Bajo toda clase de coacciones personales y directrices oficiales, Dovchenko no logra en el resto de su obra esa compenetración esencial entre el poema y el problema, entre la actualidad y la eternidad, que son el magnífico logro de este film. Desde su primera película importante, Zvenigora (1927), aún incipiente, el tema central de su obra es la transformación del hombre ruso por obra de las nuevas condiciones políticas del país, tratado generalmente con un cierto esquematismo explicativo, a base del héroe y el traidor. Ivan y Aerograd son eso, pero el primero contiene uno de lo más grandes poemas sobre la máquina que se han hecho, y el segundo la visión espléndida de la taiga siberiana, ambas concebidas con inmenso entusiasmo. Shchors es un buen film sobre la Primera Guerra Mundial en Ucrania, y Ucrania en llamas sobre la segunda, que le ocasionó acusaciones de derrotismo. Michurin, sobre el famoso botánico, fue modificada y maltrecha. El Desna encantado, cuyo guión ya no pudo realizar por sí mismo, quería ser la superación de La tierra, el eterno motivo de este poeta de la naturaleza y los hombres vistos como elementos centrales de ese universo panteísta. Nació el 2 de febrero de 1889 en Copenhague, Dinamarca. Murió en esa misma ciudad el 20 de marzo de 1968. Su padre era danés y su madre sueca, lo que hace de él un nórdico típico, como lo será también su extraordinaria producción artística. Queda huérfano de niño y es recogido por una familia que no le quiere. Una infancia desgraciada, en un medio hostil, que ha de decidir su psicología, su vida y, por tanto, su obra. Siempre será un solitario en su vida y en su arte, y también un gran rebelde.
Todo su afán es salir de su hogar y ganarse la vida: pianista en un café, funcionario municipal, empleado en diversos departamentos del Estado, en una compañía de electricidad…A los dieciocho años ingresó en la Great Northern Telegraph Co., con la esperanza de que lo enviasen al extranjero. Pero no lo consiguió y tampoco pudo soportar la rutina de un trabajo monótono, aunque fuese un empleo seguro. Lo deja y, completo autodidacta, se dedica al estudio de la historia y el arte, siguendo cursos universitarios. Allí forma parte de la «Juventud Emancipada», agrupación estudiantil del Círculo de Estudiantes Universitarios, de tendencias políticas de izquierda. Por aquella época se dedica al periodismo en diarios de provincias y luego de la capital, principalmente como reportero deportivo; así fue como, en 1910, fue el único periodista que asistió al famoso vuelo de Robert Svedsen sobre el estrecho Sound. Con el seudónimo de Tommen hace una serie de retratos artísticos y literarios, de tendencia satírica, titulados «Héroes de nuestro tiempo». En 1912, como periodista, se relaciona con la mayor productora cinematográfica danesa, Nordisk Films, y se dedica a poner rótulos a las películas, como un recurso puramente económico. Después arregla argumentos, recomienda novelas populares para la pantalla y acaba por abandonar el periodismo a cambio de aquella otra profesión más productiva. Aprende montaje y en 1916 se queda en la empresa como consultor técnico y artístico, título vago y amplio que le permite realizar un sólido aprendizaje. Sobre todo, se transforma en un verdadero cineasta y empieza a amar aquella profesión de la que no se separará nunca, a pesar de los largos vacíos de inactividad a los que se verá continuamente abocado.
