Ingmar Bergman

Nacido el 14 de julio de 1918 en Uppsala, Suecia. Es el segundo hijo de un pastor protestante que llegará al cargo de capellán de la familia real. En su casa se vive un aire espiritual de obra de Ibsen, de Strindberg, expresión de una situación real del carácter nórdico. Los padres, distanciados, ajenos, cada uno encerrado en sí y en su mundo propio, inabordables para todos; el padre en la iglesia, la madre en las ocupaciones domésticas. Un ambiente rígido y puritano donde se consideraba escandaloso el juego de los padres con los hijos. Y al mismo tiempo, de gran amplitud liberal: cuando el hijo se separa de la fe y las creencias de su padre, éste le deja que busque por sí su camino de salvación sin interferir jamás. Duplicidad de la vida sueca, característica y definidora.

El padre, vicario de la parroquia de Hedwige-Eleonora, en Estocolmo, debía ir con frecuencia a ejercer su ministerio en las aldeas de los alrededores. Durante la primavera y verano nórdicos, breves y fulgurantes, el niño le acompañaba, corriendo en bicicleta por los campos, donde el padre le enseña las flores, los pájaros, los insectos…Luego, en las rurales iglesias góticas, mientras el padre predicaba, el niño se entretiene en contemplar los relieves y pinturas medievales, en techos y paredes. Todo el infinito mundo fantástico de la imaginería gótica, hecha de símbolos y misterios. También la Muerte, en sus mil formas y tareas, para acabar con los humanos. La fragancia y el poder de la Naturaleza –más intensa cuanto más corto era su renacer– se mezclaban en la imaginación del niño con las quimeras y monstruos medievales, tocados de eternidad, en igual nivel de fantasía y realidad. La actuación paterna en los templos, nacimientos, bodas, funerales…pone al niño en contacto habitual con los valores fundamentales de la existencia: Dios, la vida, la muerte, el dolor, el amor…Todo ello dejará una huella imborrable en su espíritu, personalidad y vida.

En el interminable invierno, su juego favorito es primero una linterna mágica, con su «olor a metal caliente». Luego un pequeño proyector, con una sola película de tres metros, color marrón, donde una muchachita dormía en un prado florido, se despertaba, desperezaba, se volvía para dejar ver el rostro y se iba por la derecha. Bergman conserva vivos estos recuerdos, dignos de una novela de Proust. Y aquella magia de lo mecánico, repetida sin cesar, hasta la obsesión, le impresionaba tanto como los campos en primavera o los relieves góticos. El ambiente de la casa le oprime y perturba hasta la neurosis: de niño padece dolores de estómago y ataques de tartamudez. En cuanto pueda se independizará de aquella vida familiar y hasta su madurez no se aproximará a sus padres.

Desde los trece años estudia el bachillerato en una escuela privada de Estocolmo; luego, en la Universidad, se licencia en Letras e Historia del Arte. Su pasión es el teatro y allí dirige funciones de estudiantes. La guerra mundial ha estallado y en 1940 los alemanes invaden Dinamarca y Noruega. Suecia, neutral, se encuentra aislada, sitiada por todas partes; se crea en el país una psicosis colectiva de angustia que artísticamente desemboca en las corrientes existencialistas. Hay una epidemia de suicidios, entre ellos el del dramaturgo Hjalmar Söderberg, que influye fuertemente en Bergman; como en Antonioni, el suicidio es la única salida de muchos de sus personajes. Rompe con su familia y se refugia en el barrio bohemio y de artistas de Estocolmo, Gamla Stan, donde vive como puede. En 1940 obtiene un puesto de ayudante de dirección en el Teatro de la Ópera Real de Estocomo. Ha encontrado el camino.

Su carrera teatral es tan importante como la cinematográfica, pero limitada a su país, sin la universalidad del cine: director escénico del Teatro Municipal de Helsinborg (1944-45); del Teatro Municipal de Malmoe (1946-48), uno de los mejores de Europa; de Göteborg (1948-49); del «Intima» de Estocolmo (1950-52); Malmoe (1953-58), y director del Teatro Real de Estocolmo desde 1959. Su obra escénica refuerza la cinematográfica y, en parte, la nutre; pero sus éxitos cinematográficos impulsan también su carrera teatral. A veces dice que si tuviera que elegir se quedaría con el teatro, pero comprende que su verdadero medio de expresión artística, completo y definitivo, es el cine.

