San Pedro Sula. Hasta que decidió huir en auto hacia Guatemala. Karla, antes de partir, se aseguró de que su cuñada Sonia y su madre se encargaran de sus tres hijos. Sin embargo, en Guatemala ya la estaban esperando.

El investigador para asuntos internacionales del ICE, Byron Lemus, nunca le perdió la pista a Karla. El ICE es la nueva agencia del servicio de inmigración, que ahora funciona bajo la autoridad del Departamento de Seguridad Interna.

Un mes después de la muerte de los inmigrantes en Victoria, Karla fue detenida al entrar a territorio guatemalteco. El trabajo del investigador Lemus había sido efectivo, muy efectivo. Además, los diplomáticos también habían hecho bien su labor, convenciendo al gobierno guatemalteco de deportar a Karla hacia Honduras, pero haciéndolo vía Houston, Texas. Era una maniobra legal que le permitiría a los fiscales acusar a Karla, en territorio norteamericano, de los crímenes que supuestamente había cometido. Karla viajó en un vuelo de la ciudad de Guatemala a Houston acompañada del investigador Lemus, el agente encargado del ICE en la capital guatemalteca y un representante del gobierno de Guatemala.

Karla no tenía escapatoria.

Tan pronto llegó a Houston el sábado 14 de junio de 2003, exactamente un mes después de la tragedia, se le presentó a Karla una orden de arresto y fue llevada a las oficinas del Departamento de Justicia en esa ciudad. Le tomaron unas fotos y sus huellas dactilares antes de subirla al segundo piso del edificio para ser interrogada. Dos personas la esperaban: los agentes Marc Sanders y Deanna McCarthy. Karla les dijo que prefería conversar en español porque su inglés no era muy bueno. Pero tenía mucha sed y pidió una botella de agua.

Ése era el momento que Karla tanto había temido durante el último mes.

Empezaron a conversar casi a las cinco de la tarde, e inmediatamente los agentes le hicieron saber a Karla que la investigación y los testimonios de varias personas coincidían en identificarla a ella como una de los responsables de lo ocurrido el 13 y 14 de mayo en Victoria. Karla se mantuvo en silencio. Los agentes querían su testimonio, pero también tenían que hacerle saber cuáles eran sus derechos. Tras escucharlos, Karla firmó los documentos que le pusieron en frente y, según establece el informe de investigación de ese día, ella renunció voluntariamente sus derechos y aceptó hablarle a los agentes sin la presencia de un abogado. Ningún representante del consulado de Honduras en Houston estuvo presente.

Karla no perdió tiempo. Lo primero que dijo es que ella no era la responsable de lo que había ocurrido en Victoria y que eran otras las personas que habían hecho los arreglos para transportar a los indocumentados. Pero no le creyeron. El agente Sanders le dijo que varios inmigrantes y otros de los sospechosos aseguraban que ella estaba en el mismo centro de la operación.

Karla, desde luego, no sabía quién había hablado en su contra. Sin embargo, sí le dijo a los agentes que Abel Flores había hecho todos los arreglos para llevar a los inmigrantes desde Harlingen a Houston y que ella era sólo una amiga de él y de otros de los participantes en la operación. De nuevo, los argumentos de Karla se enfrentaron al escepticismo de los interrogadores.

“Si es cierto que eres inocente,” le preguntaron, “entonces ¿por qué huíste del país?” “Por miedo a que me arrestaran debido a mi amistad con algunos de los involucrados en el caso,” les contestó. “Estás mintiendo,” dijo Sanders.

Cuando arrestaron a Karla en Guatemala, le encontraron una libreta con varios números de teléfonos. Además, ahí estaba el recibo de los $3,000 que le había pagado a los abogados de Arturo Maldonado (también conocido como Heriberto Flores), el padre de sus hijos, quien estaba detenido en una cárcel de Texas. Karla no sabía qué otras evidencias tenían contra ella, pero lo que más le preocupaba en ese momento era que su madre supiera dónde estaba. No le había podido avisar a nadie que estaba arrestada. Karla pidió permiso para hacer una llamada de larga distancia a la casa de su mamá en Honduras, pero antes los agentes le dijeron que la llamada sería grabada y solicitaron su consentimiento. El reporte, de nuevo, indica que ella aceptó.

Mientras los agentes preparaban el equipo para grabar la llamada a Honduras, le presentaron a Karla unas fotografías y le pidieron que identificara a cualquier persona que ella conociera. Karla no pudo reconocer al chofer Tyrone Williams y a su acompañante Fatima Holloway. Pero cuando le enseñaron una serie de fotografías con la imagen de doña Ema, Karla se echó a llorar. A pesar de que ya había nombrado a Abel Flores, no quería identificar a nadie. Los agentes, sin embargo, la presionaron y le insistieron que necesitaban de su cooperación para saber si decía la verdad respecto a lo ocurrido en Victoria, Texas. Le acercaron unos kleenex a Karla y ella apuntó a la fotografía número cinco, de las seis que tenía enfrente. La fotografía era de Ema Rodríguez, la esposa de Víctor Rodríguez. Ella era la que había llamado por teléfono para informarle sobre lo inmigrantes que murieron dentro del tráiler y para decirle que once de los indocumentados que iban ahí eran de ellos.

Los agentes iban bien preparados. Habían tenido casi un mes para preparar este interrogatorio. En la siguiente serie de fotos, Karla identificó a su amiga, la dueña de la camioneta Lincoln Navigator que manejaba Karla, y cuyo nombre aparecía en los envíos de dinero de varios inmigrantes, para pagar por sus traslados, venían también a nombre de María Degollado.

Karla, sin embargo, le dijo a los agentes que su amiga no había tenido nada que ver con el tráfico de indocumentados. El teléfono todavía no estaba listo. La presión crecía. Ya habían pasado casi dos horas desde el comienzo del interrogatorio y Karla pidió pasar al baño.

