La forma anárquica de sus películas, fuera de todo sistema de creación y técnica de trabajo, la manera de tratar sus temas, como manifestación personal de sus ideas de cada momento, sobre cada cosa, han producido la irritación que ocasiona lo inclasificable e inesperado. Política y socialmente, en función de sus críticas y ataques, se le ha calificado de todo y de nada, de las ideologías más opuestas y de un esnobismo publicitario. El erotismo y la mujer son uno de los puntos obsesivos de la mayoría de sus películas. Une femme mariée es un estudio antropológico de la mujer como un ser aparte, extraño e insólito, con un detallismo biológico. Sobre este film ha dicho: «Igual que Lévi-Strauss hubiera podido dar la idea de la mujer en una sociedad primitiva de Borneo, yo he tratado de ofrecer la idea de la mujer en una sociedad primitiva de 1964». Esta sociedad es la nuestra, en París. Con semejantes puntos de vista personales ha abordado todos sus temas, desde la guerra de Argelia, en Le petit soldat, hasta el maoísmo terrorista en La chinoise. Dos años antes, en 1965, aún declaraba su negativa a comprometerse, porque su profesión era simplemente la de cineasta. Pero esta película es una encrucijada en sus múltiples caminos.
Poco a poco ha ido renegando de sus propios pasos y admiraciones, entre ellas la del cine norteamericano, común a la mayoría de los integrantes de la nueva ola. Estos cambios de orientación, sin abandonar su línea central, atizan la polémica, tanto las admiraciones como la desconfianza. La llamada revolución de mayo de 1968 señala el cambio completo en sus posiciones, aunque ya se marcaban anteriormente. Forma parte, como uno de sus más activos promotores, de los autodenominados Estados Generales del Cinema y aquí comienza su trayectoria posterior, su nueva revisión de posiciones. «En aquellos días de mayo –ha dicho– es cuando mejor comprendí dónde debía conducirme mi revuelta espontánea, que poco a poco me había puesto fuera del sistema. Era una revuelta individual, y ahora he comprendido, con mucho retraso, que debo unirme a los grandes movimientos sociales». Con un joven militante, Jean-Pierre Gorin, forma el «Grupo Dziga Vertov», nombre del gran documentalista soviético, y hace películas sin pensar en los medios de difusión comercial, como puede y donde puede. La televisión de diversos países es uno de sus cauces. Lo que quiere decir que Godard vuelve a seguir el camino contrario, remontando la corriente. En lugar de participar en el sistema comercial –como la mayoría de los integrantes de la nueva ola– en favor de su renombre y de su éxito, Godard, mantenido por ambos desde su primer film, renuncia a ello para seguir su propia trayectoria, como lógica evolución de su actitud.
Godard no es el realizador de películas señeras, completas y acabadas, sino de esquemas, muchas veces perfectamente logrados, para componer una obra de conjunto. Y esta obra peculiar y personalísima, con todas sus contradicciones y su esencial unidad, marca una fecha de incuestionable importancia en la historia del cine.