En el cine entra por gestión del productor Carl Anders Dymling, que estaba dando gran impulso a la Svenskfilm, sucesora de la vieja Svenka, unida al antiguo y glorioso cine sueco mudo. Ve una de las representaciones estudiantiles, insiste en que Bergman le haga un guión, se lo da a dirigir a Sjöberg, el entonces máximo realizador del país: Tortura (1944), de raíz autobiográfica, donde hoy se ve el influjo de Bergman. Y al año siguiente, a los veintisiete años, dirige su primer film, Crisis, que –como los cinco que le siguen– obtiene escaso éxito. Pero Dymling comprende que un cine sueco, aislado y lejano, sólo podrá imponerse, dentro y fuera de la nación, con obras de calidad, diferentes y genuinas. Sostiene a Bergman y lo seguirá apoyando siempre. La sed (1949), su séptimo film, es un gran éxito en Suecia, que asegura su carrera cinematográfica en el país. Fuera, Bergman es desconocido o pasa inadvertido. Se presenta en el Festival de Cannes de 1947 con Barco hacia la India; en el de Venecia, 1952, con Juegos de verano, más escasas presentaciones comerciales por el mundo. Y en 1956 triunfa estruendosamente en Cannes con Sonrisas de una noche de verano, que hace el número dieciséis de sus films. Estruendosamente, porque «la moda Bergman» se extiende por el mundo, influye en cineastas insospechados y produce una inmensa literatura de toda tendencia. La polémica es el clima de los films de Bergman, allí donde se presentan, porque no pueden encasillarse en ninguna escuela segura, en esta época de clasificaciones, enrolamientos y convencionalismos ideológicos. El «caso Bergman» constituyó el permanente asombro del cine durante años.

Su ocupación habitual es el teatro, pero realiza una o dos películas por año. Al llegar la primavera suele meterse en un sanatorio para cuidarse una úlcera de estómago, real o imaginaria, y piensa sus argumentos, como expresión y liberación de lo que le atormenta. Trabaja con el anticuado material de los estudios SF, con poca película, y actúa con rapidez, seguridad y un método riguroso de trabajo; también es riguroso, duro, con sus colaboradores y actores, que forman un equipo habitual en su obra. Se entrega por completo a su labor, con fervor de poseso: «Cuando filmo estoy enfermo». No hace más películas que las que cree que debe hacer –salvo una de compromiso, de la cual está arrepentido–; en la crisis de 1951 prefirió hacer films publicitarios –como honesto y franco arte utilitario– a películas comerciales falseadoras. «No tengo más lealtad que con la película en la que estoy trabajando.»

Es un neurótico, lleno de obsesiones despierto y de pesadillas de noche. Se siente a veces como «un hombre detrás del cual no hay nadie». Sus amores son difíciles y complicados, a la vez que fundamentales o pasajeros. Casado, divorciado, vuelto a casar varias veces, ha tenido tres o cuatro amores conocidos más, terminados en amistades lejanas. Con el amor y la mujer, las preocupaciones metafísicas constituyen el eje de su vida, y sobre sus ideas y creencias religiosas se ha escrito y polemizado tanto como sobre su arte. Es un intelectual, un filósofo de formación teológica, plagado de un existencialismo que se expresa en sus películas. A la vez que los terribles, oscuros, descarnados, violentos y melodramáticos problemas humanos hacen de sus films una prueba y manifestación del espíritu angustiado y atormentado de los años en que vive.

Bergman es un hombre de la Edad Media que hace cine; exactamente un hombre venido del siglo XIV que se expresa con el arte por excelencia del XX. Porque Suecia –como los demás países escandinavos– tiene una doble faz que condiciona su existencia y su arte. Un país que vive las más avanzadas libertades del mundo, desde las políticas o personales hasta las que proporcionan el confort y el alto nivel de vida. Pero a la vez, sobre un inevitable y hondísimo espíritu medieval que subsiste en el norte europeo, adonde no llegaron apenas, ni a tiempo, las nuevas luces del Renacimiento. Como en España, por otras razones y con otros resultados. Es el espíritu gótico, introspectivo, subjetivo, dominado por el mundo interior con el expresionismo como arte; frente al espíritu latino, claro, racionalista, abierto al mundo exterior, cuyo arte es el realismo. Una clave para la mecánica del alma nórdica, de su arte y, por lo tanto, de la obra de Bergman.