Tras salir del baño, le dijeron a Karla que ya podía hacer su llamada a Hondruas. Eran cerca de las siete de la noche del sábado. Alguien debería estar en casa. Karla marcó a un teléfono en Honduras y nadie le contestó; el mensaje de una máquina contestadora era todo lo que se podía escuchar. Pero su llamada a otro número sí comunicó. Ahí, por fin, Karla pudo hablar con su mamá y explicarle que estaba en Houston, no en Guatemala. Había sido arrestada. Cuida a mis hijos, le dijo a su madre, pero no le digas a nadie que me agarraron. Su madre, todavía sorprendida de que su hija estuviera en Estados Unidos y no en la vecina Guatemala, le dijo que ella viajaría hasta Houston para contratar a un abogado que la defendiera. La llamada no duró más de veinticinco minutos.

Tras colgar el teléfono, continuó el interrogatorio.

El día aún no terminaba para Karla. Llegó el agente Steven Greenwell para participar en la sesión. Se lo presentaron a Karla y luego se despidió la agente Deanna McCarthy, la otra mujer del grupo. Con Greenwell presente, Karla fue identificando, una a una, las fotografías de sus conocidos.

Primero fue Víctor Rodríguez, el esposo de doña Ema. Luego fue Abel Flores, encargado de transportar a los inmigrantes de las casas de seguridad hasta el tráiler. Él cerró las puertas traseras del camión, dijo Karla. Más tarde identificaría a Alfredo “Freddy” García, un colaborador de Abel, con quien estaba involucrada románticamente.

Gabriel Gómez, el tercero de una fila de seis fotos, había enviado a catorce inmigrantes dentro del tráiler. Gómez también se había escapado de Estados Unidos y estaba con Karla cuando ella fue arrestada en Guatemala. “Tavo” Torres, con el número cuatro, tenía a veinte inmigrantes en la carga.

Karla, seguramente, estaba cansada. Pero los agentes querían seguir el interrogatorio. Era la primera vez que hablaban con Karla y, sin un abogado presente, podían hacer todas las preguntas que quisieran. El supervisor, Gus Meza, se apareció para asegurarse de que la conversación con Karla continuara y para preguntarle sobre sus teléfonos celulares. Efectivamente, confirmó Karla, ella tenía dos números telefónicos; uno lo usaba Abel y otro lo usaba ella. Era así como Abel le informaba, luego de hablar con el chofer, donde andaba el tráiler.

Ya con el supervisor Meza presente, Karla se enteraría que existía un recibo de un hotel en Victoria, Texas, que indicaba que ella había pasado ahí la noche del 14 de mayo. No había, entonces, mucho más que ocultar. Karla les contó que tenía una relación con “Freddy,” y que cuando doña Ema le informó por celular lo que había pasado con el camión, ella y “Freddy” dejaron Corpus Christi para llegar a Victoria entre dos y tres de la mañana del 14 de mayo.

Karla, después, siguió soltando nombres: Rafa “La Canica” tenía entre siete y ocho inmigrantes en el tráiler; “El Caballo” envió a tres; Ricardo Uresti le encargó a cinco personas, incluyendo a un niño y a su padre; Salvador “Chavo” Ortega y el dueño del negocio Arturo’s Auto Sales también llevaron algunos indocumentados, pero no sabía cuantos.

Para los agentes estaba muy claro que ésta no era la primera operación de tráfico de indocumentados de Karla. De hecho, ella reconoció que había participado en por lo menos otras cuatro operaciones en las que se movilizaron más de sesenta y dos personas. Eso es lo que el supervisor Guz Meza quería escuchar. Los agentes le preguntaron a Karla si ella estaba dispuesta a contar su versión de los hechos frente a una cámara de video. Después de todo, sería la misma historia que ella había estado contando por las últimas cuatro horas. Ella aceptó, y a las nueve de la noche y diecinueve minutos del sábado 14 de junio del 2003 Karla dio su testimonio frente a una cámara.

Todo, más tarde, sería utilizado en su contra. Incluso, si el procurador general de Estados Unidos, John Ashcroft, lo aprobaba, Karla podría enfrentarse a la pena de muerte en caso de ser encontrada culpable.

Cuando Karla, por fin, consiguió un abogado, estaba ya en un serio problema legal. Las declaraciones que había hecho ese sábado, sin un abogado presente y sin ningún representante del consulado de Honduras en Houston, la habían hundido.

 

 

Los fiscales del caso tenían varias pruebas en contra de Karla, incluyendo las propias declaraciones de algunos sobrevivientes. La agente de la nueva oficina de inmigración y servicios de aduana de Estados Unidos (conocida por sus siglas en inglés como ICE), Lupita Gorman, se dirigió el miércoles 13 de mayo al centro comunitario de la ciudad de Victoria. Ahí se estaba reuniendo a los sobrevivientes de la tragedia del tráiler. La agente Gorman tuvo la oportunidad de entrevistarse con tres salvadoreños, entre otros inmigrantes, que claramente identificaron a Karla Chávez como la persona que había coordinado su viaje desde El Salvador hasta Estados Unidos y a quien habían conocido en una casa de seguridad en Harlingen, Texas.

La agente Gorman llevaba consigo seis fotografías de mujeres parecidas a Karla Chávez. Cada una de las fotos tenía un número. En su conversación con la salvadoreña Ana Márquez Aguiluz, la agente Gorman le pidió que identificara a Karla Chávez entre las seis fotografías. Ana apuntó a la fotografía que tenía el número cuatro. Lo mismo hizo la salvadoreña Carmen Díaz Márquez. Y el salvadoreño José Martínez Zúñiga, sin dudarlo, escogió a la persona que aparecía junto al número cuatro.

La mexicana Lorena Osorio Mendez también platicó con la agente Gorman. Lorena le contó cómo se puso en contacto con Karla para que la cruzara hacia Estados Unidos por un pago de $1,900. Lorena cruzó cerca de la población de Rio Grande City y fue llevada a una casa en Harlingen donde tuvo que pagarle a Karla un adelantó de $1,000; los otros $900 los pagaría al llegar a Houston. Cuando la agente Gorman le pidió a Lorena que identificara a Karla entre las seis fotografías que llevaba, apuntó con su dedo a la foto número cuatro.

Antes de haber llegado al Texas Community Center de Victoria, la agente Gorman había buscado en un archivo las fotografías de mujeres que tuvieran un cierto parecido con Karla Chávez. Karla, decidió, sería la fotografía número cuatro.