FILMOGRAFÏA: 1959: À bout de souffle (Al final de la escapada). 1960: Le petit soldat (El soldadito). 1961: Une femme est une femme; Les septs péchés capitaux (un episodio). 1962: Vivre sa vie; Rogopag (un episodio). 1963: Les carabiniers (Los carabineros); Les plus belles escroqueries du monde (Las más famosas estafas del mundo), un episodio; Le mépris (El desprecio). 1964: Bande à part (Banda aparte); Une femme mariée (Una mujer casada). 1965: Paris vu par…(París visto por…), un episodio; Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution (Lemmy contra Alphaville); Pierrot le fou (Pierrot el loco). 1966: Masculin féminin; Made in U. S. A. (Made in U. S. A.); Deux ou trois choses que je sais d’elle; Le plus vieux métier du monde (El oficio más antiguo del mundo), un episodio. 1967: La chinoise; Loin du Vietnam (un episodio); Week-End (Week-End). 1968: Amore e rabbia, un episodio; Le gai savoir; Un film comme les autres; One plus one/Sympathy for the Devil. 1969: British Sounds (codirigida con Jean-Pierre Gorin.); Pravda (codirigida con Gorin.); Le vent d’Est (codirigida con Gorin); Lotte in Italia (codirigida con Gorin). 1970: Jusqu’à la victoire (codirigida con Gorin); Vladimir et Rosa. 1972: Tout va bien (Todo va bien), codirigida con Gorin; Letter To Jane (codirigida con Gorin). 1973: Moi je. 1975: Numéro deux (codirigida con Anne-Marie Miéville). 1976: Sur et sous la comunication (codirigida con Anne-Marie Miéville); Comment ça va (codirigida con A. M. Miéville.). 1977: Ici et ailleurs (codirigida con A. M. Miéville). 1978: France/Tour/Détour/Deux enfants (codirigida con A. M. Miéville). 1980: Sauve qui peut (La vie)/Sauve qui peut (La vie), codirigida con A. M. Miéville. 1981: Lettre à Freddy Buache. 1982: Passion (Passion). 1983: Prénom: Carmen (Prénom: Carmen). 1985: Je vous salue, Marie (Yo te saludo, María). 1986: Détective. 1987: Soigne ta droite; Aria, un episodio. 1990: Nouvelle vague. 1991: Allemagne neuf zéro. 1992: King Lear. 1993: Hélas pour moi. 1996: Forever Mozart. 2001: Éloge de L’amour (Elogio del amor). 2002: Liberté et patrie. 2004: Notre musique (Nuestra música).
Nació el 22 de enero de 1875 en Grestwood, Oldham Country, cerca de La Grange (Kentucky), Estados Unidos. Murió el 23 de julio de 1948 en Hollywood. Sus padres, Mary Peckins Oglesb y el doctor Jaccob Wark Griffith, eran oriundos de Irlanda y se habían instalado en el sur de los Estados Unidos, primero en Virginia y después en Kentucky. Eran sudistas y esclavistas activos, formando parte de los señores terratenientes, en aquel imperio del «rey algodón». Esta minoría de caballeros poderosos, fanáticos y cultos llegó a tomar prácticamente la dirección del país entre 1840 y 1860. Lincoln resultó elegido en 1860, el Sur se separó de la Unión, provocando la guerra de Secesión (1861-1865), que termina con el triunfo del Norte y el asesinato de Lincoln en el mismo año. Cuando Griffith nace han transcurrido diez años de ese acontecimiento fundamental en la historia del país y, por lo tanto, no lo ha vivido, pero lo ha soñado. Su padre alcanzó el grado de capitán en la guerra contra México y el de coronel en la contienda contra el Norte. La familia se arruinó con la derrota; viven pobre y azarosamente, sostenidos por una hermana institutriz. Toda la leyenda del Sur constituye la vida de Griffith de niño y de joven: no solamente lo que fue, sino lo que pudo ser en caso de victoria.
Este ambiente legendario, estrecho, cultivado, romántico y desesperado forma la urdimbre de la vida de Griffith en su infancia y juventud. Le gusta recitar los autores victorianos de la lejana Inglaterra, como Tennyson y Browning, conoce perfectamente las novelas de Dickens y vive también en el mundo isabelino de Shakespeare. Quiere ser escritor, pero su dura vida de derrotado se lo impide y le obliga a toda clase de trabajos. Tras la definitiva unión del país con la derrota del Sur, «el nacimiento de una nación» efectivamente, el poderoso empuje de creación industrial, que llega hasta principios del siglo XX, arrastra a todo norteamericano. Griffith, caballero pobre y vencido es un hombre en blanco, dispuesto a triunfar en cualquier cosa y por cualquier medio. Su inquietud y energías eran inmensas e inacabables. Es también la gran era de las invenciones, y Griffith es en realidad un inventor, bajo la sombra gigante que Edison proyecta sobre todo el país y todas las actividades. Lo mismo piensa en algún sistema para utilizar la energía de los mares que para envasar conservas por nuevos procedimientos. Tiene la esperanza de que una de estas invenciones le haga rico y pueda dedicarse a su ocupación vocacional: escribir dramas y poemas. Hace de todo: a los quince años es ayudante de cajero en unos almacenes, después dependiente en una librería, redactor del pequeño periódico local «Louisville Courier». En 1897 se decide seriamente por la carrera de actor, que espera le abra las puertas del teatro como autor, su eterno sueño. Hay que señalar ya la semejanza, en éste y en otros puntos, con Abel Gance. Con el nombre de Lawrence Griffith debutó como actor aficionado en Louisville y más tarde en la Meffert Stock Company, que actuaba en el teatro del Temple. Aún ha de ganarse la vida como ascensorista, agente de libros del «Semanario Baptista», vendedor de la Enciclopedia Británica, soldador en una fundición, además de sus colaboraciones en el pequeño periódico. De 1900 a 1903 actúa como actor profesional en diversas compañías, por diecinueve dólares a la semana, padeciendo toda clase de peripecias: la «London Life», compañía ambulante, le promete llevarle hasta los escenarios de Broadway, pero le deja varado en Minneápolis y a duras penas puede volver a Louisville. En 1904 entra en la compañía de Ada Gray, comenzando ya su carrera de comediante sin otros oficios. Luego, con «Actores Rodantes», de John Griffith, y se cambia de nombre por el de David Braytington, para no coincidir con el del primer actor; recupera luego el de Lawrence y actúa en muchas compañías como la «Memphis», «Helen», «Ware», Barney Bernard, Walter Whiteside, Neil Lahambra, J. E. Dodson, Nance O’Neill…En 1906 se casa en Boston con la actriz Linda Arvidson Johnson. En 1907 se sienta ya a las puertas del triunfo tan buscado. Ha publicado cuentos y poesías en revistas de gran difusión, como «Golier’s» o «Ladies Weekly». Pero, sobre todo, el empresario James K. Hackett le estrena en Washington una comedia, «Un loco y una chica» («A Fool and a Girl»), por la que le anticipa mil dólares, y que interpretan Fanny Ward, Skipworth y Frank Wunderlee.
Pero la gloria y la fortuna, tan afanosamente buscadas, vendrían por otro lado, entonces insospechado. En los corrillos de actores sin trabajo se hablaba del cinematógrafo y sus incipientes estudios como un medio de ganar unos dólares por unas horas de actuación. Pero era una ocupación degradante, lindando con la artesanía, y pocos actores, por modestos que fueran, querían prestar su nombre para tal oficio. Hoy el actor de cine es la aristocracia del mundo, disputada por los aristócratas de raza y sangre para su amistad y sus matrimonios. Quizá Griffith, un auténtico genio intuitivo, tuvo la noción del valor del cine unos años antes. Actuando con la compañía de Nace O’Neill en 1904, interpretaba el papel de un coronel sudista en la obra «Winchester», de E. McWade. Cuando el personaje de Griffith iba a fusilar al general nordista, interpretado por W. Lukas, la escena se oscurecía y sobre el fondo se proyectabauna película (sesenta metros), donde se veía a la heroína, en frenética galopada, acudir en favor de la víctima. En la pantalla, ella caía del caballo y rodaba sobre el escenario, ya en persona. En aquella ocasión, Griffith confesó a Lukas su primera admiración por el cine (Robert Florey). Pero el caso es que un día de mayo de 1907 Griffith, que se encontraba sin trabajo por haber terminado su contrato con Nance O’Neill, decidió incorporarse al cine. No como actor, de lo que se avergonzaría, sino como autor, lo que era anónimo y constituía su verdadera vocación. Escribió un breve argumento sobre la «Tosca» de Sardou y se presentó en los estudios Edison, de los que era director general y realizador principal Edwin S. Porter. Ésta es una de las grandes fechas del cine, del arte en general, porque es el momento en que aparece el máximo creador del lenguaje del arte nuevo de nuestro tiempo.
Porter no le aceptó el argumento sobre la Tosca, porque lo que necesitaba era un actor para luchar en lo alto de una montaña de cartón con un águila disecada, que se había llevado hasta allí a un niño, que era un muñeco: El nido del águila (Rescued from an Eagle’s Nest, 1907). Interpretó así su primer papel, pero fue a ofrecer su argumento a la Biograph, bajo la dirección de MacCutcheon. Desde marzo de 1908 vendió varios argumentos a la productora, a quince dólares cada uno, e intervino en varias películas, a veces con su mujer, por cinco dólares al día. Y en junio de ese año realizó su primer film, que se estrenó el 14 de julio: Las aventuras de Dolly, de 220 metros. Era una simple imitación de un film inglés de Cecil Hepworth, Rescatada por Robert, que había tenido mucho éxito. Aquí unos gitanos robaban una niña, la metían en un tonel en el último carro de su caravana, el tonel se caía, rodaba por una cuesta, iba a parar a un río, se precipitaba por una cascada y un pescador recogía a la niña, para entregársela a sus angustiados padres. La mayoría de las películas eran de este tipo y categoría. Hay que señalarlo para comprender desde dónde parte Griffith hasta llegar a Intolerencia. Es una obra de gigante la que se inicia aquí.
