Federico Fellini

Puede decirse que la película fue poco vista, sobre todo en proporción a su importancia y su renombre. Pero directamente y, sobre todo, a través de su influencia en la obra de los que entonces la vieron y estudiaron, El acorazado Potemkin ocasionó un cambio de rumbo fundamental en la historia y el concepto del cine. Hoy permanece viva e íntegra en todos sus valores, obra maestra de un genio.

FILMOGRAFÍA: 1924-25: La huelga (Stachka). 1925: El acorazado Potemkin (Bronenosets Potiomkin). 1927-28: Octubre (Oktiabr). 1926 y 1927-28: La línea general o Lo viejo y lo nuevo (Generalya linya o Staroie i novoie). 1931-32: ¡Que viva Méjico!, inacabada. 1936-37: La pradera de Bezhin (Bezhine Lovj), inacabada. 1938: Alexander Nevsky (Aleksandr Nevsky). 1941-43: Iván el Terrible (Ivan Grozni), primera parte. 1945-46: La conjura de los boyardos (Ivan Grozni), segunda parte.

Nació el 20 de enero de 1920 en Rímini (Forli), Italia. Murió en 1993 en Roma, Italia. Entre la vida y la obra de Fellini hay una compenetración total en una simbiosis perfecta. Cada una nace, vive y forma la otra. Su obra es una autobiografía y, a la vez, el hacer cada película es un episodio fundamental de su vida. Realizar un film –dice– es vivir y crear al mismo tiempo, su mejor medio de encontrarse a sí mismo. Cada película constituye su vivir presente, tanto como el recuerdo de lo vivido. No en su anécdota inmediata, limitada y concreta, sino en la totalidad de los mundos que crea –que ha vivido–, y esencialmente en ese anhelo de Fellini de hacer saltar la fantasía sobre todas las realidades.

La realidad es su vida de niño en la capital de provincia, donde su padre es comerciante de productos alimenticios. Allí se recuerda a sí mismo como un pequeño histrión, siempre dispuesto a llamar la atención, de cualquier modo. Luego, el colegio de religiosos en Fano, lóbrego y hostil: un recuerdo de soledad, dureza y tristeza. Los domingos invernales le llevan a una playa, desierta y fría, que luego será un tema predilecto de sus films. Y sobre esta sombría realidad escolar, surge la loca fantasía. En la plaza del pueblo hay un circo modesto, se hace amigo del clown, que cuida lloroso su animal enfermo, y se va con ellos. Pero su uniforme le delata, como a un preso, y al día siguiente le vuelven al colegio. Ha sentido por primera vez el maravilloso hálito de la libertad y la atracción del vagabundeo. No lo olvidará nunca. Como Eisenstein, considera el circo el gran espectáculo creador, con una contextura fundamental semejante a la del cine. De aquí nacerá La strada. En aquel colegio se pasaban panorámicas fijas educativas, edificantes, aburridísimas, y los chicos llenaban el tedio de aquella «diversión» con toda clase de malas pasadas entre sí y a los profesores. Es un recuerdo que pesará en él contra el cine. Pero a los dieciséis años el cine llega deslumbrante: le sugestiona la música oída en Tiempos modernos. Como para Zavattini, Charlot es el rayo revelador de un mundo nuevo.

Sus años de adolescencia y juventud, en Rímini, son los de un hijo de papá, ocioso y mala cabeza, un inútil sumido en la indolencia, de la que no quiere desprenderse: I vitelloni. Pero, sobre todo, la psicología del vitellone, que siempre dormita en él, y que –en sus mejores momentos de triunfo y actividad– ve surgir como un fantasma, temible y deseado. En toda su obra existe la comprensión y amor hacia el vago, un tanto cínico, histriónico y mistificador. Pero como el Moraldo de Los inútiles (I vitelloni), rompe el cerco y se va a la conquista de su vida.

Hace de todo. En Florencia, caricaturas por los cafés, un poco menos que artista y un poco más que mendigo. Dibuja historietas, fumetti, y continúa con éxito las famosas aventuras de Flash Gordon, cuando ya no llegaban los originales norteamericanos a causa de la guerra. Este universo disparatado, de vulgar fantasía, será el tema de su primer film, El jeque blanco. En Roma es redactor de «Il popolo», encargado de la sección de comisarías y hospitales. Luego, trabajará en periódicos humorísticos, principalmente «Marco Aurelio», como diseñador y autor de chistes y caricaturas. Así perfecciona un sentido cómico que le llevará al cine en 1939 como «gagman», autor de trucos bufos, para films de Macario. También colabora en algún argumento, pero siempre como algo ocasional y puramente «alimenticio». La guerra mundial viene a complicar más esta vida azarosa y pintoresca, dura y muchas veces mísera. En un restaurante donde no tiene para pagar, le saca del apuro un cómico al que no conoce, Aldo Fabrizi. Se hacen amigos y le lleva a su compañía, pomposamente titulada «Destellos de amor». Escribe sketches, letras de canciones, pinta decorados y es actor cuando alguno desaparece. Durante más de un año, en plena guerra, hace giras por las ciudades y pueblos llenas de incidentes y escaseces. Pero quizá sea aquí donde Fellini encuentra el sentido para su vida y su obra: entre estos cómicos bohemios y pobres, abocados a las peores realidades, pero siempre repletos de todas las ilusiones y esperanzas más infundadas. Declara que es una de las etapas más importantes de su vida, recogida en su film Luces de candilejas (Luci del varietà).