 

 

“Soy inocente,” le dijo Karla Chávez a la cónsul general de Honduras en Houston, Lastenia Pineda.

En el tráiler viajaban quince hondureños. Catorce sobrevivieron y uno, de treinta y dos años de edad, murió por asfixia. La cónsul Pineda calculaba que cada uno de ellos había pagado entre $2,000 y $5,000 para viajar desde Honduras hasta Estados Unidos. El viaje se realiza generalmente por tierra, cruzando Guatemala, México y luego hacia el sur de Estados Unidos.

“Últimamente, Honduras ha estado en un momento muy difícil,” dijo la cónsul Pineda. “Los motiva venir a trabajar; ellos se han dado cuenta de que aquí [en Estados Unidos] pues ganan más dinero.” La diplomática aseguraba que un campesino hondureño podía ganar unas veinticinco lempiras por día, es decir, un dólar con cincuenta centavos al tipo de cambio de 2003. Es decir, en diez o quince minutos, un hondureño puede ganar en Estados Unidos lo mismo que le tomaría todo un día en su país de origen. Muchos llegan con la esperanza de ahorrar dinero suficiente para construir su casa y regresar a Honduras. Pero tras los actos terroristas del 11 de septiembre de 2001, se está rompiendo ese ciclo migratorio.

Lo interesante de los quince hondureños que iban en el tráiler es que, supuestamente, fueron ayudados para tratar de llegar hasta Houston, Texas, por otra hondureña, Karla Chávez. La cónsul Pineda fue una de las pocas personas que tuvieron la oportunidad de hablar con Karla antes del juicio. Las leyes norteamericanas obligan al gobierno federal a darle acceso a los extranjeros sospechosos de algún crimen a los consulados de sus respectivos países. Por eso Karla pudo hablar con la cónsul Pineda al menos en tres ocasiones. La cónsul la describió como “tranquila” en la cárcel aunque, “Por ratitos llora, se siente triste, le hacen falta sus hijos; es una buena madre.” Durante esas visitas, Karla estaba sola en su celda. “La actitud de ella es muy serena en ciertos momentos y en ciertos momentos se ve que hay un dolor muy grande en ella. Se ve que extraña mucho [a sus hijos].”

Karla, una madre de tres hijos, llegó a Estados Unidos cuando tenía diecisiete años de edad y ya había conseguido su residencia permanente en el país. Fue arrestada a los veinticinco años de edad, ocho después de haber llegado.

“Ella dice que es inocente,” aseguró la cónsul Pineda, “es lo que siempre ha sostenido conmigo. Ella asegura que no es responsable [de la operación de tráfico de indocumentados]. No culpa específicamente a nadie. Cuando ella me habla, me dice: ‘Soy inocente, no estoy involucrada, no soy la responsable de esto.’ Es lo que ella me ha confesado. Da la impresión de que no está consciente de lo que está viviendo.”

Karla Chávez, que en un momento dado pudo haber sido sentenciada a la pena de muerte, fue acusada por 56 delitos, y las autoridades la acusaron deser la líder de un grupo de coyotes y de coordinar el viaje en el que perdieron la vida diecinueve inmigrantes. Pero la cónsul Pineda siempre dudó de dichas acusaciones. “La verdad es que ella es una muchacha bien joven para ser cabecilla. Tendría que ser un genio para controlar una red tan grande. Me parece a mí, personalmente, como cónsul y como persona, que tendría que ser un genio y no lo creo. No creo que ella sea tan capaz. Yo la he entrevistado dos, tres veces, y es una niña. Es una muchacha que probablemente—y yo no la estoy defendiendo en ningún momento—no tiene la capacidad.”

 

 

Durante meses la fiscalía jugó con la posibilidad de sentenciar a la pena de muerte a Karla Chávez. Era, después de todo, la figura que parecía estar ligada con la mayoría de los acusados en el caso. Además, estaba arrestada.

Sin embargo, seis meses después de los incidentes en Victoria, el procurador general de Estados Unidos, John Ashcroft, tomó la decisión de no buscar la pena de muerte para Karla. Pero no fue Ashcroft quien hizo el anuncio a la prensa el lunes 1ro. de diciembre de 2003. Eso le tocó a Michael Shelby, el procurador federal encargado del distrito sur de Texas, quien se había hecho cargo del caso de Victoria.

“La ley federal requiere que el gobierno pruebe más allá de cualquier duda razonable que el acusado tuvo la intención de ocasionar la muerte a la víctima, antes de que se imponga la pena de muerte,” dijo Shelby. “Hemos determinado que dicha prueba no existe hasta el momento.”

En sus palabras se notaba la resignación y frustración de todo un equipo legal que, desde el principio de la investigación, buscó la pena de muerte para alguno de los involucrados en el caso de Victoria, para así enviar un fuerte mensaje a quienes se dedicaban al tráfico de indocumentados. Era un sorprendente reconocimiento público de que no habían podido demostrar que Karla trató de matar a los inmigrantes del tráiler. Pero eso era obvio para quienes siguieron el fenómeno de la inmigración indocumentada en Estados Unidos. Estaba muy claro que el caso de Victoria era, sencillamente, una operación que salió mal, muy mal. A ningún coyote, por más insensible que sea, le conviene que se mueran los inmigrantes que está tratando de movilizar. Por más frío que suene, los coyotes no reciben pagos por inmigrantes muertos; los necesitan vivos.

El anuncio del fiscal Shelby era una de las pocas buenas noticias que había recibido Karla en medio año. Tampoco se buscaría la pena de muerte, según reportó el diario Houston Chronicle, en contra de otros cuatro sospechosos: Claudia Carrizales, acusada de usar su apartamento para esconder a indocumentados; Abelardo Flores, quien aparentemente consiguió la transportación para que los inmigrantes se fueran de Harlingen a Houston; Norma González, vinculada con los arreglos para transportar a dos indocumentados (uno de los cuales murió); y Víctor Jesús Rodríguez, quien según las autoridades, participó junto con sus padres, Víctor y Ema Rodríguez, en el tráfico de los latinoamericanos en Estados Unidos. La pena de muerte se pediría únicamente contra el chofer Tyrone Williams. Las acusaciones contra Claudia Carrizales fueron abandonadas después que el juez determinó que no había suficientes pruebas.