La primera etapa de la obra de Griffith puede abarcar de 1908 a 1914, la del descubrimiento e invención de los recursos del arte cinematográfico. Se entrega a una labor enorme y caótica, con espíritu de inventor, tomando, aplicando, renovando todo lo hecho en el cine hasta entonces, para levantar sobre ello sus propias innovaciones. En el último semestre de 1908 Griffith realizará 47 films de una longitud entre 150 y 250 metros; tocaba todos los géneros, principalmente adaptaciones literarias, y una serie de La familia Jones que representaba al tipo del norteamericano medio y su vida hogareña. En 1909 dirige unos 140 films, de 250 a 300 metros, sobre todo adaptaciones de obras famosas de Poe, Maupassant, Stevenson, Dickens, Tolstoi, entre ellas La vida solitaria, donde trae ya aportaciones decisivas. En 1910 hace 104 films, de la misma longitud, donde alternan desde comedias burlescas con Mack Sennett, hasta sentimentales con Mary Pickford. Pero, además, como director general de los estudios supervisa los films de los debutantes Sennett, Thomas H. Ince, Frank Power o James Kirkwood. En 1911, 68 films, de 300 a 600 metros, entre ellos El telegrafista (The Lonedale Operator), con significativas innovaciones. En 1912, unas sesenta películas, de tres rollos cada una, y en 1913 veinticuatro, también de la misma longitud, entre ellas Judith de Bethulia, primera película norteamericana larga, de cuatro rollos, que cuesta 32.000 dólares, lo que constituye una revolución industrial. La inmensa, compleja, inacabable labor de descubrimientos e innovaciones que Griffith realiza en estos años de la Biograph tropieza con la sistemática oposición de los propietarios y directivos de la productora, alarmados y desconcertados continuamente. Son los años de la guerra de las patentes entre la Motion Pictures Patent Company, el trust del cine, contra los independientes que surgían por todas partes. El trust representaba exactamente el conservadurismo cinematográfico, el industrialismo monopolista seguro de sus posiciones y de su fuerza; se obstinaban en films de quince minutos cuando en Europa se hacían hasta de dos horas. Los independientes representaban toda clase de innovaciones para atraer a un público obligado por la fuerza de los hechos a ver las películas del trust, dueño de patentes y controlador de las salas. La Biograph pertenecía al trust, y Griffith, el gran innovador, no podía estar en el campo opuesto al de sus propias convicciones. Así, el primero de octubre de 1913, deja la Biograph para pasar a la Reliance Majestic, en realidad filial de la Mutual, que controlaba diversas productoras independientes. Allí realiza unas cuantas películas, ya más largas, de mayor categoría, como La batalla de los sexos y Hogar, dulce hogar; supervisa numerosos films de otros directores y, sobre todo, comienza a preparar su primera gran obra: El nacimiento de una nación. En estos años Griffith rueda unos 450 films y supervisa una cantidad indeterminada, traza el primer esquema y los grandes fundamentos del cine como arte y espectáculo, que han de servir para cimentar la industria y el comercio cinematográfico norteamericanos, que en estas fechas inician su dominio mundial. Cuando Griffith estaba en la Biograph, Zukor le ofreció la entonces fabulosa cifra de 50.000 dólares anuales, pero Griffith la rechazó porque esperaba ganar mucho más, y así fue. En esta primera etapa de búsquedas y renovaciones, Griffith se convirtió en el primer director norteamericano. En la segunda, será el primero del mundo.