Dirige su primera película en 1919 –estrenada en 1920–, un melodrama sobre un caso de conciencia: El presidente. Película del estilo declamatorio de los dramas del cine danés de la época, deja establecidos desde el primer momento los rasgos esenciales y los conceptos capitales que han de regir la obra de Dreyer: un gran sentido plástico, importancia de los decorados, predilección por el aire libre con un gran sentido de composición, montaje de extraordinaria precisión, un trabajo riguroso sobre el gesto de los actores, abundancia de primeros planos…Tiene un extraordinario manejo del tiempo, con el uso del flash-back, tan utilizado después. «Esta película, realizada en el momento de La culpa ajena, sobrepasa a Griffith en la novedad del estilo, por su fría perfección, pero no por la emoción» (Sadoul). Enseguida, emprende su primer film de grandes ambiciones, Páginas del libro de Satán, inspirado en Intolerancia, de Griffith, que en aquel tiempo constituyó la lección fundamental de cine en todo el mundo, pero sobre todo en los cines nórdico, germano y ruso. También la película consta de cuatro episodios que narran el camino de Satanás en el mundo: la Pasión de Jesucristo en Palestina, la Inquisición en España, la Revolución Francesa y «La Rosa Roja de Soumis», sobre la guerra civil en Finlandia contra los bolcheviques. «Era un estudio de la conciencia humana frente a los grandes interrogantes del Bien y del Mal: la falsedad del hombre, la tentación, la incesante mutación del rostro del Mal a través del tiempo y de los países» (Tino Ranieri). Éste es el valor fundamental de la segunda película de Dreyer: el abordar los grandes temas de tipo religioso y humano, de tradición medieval. Todo el cine nórdico, hasta Bergman, se mueve en esta línea central y Dreyer afianza así su obra en los cimientos más hondos y auténticos de su país.
Pero el cine danés está en pleno declive tras de haber sido uno de los más importantes del mundo. Dreyer viaja a Suecia para hacer un film en la productora Svensk Filmindustri sobre un cuento de Kristofer Janson: La cuarta alianza de la dama Margarita (Prästänkan, 1920). En un ambiente medieval narra la costumbre de un pueblo donde el nuevo cura estaba obligado a casarse con la viuda del anterior pastor fallecido. Dreyer hace un film satírico, incisivo, cruel y fantástico. Principalmente, dedica una atención escrupulosa, entusiasta y honda al rostro humano, como después lo hará Bergman. Nunca más abandonará Dreyer este motivo y tema capital de su obra: el hombre como máscara y como última expresión de lo inexpresable. También está aquí su preferencia por los viejos, pero ancianos verdaderos, sin la falsificación de maquillajes. La viuda del pastor es Hildrud Carlberg, de ochenta años, sobre cuyo rostro senil hace Dreyer prodigios de plástica fotogénica. Toda una sátira feroz de la conducta humana brota de la figura de esta anciana obstinada en seguir viviendo el amor. Ama a tu prójimo está hecho en Berlín y relata las persecuciones racistas en la Rusia zarista de 1905 –la época de El acorazado Potemkin– contra los judíos. Conserva una gran veracidad porque los actores son auténticos habitantes del gueto berlinés. Érase una vez…, realizada en Copenhague, en medio de toda clase de dificultades, destaca sobre todo por un detallado estudio del rostro humano, que aquí Dreyer acaba por dominar. Pero estos dos últimos films son los más débiles de su obra.
Sus tres películas siguientes vienen a moverse, con variantes lógicas, en un mismo sector: el estudio de la condición humana. Michael, realizado en Berlín, bajo la producción del gran Eric Pommer, es un film de ambiente elegante, pasiones, bajezas, egoísmos…El amor de la casa, de nuevo en Dinamarca, aborda otro tema favorito del cine nórdico: los problemas familiares entre marido y mujer, sátira mordaz venida de sus recuerdos infantiles. Una vieja ama consigue dominar y domesticar al tiránico señor, engreído y egoísta, que humilla y sacrifica a su esposa. Film realista, en la línea del cine psicológico alemán de Murnau y de Czinner, con un estudio de caracteres extraordinario. La novia de Glomdal es una película menor, realizada directamente sobre un relato literario, filmando sin guión. Y todo este camino conduce a un punto cumbre y a un cruce sin igual en la historia del cine.