 

 

En México, el caso de Victoria generó un serio problema de relaciones públicas para la Secretaría de Gobernación. Era obvio que todos los inmigrantes muertos en Texas eran mexicanos o habían pasado por México, y las autoridades no habían hecho nada por impedirlo. No podían dar la impresión de que éste era sólo un asunto a resolver por el gobierno de Estados Unidos. Había que enviar el mensaje de que México también estaba comprometido en la lucha contra el tráfico de indocumentados, aunque en la realidad esos inmigrantes en Estados Unidos le generaban catorce mil millones de dólares al año en ingresos a la economía mexicana.

Nunca había existido un esfuerzo serio por parte de ningún gobierno mexicano para detener el flujo de indocumentados hacia el norte. Nunca. No les convenía. La parte central de la campaña del gobierno del presidente, Vicente Fox, para informar a los inmigrantes sobre los peligros de cruzar ilegalmente a Estados Unidos no había pasado de la impresión de miles de pósters colgados en postes de electricidad y en estaciones de autobuses a lo largo de la frontera.

Sin el dinero de las remesas de los inmigrantes, la economía mexicana se hundiría. Pero éste no era el momento para hablar de economía o de acuerdos migratorios. Y eso lo percibió el fino olfato político del secretario de gobernación, Santiago Creel, a quien muchos ya identificaban como un posible candidato a la presidencia de México para el año 2006.

El martes 12 de agosto de 2003, la sonrisa del secretario Creel, enmarcada por su bien recortada y encanecida barba, era retratada por decenas de medios de comunicación que habían sido llamados a una conferencia de prensa en la Ciudad de México. Creel, en imágenes por televisión que fueron difundidas en México y Estados Unidos, aparecía dándole la mano al procurador general de la república mexicana, el general Rafael Macedo de la Concha. La satisfacción de los dos políticos era más que aparente. Estaban anunciando el arresto de doce traficantes de indocumentados en una operación policial realizada en los estados de Guanajuato, Nuevo León, Tamaulipas y San Luis Potosí.

Además, se estaban girando órdenes de aprehensión a veinticinco personas más que pudieran estar vinculadas al caso de Victoria, Texas. Entre los arrestados se encontraban los hermanos Eliseo e Ismael Peralta, quienes, según Creel y Macedo, habían enviado a varios inmigrantes en un autobús desde Guanajuato hasta la frontera con Estados Unidos, antes de subirse al tráiler.

Creel, repitiendo las acusaciones de las autoridades norteamericanas, les aseguró a los periodistas que Karla Chávez era la principal traficante de indocumentados de la región y que el gobierno de México estaba investigando si también estaba involucrada con la muerte de once inmigrantes mexicanos y centroamericanos que fueron hallados dentro de un vagón de ferrocarril en Denison, Iowa, en octubre de 2002.

El mensaje que quería enviar Creel, sobre todo a Estados Unidos, es que México estaba cumpliendo con su parte en la lucha contra el tráfico de indocumentados. Y tenían varios arrestos para probarlo. Más tarde, por supuesto, podrían presumir también del arresto de dos supuestos peces gordos en la investigación: Víctor y Ema Rodrígez.

 

 

Los Rodríguez nunca actuaron como una familia. Cuando se sintieron amenazados por las autoridades—luego del arresto de Juan Cisneros y Erica Cárdenas en un centro comercial de McAllen—Víctor y Ema Rodríguez huyeron hacia México. El arresto de Juan y Erica, al entregar al hijo de tres años de una de las inmigrantes hondureñas del tráiler, era la más clara señal de que los tenían en la mira. Pero se fueron sin su hijo, Víctor Jesús, quien fue detenido en el Rio Grande Valley poco después de los hechos en Victoria.

Victor Jesús era una de las nueve personas detenidas en Estados Unidos vinculadas al caso. Pero aún había cinco fugitivos, entre ellos, los padres de Víctor Jesús. Los catorce acusados formalmente por el gobierno de Estados Unidos estaban, de alguna forma, ligados a Karla Chávez y a una serie de recibos de la empresa Western Union por el pago del traslado de indocumentados.

Víctor y Ema Rodríguez no tenían mucha imaginación. O quizás pensaron que las autoridades mexicanas era corruptas e incompetentes y que ninguno de los arrestados en Estados Unidos, se atreverían a hablar contra ellos o darle pistas a las autoridades. Pero estaban muy equivocados. Karla había hablado con los investigadores y los inmigrantes también estaban hablando.

No fue muy difícil indagar que varios de los inmigrantes del tráiler se reunieron en una casa en la población de Matehuala, en el estado mexicano de San Luis Potosí, antes de viajar a Matamoros, en la frontera con Estados Unidos. La policía mexicana, con información de las autoridades norteamericanas, no tenía más que iniciar su investigación en esas dos ciudades. Así de sencillo.

Ema Rodríguez fue arrestada en Matehuala el 5 de septiembre de 2003. Junto a ella estaba Rosa Sarrata, acusada por los fiscales de Estados Unidos de utilizar una casa en San Benito, Texas, para esconder a indocumentados. Víctor Rodríguez, sin embargo, no fue detenido. De nuevo, los Rodríguez no actuaban como familia y eso dificultaba su aprehensión.

La búsqueda de las autoridades mexicanas se trasladó, entonces, a Matamoros. Su razonamiento era que Víctor Rodríguez era un hombre mayor de edad que no iba a cambiar mucho sus hábitos y, mucho menos, los lugares donde se sentía a gusto. A pesar de ser ciudadano norteamericano, Víctor Rodríguez se movía como un mexicano cualquiera en la zona fronteriza. Y fue así como cayó.

