Emilio Fernández

Todo un camino lógico. El neorrealismo poético de Fellini acaba por dominar lo estrictamente real, objetivo y visible, para hacer una deslumbrante eclosión, que marca otros rumbos, sin renegar de sus orígenes. Y siempre serán la expresión de la multiforme e imprevisible personalidad de este colosal artista.

FILMOGRAFÍA: 1950: Luci del varietà (codirigida con Alberto Lattuada). 1951: Lo sceicco bianco (El jeque blanco). 1953: I vitelloni (Los inútiles); Amore in città (un episodio). 1954: La Strada (La strada). 1955: ll bidone (Almas sin conciencia). 1956: Le notti di Cabiria (Las noches de Cabiria). 1959: La dolce vita (La dolce vita). 1961: Boccaccio’70 (Boccaccio’70), un episodio. 1962: Otto e mezzo (Fellini, ocho y medio). 1965: Giulietta degli spiriti (Giulietta de los espíritus). 1967: Histoires extraordinaires (Historias extraordinarias), un episodio. 1969: Fellini-Satyricon (Satiricón). 1970: I clowns (Los clowns). 1972: Roma (Roma). 1973: Amarcord (Amarcord). 1976: Casanova (Casanova). 1978: Prova d’orchestra (Ensayo de orquesta). 1979: La città delle donne (La ciudad de las mujeres). 1983: E la nave va (Y la nave va). 1985: Ginger e Fred (Ginger y Fred). 1987: Intervista (Entrevista). 1990: La voce della luna (La voz de la luna).

Nació el 26 de marzo de 1904, en Mineral de Hondo (Coahuila), México. Murió en 1986. Su padre era mexicano y su madre india kikapú; adscrito a las corrientes indigenistas americanas, le gustaba llamarse «El indio Fernández». Se dedica a la carrera militar y estudia en una academia, y su adolescencia y juventud transcurren en plena guerra civil. Es la gran contienda, terrible y caótica, por la formación de un país que, en pocos años, conocerá una considerable evolución histórica. De 1910 a 1917 se combate contra el feudalismo que representa Porfirio Díaz por la revolución burguesa que encabeza Venustiano Carranza, con las tendencias de Emiliano Zapata, Pancho Villa y Álvaro de Obregón. Éste hace triunfar la revolución constitucionalista de Carranza, el Partido Revolucionario Mexicano, que permaneció en el poder hasta finales de la década de los noventa con el nombre de Partido Revolucionario Institucional. Esta evolución es todo un síntoma y un hecho nacional importante. Emilio Fernández toma parte en estas luchas sin fin, que en diez años ocasionarán un millón de muertos. A los diecinueve años es teniente coronel, con un nutrido historial militar. En 1923 se encuentra complicado en el alzamiento de Adolfo de la Huerta contra el gobierno de Obregón, y combate con aquél, pero la sublevación fracasa. Se le condena a veinte años de cárcel, de los que cumple tres, porque consigue fugarse y pasar a los Estados Unidos.

En California, exiliado y pobre, su principal medio de vida es trabajar como bailarín en una academia de baile. Otro de sus recursos ocasionales es el cine: unas veces como bailarín y buen caballista hace de extra y de doble de actores para las escenas peligrosas. Luego consigue algunos pequeños papeles e incluso uno de cierta importancia. Se considera arraigado en Hollywood cuando, en 1933, una amnistía a los «huertistas» le permite volver a México, tras siete años de exilio. En julio de 1934 se incorpora al cine de su país como actor, en el que actuará durante siete años interpretando veintiuna películas. También escribe algunos argumentos, como hará después en sus films, casi siempre en colaboración. En noviembre de 1941 inicia el rodaje de su primera película, La isla de la pasión, y a lo largo de cuarenta años dirigirá en México, Estados Unidos, España, Argentina, Cuba…También comenzó alguna película que ha terminado otro realizador; participó como asesor en films norteamericanos y actuó en algunos de sus films y en La cucaracha (1958) y Los hermanos del Hierro (1961), de Ismael Rodríguez. De esta larga, compleja y complicada obra de Emilio Fernández destacan diez años importantes y fecundos, de 1943 a 1953, y en ellos seis u ocho films que le dan renombre universal y obtienen varios premios en los Festivales de Cannes, Venecia, Bruselas o Karlov-Vary. Con Emilio Fernández el cine de México se sitúa en un plano internacional, en la máxima categoría artística. En su figura y en su obra se vino a centrar, casi exclusivamente, la representación del cine mexicano. Y éste es el triunfo y el drama de Emilio Fernández.