Hombre de nuestro siglo, siente su angustia, sus dudas, sus terrores y amenazas, de época de transición aguda. Pero tiene predilección por el siglo XIV, el de la gran transición debido a una catástrofe general: «Entonces –dice Bergman– el hombre vivía bajo el terror de la peste, como ahora bajo el de la bomba atómica». Y en la agobiante ansiedad de la duda y de la búsqueda de una explicación, de una justificación, motivo acuciante en la vida y la obra del realizador. De un naturalismo violento hasta el melodrama, tantas veces realista, de la más pura raíz moderna, lo expresa por medio de símbolos y alegorías, lenguaje medieval por excelencia: el manantial que brota bajo la cabeza de la muerta, en El manantial de la doncella, film de época, o la mujer de negro que entrega su regalo brillante en La prisión, film moderno; toda su obra está llena de símbolos, apenas descifrables por completo, como todo símbolo. Su estilo es expresionista, bajo fórmulas realistas extremas, hasta la máxima crudeza y la violencia terrible. Su humorismo bufonesco, grotesco y macabro, es expresionista neto, sin fronteras claras entre lo cómico y lo trágico. Conoce algo el cine francés de la época naturalista, del realismo poético de los años treinta. Pero desconoce casi por completo, y no debe nada, al neorrealismo o a las «nuevas olas», ha declarado siempre. En cambio, reconoce a Buñuel, igualmente enfrentado al misterio.

Su escuela es la de su país y su cine sueco mudo. La belleza plástica, el viento poético y los dramas tensos, sobrenaturales, medievales, que el antiguo cine sueco llevó por el mundo en los años veinte –con su pléyade de directores, actores y técnicos–, es lo que este solitario del cine ha traído al actual, porque es la tradición de su país, lógicamente evolucionada, vuelta a crear por su enorme personalidad de gran maestro del cine. Principalmente –dice– la de Sjöström, el viejo gran director y actor, que interpreta para él hasta su muerte. Y el genial Dreyer está de manifiesto en la obra de Bergman, quizá más que ningún otro realizador nórdico. Un estilo denso, recargado, al gusto pictórico y literario germánicos y eslavos a la vez. Cielos que ocupan la mayoría de la pantalla o interiores angostos, cerrados, con claroscuros, luces de relieve, contraluces, siluetas…El primer plano insistente como una persecución, o las figuras diminutas, lejanas como siluetas infantiles de sombras chinescas, sobre el fondo de horizontes remotos…Una gran satisfacción por la composición plástica y un ritmo profundo, venidos de la esencia misma del tema y su acción, sin otras preocupaciones. Bergman no tiene en cuenta para nada las tendencias actuales ni pasadas del cine; narra y pinta como lo necesita o cree, sin más exigencias que la de su fuerte personalidad. Sus films son un prodigio de realización, de una maestría maravillosa, según esa tradición nórdica a la que se debe. Cree que sólo su país puede nutrir y hacer fecundo su arte, y se niega a trabajar en ningún otro, a pesar de las continuas y atractivas ofertas que se le hacen.

Sus temas y los grandes valores centrales de su obra cabalgan sobre la misma doble vertiente de lo actual-medieval. El centro de su concepción de la vida como dolor y expiación, como infierno en la tierra y unos hombres en busca de la redención; pensamiento venerado en la Edad Media, abocado a todos los misticismos. Bergman halla esa fuga en el erotismo y la mujer, vista como fuente de culpabilidad y de salvación a la vez; un erotismo desesperado es el motivo reiterado de la mayor parte de sus films. Cuando ese resorte de salvación falla –y en él falla siempre–, no queda más que la soledad eterna, la fuga o, sobre todo, el suicidio. La soledad humana y la comunicación con Dios y los demás hombres, con el más allá y el más acá, es su gran problema metafísico. El ser humano y su alma como atracción suprema, y en especial su rostro, como ventana de ese espíritu incomunicable, encerrado en sí mismo, irremisible prisionero. Entonces son las monstruosidades –desde los crímenes al suicidio, de las violaciones, del lesbianismo, a las alucinaciones, recuerdos torturantes, persecuciones despiadadas y sórdidas…– las que agobian a sus personajes.