Durante la Semana Santa de 2004, un diario reportó que Víctor Rodríguez había sido arrestado en México. Sin embargo, en Semana Santa casi nadie trabaja en México y no pudieron informar sobre los detalles de su captura. No fue hasta el lunes siguiente que se supo que Víctor Rodríguez efectivamente había sido arrestado varias semanas antes, el 29 de marzo, en Matamoros, Tamaulipas. El arresto hizo que el abogado de Karla, John LaGrappe, le declarara al diario Houston Chronicle, que tuvo una extensísima cobertura del caso de Victoria, que “Él estaba absolutamente convencido de que Víctor Rodríguez era el verdadero líder de la operación.”

El arresto, sin embargo, generaba varias preguntas. ¿Por qué las autoridades mexicanas no le informaron antes a la prensa de su arresto? Y si los fiscales de Estados Unidos fueron informados, ¿por qué no dieron a conocer el arresto de una figura tan importante en el caso?

Las preguntas reflejaban el serio conflicto que había entre México y Estados Unidos en la investigación y procesamiento del caso. Las leyes mexicanas no permiten la extradición a Estados Unidos de ninguna persona que pueda ser condenada a la pena de muerte o sentenciada a cadena perpetua. La sentencia máxima en México para este tipo de crimen es de veintiocho años. Pero más allá de esas limitantes, el gobierno de México no estaba dispuesto a extraditar a Estados Unidos a estos traficantes. Primero los enjuiciarían en México y, ya después, verían qué hacer con ellos.

 

 

Para los fiscales norteamericanos, las arrestos hechos por la policía mexicana complicaban seriamente la situación de los otros detenidos en Estados Unidos. No les parecía justo que un arrestado en México pasara de diez a veintiocho años de prisión, mientras que los detenidos en Estados Unidos se enfrentaran a vivir el resto de su existencia en una prisión norteamericana. Sin embargo, no hubo ninguna solicitud formal para buscar la extradición de los arrestados en México. A pesar de las frustraciones que esto representaba, los fiscales estadounidenses dejarían que los arrestados en México fueran procesados primero según las leyes mexicanas.

Con el arresto de Víctor Rodríguez, el gobierno mexicano tenía bajo su custodia a cuatro de las catorce personas buscadas por Estados Unidos en este caso. A las detenciones de Ema Rodríguez y Rosa Sarrata—acusada de utilizar una casa de seguridad en San Benito, Texas, para esconder a indocumentados—había que añadir la de Octavio “Tavo” Torres, identificado por Karla Chávez como uno de los coyotes que envió inmigrantes indocumentados al tráiler.

A pesar de las tensiones, si en algo coincidían los gobiernos de México y Estados Unidos era en querer echarle la culpa de esta tragedia a los coyotes o traficantes de indocumentados. Nunca hubo una sugerencia de que los gobiernos mexicano y norteamericano tuvieran una corresponsabilidad por las mala situación económica en México o por las políticas migratorias de Estados Unidos. No. Para ellos toda la culpa era de los coyotes.

“Lo que siempre ha señalado el gobierno mexicano, y en lo personal yo también coincido con ellos, es que los traficantes no tienen ningún respeto por la vida ni por la integridad de los seres humanos con los que están traficando,” dijo el cónsul general de México en Houston, Eduardo Ibarrola. “Muchas personas quisieran ver a los traficantes como unos héroes que ayudan a los que no tienen trabajo a conseguir un trabajo en otro país, pero eso no es cierto. La verdad es que los trasladan en condiciones infrahumanas. Y lo que yo vi de los cuerpos que estaban en ese tráiler en Victoria, pues, es verdaderamente inaceptable y totalmente condenable. El tráfico de seres humanos es un delito penado en los Estados Unidos, y en México es un delito federal. Las autoridades tenemos que cumplir con nuestro deber y aplicar la ley.”

Karla, desde un principio, había sido presentada como el mismísimo diablo por los gobiernos mexicano y estadounidense. Era posible que Karla y varios acusados más hubieran provocado la muerte de los diecinueve inmigrantes. Era posible, aunque esa no hubiera sido su intención. Pero lo que le parecía injusto a los acusados y a sus abogados es que le echaran toda la culpa de las muertes de los indocumentados a los coyotes cuando la responsabilidad era compartida; los gobiernos de México y Estados Unidos también tenían una parte de la culpa.

Los coyotes se habían convertido en una verdadera necesidad para los inmigrantes que querían cruzar ilegalmente hacia Estados Unidos. Debido a la creciente vigilancia—sobre todo después de los actos terroristas del 11 de septiembre de 2001—era muy difícil cruzar a solas la frontera. Por eso los inmigrantes estaban dispuestos a pagar a los coyotes miles de dólares por persona para ser guiados. El problema era que los métodos y las rutas para cruzar eran cada vez más peligrosos.

Si antes se podía cruzar cerca de las ciudades fronterizas, ahora había que hacerlo a través de desiertos incandescentes, montañas inhóspitas y un caudaloso río. Y ya dentro de Estados Unidos era preciso utilizar tráilers sellados, vagones de tren cerrados por fuera y sistemas de transporte muy poco confiables para alejarse de la frontera. Por esto estaban muriendo tantos inmigrantes.

El negocio de los coyotes había florecido debido a las fallidas políticas migratorias norteamericanas, a la crisis permanente de la economía mexicana y a la incapacidad de los gobiernos de México y Estados Unidos de lograr un acuerdo migratorio. Así de sencillo. Si en lugar de perseguir inmigrantes y penalizar el cruce ilegal, ambos gobiernos hubieran encontrado la manera de regularizar la entrada ordenada de los trabajadores necesarios para la economía estadounidense, se habría evitado la muerte de muchas personas en la frontera y se habría legalizado lo que en la práctica ocurre todos los días.

Echarle la culpa a Karla Chávez de esas diecinueve muertes era hacer flaca justicia, porque no iba a resolver el problema central de la inmigración indocumentada. Al contrario. El juicio a Karla y a sus colaboradores podía crear la falsa idea de que los coyotes eran el meollo del asunto de la inmigración indocumentada. No lo eran. Los coyotes o polleros eran únicamente el producto de un mal sistema que nadie se atrevía a corregir.

