FICHA TÉCNICA: Francia: Albatros, 1927. Argumento: según la obra de Eugène Labiche y Marc Michel. Adaptación y dirección: René Clair. Asistente: Georges Lacombe. Fotografía: Maurice Desfassiaux y Nicolás Roudakoff. Decorados: Lazare Meerson.
FICHA ARTÍSTICA: Albert Préjean (Ferdinand), Olga Tchekowa (Anis de Beauperthuis), Marise Maia (la casada), Yvonnek (Nonancourt), Alice Tissot (una prima), Alex Bondi (un primo), Préfils (Bobin), Vital Geymond (teniente Tavernier), Paul Oliver (el tío sordo), Alex Alain (Félix), Volbert (el alcalde), Jim Gérald (Beauperthuis).
Un clásico del cine, cumbre de la obra muda y comienzo de la gran carrera de René Clair. Como tantas veces sucede, Clair aceptó la película por exigencias comerciales, pues no le gustaba hacer adaptaciones, sino argumentos propios. Además, hasta entonces, había preferido los asuntos mágicos, irreales, y aquí se encontraba con el realismo que había tenido que aceptar en su anterior película, eminentemente comercial, La presa del viento. Clair tuvo una idea inicial feliz. La obra de Labiche se desarrolla en 1851, en la época de Luis Felipe, el rey burgués. Pero al trasladarla a cuarenta años después, a unos modos de vida y unas modas inmediatamente anteriores a los años de realización, le da ese acento de ridículo, sátira, ternura y cierta poesía de lo que acaba de transcurrir, ya sin la leyenda del pasado. Y lo que hace, fundamentalmente, es la transposición de la magia en realidad y la realidad en magia: descubre la magia de lo real, que en adelante será su línea fundamental. Siguiendo los enredos y encadenamientos de las situaciones de vodevil de Labiche, descubre otro hecho capital para su obra: la expresión de la acción, la capacidad increíble de los hechos para representar todas las cosas. Principalmente, la psicología de los personajes. En adelante las figuras de Clair serán un poco marionetas, con reacciones netamente humanas. Está así en el borde de la farsa. Y con todo ello descubre y realiza en la pantalla lo que hasta entonces no se había logrado: captar el espíritu francés. Aunque la película apenas tuvo éxito de público, ha de marcar los caminos del cine de Francia, consagrados a partir de Bajo los techos de París.
Un novio va a su boda con la hija de unos ricos tenderos de barrio, peripuesto en su cabriolé, agitando su fusta al son de una canción. Aquélla se le enreda en un árbol, se baja a buscarla y el caballo se come un sombrero de paja de señora, olvidado sobre un matorral, detrás del que está una dama, en compañía de un militar furibundo, que no es su marido. La señora no puede volver al hogar conyugal sin explicar el destrozo del sombrero, y el húsar exige al novio la reintegración de otro exactamente igual o de lo contrario lo matará en duelo. Desde aquí, la acción entra en ese carrusel sin fin, predilecto de Clair. El novio tiene que asistir a todas las ceremonias de su boda, con el cortejo detrás, mientras se escapa a cada momento para correr por la ciudad en busca del sombrero requerido. El militar y la señora infiel se han metido en su casa, donde aquél amenaza a cada momento con romper todos los muebles, y el novio tiene que ir, de vez en cuando, a tranquilizarlo. El criado va de un sitio a otro, y un tío sordo se queda anclado en todas partes, con su trompetilla y un regalo del que nadie hace caso. El cortejo nupcial va en busca del novio cada vez que desaparece y todos emprenden un itinerario disparatado, por los sitios más inverosímiles. Al final, el golpe de efecto, típico de Labiche, que todo lo soluciona: el regalo del tío sordo, con el que nadie puede entenderse, es un sombrero exactamente igual al buscado. Todo el film es una continua y ágil cabriola, donde cada uno de los personajes se va encontrando automáticamente envuelto en unas situaciones rápidas, ridículas, risueñas, enternecedoras, plenamente humanas y definitivamente francesas. La sátira nace del ostensible esfuerzo de aquellas pequeñas gentes por cumplir, aunque sólo sea en el momento de aquella boda, con su papel trascendental que la ceremonia les ha asignado de manera protocolaria y mecánica.
Pero, sobre todo, la película es ya el prodigioso ritmo de imágenes que domina la obra de Clair. Entonces se llamó «el ballet de la burguesía francesa», porque todo en ella gira, se mueve y danza con una perfecta marcha, verdaderamente musical. Pero ante el cine moderno y concretamente el francés de la nueva ola, es mucho más: la ecuación del ritmo óptico. La música está implícita en cada imagen de esta película muda y no tendrá más que incorporarla, casi automáticamente, para obtener el prodigio de El millón.
FICHA TÉCNICA: Francia: Tobis Film, 1930. Guión y dirección: René Clair. Ayudante de dirección: Georges Lacombe y Marcel Carné. Fotografía: Georges Périnal. Decorados: Lazare Meerson. Canciones: Raoul Moretti y R. Nazalles. Dirección musical: Armand Bernad.