El cine de México permaneció en un estado incipiente y larvado durante todo el periodo mudo. Pero, incluso en esa época, ya manifestaba la tendencia general que habría de caracterizarle cuando llegara a ser uno de los más importantes del mundo, industrialmente considerado: un internacionalismo comercial, sin raíz propia, simplemente imitativo. En el cine mudo de México hay un film que marca esta tónica y estilo, quizá para siempre: El automóvil gris (1919), de Enrique de Rosas. Es una desdichada imitación de los films de episodios norteamericanos y franceses sobre las hazañas de una banda de maleantes. Film primitivísimo y anticuado, recargado de frases grandilocuentes y moralistas en un momento en que ya en el mundo se realizaban películas comerciales de extraordinaria categoría. Este film tuvo un éxito colosal y se ha exhibido por cines provincianos durante 35 años. Quizás nunca se haya olvidado esta lección, ya que al mismo tiempo se intentan caminos supuestamente mexicanistas: Tabaré, Santa, Cuauhtémoc…El cine mexicano traza, pues, su configuración desde su nacimiento.

El cine sonoro pone definitivamente en marcha la industria de películas mexicanas sobre este mismo esquema. Pero la verdadera definición, el descubrimiento de un cine mexicano auténtico y la revelación de México en el cine, es obra de S. M. Eisenstein con ¡Que viva México! Todo lo que México proporciona al genial director ruso es lo mismo que éste va a dar al cine mexicano. Sobre todo, el descubrimiento de un tiempo eterno e inmóvil en el espíritu de México, que es su verdadero «tempo» vital. No el de las cabalgatas guerreras por las llanuras y mesetas soleadas y polvorientas, con sus jinetes galopantes y gritadores, los fusiles al aire. Esto es la historia y la anécdota, y Eisenstein señala en profundidad, indica el camino hacia el alma cristalizada de México. Exactamente, hacia el indigenismo. Redes (1934), de Fred Zinneman y Emilio Gómez Muriel, con fotografía de Paul Strand, es la obra que prácticamente inicia el cine mexicano, puesto que la obra de Eisenstein no se terminó nunca. Obra importante, con grandes imágenes, es una manifiesta combinación de la forma plástica de ¡Que viva México! y la contextura de El acorazado Potemkin. Janitzio (1934), de Carlos Navarro, continúa en esta dirección; el principal actor es Emilio Fernández.

En esta línea se situará la mejor obra de Emilio Fernández como realizador. En torno suyo se constituye un equipo con el que va a obtener sus grandes éxitos y que, cuando se renueva, lo hace verdaderamente por sustitución de valores semejantes: Dolores del Río, la veterana gran actriz; Pedro Armendáriz, extraordinario actor; Gabriel Figueroa, uno de los grandes iluminadores del cine mundial, y Mauricio Magdalena, notable escritor y guionista. Flor silvestre (1943), su tercera realización, es una de sus mejores obras. Combina el clásico film de acción mexicano con el drama de costumbres y el profundo estatismo descubierto por Eisenstein como núcleo central y vital de lo mexicano. La escena final del fusilamiento es de lo mejor que se ha hecho en cine, y da al director un prestigio y un crédito artístico que le permiten abordar ese mismo año su siguiente película, María Candelaria, considerada como la obra cumbre de Fernández. El indigenismo como tema y la plástica hierática como forma culminan aquí en imágenes de belleza extraordinaria. El tema de los amores de la gente del pueblo, contrariados por la fatalidad, va a ser el leitmotiv de la obra de Fernández. La perla (1946), sobre un cuento de John Steinbeck, quizá sea su film más logrado, porque esa combinación del estatismo simbólico y el dinamismo de una persecución se contrapesan y compensan como valores. Enamorada, en la misma fecha, vuelve en cierto modo a Flor silvestre con sus anécdotas sobre la revolución, sobre una clara reminiscencia de Marruecos, de Sternberg. Río escondido (1947) reitera en cambio el tono y estilo de La perla, pero sin ese equilibrio en la estructura del film. Maclovia es una nueva versión de Janitzio y puede decirse que, a partir de aquí, la obra de Emilio Fernández se diluye y pierde a lo largo de los años y de los films. La red (1953) muestra claramente el desequilibrio entre el estatismo de Fernández y el dinamismo interno que requiere un tema como éste. Es un bello film poco logrado, aunque siempre con extraordinarias imágenes. Pero es un gran fracaso comercial, que va a provocar rápidamente el aislamiento y el ostracismo de este extraordinario director. Sus films siguientes carecen de una orientación precisa, e incluso de la calidad y jerarquía de sus obras capitales.