Continuando su vida errante de artífice medieval, Dreyer se va a Francia en 1927. Trata de hacer un film sobre «Tosca», sin lograrlo. Una empresa productora le da a elegir entre varias figuras históricas femeninas: Catalina de Médicis, María Antonieta y santa Juana de Arco. Dreyer prefiere a esta última, circunscribe el tema al episodio final del proceso de Ruán en 1431. El film es una de las cúspides verdaderamente genial en las postrimerías del cine mudo: La pasión de Juana de Arco. Por una absurda paradoja, tan frecuente en el cine, esta obra maestra, el más alto exponente de su carrera, significará para Dreyer la inseguridad y la falta de continuidad en su trabajo para el resto de su vida. El film es un fracaso comercial, tiene conflictos con la productora, rompe su contrato y, en busca de mayor libertad de artista, intenta su propia producción. Logra el apoyo financiero del joven holandés barón Nicolás de Gunzburg, y así puede tres años después realizar Vampyr o La extraña aventura de David Gray, película sonora en tres versiones: francesa, inglesa y alemana (1930-31). Se basa en una novela de Sheridan Le Fanu, donde se combinan las leyendas nórdicas de los vampiros con las inglesas de los fantasmas y los caserones misteriosos. La idea medieval vive en nuestros días con personajes actuales en un mundo irreal y sin tiempo, en el dominio del terror. Una extraordinaria fotografía de Rudolf Maté –que ya ha trabajado con él en La pasión de Juana de Arco– crea un clima visual de ensueño y de pesadilla, con paisajes nebulosos, vaporosos, y habitaciones imprecisas, sombrías. Dreyer trata el sonido en el umbral del cine sonoro como nadie hasta el momento. Hay largas perspectivas sonoras, ecos, resonancias, gritos y ruidos inverosímiles y, sobre todo, grandes silencios, vehículo del misterio. Maneja constantemente el sonido como contrapunto y como equívoco: un toro da el grito de muerte y angustia que representa el alarido humano del terror. Todo se mueve en un sector indeterminado entre lo verídico y lo sobrenatural, con constantes equívocos de imagen: el campesino con su guadaña al hombro, que toca una campana, finge la muerte; o las sombras imprecisas que cruzan los campos en la noche, agitando las hierbas, como el viento o como los fantasmas. Hay una escena insuperable, el entierro visto por el propio muerto. Está dentro del ataúd, oye los martillazos del sepulturero que lo clava: sobre el cristal de la ventanita, frente a la cara del cadáver, la vieja pone un cabo de vela, cuya cera gotea sobre el cristal; pasan los árboles, bamboleantes, el cielo alto en el camino del cementerio al que le conducen. Jamás el cine había llegado a este lento destilar de lo pavoroso y lo terrible. La película es un terrible fracaso comercial y Dreyer estará once años sin hacer otro film.
Al volver a su país, este visionario del horror, fatigado y deprimido, pasa una temporada en una casa de salud. Después vuelve al periodismo, donde hace crítica de cine y también crónicas judiciales, porque le atraen las cuestiones psíquicas extraordinarias. En aquella época escribe un libro, «Sobre el estilo del film» («Lidt om filmstil»), que no publicará hasta 1943. Se va a Inglaterra para incorporarse al grupo de documentalistas de Grierson, refugio artístico para idealistas cinematográficos. Pero el realismo social de Grierson es la antítesis de los conceptos de Dreyer, y no logra acomodarse a aquella escuela del verismo actual y operante. En 1934 le proponen realizar una película en Alemania, pero lo rechaza porque no quiere trabajar en un país antisemita. Con el periodista italiano Quadrone recorre África del Norte para documentar una película sobre un hombre blanco aislado en el ambiente africano, pero no logra organizarla.