 

 

Karla Chávez no podría ser sentenciada a la pena de muerte. Pero el chofer Tyrone Williams sí, por haber huido del lugar donde había inmigrantes muertos y otros a punto de morir. La culpa de Williams era, según los fiscales del caso, haber transportado a indocumentados y haber dejado a los inmigrantes en la parte trasera del tráiler cerca de una gasolinera en Victoria sin haber solicitado ayuda a las autoridades.

¿Por qué huyó? Por pánico. Pero su decisión fue absurda. ¿Cómo esperaba que no lo fueran a identificar si el camión y las placas del tráiler estaban a su nombre? Huyó, de todas maneras, porque no sabía qué más hacer. Luego, en una especie de arrepentimiento, le diría a una enfermera en un hospital de Houston lo que había ocurrido. Aunque ya era demasiado tarde. Fue arrestado poco después en el mismo hospital.

“Cuando un acto resulta directamente en la mayor pérdida de vida que se recuerde en una operación de tráfico de indocumentados, la justicia y la ley exigen que el acusado reciba el máximo castigo,” dijo Shelby el 16 de marzo de 2004, justificando la decisión de Departamento de Justicia de solicitar la pena de muerte para Tyrone Williams. El abogado del chofer, Craig Washington, por supuesto, no estaba de acuerdo con la sentencia que enfrentaría su cliente. “Estoy convencido,” aseguró el abogado en el sitio de internet www.CNN.com, “que un jurado determinará que no es correcto que el señor Williams sean sentenciado a la pena de muerte.”

Sobre Williams existía también la sospecha, aunque no una acusación formal, de que quizás escuchó los gritos de los inmigrantes y los constantes golpes de los indocumentados contra las paredes del tráiler, y que no respondió. Eso es imposible de probar. Solo él y su acompañante, Fatima Holloway, saben lo que escucharon.

El problema para Williams es que él le había reconocido a la policía el día de su arresto que sí escuchó a los inmigrantes subirse al tráiler. Entonces, si los escuchó al subirse, ¿cómo es posible que nos los hubiera escuchado durante el trayecto? Es posible que los ruidos del motor y de la carretera hubieran hecho difícil escuchar lo que ocurría dentro. Pero varios inmigrantes testificaron que hicieron mucho ruido dentro del tráiler, pegándole a las paredes y yendo de un lado al otro del camión para llamar la atención del chofer.

¿Se dio cuenta Williams de todas estas señales? ¿Es cierto que no supo que las luces del tráiler estaban rotas hasta parar en Victoria? No es posible probar la intención criminal de Williams. Pero la fiscalía quería tal vez demostrar su negligencia, tanto por no captar las muchas señales de auxilio que le enviaron los inmigrantes dentro del tráiler, como por su huída al darse cuenta que varios de ellos habían muerto.

Pero si los inmigrantes hicieron ruido para llamar la atención, fue después de pasar la garita de vigilancia en Sarita, Texas. Al menos eso es lo que cree el agente de la patrulla fronteriza Xavier Ríos. “Créanme,” le dijo al periódico San Antonio Express-News, “si ellos hubieran hecho algún ruido al pasar por el puesto de vigilancia, el camión hubiera sido detenido y revisado.” Esto tiende a corroborar la versión de que la mayoría de los inmigrantes decidió no hacer ruido al pasar por la garita en Sarita, a pesar de que algunos de ellos ya estaba teniendo claros síntomas de asfixia y deshidratación.

 

 

Karla Chávez aseguraba que ella trabajaba para Abel Flores. Y Abel aseguraba que él trabajaba para Karla. La evidencia muestra que ambos colaboraron en la operación para llevar a más de setenta indocumentados de Harlingen a Houston. Las pruebas en contra de ambos—su huída, los testimonios de los inmigrantes, los recibos de Western Union, las declaraciones del chofer Tyrone Williams—les impedían pensar que un jurado los fuera a declarar inocentes. Karla ya había hablado con las autoridades, al menos una vez, sobre el papel de Abel en la operación. Y luego fue el turno de Abel.

Unos dos meses antes del juicio programado para el verano de 2004, los fiscales del caso anunciaron que Abel Flores aceptaba declararse culpable de proteger y transportar indocumentados que murieron o resultaron heridos. Al declararse culpable, Abel enfrentaba una pena máxima de cadena perpetua y una multa de $250,000. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué tenía que ganar? Las respuestas las tenía el subprocurador federal, Daniel Rodríguez, quien le dijo a la prensa que si Abel cooperaba en el juicio contra otros de los implicados en el caso, incluyendo a Karla, se le pediría al juez que no le impusiera una sentencia tan fuerte.

Éste era un importante triunfo legal para la fiscalía; no solo tenían a una persona que se declaraba culpable sino que, también, lograron romper el secretismo y el silencio que prevalecía dentro del grupo de traficantes. Si Abel estaba dispuesto a hablar en el juicio en contra de sus ex colaboradores, el resto de los implicados apuntaría dedos acusatorios en todas direcciones con la intención de salvarse. Al final de cuentas, la estrategia de la fiscalía de crear desconfianza entre los mismos acusados culminaría con varias personas tras las rejas.

Esto, desde luego, lo sabían los abogados defensores de los acusados, quienes desde un principio trataron de evitar que se procesara a todos en un mismo juicio. Juicios separados permitirían defender mejor a los clientes y, quizás, darles una esperanza de libertad después de una larga sentencia.

Al igual que Abel, Fatima Holloway, la acompañante de Williams en el camión, se declaró culpable a cambio de una sentencia reducida.

 

 

Tras el arresto de Norma Sánchez, en mayo de 2003, la fiscalía se encontró con un largo historial criminal. Luego de su detención, Norma negó estar involucrada en una operación de tráfico de indocumentados. Ella les dijo a los agentes que la detuvieron que era solo un contacto y no llevaba más de un año vinculada al tráfico de indocumentados.

Norma reconoció, según consta en los documentos de la corte, que aceptó un pago para cruzar ilegalmente a Estados Unidos al hermano de su empleada en el restaurante que administraba. Pero que ella solo pasaba dicho pago a los verdaderos traficantes.