Esta segunda etapa abarca de 1914 a 1920 y es la culminación de su obra y de su genio, porque es cuando realiza sus máximas películas, y donde sistematiza y perfecciona todos sus descubrimientos anteriores. «Después de Griffith –ha dicho René Clair–, nada esencial se ha añadido al cine.» Tres films constituyen las sólidas vértebras de su obra total: El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914-1915), Intolerancia (Intolerance, 1915-16) y La culpa ajena (Broken Blossoms, 1919), sobre todo las dos primeras. Griffith se encuentra en plena posesión de todos sus recursos de realizador y en la cumbre que tanto deseó. Y se dispone a realizar sus grandes sueños: el cine como gran espectáculo y como medio de acción social. Estas tres películas capitales, como tantas otras suyas, son eminentemente sociales. Mediante una combinación financiera en la que, al final, asumía todas las responsabilidades, emprende su primera película colosal, donde dice lo que lleva dentro desde su niñez: El nacimiento de una nación, violentísimo y burdo alegato contra los negros y contra su liberación, con el elogio sin límites de los sudistas y del Ku-kux-klan. Es un éxito impresionante, la ven más de cien millones de espectadores, da veinte millones de dólares de beneficios netos –dólares de entonces–, provoca motines antinegros, protestas antirracistas…Griffith ha creado el cine como gran espectáculo y como arte de multitudes, ha puesto la industria y el comercio cinematográficos en la categoría de «gran negocio», capaz de interesar a los máximos financieros, y ha mostrado claramente el poder de propaganda y acción social del cine. Tras este triunfo, con dinero de la banca Loebe, y quizá de Rockefeller, se constituye la poderosa productora Triangle, porque en ella se juntan los tres máximos realizadores norteamericanos de aquel 1915: Griffith, Ince y Sennett. En ella realiza Griffith su película más espectacular y la de mayor coste hasta entonces: Intolerancia, gigantesca denuncia de los crímenes de la intransigencia humana a través de los siglos. Paradoja de un hombre que acaba de lograr su máximo triunfo con un fanático film esclavista. El precio es tan elevado que los productores se retraen cautamente y Griffith vuelve a asumir todas las responsabilidades financieras. Se conjuran en contra del film todas las fuerzas adversas, desde su audacia artística al ambiente bélico que surge en el país, a punto de entrar en la Primera Guerra Mundial. Prohibida en muchos estados de la Unión, estrenada con enorme retraso en otros y en varios países, mutilada por su enorme longitud, es un desastre total. Griffith pagará las deudas contraídas hasta 1923. En realidad, es su fin. Es significativo que una película racista e intolerante le dé la fama y la fortuna, y otra, que propone la comprensión y el amor entre los hombres, sea un fracaso y lo aniquile. Gran paradoja en este hombre que siempre pretendió defender en sus films con espíritu de puritano el triunfo del bien sobre el mal.
El fracaso de Intolerancia acaba por disolver la Triangle (1918), aunque ya antes Griffith trabajaba para la Paramount y luego para la First National. En 1920 entra a formar parte de United Artist, poderosa productora financiada por Dupont de Nemours, con Charles Chaplin, Mary Pickford y Douglas Fairbanks como las máximas estrellas norteamericanas. Aunque deja de formar parte de la productora, sus films serán para ella. En 1917, durante la guerra mundial, es llamado a Gran Bretaña para realizar un film de propaganda bélica: Corazones del mundo (Hearts of the World), contra los imperios centrales, demasiado fácil y grandilocuente. Pero de allí va a traer la idea y el tema de su otro gran film capital: Lirios rotos o La culpa ajena. Basado en un relato de Thomas Burke y de su libro «Noches de Londres», está interpretado por Lillian Gish, la muchacha martirizada por un padre bestial, Donald Crisp, de la que se enamora y a la que protege un chino, Richard Barthelmess, prototipo de la delicadeza y el amor. El antiguo racista reniega totalmente de sus ideas. También renuncia a sus grandes espectáculos y se limita a unos pocos personajes y unos cuantos y pequeños decorados modestísimos. Sin abdicar de su énfasis, y menos aún de su tradicional sentimentalismo, hace aquí el film de la sencillez, el que más se enfrenta con el futuro; para muchos es su obra maestra. Todo lo hecho hasta ahora aparece aquí destilado y depurado, especialmente la interpretación de los actores. La escena en que Lillian Gish se encierra en un armario, que su brutal padre destruye a golpes, pertenece a la antología de la interpretación cinematográfica: la muchacha acorralada, aterrada, se eleva por esa escala del pánico y la desesperación, en un juego interpretativo que quizá sea la cumbre de Lillian Gish. También la creación de los ambientes es magnífica, desde las sórdidas callejuelas del barrio chino londinense hasta las habitaciones recatadas y confortables del chino, donde la muchacha encuentra por primera vez la ternura y el amor. La culpa ajena cierra la etapa cumbre de la carrera de Griffith.