Dinamarca cuenta con una interesante producción de documentales de tipo educativo y social, realizados o apoyados por el Estado. El jefe de esta organización trata de hacerle volver al cine y le encarga algunas de estas películas cortas. Pero sólo hace una, Moderhjaelpen, sobre el problema de las madres jóvenes. Dreyer no se siente cómodo en su país, sin embargo, en 1943 realiza en Dinamarca otra gran obra maestra: Dies Irae (Vredens dag). Historia terrible y misteriosa situada en el siglo XVII, cuando las ciencias ocultas, que han actuado durante milenios, degeneran en los últimos casos de brujería, en aquel mundo en plena transición hacia la ciencia y la razón. Un viejo pastor protestante ha salvado de la hoguera a una vieja acusada de brujería, y se casa con su hija, mucho más joven que él. Son felices, pero la bruja de la aldea, que va a ser apresada, se oculta en la iglesia, va al encuentro de la joven y le revela que los poderes sobrenaturales de su madre, ya muerta, no deben perderse y que ella los ha de heredar. La vieja bruja es torturada, confiesa sus poderes demoníacoas y es condenada a morir en la hoguera. Es la escena cumbre del film, donde los aullidos de terror y dolor de la vieja son ahogados por un coro de niños que cantan el Dies Irae. Pero el hijo del pastor, habido en su primer matrimonio, vuelve a la casa y se enamora de su madrastra. La muchacha, a la que la bruja ha transmitido sus poderes, había deseado que el joven volviera, y ha vuelto. La joven esposa desea que su anciano marido muera, y así sucede. Acaba por creer en sus poderes mágicos, su amante la abandona, espantado, la madre del pastor la acusa de brujería ante el cadáver de su marido y la muchacha confiesa. Como siempre, Dreyer apunta aquí contra la intolerancia y el fanatismo, contra los misterios del alma humana en definitiva. Obra magistral, donde la imagen y el sonido cobran nuevas perspectivas y posibilidades.
Al año siguiente Dreyer logra realizar el viejo deseo y hacer una película con sólo dos personajes, Dos seres, realizada en Suecia y que nunca se proyectó en Dinamarca. Fue un fracaso completo. Estuvo cinco días en cartel y la crítica se ensañó con ella. Vuelve a la inactividad, proyecta una película sobre María Estuardo para realizar en Inglaterra, pero nada le hace abdicar de su fiera independencia: al no obtener garantías de libertad absoluta, rechaza el contrato. Vuelve a emprender la realización de cortometrajes para el Estado, unas veces para consumo interno y otras para la exportación. Hay uno que conviene destacar, De naede faergen, 1948, sobre la prevención de accidentes de circulación en las carreteras. Este asunto, estrictamente moderno y actual, está tratado de una manera sobrenatural y fantástica. Un matrimonio viaja por la carretera a gran velocidad, para alcanzar el ferry y atravesar los estrechos daneses. Ante ellos marcha otro coche de aspecto extraño, que les impide el paso obstinadamente con maniobras imprevistas. Los automovilistas se empeñan el forzar el paso y la marcha, pero aquel vehículo está siempre delante de ellos. Va conducido por la muerte, y lo que transporta el ferry son los ataúdes de los dos automovilistas.
Proyecta y trabaja mucho en el argumento que sueña desde hace tiempo: la vida de Cristo en los lugares reales de Palestina, con actores judíos buscados en el país y filmada en color. Trata reiteradamente con empresas norteamericanas e inglesas para montar una coproducción, que no llega a realizarse. En aquellos momentos de reconstrucciones históricas, casi siempre vacías, este proyecto no se abre camino. Y por último, en 1955, presenta La palabra (Ordet), sobre el drama místico de Kaj Munk, que ya había realizado Gustav Molander en 1943. Película estática, de composición admirable y poderoso aliento siempre contenido. Unos campesinos puritanos, intransigentes de vanos dogmatismos, la esposa que muere de parto, el dolor de la familia, que piensa por qué no ha muerto el pobre loco que se cree Jesucristo…Sólo éste tiene la fe primigenia, íntegra y sin dudas. Es el único que se atreve a pedir a Dios que resucite a la muerta, y el milagro se hace. Película estremecedora, inusitada, obra maestra de un cine al margen de nuestra época, que obtuvo el León de Oro en el festival de Venecia de 1955, donde se le rinde un gran homenaje al realizador. Gertrud será su último film, drama psicológico, intimista, gran retrato de la figura femenina, con un tratamiento donde se alían su estilo más clásico con el del momento. Muere cuando está preparando su soñado film sobre la vida de Cristo.