Rápidamente, sin embargo, Norma fue atrapada en una contradicción. El propio esposo de Norma le dijo a los agentes del ICE que ella ganaba $100 por cada inmigrante que recomendaba y que, en el caso del tráiler de Victoria, ella había enviado a dos indocumentados. Un recibo de Western Union fue hallado en el carro del esposo de Norma por el pago de uno de esos dos inmigrantes. El esposo de Norma les confió a los agentes que él quería que su esposa se retirara de ese negocio, pero que ella nunca le hizo caso.

Pero éste no era el primer asunto criminal en el que Norma estaba acusada de estar involucrada; en 1985 la habían acusado de robo; en 1998 la vincularon con la red de traficantes del coyote Gelacio Hernández, al acusarla de recibir el pago de seis indocumentados que deseaban viajar de Texas a Carolina del Norte, aunque los cargos fueron retirados; y en 1999 y 2002 fue acusada de asalto con la intención de causar heridas.

La acusación más seria que hallaron en el récord de Norma es la de haber mentido para obtener su ciudadanía norteamericana. Los documentos usados en la corte indican que Norma fue detenida en marzo de 1990 por la patrulla fronteriza. Norma, con un nombre distinto, dijo ser salvadoreña, y fue deportada. Pero su foto y sus huellas digitales quedaron registradas. Dicha foto y huellas digitales son las mismas de la detenida por el ICE en el 2003.

Cuando Norma hizo su solicitud para conseguir su green card o residencia permanente en Estados Unidos, ella dijo, bajo palabra, que nunca antes había sido arrestada. Eso, como constaba en su récord, no era cierto. Años después, Norma también se había convertido en ciudadana norteamericana.

Y ahora, por no haber dicho toda la verdad, el ICE había iniciado el proceso para quitarle su ciudadanía norteamericana. Al final de cuentas, eso ya no era tan importante para Norma como pasar el resto de su vida en la cárcel.

 

 

El 15 de mayo de 2003, Erica Cárdenas aceptó hablar con el agente migratorio Jose Ovalle Jr. de la oficina de investigaciones de Harlingen. Ese mismo día había sido arrestada junto a su novio, Juan Cisneros (también conocido como Juan Carlos Don Juan) en un centro comercial de McAllen, Texas.

Erica estaba dispuesta a hablar sin la presencia de un abogado, porque quería hacerle saber al agente de inmigración que ella era inocente de la acusación de transportar a un niño hondureño indocumentado, Alexis, de tres años de edad. “Yo no tuve nada que ver con el tráfico ilegal del niño,” le dijo al agente, “yo solo estaba acompañando a [mi novio Juan Cisneros].”

Erica también dijo que no conocía muy bien a Víctor Rodríguez, pero que sí lo había visto algunas veces cuando iba a casa a buscar a su novio. “Es un hombre viejo, de barba y bigote,” describió Erica.

Pero luego Erica cayó en una contradicción con los reportes de los investigadores. Ella aseguró que el niño, Alexis, ya se encontraba en el auto cuando su novio, Juan, la fue a recoger a la oficina del welfare. Pero según las declaraciones de Juan y de dos agentes, Erica había acompañado a Juan a casa de Víctor Rodríguez a buscar al niño.

La defensa de Erica fue aceptada parcialmente por un juez de un juzgado federal en McAllen. Erica fue acusada de posible conspiración para transportar a un indocumentado con el objetivo de tener una ganancia financiera, pero no de poner en peligro la vida de dicho niño.

A pesar de sus declaraciones hechas inmediatamente después de su arresto, y que pusieron en una situación muy incómoda a su abogado defensor, Erica fue puesta en libertad seis días después. Alguien tenía que cuidar de su bebé. Pero el juez le puso una condición para su libertad provisional: Erica estaba obligada a buscar un empleo y a mantenerlo. Además, no quería cortar sus planes de regresar a la escuela. Erica ya tenía una vida bastante complicada . . . y ahora esto. Sin embargo, corrió con suerte: fue la única de todos los arrestados en el caso que obtuvo la libertad condicional.

Juan Cisneros, mientras tanto, seguiría todo el procedimiento legal desde la cárcel. Su vida de pareja con Erica se había roto.

Juan, de solo veintidós años de edad, pasó catorce meses en la cárcel luego de declararse culpable de ocultar al niño hondureño de tres años de edad y de haberlo trasladado ilegalmente. Ni Juan ni Erica fueron acusados de participar en la operación en que murieron los diecinueve inmigrantes. Y eso les ayudó. Cuando el 19 de julio de 2004 un juez federal de Houston sentenció a Juan, lo hizo únicamente por los catorce meses que ya había pasado en la cárcel. Juan, por fin, estaba libre.

 

 

Freddy Giovanni García Tobar tenía muchos nombres. Karla, su novia, le llamaba simplemente Freddy. Tyrone Williams, el chofer con el que supuestamente negoció junto con Abel Flores el uso del tráiler para transportar indocumentados, le decía Joe. Pero para las autoridades que lo estaban buscando, los documentos legales lo identificaban como Alfredo García.

García estuvo fugitivo durante casi un año. De los catorce individuos nombrados por las autoridades norteamericana como parte de la operación que culminó con la muerte de los inmigrantes en Victoria, Texas, Freddy fue el último en ser arrestado. Diez estaban arrestados o bajo vigilancia en Estados Unidos, y los otros cuatro estaban detenidos en México.

García sabía que lo buscaban, pero cometió un error estúpido. El lunes 26 de abril de 2004 estaba manejando en Harlingen, Texas, cuando la policía lo detuvo por una infracción de tránsito. ¿Por qué se quedó en el sur de Texas? ¿Por qué no regresó a su país, Guatemala? ¿Cómo sobrevivió económicamente el último año?

Al detenerlo, la policía supo inmediatamente quién había caído en sus manos. Tenían el número del seguro social de Freddy, su fecha de nacimiento—29 de septiembre de 1979—y la dirección de la casa en Harlingen donde vivió hasta antes de escaparse. Ese mismo lunes se le negó la libertad bajo fianza y un juez ordenó su traslado a Houston, donde un mes y medio después se enfrentaría a varios cargos criminales que lo podrían dejar el resto de su vida en la cárcel.