Su tercera época (1920-1931) es la decadencia manifiesta. El cine está cambiando profundamente en aquellos años veinte, y Griffith no; instalado en sus estudios de Mamaroneck, cerca de Nueva York, intenta diversos géneros, pero siempre bajo su viejo estilo. La película más importante de esta época es Las dos tormentas, gran melodrama donde realiza alardes de montaje. Las dos huérfanas le vuelve hacia el fin de espectáculo, en el ambiente de la Revolución Francesa, América y Abraham Lincoln intentan la historia de su país. Su última película, La huelga (The Struggle, 1931), no llega a montarse y queda inédita. Durante diecisiete años, D. W. Griffith sólo será una sombra, olvidado y pobre, en aquel Hollywood triunfante, capital del cine universal, que no hubiera existido sin él.
Griffith es la gran figura legendaria del cine, cuyos contornos y alcances son difíciles de delimitar. Todo está allí, a pocos años de historia, pero a muchos años de cine, confuso y oscuro en aquellos comienzos, hoy apenas escrutables, y que se pierden rápidamente en la auténtica vida, conforme desaparecen las figuras que allí existieron. Siempre fue un caballero del Sur y un actor. Con Cecil B. de Mille ha sido quizás el hombre que más y mejor ha representado su papel de director cinematográfico, en los tiempos en que ello era un oficio misterioso. Cuidaba su empaque, con un inevitable cuello duro; hablaba continuamente de sí, con grave voz de protagonista de melodrama; alardeaba de todo, desde su fuerza física hasta sus cualidades de bailarín. Desde luego, de su genio cinematográfico, hasta la egolatría; más, conforme iba siendo menos. Pero verdaderamente era un genio intuitivo, empírico, pragmático, que soñaba con un arte anticuado, ligado a los escritores ingleses victorianos y que venía a reducirse al melodrama. Pero supo conjurar sobre sí todas las fuerzas dispersas que en aquel momento podían construir el cine y su lenguaje artístico. Como Gance, era un creador del pasado y un realizador del futuro. Griffith resume en su persona el camino mismo del cine. Por eso es tan vasto, múltiple, indefinido, lleno de influencias y destellando influjos en todas direcciones. Griffith es la formación del cine.
Griffith parte del melodrama y es un autor de melodramas. Como el cine mismo, brota del melodrama teatral y del folletín por entregas. El melodrama teatral representa la libertad escénica frente a las rígidas normas clasicistas, por un lado, y por otro la atracción de los grandes públicos que llegaban a la sociedad. El francés Gilbert de Pixérécourt (1773-1844), el verdadero creador del melodrama teatral, llamado el «Corneille de los bulevares», logró 30.000 representaciones de sus «melos» sólo en Francia, en aquellos tiempos en que cada obra duraba unos pocos días entre los grandes públicos. En el melodrama se fijaban tipos definidos e invariables –el bueno, el villano, la ingenua perseguida, el gracioso…– cuya personalidad subrayaba una música fija; la flauta para la ingenua, el contrabajo para el villano, el cornetín para el gracioso…Era el «melodrama» o drama con música. Pero ante todo era el espectáculo, porque por la escena pasaba de todo: naufragios, incendios, nevadas, riadas, coches, caballos, batallas…Y en Norteamérica, a principios de siglo, el melodrama había alcanzado la cumbre de su perfeccionamiento técnico como espectáculo. «Las dos tormentas», que Griffith transformó en película veinte años después, era uno de los melodramas domésticos de mayor éxito en el país, con el título de «La vieja casa solariega». Conforme decaía el interés del público, el empresario Brady fue introduciendo nuevos atractivos espectaculares en la escena: caballos, ganados, un trineo enorme con cuatro caballos en medio de una tempestad de nieve o un cuarteto que entonaba viejas canciones sentimentales. La obra duró más de veinte años. El cine estaba ahí y Griffith lo había vivido en su protohistoria del melodrama teatral. Como las novelas de Dickens, eran folletines que se repartían por entregas mensuales de casa en casa, y que las gentes de todo el mundo esperaban con ansiedad. Griffith conocía perfectamente a Dickens, y lo que hizo fue aplicar a sus obras cinematográficas los recursos del gran novelista inglés. Eisenstein lo ha estudiado perfectamente, para documentar sus teorías del montaje.