FICHA ARTÍSTICA: Albert Préjean (Albert), Pola Illery (Pola), Gaston Modot (Fred), Edmond Gréville (Louis), Paul Olivier (el borracho), Bill Bocket (Bill), Aimos, Jane Pierson.
La batalla del cine sonoro está en su apogeo en 1929. En Estados Unidos se ha impuesto, pero Europa resiste aún, aunque la alarma cunde entre las empresas y las producciones se paralizan. En Londres aparecen los primeros talkies norteamericanos, y los cineastas del continente acuden a ver de qué se trata y a adivinar su porvenir. René Clair prepara en Berlín Premio de belleza, que acabará por realizar Genina. Se va a Londres y ve El teatro flotante (Show Boat, 1929), de Harry Pollard, y, sobre todo, Melodías de Broadway (Broadway Melody, 1929), de Harry Beaumont, dos revistas musicales. La primera es todavía medio sonora medio muda, pero en la segunda encuentra ya los primeros elementos de un posible cine sonoro. Le fascinan los primeros dibujos con sonido. Lo demás es desastroso. Escribe desde allí:
«La imagen está relegada a un simple papel ilustrativo al servicio de un disco de gramófono; el espectáculo trata únicamente de guardar la máxima semejanza con la pieza teatral, de la que es reproducción cinematográfica. En tres o cuatro decorados se suceden las escenas dialogadas, incomprensibles y aburridas para el que no domina el inglés, insoportables para el que no lo conoce. Las «ingeniosidades», generalmente distribuidas en estos diálogos, nos permiten formar un juicio anticipado de lo que será el cine hablado en francés bajo la inspiración de nuestros productores, que tan probado tienen, en los films silenciosos, su amor al mal teatro».
Como casi todos los artistas e intelectuales, teme por la existencia misma del cine. Y frente a aquel laberinto sin salidas, sólo ve ésta: mantener los postulados del cine mudo. Escribe desde Londres:
«No es posible dar palabra a la imagen sin renunciar a las conquistas del cine silencioso. Imaginemos una película en la que el texto hablado no fuera más extenso que el habitual en los rótulos. La palabra estará al servicio de la imagen, intervendría sólo como medio de expresión “de emergencia”; un texto breve, neutro, que no obligue a sacrificar nada de la búsqueda expresiva visual. Bastaría con un poco de inteligencia y buena voluntad para llegar a un acuerdo sobre esto. Pero, ¿se aceptaría semejante solución?».
Esto es exactamente lo que Clair va a hacer en Bajo los techos de París, y el imponer esa solución va a ser su descubrimiento, su lucha y su conquista. Pero también ha observado que el sonido puede sintetizar la imagen. Una puerta que se cierra no es ya necesario que se vea, como en el mudo; basta que se oiga, sin cortar la imagen del que la oye. El sonido da también unidad a las imágenes.
Clair va a desarrollar como nadie estos hechos iniciales, y a darles un valor cinematográfico orgánico y definitivo. La imagen tiene absoluta primacía, como en el mudo. Los diálogos son ilustrativos, ruido de palabras, hasta el extremo de que, con unas someras indicaciones, los abandona a la improvisación de los actores (hasta El último millonario, 1934, no empezará a escribir los diálogos de sus films). Y las imágenes y los sonidos –palabras, ruidos, música– marchan separados, a veces independientes, a lo largo de todo el film. Lo que le permite incluso abolir uno en beneficio del otro. Independencia de imagen y sonido que ha de llevar al cine sonoro por nuevos caminos.
Anula el sonido, para dejar la imagen muda, haciendo pasar la acción tras una puerta o escaparate, donde continúa silenciosa, simple gesto, o sumerge la escena en ruidos que apagan las palabras. Los dos sistemas los usa aún, con gran eficacia, en el comienzo de Todo el oro del mundo. Anula la imagen para sugerirla en el sonido, con lo que cobra un enorme valor de insinuación. Dos escenas se hicieron famosas. La de la alcoba, donde la midinette y el cantor callejero se acuestan cada uno a un lado de la cama, discutiendo. Se apaga la luz y, sobre la pantalla oscura, se oye el diálogo, para sugerir lo que sucede. El mismo medio utiliza en la batalla callejera entre los maleantes, junto a las vías del tren. Apagan el farol de un tiro y la riña queda en la oscuridad, con los ruidos y voces, los silbatos de los guardias que acuden y el fragor de los trenes que pasan. Tiene así más intensidad que la imagen vista.
