PRÓLOGO

Ha sido la peor tragedia de inmigrantes en la historia contemporánea de Estados Unidos. Nunca habían muerto tantos indocumentados en un solo incidente. En mayo de 2003, diecinueve personas murieron por asfixia, deshidratación y calor, luego de quedar atrapadas durante cuatro horas dentro de un trailer. Entre los muertos había un niño de cinco años de edad.

Desde adentro era imposible abrir las puertas del tráiler que se dirigía, durante una calurosísima y húmeda noche de primavera, de Harlingen, Texas, a la ciudad de Houston. En el tráiler había por lo menos setenta y tres inmigrantes indocumentados que, tras cruzar ilegalmente la frontera desde México, aspiraban internarse en territorio norteamericano en busca de trabajo y mejores oportunidades de vida. Pero pudieron haber sido muchos más.

Cuarenta y ocho venían de México, quince de Honduras, ocho de El Salvador, uno de Nicaragua y otro de República Dominicana.

No todos pagaron lo mismo a los “coyotes,” los traficantes de indocumentados, para cruzar la frontera y ser trasladados a Houston. Los mexicanos pagaban menos; la geografía los acercaba. Los centroamericanos, en cambio, tenían que desembolsar pequeñas fortunas para cruzar México de manera segura y luego llegar hasta Estados Unidos.

Ya no importa cuanto pagaron; fue el peor viaje de sus vidas.

Las primeras imágenes de lo ocurrido las vi por televisión; eran imágenes desde el helicóptero de un noticiero local que rodeaba una y otra vez la caja de un tráiler sobre una carretera al sur de Texas. Los datos, al principio, no eran muy claros. Había varios muertos pero no se sabía exactamente cuantos eran. ¿Cómo murieron? Escuché muchas versiones distintas. Pura especulación. Al principio me llamaron mucho la atención los videos de los pies de dos inmigrantes muertos: unos sobresalían, desnudos, de la caja del tráiler; otros, todavía con calcetines blancos, rebasaban el camastro de la ambulancia y la blanca sábana que cubría el resto del cuerpo. Y luego oí un reporte que me dejó frío: Hallaron a un niño abrazado a su padre. Los dos estaban muertos.

Muchos de los familiares de las víctimas también se enteraron de lo ocurrido a través de la televisión en Estados Unidos, México y Centroamérica; esa debe ser la forma más cruel de conocer la muerte de un ser querido.

Cuando llegué al lugar donde se descubrió la tragedia en Victoria, Texas, el tráiler ya no estaba. Tampoco había ambulancias o autos de la policía. Sólo encontré dos alambres de púa de una cerca decorados con flores, un escapulario y varios ositos de peluche—uno rosa, uno beige, otro blanco—en memoria de Marco Antonio, el niño que murió. Sobre el césped, amarillo y seco por las altas temperaturas, muchas cruces, blancas y negras, de todos tamaños, con los nombres de algunos de los muertos. Vi algunas tarjetas y cartas que ya no pude leer; la lluvia, el viento y el sol las convirtieron en descoloridos pedazos de papel. Eran, después de todo, mensajes cuyos destinatarios ya se habían ido. Podía imaginarme lo que decían. “Para mi primo . . . ,” “Para mi esposo amado . . . ,” “Para mi querido hermano . . .”

Sólo murieron hombres. Todas las mujeres sobrevivieron.

Junto a mí, frente a ese recordatorio de la muerte improvisado y temporal, estaban cuatro de los sobrevivientes de aquella larga noche: Enrique, Alberto, José e Israel. Miraban las flores y las cruces en total silencio. No, no eran para ellos. Pero pudieron haber sido. Unos minutos más dentro del tráiler y . . . quién sabe. Las lágrimas le escurrieron primero a Israel. Enrique y Alberto tampoco aguantaron más, y se alejaron por la misma carretera que recorrieron aquella madrugada del miércoles 14 de mayo de 2003 y de la misma manera: sin voltear hacia atrás. José, en cambio, se quedó impávido, paralizado, en una especie de rezo durante una tardía ceremonia. Lo tuve que tomar del brazo y llevármelo de ahí.

Ahora el que no aguantaba más era yo. El aire pesaba, estaba cargado de recuerdos. “El niño,” me escuché murmurar, “el niño.” Pensé en mi hijo, de la misma edad, que nació en Estados Unidos y que, por lo tanto, no tuvo que cruzar ilegalmente la frontera. Y por un momento me quebré. Sentí las lágrimas a punto de reventar. Pero no sé cómo logré dejarlas bailando en la orilla de los párpados.