Escribe guiones para la radio y se casa con una actriz modesta: Giulietta Masina. Colabora en bastantes argumentos con Piero Tellini y Cesare Zavattini. La catástrofe de la aventura bélica de Italia se acerca y la vida del país cede bajo los pies de todos. Fellini conoce el mundo de los «bidonistas», mezcla de timador y estafador pintoresco e ingenioso. Amigo de un «bidonista» profesional, llega –según Renzo Renzi, uno de sus mejores biógrafos– a vender diamantes falsos, aunque sin saberlo. El final de la guerra es el caos que nos han pintado, tan verídica y sinceramente, las películas neorrealistas: los maleantes, los limpiabotas, los vagos, los sin trabajo, los fugitivos pululan por todas partes, dispuestos a vivir de cualquier modo. Cogen a un americano borracho y lo venden entero, el comprador lo desvalija y lo vuelve a dejar en la calle, quizá desnudo. Los americanos son el negocio para todos. Fellini, con otros, abre un establecimiento extraño, donde gana el dinero a puñados y se pelea con sus clientes. Consiste en hacer la caricatura de los soldados americanos de ocupación, redactarles un texto y grabarlo en un pequeño disco, para que enviasen todo ello a sus familias. Pero como iban acompañados de muchachas de toda clase, aquello solía acabar en batallas campales y –dice Fellini– estaba muy cerca de la prostitución. Allí viene a buscarlo Roberto Rossellini, enviado por Fabrizi, para que le escriba el argumento de una película corta, sobre un sacerdote fusilado por los alemanes. Este primer embrión de film corto acabará por convertirse en Roma, ciudad abierta, la película que hará triunfar el neorrealismo en el mundo entero.

Rossellini es su maestro y su amigo, con una compenetración de caracteres que hace su magisterio más eficaz y profundo. Fellini ha intervenido ya en una docena de películas, pero sólo con Rossellini tiene la revelación del cine como arte y como profesión. El cine viene a realizar en aquel hombre perdido en la vida, en aquel pequeño artista sin rumbo, cercano a la indigencia, la revelación que de niño tuvo frente a Charlot. Filmando Paisà con Rossellini recorre el país de norte a sur, y es la gran conmoción. Después de veinte años de régimen mussoliniano –confesará–, es la primera vez que tiene la noción de lo que es su país y sus gentes. Y así, en el desastre, la desesperación y el afán exacerbado de levantarse es como les ama, quizá por primera vez. La realización de Paisà, con Rossellini, es la señal decisiva hacia su camino definitivo: desde entonces sólo quiere ser cineasta, realizador.

Alberto Lattuada le ofrece codirigir con él Luces de candilejas, película llena de gracia y de ternura, de picaresca y de emoción. Más que la mano de Lattuada se ve la de Fellini, sobre todo por lo que aporta como conocedor de los hechos. Su primer film como director único es El jeque blanco (1952), donde ya está plenamente marcado el carácter fundamental de su obra. La mujer de provincias, recién casada, soñadora, cándida y ridícula quiere conocer a su ídolo, el Scheik Blanco de las historietas, que resulta ser un pobre actor de cine, grotesco, delirante, martirizado por su mujer. Y rota su gran ilusión, encuentra que también la vida vulgar es bella y en ella se puede soñar. La esperanza imperecedera, a prueba de todos los desastres, es lo que mueve a los hombres y justifica su vida. Ha comenzado la obra de uno de los realizadores más importantes del cine mundial de cualquier tiempo. También de los más admirados, de los más discutidos, de los de mayores y más resonantes éxitos. Esta obra es, a su vez, la continuación de su aventurera existencia, y le ofrece la temática de sus películas siguientes. Ya triunfador en el cine, conoce la alta sociedad, los ricos y poderosos, y el mundo fabuloso del cine mismo: será La dolce vita, Ocho y medio, Giulietta de los espíritus, estas últimas en los linderos de lo fantástico.