Bergman es el creador de un universo sin salidas, por donde marcha un hombre sin caminos, un Dios sin religión determinada, una ética sin moral, una vida sin sentido ni objeto, un amor sin comunicación ni felicidad, una felicidad sin permanencia posible, cuyo fugaz destello sólo brilla tras el dolor…Unos hombres que se debaten, obsesos y angustiados, en el callejón sin salida del mundo y de sí mismos.

Estos caracteres básicos de su obra, que son su idea capital, los mantendrá siempre. Pero los irá sometiendo a un doble proceso de ampliación y depuración que es la renovación de todo gran artista. Dos películas cruciales marcan una divisoria: Fresas salvajes es el resumen de su concepto de la vida, que viene a ser el de su obra hasta ese momento, y El séptimo sello su concepto de la muerte, es decir su enfrentamiento con el más allá, con el misterio de lo sobrenatural. Bergman habla de ellas como hechas con el espíritu de un pintor medieval, y es lícito definirlas así, como el retablo de la vida y el de la muerte. El primero cierra una época y el segundo abre otra en su pensamiento y en su obra. Porque ésta es, ante todo, su expresión personal, y el mundo íntimo de Bergman es inacabable. Una misma idea no se agota en un solo film, sino que se prolonga indefinidamente, en grupos de películas, que son sus diversas facetas y variantes. Esto es fundamental para comprender cada uno de ellos, por eso siempre resulta esotérico, en espera de su posterior aclaración.

Su obsesión metafísica se centra en «el silencio de Dios», que parece no responder a las desesperadas llamadas de los humanos. La raíz pagana del problema viene de las mitologías arcaicas, donde una gran deidad crea todas las cosas y luego se retira a su cielo, dejando a dioses menores la misión de tratar con los hombres. Con este tremendo problema, por otra parte bien actual, realiza su trilogía Como en un espejo, Los comulgantes y El silencio. La realidad humana y su mundo siguen teniendo las mismas características, pero situada ahora bajo el peso de ese interrogante indescifrable que la informa. Películas más sencillas de trazado y más audaces en sus métodos. Los comulgantes es un diálogo de rostros que en verdad es un monólogo de cada uno consigo mismo. Lo aborda definitivamente en Persona, donde la enfermera dialoga incansablemente con la actriz enmudecida. El film entero es un monólogo, hasta confundirse los dos personajes. Quizás el silencio de Dios sólo encuentre respuesta en cada hombre, siempre solo. La película, llena de misterios, viene a completar la trilogía. Bergman inicia su continuidad empezándola con imágenes de El silencio. Además inserta imágenes de una filmación y de sí mismo, como separando la obra del público y dirigiéndola hacia él, hacia su secreta confesión. Insiste en ello en La hora del lobo. Y aparece el motivo de la isla, el tradicional refugio soñado por todos los fugitivos de todas las cosas.

El mismo Bergman se retira a esa isla, porque está horrorizado del mundo en que vive –declara– y quiere oír su clamor. Ya no es la vida personal y su drama sin soluciones, ya no es el gran problema sobrenatural del Dios que no responde, sino el mundo entero y las condiciones de nuestra época. Quizás ahí radique la causa. Este nuevo giro completo es La vergüenza, una de sus máximas películas, que viene a continuarse en Pasión, con referencias claras a la anterior: el sueño de la mujer, la misma isla, semejantes decorados…Pero, principalmente, porque es la prolongación del tema: la violencia extrema, enajenante, de la guerra y la persecución política ciega en aquélla se transforma en la interiorización de la violencia y el sadismo en la vida cotidiana. Enormes temas de nuestro tiempo.

Bergman es uno de los más grandes dramaturgos contemporáneos, un gran poeta trágico, cantor de esta época, sus hombres, sus problemas esenciales…en esa dimensión que sólo procura la visión del genio.

float image 2 EL SÉPTIMO SELLO (Det sjunde inseglet)

FICHA TÉCNICA: Suecia: Svenks Filmindustri, 1956. Argumento, diálogos y dirección: Ingmar Bergman. Fotografía: Gunnar Fischer. Música: Erick Nordgren, dirigida por Sixten Ehrling. Montaje: Lennart Wallen. Decorados: P. A. Lundgren. Vestuario: Manne Lindholm. Sonido: Aaby Wedin. Coreografía: Else Fischer. Ayudante de dirección: Lennart Olsson. Director de producción: Allan Ekelund.