Carl T. Dreyer es un realizador secreto, un artista de las catacumbas. Sus películas tienen escaso éxito, apenas son vistas por los grandes públicos, y su obra, muy reducida, se jalona a lo largo de cincuenta años de profesión cinematográfica, como otro genial y rebelde creador: Robert Flaherty. De muchas de sus películas apenas existen copias, y otras se dieron por perdidas durante mucho tiempo. Pero esta obra de rumbos subterráneos ha influido decisiva y magistralmente sobre otros cineastas de mayor público y éxito que han impuesto esos hallazgos e innovaciones en el cine mundial. Por ejemplo, Vampyr, de Dreyer, es una de las películas que está más presente, a través de una lógica transformación, en Ciudadano Kane, de Orson Welles. Es uno de los grandes creadores del cine, que sólo actúa indirectamente, a través de sus seguidores y de públicos minoritarios.
Como gran artesano del cine lo hizo todo con una minuciosidad y pasión de fanático: escribe sus guiones, se ocupa personalmente de los decorados como un elemento primordial de sus películas; dedica largas búsquedas a los accesorios, muebles y detalles que han de crear el ambiente; elige a los actores buscando a los que encajen en el papel ya concebido por sus facultades o por su edad, prescindiendo con frecuencia de su profesionalidad; los dirige implacablemente, en profundidad, pero sin hacerlos ensayar ni repetir ante las cámaras, para no forzar la manifestación espontánea de su vida interior; dirige la iluminación de las escenas, que considera primordial siempre; hace el montaje, improvisando según la inspiración que se sugieren los trozos de película que tiene entre las manos. Ha aprendido de Griffith y Eisenstein y, naturalmente, de los tradicionales maestros del cine nórdico, como Sjöström y Stiller. Pero ha devuelto esta lección a todo el cine nórdico, principalmente a Bergman, al cine alemán, al ruso, al mundial, en cuanto una película se acerca a esos sectores del arte en los que Dreyer es el supremo maestro. De Dreyer han surgido, o por sus películas se han impuesto, los decorados de cuatro paredes donde la mirada de la cámara rebota en busca del rostro de los personajes y de los detalles del ambiente; las habitaciones con techo, porque Vampyr fue hecho en viejas casas verdaderas y abandonadas, techos que dan un toque encerrado y resonante; ese ambiente tenso y pesado, asfixiante, lento, donde todo cobra otra dimensión extraña; esos diálogos o sonidos bajos, susurrados o sugeridos, que de pronto corta un alarido o un estallido; ese montaje contradictorio, que no es lento en sí, pero que sirve a una acción de ritmo pausado, solemne, hasta el borde de lo monumental…Toda una escuela de cine está en Dreyer y se toma con frecuencia de su obra.
Si Dreyer hubiera vivido hace quinientos años, en la época de las grandes catedrales, hubiera sido el creador de un orbe fantástico, un compañero de El Bosco, del que merece ser contemporáneo. Pero desde entonces, la vida, la historia y el arte han seguido el camino de la realidad cada vez más objetiva y verídica que ha devorado la otra realidad interna, la que está al otro lado del espíritu del hombre. Y los hombres, artistas o no, han renunciado a ese mundo de mitos y quimeras en favor de una realidad objetiva que impone totalmente sus leyes. Pero Dreyer no: ha pactado. Y muestra la acción de esa realidad subjetiva, fantasmagórica, a veces sobrenatural, sobre la dura realidad externa y objetiva del mundo que nos rodea. Sus films son psíquicos y con frecuencia psicopáticos. Ha dicho: «El artista debe describir la vida interior, no la exterior. La facultad de abstraer es esencial a toda creación artística. La abstracción permite al realizador franquear los obstáculos que el naturalismo le impone. Permite a sus films ser no solamente visuales, sino espirituales». Lo que Dreyer hace y lo que le importa es el impacto de ese mundo espiritual, interior, sobre el otro mundo real y visible de fuera. Manifestar el poder de la otra realidad, la que está dentro de cada alma. Por aquí entronca con las películas terroristas alemanas, cuyo maestro fue Fritz Lang, y con las terroríficas, cuyo maestro fue Murnau. Por eso con tanta frecuencia las escenas cumbres de Dreyer son un monumento al horror, de una crueldad fría y lúcida, verdaderamente espantosa. Toda la fuerza de sus personajes es anímica, viene del otro lado del alma y penetra en el mundo y en los hombres con la callada, furiosa e incontenible fuerza de unas raíces sedientas. Y esa fuerza cambia, crea, destruye el mundo, los hombres, las cosas, las ideas. Viene de allá lejos, de las infinitas, oscuras perspectivas del otro lado del espíritu humano, y allí es donde Dreyer encuentra su verdadero universo. En otro tiempo, en los años de la Edad Media a la que su espíritu en verdad pertenece, no hubiera salido de ese universo. Pero ahora lo lanza contra la realidad más verídica, tangible y visible, para doblegarla. Ésta es la esencia de su obra y de su concepción artística. Como en Bergman, aunque en una dirección distinta y propia.