Ante todo trabaja por gusto, por realizar una acción en la vida, y ese espíritu de vitellone que conserva le impide ser «corrompido» por las ofertas económicamente tentadoras que le asaltan cuando ha tenido el gran éxito. Fellini es uno de los directores más premiados, pero, a pesar de ello, es siempre un incomprendido y sus proyectos encuentran grandes dificultades para ser realizados. Tiene que cambiar de productor constantemente: «Había firmado con la Cines para El jeque blanco y lo hice con Rovere; tenía contrato con Rovere para I vitelloni y lo hice con Pegoraro; firmé con Pegoraro para La strada, pero la he hecho con Ponti; Il bidone, con Ponti, ha sido hecho para la Titanus; estaba contratado para Cabiria por la Titanus y he acabado haciéndola con Laurentiis; firmé La dolce vita con Laurentiis, y sabe Dios con quién la haré». Nadie quería producir esta película, que ha dado enormes ingresos. Y siempre las profecías sobre sus películas han sido desastrosas, con una falta de visión, en casi todas, verdaderamente asombrosa. Al final de cada una de estas luchas, «agotado y acribillado de deudas», acepta cualquier condición económica, pero nunca una transacción artística. Fellini es, ante todo, un gran artista creador, que necesita decir algo concreto e ineludible a las gentes y a sí mismo.

Lo que quiere decir es su vida, su experiencia, su personalidad y sus recuerdos. «Si tienes un monstruo, escríbelo», decía Goethe. Ese monstruo, que se revuelve dentro de todas las contradicciones imaginables, es su vida, y la ha filmado para que deje de ser su existencia personal e intransferible, para que sea la vida total, con su valor y vigencia para todo ser humano. Fellini parte siempre de un hecho vital, que llega de fuera o de dentro. Nunca de una idea preestablecida, ni siquiera de una imagen en torno a la que cristalizar las otras imágenes del film. No es un intelectual, ni un formalista, sino un hombre que vive y que cuenta. Y su vida es el más extraordinario, formidable y apasionante de sus films; quizás éstos no sean sino la leve sombra de aquélla. La dolce vita comenzó con la vaga y trivial visión del «traje saco» de las mujeres elegantes que pasaban ante él, sentado en un café, por la Via Veneto. Esa moda le pareció absurda, digna de unas gentes absurdas, caprichosas y sin sentido. Y de ahí comenzó a brotar, a enriquecerse, a crecer la noción del mundo elegante y su gran vida, tan propicios a todas las críticas. Esta minúscula célula inicial dio lugar a ese film enorme, monstruoso y magnífico, que es la explosión final del gran fuego de artificio fellinesco. Sus películas tienen, por eso, esa textura algo informe del recuerdo y experiencia propias, amplía los hechos a dimensiones generales por medio de encuestas e investigaciones a fondo. Pero una vez alcanzado este carácter general, de vida total, que es lo que le interesa, no está siempre dispuesto a aceptar la realidad de los hechos, si no puede atravesarlos con su sentido propio y peculiar de la vida. No quiere aceptar nada sobre lo que su imaginación no pueda saltar hacia el ensueño, la esperanza o la fantasía. Sus guionistas habituales, sobre todo Flaiano, le llaman constantemente al orden de la realidad que ha encontrado. Pero, sin negarla, busca una salida al dolor y la desolación humana: Los inútiles, La strada, Las noches de Cabina…Por eso se le ha acusado de infundado optimismo, gratuito, consolador y conformista. Pero las películas de Fellini no son optimistas. No es optimismo la esperanza ciega que no tiene, quizá, en la mayoría de los casos, posibilidad ninguna de realizarse. La dolce vita está cerrada al optimismo. Sobre Fellini y su obra han caído verdaderas cataratas de literatura, casi siempre polémica, casi siempre estéril y sin sentido. Porque se adoptan posiciones ideológicas estrictas por ambos lados, que tratan de cuadricular la vida. Y lo que Fellini siente, piensa y recoge en sus películas es la vida tal cual es, o él cree que es. Incluso con ese átomo de esperanza imposible y a la vez imperecedera que lleva a los hombres adelante, a través de todo y contra todo, hasta la muerte. Ha dicho a sus detractores: «Lo que nos separa, sin duda, es una visión materialista o espiritualista del mundo». Por eso la obra de Fellini está llena de contradicciones y resulta inaprensible. Es, a la vez, atractiva, con una indefinible fascinación, y decepcionante, con un toque de mistificación. Pero es que el existir, empezando por el de Fellini mismo, es eso y nada más. Y eso es lo que Fellini quiere recoger: la realidad con su imaginación y su esperanza, que la hacen atractiva y engañosa. Eso es todo, en realidad, y lo demás permanece en lo hipotético, para unos y otros.