FICHA ARTÍSTICA: Max von Sydow (el caballero Antonius Block), Gunnar Björnstrand (el escudero), Nils Poppe (Jof), Bibi Andersson (Mia), Bengt Ekerot (la muerte), Äke Fridell (el herrero), Inga Gill (Lisa, su mujer), Erick Strandmark (Skat), Bertil Anderberg (Raval), Gunnel Lindblom (la muchacha), Inga Landgre (Karin), Anders Ek (el monje renegado), Maud Hansson (la embrujada), Gunnar Olsson (el pintor), Lars Lind (un monje joven), Benkt-Ake Benktsson (el posadero), Gudrum Brost (la mujer del posadero), Ulf Johansson (jefe de soldados).

Junto a Fresas salvajes, ésta es la película de mayor grandeza cósmica de Bergman. Aquélla es el gran retablo de la vida, y ésta el retablo de la muerte. No exactamente por el temor y el horror a la muerte misma, a la extinción de la vida, sino por la cuestión del más allá, de la nada y de la existencia ultraterrena: problema capital y eterno del hombre, tema metafísico por excelencia. Y es esencialmente el problema de la duda, que lleva al hombre al universo cerrado de la angustia, agudizada al máximo en las épocas de transición. Por eso Bergman sitúa la película en el siglo XIV, el gran momento histórico de la transición entre el completo y ya perfecto mundo medieval y los tiempos modernos, que se inician con el humanismo y el Renacimiento. El XIII es el siglo de la universalidad, cúspide y límite de la Edad Media, con la construcción de las grandes catedrales, desde Amiens y Estrasburgo a Burgos y Toledo; de las grandes recopilaciones, desde las «Summas» de Santo Tomás a las obras de Roger Bacon y «El libro de los oficios» de Boileau; cuando las ciudades, con sus plazas públicas, al pie de las catedrales, sustituyen a los castillos aislados por sus señores. Las universidades públicas toman la cultura de mano de los monasterios herméticos, y las lenguas nacionales comienzan a sustituir al latín; cuando el poder militar trata de establecer el imperio teocrático por medio de las cruzadas y Marco Polo descubre el fabuloso Oriente; sobre todo, es el instante crucial en que se pretende hermanar la razón con la revelación, los dictados de la fe con los hechos del conocimiento. En el siglo XV todo se ha configurado ya, con la popularización de la cultura por medio del descubrimiento y rapidísima difusión de la imprenta, y la universalidad se hace efectiva, desde las expediciones portuguesas de Enrique el Navegante al descubrimiento español de un nuevo mundo, y sobre la mente humana se ponía también el «non plus ultra», como propugnaba el otro Bacon. Es el camino hacia el siglo XVII, donde todo ha de aceptarse, a pesar del proceso de Galileo. Y entre ambos, el XIV es la terrible transición, donde todo se disgrega y todo germina. La Guerra de los Cien Años asola Europa, trae el hambre, y el hambre la peste; la fecha de la subida de los precios del trigo –índice del hambre– coincide con la de la peste, y cada generación conoce su peste; las luchas inagotables del Pontificado contra el Imperio, el Papado fuera de Roma y el cautiverio de Aviñón, el gran cisma de Occidente, con sus dos y tres Papas que se desconocen y acusan mutuamente, con el fracaso de las Cruzadas, que terminan en el pillaje y atraen a los turcos hasta el Danubio; la inquietud y la duda hacen proliferar las herejías…En el siglo XII Anselmo, arzobispo de Canterbury, proclamaba la necesidad de «creer para saber». Pero ahora, doscientos años después, el caballero de esta película necesita todo lo contrario, saber para creer.

Viene de una Cruzada desastrosa y ya inútil, y encuentra su país devastado por la peste y el hambre: la muerte, esa muerte masculina de la mitología nórdica, está presente por todas partes. Bergman ha tomado sus imágenes cinematográficas de sus visiones infantiles, cuando acompañaba a su padre a los sermones, y el niño se distraía contemplando las pinturas y relieves medievales en los muros de las iglesias. «Es un bosque –dice–, la muerte, sentada frente a un tablero de ajedrez, jugaba con el caballero. Una criatura con ojos desorbitados trepaba a un árbol mientras la muerte comenzaba a aserrarlo desde abajo. Sobre suaves colinas, la muerte conducía la danza final hacia el país de las tinieblas.» Por la magia mecánica del cine, los viejos sueños terroríficos del hombre medieval, inmóviles durante siglos en los muros sagrados, cobran movimiento, se hacen nueva vida para los grandes públicos del mundo moderno. Y Bergman encuentra en este paralelismo entre el pasado y el presente la clave del hombre contemporáneo, igualmente angustiado por el poder de ese universo que está creando. Creo que esta evocación medieval, en profundidad y no como simple anécdota, es lo que da a este film su aguda y tremenda contemporaneidad, su dimensión de cuestión eterna y de problema actual.