Por eso su estilo es un expresionismo montado sobre el realismo. La realidad de fuera sólo le interesa como motivo, y por eso sus decorados suelen ser casi siempre lisos, desnudos, con pocos muebles y el menor número posible de personas, que vienen a formar parte de ese decorado. La forma plástica de Dreyer es expresionista, pero sometida a los cánones del realismo, que no permite la deformación al estilo de El gabinete del doctor Caligari. El ángulo y la luz son sus únicos instrumentos para doblegar la realidad externa a esa otra realidad psíquica, casi siempre en delirio. Y su forma temporal es un estatismo rítmico, insistente, monocorde, que la mirada superficial y apresurada califica de lentitud. Pero es que ésta es la forma, el ritmo y la cadencia de la angustia, valor central y constante de la obra de Dreyer, que no podría ser expresada de otra forma.
Siempre la angustia, en torno y en función de la cual viven todos los demás factores de sus films; la angustia del miedo, de la muerte, del odio, del misterio, del amor, de la vida. Esta angustia nace del afán de traducir en el hombre lo que tiene enfrente a lo que tiene dentro, de pasar de una realidad a otra. En los personajes y en las situaciones de Dreyer apenas es posible, porque es pasar del mundo de lo sobrenatural al mundo de lo real. Todo el universo de Dreyer es un mundo fronterizo entre ambos, entre el más allá del espíritu y el más acá de la vida diaria. Por eso es el gran cantor, el gran poeta, el gran dramaturgo de la angustia humana en sus máximas cumbres de desesperación y delirio. Por eso es el gran solitario del cine, que sin embargo tiene la mayor influencia sobre todo el arte cinematográfico moderno, tras del que se halla, más o menos lejana, la tremenda noción de la angustia de vivir.
FICHA TÉCNICA: Francia: Société Générale des Films, 1927-1928. Argumento: del libro de Joseph Delteil, y los textos del proceso conservados en la Cámara de los Diputados de París. Dirección: Carl Theodor Dreyer. Guión: Carl Th. Dreyer y Joseph Delteil. Ayudante de dirección: Rolf Holm, Dr. Martroff y Paul Le Cour. Consejero histórico: Pierre Champion. Fotografía: Rudolph Maté. Decorador: Jean Victor-Hugo y Hermann Warm. Figurines: Valentine Victor-Hugo. Sonorización: en el año 1952, bajo la direción de Lo Duca. Fondo musical: Juan Sebastián Bach, Albinoni y Sanmartini, Germiniani y Vivaldi, Torelli y la partitura inédita de Scarlati para «La pasión según San Juan». Dirección musical: Jean Vitold.
FICHA ARTÍSTICA: Maria Falconetti (Jeanne), Eugène Sylvain (obispo Cauchon), Maurice Schutz (P. Loyseleur), Ravet (Jean Beaupère), André Berley (Jean d’Estivet), Antonin Artaud (Massieu), Michel Simon (Jean Lamaitre), Jen d’Yd (Guillaume Evrard), A. Lurville, Jacques Arnna, Mihalesco, R. Narlay, Paul Jorge, Henry Maillard, Jean Aymé, L. Larive, Henry Gaultier (los jueces).