Ante todo, es un creador de tipos humanos arrancados de la realidad, desde fuera, e iluminados por la esperanza y la ilusión inmortales, desde dentro. Los personajes de Giulietta Masina, Gesolmina y Cabiria, son el resumen y prototipo de sus nociones de vida. Por eso sobre ellos se han ensañado sus adversarios y se han afincado sus apologistas. Ahí se ven desnudas las raíces del arte de Fellini, porque esos personajes de Giulietta Masina son simplemente uno solo: Charlot. El neorrealismo, como casi todas las facetas del cine, debe a Charlot su primera y entrañable generación vital: el pobre hombre superfluo de nuestro tiempo. Pero en Charlot siempre hay, también, un camino por el que se va hacia cualquier remota, vaga e inasequible ilusión. El paralelismo entre los personajes de Giulietta Masina y Charlot es tan evidente que llega hasta su interpretación de actriz y su indumentaria pintoresca e indefinible. También tiene, como contraste y referencia, un gigante al lado, sea Zampano o Wanda, Anthony Quinn o Franca Marzi.

Y esta raíz y acento charlotesco significan que la realidad de la vida, por cerrada y hosca que sea, es infinita, está más allá de nuestras ideas, nuestros sistemas y nuestros esquemas. Sobre todos los hechos concretos hay siempre una solución, por ilusoria que sea: la solución poética, que es la solución de Fellini, la solución charlotesca, la solución quijotesca. Transformar la realidad en ilusión para que la ilusión sea realidad, quizá, algún día…Por eso, como en toda poesía, tras el mundo concreto y auténtico de Fellini hay un misterio. Y Fellini se acerca a él por medio de metáforas, último vehículo de lo poético hacia lo indefinible. Sus películas están llenas, en cada escena, de detalles incoherentes y significativos. Es lo que llama, muy certeramente, sus arcanos. Antonioni desarrollará al extremo estas situaciones y detalles marginales e incisivos. Se le reprocha como un truco de pintoresquismo inútil, erróneamente. Es su forma poética, metafórica, que da a su sistema de expresión un legítimo estilo barroco, a veces leve, a veces acentuado, que florece y estalla en sus grandes escenas multitudinarias: las fiestas y las procesiones. En estas cumbres expresivas es donde se ve la enorme maestría de Fellini como director de montaje, más que de cámara. Lógicamente, porque su concepción inicial no surge de una idea –con su tesis– ni de una imagen –con su forma plástica–, sino de la vida que pasa, con su multiplicidad caótica e indefinible. Recoger estos trozos de vida y darles un sentido, montarlos, es al fin hacer su película. Esta conducción de lo realista hacia la metáfora es la forma lógica de su concepción esencial, paralela: sobre la autenticidad, levantar lo poético.

Y es, creo, la aportación fundamental de Fellini a la necesaria renovación del neorrealismo. La creación de un neorrealismo poético: más aún, de un neorrealismo romántico, valga la contradicción, porque la vida es contradictoria por definición. Quizá su película más sincera, más suya, sea Los inútiles (I vitelloni). Quizá la más pura, auténtica y directa sea Almas sin conciencia (Il bidone). Fellini se resistió a aceptar la terrible realidad que sus investigaciones sobre el tema le proporcionaban: aquellos estafadores y timadores eran simples maleantes, endurecidos e inhumanos, sin salida visible. No la quiso hacer hasta encontrar un camino para Augusto, el estafador empedernido, aunque fuese hacia la muerte. Pero este film ha sido, después del éxito colosal de La strada, el que menos ha gustado al público. Seguramente porque es el más puro, pero el menos felliniano. En cambio, La strada y Las noches de Cabiria constituyen la popularización del neorrealismo, la llegada de esta gran escuela, entonces minoritaria, hasta la conquista total de los grandes públicos. Desde aquí, Fellini comienza a apartarse de sus fuentes autobiográficas más directas, más realistas, para adentrarse en sus concepciones del mundo y de los hombres, aunque siempre a través de sí mismo. La dolce vita es este punto de giro. Ocho y medio –cuyo título completo es Fellini-Ocho y medio, para señalar su raíz personal– está hecha, por completo, con el universo de sus «arcanos», en pleno delirio introspectivo, vitalista, ideológico…Giulietta de los espíritus, ya en color, como fuente de lo maravilloso, un tanto en fumetti, borra el realismo del asunto bajo la catarata continua de trazos estrafalarios, en indudable búsqueda de otro universo. En el que se adentra decididamente con Fellini-Satyricon, a favor de un género tradicional italiano: la reconstrucción histórica. Como Pasolini y otros, toma un legendario pasado para afrontar el presente. Este film es una verdadera orgía descomunal de símbolos, misterios, parábolas, leyendas, mitos, reflexiones, alusiones…por medio de imágenes barrocas de complicada belleza. Una ampliación de sí mismo hacia el universo.