Griffith, con espíritu de inventor, tan difundido en su época, extrae todas sus posibilidades a estos dos medios de la construcción cinematográfica, que siguen siendo los fundamentales hasta hoy: la cámara y el montaje. Con el primero hace el espectáculo, el superteatro implícito en el melodrama teatral; con el segundo traza la narración cinematográfica, manifiesta en las novelas folletinescas de Dickens. Todos sus recursos nacen de ahí, puestos en marcha y dotados de otro sentido por las maquinarias del cine. Es difícil precisar la iniciación de sus innovaciones, muchas de las cuales ya están en otros realizadores y películas, como los ingleses de la escuela de Brighton, Méliès, Porter, etcétera. Como a la mayoría de los grandes inventores norteamericanos de todo género, a Griffith no le preocupó nunca el origen de sus hallazagos. Y el descubrimiento de los medios de expresión propios del cine le llevarán, en consecuencia, a su tercera gran aportación: la representación y el gesto del actor, ya cinematográficos.
Antes de Griffith, en general, una película consistía en «fotografías animadas» –como los Lumière patentaron su cinematógrafo–, que se convirtieron en escenas sueltas y completas, «cuadros» como los teatrales, separados por rótulos para pasar de uno a otro. Cámara fija, desde el punto de vista de un espectador en su butaca; iluminación total y uniforme; actores movidos a lo largo de la escena, a veces en diagonal, que hacían gesticulaciones y cabriolas para hacerse comprender hasta el fondo del teatro. Griffith cambia la cámara de lugar, y por tanto de punto de vista, dentro de una misma escena, en Por el amor del oro (For Love of Gold, 1908), según Jack London. Dos bandidos se envenenan mutuamente a la hora del reparto, y Griffith acerca la cámara a su gesto para revelar sus intenciones. Es el primer plano como lenguaje fílmico, no como efecto escénico o truco a la manera de Porter, Méliès o Williamson en 1901 (Sadoul). Lo emplea enseguida en Después de muchos años (After Many Years o Enoch Arden, 1908), según Tennyson, y en Judith de Bethulia (1913-14) ya forma parte del lenguaje cinematográfico. Por el contrario, desde Ramona (1910) la cámara toma planos generales de gran alcance para recoger extensos panoramas, y Griffith dará en adelante a estas perspectivas un gran valor espectacular y dramático, sobre todo en El nacimiento de una nación. Sustituye la iluminación uniforme por la lateral en El remedio o La redención del borrachín (A Drunkard’s Reformation, 1909), y se lanza a efectos de claroscuro en Edgar Allan Poe (1903). Fragmenta la imagen en recursos técnicos, como el iris que la abre o cierra en redondo para destacar lo que le interesa o dar un efecto dramático; cortinas y cachets que dividen la pantalla y van descubriéndola en emocional suspenso; recursos que siguen utilizándose hoy de otra forma: primeros planos, movimientos de cámara, decorados. Porque Griffith se ha apoderado, de una vez para siempre, de la imagen cinematográfica como elemento del nuevo arte.