El tema de la vida y muerte de Juana de Arco tiene toda clase de facetas atractivas para el arte, y concretamente para el cine. Situado en las postrimerías de la Edad Media, mundo de guerra sin tregua, relata la lucha por la corona francesa entre Enrique VI de Inglaterra y Carlos VII de Francia; la reconstrucción histórica más brillante se ofrece aquí. La situación del país era tan desastrosa que se había abierto paso, en la fe popular, la creencia en una intervención sobrenatural salvadora. Juana de Arco vino a encarnar esta esperanza sobrenatural. Una comisión de teólogos franceses, de Carlos VII, declaró que las visiones y voces oídas por la doncella podían considerarse de origen divino, y el pueblo la aclamó como redentora de Francia. Es la mujer-soldado, que lleva a cabo hazañas inesperadas, frente a la apatía y la ineficacia de los nobles y guerreros profesionales, azotados por las derrotas, y en poco más de dos meses consigue la coronación del nuevo rey de Francia en la catedral de Reims. Capturada en 1430, es vendida a los ingleses por el partido borgoñón por diez mil francos en oro. Entregada al obispo Pierre Cauchon, partidario de los ingleses, y a una comisión de teólogos de La Sorbona, se inicia su proceso, que dura cinco meses (9 de enero al 30 de mayo de 1431). Y declarada «herética, relapsa, apóstata, idólatra», es quemada viva el 30 de mayo de 1431, en la plaza del mercado de Ruán. Su rey anula el proceso y desde 1869 a 1920 marcha lentamente la causa religiosa que la lleva a la canonización: es la Santa. En 1923, la República Francesa instituye una fiesta nacional en su honor, como patrona de las Galias: es la heroína y la nueva fundadora de Francia. Es también un tipo humano extraordinario: la campesina analfabeta que a los veintisiete años es capitana de los ejércitos franceses. Todos estos aspectos de la vida de Juana de Arco han fascinado a los artistas, a los historiadores y a los hombres del cine, desde su aparición. Por eso, se han hecho diecisiete películas sobre el tema, desde 1898 hasta 1962. Méliès ya hace su Juana de Arco en 1900, los italianos en 1913, con Maria Jacobini, y De Mille en 1916, con Geraldine Farrar. Se hace la reconstrucción histórica por sí misma en La maravillosa vida de Juana de Arco (La merveilleuse vie de Jeanne d’Arc, 1927), de Marc de Gastyne, inmediatamente anterior a la de Dreyer; con intención política contra los franceses, realizada por el alemán Gustav Uciky (1935). Sobre todo, ha atraído irresistiblemente a las actrices: Ingrid Bergman en 1948, Michéle Morgan en 1953, otra vez Ingrid Bergman bajo la dirección de Rossellini en 1954. Aún Otto Preminger realiza una versión en 1957, y Robert Bresson su Proceso de Juana de Arco en 1962, directamente inspirado en el de Dreyer.