Las sequé con la parte de atrás de mi mano izquierda, le di la espalda a las flores, a los ositos, a las cruces y pedí un micrófono. Trabajar: ésa era mi forma de evitar el llanto y de aislarme del dolor que arrastraban consigo las memorias de los cuatro sobrevivientes. Era el mismo escape que había utilizado durante los actos terroristas del 11 de septiembre de 2001 y en la cobertura de las guerras. Si trabajo, me encierro y puedo funcionar. Si no lo hago, el momento me domina emocionalmente y no hay forma de sacar el reportaje.

Estábamos ahí para grabar un programa especial de televisión sobre la tragedia que vivió un grupo de indocumentados en Victoria, Texas. Enrique, Alberto, José e Israel habían aceptado, valientemente, acompañarnos a mí y al equipo de producción al mismo lugar, junto a la carretera interestatal 77, donde se estacionó el tráiler y donde fueron rescatados. Estoy seguro que cuando aceptaron participar en la grabación del programa no se imaginaron que sería tan duro revivir las cuatro horas que padecieron dentro de ese camión. Sin embargo, era demasiado tarde para echarse atrás.

Este libro surge del programa Viaje a la Muerte transmitido por Univision, y no es más que un extenso reportaje con fuentes de primera mano de lo que ocurrió aquella noche y aquella madrugada. No pretende ser un documento exhaustivo con todos y cada uno de los detalles del caso. Para eso están los archivos de la corte, los reportes oficiales y las investigaciones policiales. Sólo espero poder contar la historia desde el punto de vista de los que la vivieron. Nada más. Estos son sus testimonios.

Cada uno de los diálogos y expresiones que incluyo aquí están basados en lo que ocurrió, en lo que me contó alguno de los sobrevivientes, o lo que tomé, con atribución, de los documentos oficiales del caso y de los reportes de prensa. Nada se ha inventado. Esto no es ficción. Es periodismo, no literatura.

Cuatro sobrevivientes me relataron, sin guardar casi nada y paso por paso, lo que ocurrió dentro de ese tráiler. Sus relatos son desgarradores. Pero, al mismo tiempo, encierran verdaderas historias de valentía y de deseo de vivir. Sus historias también levantan muchas preguntas: ¿por qué nadie detuvo al tráiler en la carretera? ¿Escuchó el chofer los gritos de auxilio de los inmigrantes? ¿Por qué no puso a funcionar antes el sistema de aire acondicionado? ¿Qué pasó con al menos una llamada telefónica que se hizo desde el tráiler pidiendo ayuda? ¿A quién se le ocurrió meter ahí a tantos inmigrantes? ¿Y quién carajos metió ahí a un niño de cinco años? ¿Quién?

Además de que este caso sienta un precedente por el número récord de inmigrantes muertos, a nivel legal también deja huella: ésta es la primera vez que traficantes de indocumentados pueden ser condenados a la pena de muerte. Nunca antes existió esta posibilidad.

La información aquí contenida acerca de los coyotes y las otras personas implicadas en este incidente está basada en los testimonios de diversos sobrevivientes, en las declaraciones de varios acusados después de que fueran arrestados por las autoridades, y en varios informes de policía y ley federal. Es importante aclarar que además de aquellos individuos que se consideraron culpables de los crímenes de los que fueron acusados en conexión a este asunto, estos individuos aún no han sido condenados por ningún crimen. El alcance de su implicación en el asunto tendrá que esperar el juicio legal.

Espero que también quede claro que la responsabilidad de las diecinueve muertes no debe caer únicamente en los “coyotes” que participaron en este incidente. Las fallidas políticas migratorias de varios gobiernos de Estados Unidos y las terribles condiciones económicas y sociales creadas por muchos gobiernos mexicanos son también, en parte, culpables de estos fallecimientos. Aquí nadie se puede lavar las manos.

Este caso es importante porque reabre el debate sobre los inmigrantes indocumentados en un momento en el que a Estados Unidos le urge hacer algo al respecto. El status quo, la actual situación, es totalmente insostenible e inaceptable. No se puede tener a millones de personas viviendo con miedo y en la oscuridad. Es no sólo una cuestión humanitaria sino, también, un asunto económico y de seguridad nacional. ¿Qué se puede hacer? Mucho. Y rápidamente. Para empezar con una amnistía o proceso de legalización en Estados Unidos, seguido por un acuerdo migratorio con México—para evitar más muertes en la frontera y regular el flujo de trabajadores hacia el norte—y un programa masivo de inversión y comercio en América Latina para que sus pobres y desempleados no vean el viaje hacia territorio norteamericano como su única alternativa para sobrevivir.

Ésta es la historia de los que murieron en el intento de llegar a Estados Unidos y de los que sobrevivieron para contarlo.