Porque, en realidad, Emilio Fernández, como Roberto Gavaldón, como el Benito Alazraki de Raíces o el Carlos Velo de Torero y Pedro Páramo, o el productor Manuel Barbachano, entre otros, son excepciones en el cine de México. Aparte de la eterna genial excepción de Luis Buñuel, islote ibérico en cualquier lugar que se encuentre. El cine mexicano, que llegó a ser comercialmente de suma importancia, con más de cien películas al año, era fundamentalmente industrial y popular. Apoyado en unos actores de gran renombre y, a veces, de grandes méritos, conquistó comercialmente América Latina en detrimento del cine argentino y español. Y este hecho pesaba demasiado sobre su cinematografía para podérselo saltar en nombre del arte cinematográfico. Pero este cine comercial mexicano fue, salvo excepciones, de una modestia y de una mediocridad desdeñables, que sumirán al cine azteca en crisis cada vez más largas y amenazantes. Pero decir que la obra y la personalidad de Emilio Fernández fueron obstaculizadas y destruidas por el comercialismo de la producción ambiente, apenas es decir nada. Y tratar de ofrecer aquí las causas verdaderas, hondas y complejas que corroen desde dentro la obra de Emilio Fernández sería pretender demasiado. Porque en ningún lugar el cine está aislado de los problemas de su país, pero en México está quizá más vinculado que en ninguna parte. Sólo es necesario señalar la posición general del arte latinoamericano, situado en un dilema básico: un arte nacional, que puede ser indigenista o no, y un arte internacional, que puede ser europeísta o no. Y dentro de este esquema general, cada país tiene el suyo propio, trazado con sus circunstancias genuinas. En México hay un arte nacional, con gran sustento indigenista, porque México tiene inmediatamente tras su civilización actual varias de las más grandes civilizaciones precolombinas, en muy diversas formas y estados, y que están vivas en el espíritu popular: las fiestas cristianas están llenas de reminiscencias paganas, y aún hay pueblos remotos donde los periódicos se editan en lengua española y azteca. Su gran arte pictórico y su considerable literatura subrayan esta dirección. Y por otro lado, su proximidad fronteriza a los Estados Unidos, «el color del Norte», que hace bien poco les arrebató inmensas extensiones de su territorio por la ley del más fuerte. Esta vecindad está hecha de resentimiento y de admiración en igual medida. Seguramente el internacionalismo de su arte, y concretamente el cosmopolitismo de su cine, viene de ahí, de la competencia a Hollywood. Toda una maraña de problemas en ebullición concurrían sobre el cine mexicano.

Emilio Fernández, al elegir el camino nacional e indigenista, tomaba la resolución más certera, pero también la más difícil. Va contra la corriente general del cine industrial del país. Y va a afrontar uno de los problemas capitales, no sólo de México, sino de Latinoamérica. El del indio. Fernández, con la colaboración de Magdaleno, lo plantea de la manera más simplista y anticuada: recoge el viejo mito del «buen salvaje», para convertirlo en el mito del «buen indio». Es la utopía de los siglos XVI al XVIII, que llega hasta Rousseau, según la cual los salvajes eran, invariable e inevitablemente, buenos y felices en contacto con la madre Naturaleza. El hecho de que muchos de ellos fuesen caníbales no lograba mellar esa fe en la bondad del hombre y la generosidad de las fuerzas naturales. Pero no era cierto, porque ni el salvaje era bueno por antonomasia ni la naturaleza daba nada generosamente. Sobre este viejo mito, con reminiscencias del paraíso terrestre y de la perdida edad de oro, Emilio Fernández levanta los paraísos de sus films. El indio sencillo y noble enamorado de la india, bella y cándida, en un paisaje de maravilla, como representación visible de la naturaleza pródiga. Y estos amores son contrariados por algún civilizado, voraz y sórdido, nacional o extranjero, que viene a ser la mano de la fatalidad clásica. De una forma u otra, éste es el tema de la obra de Fernández. Lo repite hasta agotarlo y, cuando lo abandona, se pierde. Porque el tema no existe como tal. Existe la tragedia del indio americano que, desde los conquistadores españoles hasta hoy, no quiere adaptarse a la civilización que no es la suya, y casi nadie quiere adaptarle, sino explotarle; salvo las eternas excepciones. Cuanto más grande y sólida ha sido la civilización a la que perteneció, más dura y constante es su intransigencia frente a la civilización nueva. Que es asunto muy distinto –con otros muchos– del tratado por el realizador y su guionista.