Algunos films de Dreyer han obtenido éxito en Francia, y una fuerte empresa –filial de la UFA alemana– le proporciona la oportunidad de hacer su Juana de Arco, por propia elección. Es el momento en que el cine francés está bajo la égida de Gance, que acaba de realizar su monumental Napoleón, cargado de grandilocuencia y aureolado de todos los patriotismos. Dreyer gastará casi siete millones de francos en la película, cifra de superproducción. Pero renuncia a todas las atracciones que el asunto le ofrece y marcha directa, audazmente, a la última esencia más pura del tema. Renuncia, en primer lugar, a toda contingencia temporal. Concentra el largo proceso en un solo día; mejor dicho, en un tiempo inexistente, abstracto, verdaderamente mítico y se lanza a buscar los grandes valores fundamentales a través de algo que le es dilecto y genuino: el espíritu humano. Pero visto, adivinado, rastreado, analizado a través de los rostros de los hombres. Emplea por primera vez, para interiores, la película pancromática, que le evita el maquillaje mistificador, y el gran operador Rudolph Maté obtiene una fotografía prodigiosa. Aproximadamente la mitad de la película está realizada en primeros planos, en grandes planos, sobre todo de las caras, que adquieren así en la pantalla un aumento de treinta veces. El film es un desfile de rostros en macrocinematografía, donde se hipertrofia el menor detalle, el mínimo gesto, el rictus más sutil, el centelleo de una mirada, la sequedad de unos labios…Ópticamente, es la gran batalla de los rostros contra un rostro. De unos jueces dispuestos a toda trampa…contra el rostro de la doncella, de la Santa, toda ingenuidad, sencillez, pureza, fe ciega en su creencia y en su Dios, incluso en los poderes de aquella misma Iglesia que la persigue y la condena. Toda esta hipertrofia de la realidad, este colosalismo del gesto humano llevado a sus últimos límites le sirven para relatar lo completamente opuesto. Dreyer parte desde dentro, desde una posición puramente ideal, mística, para utilizar lo de fuera, como simple vehículo. Se había documentado en el libro, recién aparecido, de Delteil, en los estudios eruditos del obispo Dubois, en los textos auténticos del proceso…Se ha traído al decorador expresionista Hermann Warm –uno de los decoradores de El gabinete del doctor Caligari– y lo ha reducido a la realización de fondos blancos, lisos, que apenas son nada. «Sobre todo, nada de rosetones, ni nada de gótico», había pedido Dreyer, afrontando el anacronismo. Porque todo lo va a reducir a ese combate de rostros, que es una batalla de almas, que es su eterno tema de la intransigencia, el fanatismo, la venalidad, el oportunismo contra la sinceridad, la pureza, la fe íntegra…Solamente con el desfile inicial de las caras de los jueces, que susurran palabras que no tienen texto, porque no tienen importancia, Dreyer crea de pronto todo el ambiente y el clima de aquella época; el interior, el espiritual, no el de las catedrales y los rosetones. Porque lo que Dreyer busca y halla en este film son valores puros: la fe íntegra y originaria, en el orden sobrenatural; la angustia, ese horrible cerco del alma, en lo humano. La película es el tremendo poema de la angustia.
Toda la técnica de Dreyer, en esta película, está dirigida a lograr estos valores puros, desdeñando el brillante asunto. Es la cumbre de la fotogenia, ese elemento cinematográfico supremo, hasta la imposición del montaje y su teorización por los cineastas soviéticos. Dreyer acaba de ver El acorazado Potemkin, de Eisenstein, con inmenso deslumbramiento, pero siguió su propio camino, afincado en el valor estricto de la imagen. Nunca las imágenes cinematográficas han revelado, desde su simple realidad, una serie de trasfondos tan poderosos, estremecedores, hondos y sutiles. Puede decirse, realmente, que el cine mudo acaba aquí. Juega los planos con estrictos movimientos de cámara, apenas perceptibles, pero completamente operantes sobre la impresión del espectador. «Alrededor de estas cabezas, Dreyer no se cansa nunca de dibujar, con los más incesantes movimientos de cámara, un arabesco constante y esencial» (Roberto Paolella). Acaba por conseguir la ecuación visual perfecta, plena, rotunda. Todo es una infinita contención, concentración de valores puros, expresados a través de ese tema que es el gesto humano. La gran transposición cinematográfica, bien moderna por cierto. En ese alucinante aquelarre del rostro humano destaca formidable el de Maria Falconetti (1901-1947), una actriz que ni antes ni después alcanzará semejante cúspide de interpretación magistral, sometida a la torturante dirección de Dreyer. Cada plano y momento del film es una perfecta obra magistral, como la película misma. Incluso el final de la revuelta del pueblo contra los ingleses, que le fue impuesta por la productora, es un producto de simplificación y de eficacia, son efectismos. En todo momento, Dreyer renuncia aquí a todo, para conseguirlo todo.