El caballero quiere saber el secreto, romper el séptimo sello, que según el Apocalipsis cierra el rollo que Dios tiene en su mano en el día del Juicio Final: la revelación del destino humano. Y por ello pregunta a la supuesta bruja, emisaria del diablo, y a la muerte, con la que juega su destino al ajedrez. Pero nadie sabe nada y sólo encuentra el horror de los flagelantes, que se revuelcan por el polvo, a los pies de un Cristo estremecedor. En cambio, su escudero es el escéptico que cree en lo que ve y puede tocar, que ama y desprecia la vida por lo que tiene de bueno y de malo. Combate generosamente por cosas concretas y no por ideales caballerescos, que han fracasado, y quiere vengarse de los que los produjeron y aún sostienen por el fanatismo y la barbarie.

Sobre todo quiere vivir sobre una verdad real, aunque sea la nada, y cuando la muerte viene a por ellos y el caballero le hace callar, el escudero responde una frase clave: «Me callaré, pero protesto». Es el personaje más difícil, más complejo y mejor tratado del film. Y los saltimbanquis, con su niño, son los sencillos, los humildes, los que no preguntan, son esa invocación perenne de Bergman a la vida, que se sintetiza en sus Fresas salvajes. Magistralmente realizada, recta y simple, a pesar de sus evocaciones, manejando con un sentido moderno todos los recursos del expresionismo nórdico y los viejos descubrimientos permanentes del cine de su país, con una fotografía exacta y poética, con una extraordinaria música, perfectamente utilizada, El séptimo sello es, sencillamente, una película genial. Eleva el cine a niveles metafísicos, de alta especulación, como muy pocas veces se ha hecho a través de su historia.

FILMOGRAFÍA: 1945: Kris. 1946: Det regnar pa var kärlen (Llueve sobre nuestro amor). 1947: Skepp till indialand; Musik i mörker (Noche eterna). 1948: Hamnstad (Una mujer libre); Fängelse (Prisión). 1949: Törst; Till glädje. 1950: Sant händer inte här; Sommarlek (Juegos de verano). 1952: Kvinnors väntan (Tres mujeres); Sommaren med Monika (Un verano con Mónica). 1953: Gycklarnas afton (Noche de circo). 1954: En lektion i kärlen (Una lección de amor). 1955: Kvinnodrom (Sueños); Sommarnattens leende (Sonrisas de una noche de verano). 1956: Det sjunde inseglet (El séptimo sello); Smultronstället (Fresas salvajes). 1957: Nära livet (En el umbral de la vida). 1958: Ansiktet (El rostro). 1959: Jungfrukällan (El manantial de la doncella). 1960: Djävulens öga (El ojo del diablo). 1961: Sasom i en spegel (Como en un espejo). 1962: Nattavardsgästerna (Los comulgantes). 1963: Tystnaden (El silencio). 1964: För att inte tala om alla dessa kvinnor (¡Esas mujeres!). 1965: Stimulantia. (Un episodio). 1966: Persona (Persona). 1967: Vargtimmen (La hora del lobo). 1968: Skammen (La vergüenza). 1969: Riterna (El rito). 1970: Em passion (Pasión). 1971: Beroringen/The touch (La carcoma). 1972: Viskningar och rop (Gritos y susurros). 1973: Scener ur ett äktenskap (Secretos de un matrimonio). 1974: Trollflöjten (La flauta mágica). 1975: Ansikte mot ansikte (Cara a cara). 1977: The Serpent’s Egg/Das Schlangenei (El huevo de la serpiente). 1978: Herbstsonate (Sonata de otoño). 1980: Aus dem Leben des Marionetten (De la vida de las marionetas). 1982: Fanny och Alexander (Fanny y Alexander). 2002: Anna.