Los fiscales tenían, por fin, a todos los que buscaban.

 

 

El lunes 14 de junio de 2004 se suponía que empezaría el juicio contra Karla Chávez. Todo estaba listo. Los inmigrantes que sobrevivieron habían regresado a Houston para testificar contra ella y los otros acusados. Diecinueve de ellos estaban dispuestos a decir en el juicio que le habían pagado dinero a Karla para que los llevara a Houston, Texas, y que ella había sido la responsable de que se subieran al tráiler. A cambio, habían recibido permisos de trabajo y números de seguro social; la tragedia los había convertido, temporalmente, en residentes legales de Estados Unidos.

La prensa, también, estaba lista. Sabían que el juicio podría durar varias semanas, quizás meses, en un húmedo e incómodo verano houstoniano, plagado de tormentas e inundaciones. Reporteros de varios medios de comunicación, en inglés y español, estaban reunidos esa mañana frente a la corte de la jueza federal de distrito (U.S. District), Vanessa Gilmore. Pero nadie esperaba que algo importante ocurriera esa mañana.

El proceso era largo. Primero había que escoger a un jurado y luego sentarse durante horas, día tras día, a escuchar las deliberaciones del caso; las pruebas contra Karla; los argumentos de la defensa; y después, mucho después, la decisión del jurado.

Sin embargo, nada de eso fue necesario. En una sorpresiva decisión, Karla Chávez se declaró culpable ante la jueza de haber participado en una operación de tráfico de indocumentados que culminó con la muerte de diecinueve de ellos. Fue todo tan rápido que muchos reporteros ni siquiera estaban en la corte cuando ocurrió.

Karla—de pelo negro, corto, liso—entró a la corte esposada y con su uniforme verde de reo. La acompañaba su abogado, John LaGrappe. LaGrappe le informó a la jueza que Chávez se declaraba culpable del primero de cincuenta y seis cargos en su contra.

Pero las cosas, aparentemente, no estaban tan claras para Chávez. En lugar de reconocer que ella era culpable, Chávez le dijo a la jueza en español: “Mucha gente murió; yo no los maté.” Un traductor le transmitió la frase en inglés a la jueza.

Eso, sin duda, no era un reconocimiento de culpabilidad. La jueza Gilmore, entonces, le volvió a preguntar a Chávez si se declaraba culpable de ese primer cargo. Temiendo que el acuerdo alcanzado con el procurador del caso, Dan Rodríguez, se fuera a disolver por las declaraciones de Chávez, su abogado se sintió obligado a explicarle a la jueza que aunque ella nunca tuvo la intención de matar a los inmigrantes, ella se declaraba culpable de haber causado su muerte.

La explicación del abogado LaGrappe no convenció a la jueza. Dos veces más la jueza le preguntó a Chávez, a través del traductor de la corte, si ella entendía que se estaba declarando culpable de la muerte de diecinueve inmigrantes. Y tras un momento de tensión, la jueza Gilmore aceptó la declaración de culpabilidad de Chávez.

Sin embargo, en todos quedó la duda de si Karla, en realidad, se sentía responsable de lo que había ocurrido. Su frase: “Yo no los maté,” es clarísima. No deja espacio para otras interpretaciones.

Lo que sí quedaba claro era que el abogado de Karla había logrado un acuerdo con el procurador Rodríguez y su equipo de investigadores para retirar los otros cincuenta y cinco cargos contra Chávez y recomendar un sentencia más leve a cambio del testimonio de Karla contra los otros acusados. Ese acuerdo le podría evitar a Karla, entonces de veintiséis años, pasar el resto de sus días en prisión.

La jueza Gilmore fijó para la primavera de 2005 la sentencia para Karla.

La declaración de culpabilidad de Karla era, sin duda, un gran triunfo para el procurador Dan Rodríguez. No sólo había logrado la captura de todos los involucrados en el caso sino que, también, había conseguido que se declarara culpable la supuesta líder de la mortal operación. “En la historia contemporánea, no hemos visto nada peor, por eso es importante esta declaración de culpabilidad,” le dijo el procurador Rodríguez al diario The New York Times. “Esperamos que ella sea capaz de identificar a otros individuos que estuvieron involucrados en esta operación, que esos individuos sean declarados culpables, y que todo lo que ocurrió se dé a conocer.”

Las declaraciones de Rodríguez violaban una orden expresa de la jueza Gilmore (gag order) que le prohibía a todos los participantes en el juicio dar su opinión a la prensa. La jueza, incluso, reprendió al procurador Rodríguez en público y amenazó con llevar el juicio a otra ciudad. Aún así, el éxito legal de Rodríguez y de su equipo era rotundo.

 

 

Al igual que Karla Chávez, Abelardo Flores, Fatima Holloway y Juan Carlos se habían declarado culpables de algunos de los cargos en su contra. Pero a cambio de sentencias más cortas podrían haber declarado en un juicio contra Karla. Sobre todo Abelardo Flores. El estaba dispuesto a decir que trabajaba para Karla y que, siguiendo sus instrucciones, ayudó a reclutar al chofer Tyrone Williams para que llevara a los inmigrantes en su tráiler.

Además, había al menos diecinueve sobrevivientes que estaban preparados para declarar que Karla, de alguna manera, era la coordinadora del transporte para todo el grupo que iba en el tráiler. Ninguno de esos testimonios fue necesario. El abogado de Karla le hizo ver que esos testimonios, más el video en que ella misma se inculpaba, le habían cerrado las posibilidades de tener éxito en un juicio.

La misma estrategia que los fiscales usaron contra Karla la utilizarían, después, con los otros acusados que, hasta ese momento, iban a tratar de demostrar su inocencia en un juicio. Parte del acuerdo para pedir una sentencia más leve contra Karla era que ella testificara contra los que todavía no se habían declarado culpables. La estrategia de la fiscalía fue enfrentar a los coyotes entre sí. Tuvieron razón. En lugar de que todos guardaran silencio, uno a uno fue sintiendo la presión, y empezaron a hablar, culpando a sus ex compañeros con la esperanza de tener una sentencia reducida.

Al final, los coyotes se comieron entre sí.