Por último, la imagen y el sonido marchan juntos, pero independientes, completándose, con una justificación realista o no. Es la célebre escena del comienzo. El panorama de los tejados de París, tan admirados por Clair, los que veía de niño desde el alto balcón de su casa natal, en el barrio de los Mercados. La cámara desciende hasta la calle, en un largo travelling. Allí está el cantante callejero, la muchacha de vida equívoca a la que explota el maleante, el público de barrio que compra la canción para tararearla: el cuplé «Sous les toits de Paris», de Moretti, que será uno de los grandes éxitos musicales del cine. Y vuelve a subir a lo largo de la fachada, para asomarse a cada ventana, esas ventanas de los barrios populares de París, siempre abiertas. Por ellas se ve al que toma un baño de pies, el chico que recita su lección, la mujer que limpia los cacharros, el despertar del empleado, la señora con bigudíes, los enamorados aún en la cama, a los que importuna la luz del día…cada uno pintado con un fino toque, certero y gracioso. Y la canción es el trazo común que une y comenta este desfile de imágenes, de hechos y de tipos humanos. La independencia del sonido y la imagen es lo que le permitió realizar este movimiento de cámara inmenso, inusitado en los comienzos del sonoro. También permite que las canciones y músicas no se interpongan y corten la acción, como en la revista o comedia musical, sino que formen parte de ella o marchen paralelas y libres, sin interferirla. Independencia que será un camino nuevo y hará de Clair uno de los grandes creadores del cine sonoro como arte.
Pero en esta primera escena ya se manifiesta la otra gran aportación de este film a la historia del cine, seguramente la más importante: la nueva fundación del cine francés. Francia estaba haciendo, lógicamente, un cine basado en lo mejor de sí misma: su cultura, su elegancia, su universalidad…Un cine literario, pictórico, cultivado, cosmopolita y de empaque, hasta cuando trataba lo popular o los bajos fondos. Un cine distinguido y académico, sin verdadera raíz en la realidad del país. Por eso no existía. En Bajo los techos de París Clair emprende la dirección opuesta: un cine popular, pleno de tipismo y dirigido al gran público, sin abdicar de su valor artístico. En vez de un cine académico, un cine de barrio. En vez de figuras representativas e importantes, recoge al cantante callejero, la midinette, los caids, el apache, los artesanos, los empleados, las familias de la clase media, el guardia, el tendero, la portera, el taxista, el artista bohemio…Y los arrabales, el bistrot, los bailes de suburbio, la música de acordeón, los camaradas callejeros de amistad invulnerable…Ahora son verdaderamente humanos, vivos, pintorescos, átomos del espíritu de Francia, capaces de representarla mejor que la gran figura histórica o el personaje importante, en ambientes de alta sociedad. Es el descubrimiento para Francia del pueblo francés. Con lo minúsculo y cotidiano alcanza lo nacional, con lo típico y castizo logra lo universal. Es un milagro, y con este milagro se crea el auténtico cine de Francia, que llega hasta hoy. A pesar de la ocasional vuelta de la «nueva ola» a ciertas sofisticaciones y culteranismos.
En sí misma, la película es intencionadamente sencilla. La aventura de dos amigos que se juegan el amor de la muchacha de la calle, a la que explota un chulo matón parapetado en su cuadrilla de maleantes. Albert (Albert Préjean) consigue su amor, es detenido por un error y, mientras está en la cárcel, la muchacha se enamora del amigo. Cuando sale en libertad, pelean con el matón y su banda, rescatan a la muchacha, disputan, se la vuelven a jugar y Albert renuncia a ella en favor del amigo, para volver a sus canciones callejeras. Vista hoy, resulta un tanto incipiente, desarticulada, a veces ingenua. Todos los problemas artísticos y técnicos de su época pesan sobre ella. Pero mantiene lo esencial: es, positivamente, la proclama de la fragancia y la sencillez, afincadas en lo popular. Es algo que Clair ya no abandonará nunca: la poética simplicidad, «el realismo poético» del que es el máximo maestro.
Clair tenía ya la idea de un film sobre el suceso callejero, y había escrito un argumento (Une enquête est ouverte) que no se filmó. Por otra parte, siempre le fascinaron los cantantes populares en los barrios de París, con sus acordeones y el público que los corea. El sonoro le dio la oportunidad de aunar estas dos preferencias. Escribió el argumento a fines de 1929, en París y en Saint-Tropez, aún playa de reposo. La filmación comienza el 2 de enero de 1930 en los estudios Tobis, en Epinay. En París se estrena en el mismo año, en el Moulin Rouge, con el anuncio entonces sensacional que cubría la fachada: «Cien por cien hablada y cantada en francés». Gustó poco. El público francés, acostumbrado a su cine manierista, retórico, importante, distinguido y melodramático, encontró insignificante y trivial esta historia simple, popular, de gentes vulgares, que no disimulaban lo que eran. Se vio como un film menor.
Pero el estreno en Berlín, en la Mozartsaal en agosto de 1930, fue un éxito enorme. El público alemán acababa de rechazar La melodía del mundo, de su compatriota Ruttmann, porque era un film sonoro en el que apenas se hablaba. Y aceptó el francés por eso mismo, por su sobriedad en el diálogo. Pero, sobre todo, por encontrar el ambiente parisino, tan auténtico y poetizado, que los prejuicios habían impedido ver al público francés. Desde allí, el film conquistó el mundo, como el gran éxito que imponía el cine de Francia, desde entonces hasta hoy. Y el cine de todos los países se llenó de comedias musicales «estilo René Clair» durante varios años, hasta agotar el género. Sólo el propio René Clair lo sabrá continuar, en constante evolución, a lo largo de su obra. Es, así, una película fundamental en la historia del cine.