Pero su aportación fundamental, de enorme trascendencia, es el montaje. Parte de las acciones paralelas, simultaneidad de tiempo y espacio. Edwin S. Porter –por el que Griffith entra en el cine– ya lo había utilizado en La vida de un bombero americano (The Life of an american Fireman, 1901), con James H. White, y sobre todo en El robo del gran tren (The Great Train Robbery, 1903): algo sucede a la vez en lugares distintos. Griffith le da todo su alcance en Después de muchos años, de 1908. La mujer recuerda a su marido desaparecido; para ello se utilizaba siempre una evocación sobreimpresa en un rincón de la pantalla. Griffith saltó de la escena de la mujer en su casa a la del marido perdido en un lugar desierto, y volvía a la mujer. Todos le aseguraron que nadie entendería lo que aquello quería decir, pero Griffith defendió su audacia asegurando que Dickens lo hacía en sus novelas. El cine se independizaba del teatro, por la conquista del tiempo y el espacio simultáneos, y el montaje había nacido, como sintaxis y dialéctica del cine. Enseguida, lo dramatiza. En La villa solitaria (The Lonely Villa, 1909), la mujer pide auxilio por teléfono a su marido, que acude a salvarla, mientras los bandidos asaltan su casa. En El telegrafista, lo lleva a su cúspide. Proviene de Dickens, está en los films de persecuciones de los ingleses, pero Griffith lo convierte en algo capital, su gran resorte dramático: la salvación en el último minuto. Ver alternativamente la carrera loca de los salvadores y la lucha de los perseguidos o acosados, hasta el último y dramático instante. Raro es el film de aventuras en el que, de una u otra forma, no se emplea aún, y sigue produciendo el mismo efecto de público. Griffith observó que, cuanto más cortos eran los planos de cada acción simultánea –perseguidos y salvadores–, más emoción levantaba en los espectadores; en realidad es un efecto físico y psíquico. Y así inventa el montaje rápido, de planos cortos, que tanta trascendencia cobrará en el cine a través de los maestros rusos, Abel Gance y otros. En Intolerancia las acciones simultáneas adquieren un valor abstracto, para expresar la idea del título, y el montaje es tan corto que, a veces, tiene planos de cinco fotogramas, un relámpago óptico. El lenguaje fundamental del cine queda esbozado así, definitivamente.
Y con este idioma de cámara y montaje, Griffith sitúa al actor en su verdadero lugar en la contextura cinematográfica. La cámara se convierte en un instrumento para analizar y sondear el alma de los personajes. La pantomima y la cabriola desaparecen y quedan las actitudes íntimas que traslucen el leve destello de una mirada, un temblor de labios, un rictus, un movimiento de manos…El primer plano va a buscarlo y magnificarlo, para llevarlo al espectador. A esta labor de crear una mímica cinematográfica dedica Griffith todo el esfuerzo de sus últimas obras. La culpa ajena manifiesta este propósito y consagra esta conquista. Salvo algunas actitudes de Donald Crisp, el brutal boxeador, el gesto de los actores es simple y sobrio, siempre dentro de la escuela de la época. No hay en la película ninguna de las innovaciones técnicas que ha realizado hasta entonces, sino que todo queda centrado en el juego de los intérpretes. Desde aquí, la representación en la pantalla será cinematográfica. Es un gran descubridor de valores, creando actores y directores, pero sobre todo da a cada intérprete un tipo definido, que constituirá la base de ese mito que es la estrella. Las mujeres, sobre todo, representan su concepto romántico de la vida, sentimental y puritano: Mary Pickford, las hermanas Gish, Mae Marsh…
Con estos elementos de un lenguaje cinematográfico –cámara, montaje, actor–, Griffith crea el estilo y la temática del cine norteamericano, que se impondrá en el mundo. Una clasificación de las películas de Griffith por temas (Fernández Cuenca) revela claramente cómo Griffith, en cientos de sus primeros films cortos, aborda toda clase de asuntos, desde la historia americana a la prehistoria del hombre, desde los temas literarios de los máximos autores universales hasta la comedia de costumbres norteamericanas en la serie de la «Familia Jones»; en general, con un aire aleccionador de catequesis puritana. En realidad, estos primeros films tienen un manifiesto carácter de historieta moralizadora con toda su simplicidad, rasgo grueso, vulgaridad…Pero todo ese punto del espíritu popular que ha de hacer de las historietas o cómics uno de los grandes éxitos actuales de gran público. Y toda esa inacabable diversidad de asuntos están reducidos, siempre, a un estilo norteamericano, moviéndose entre dos polos: lo doméstico cotidiano y lo épico excepcional. Dos polos que lo son también del espíritu del país. El encuentro de ambos, la épica de lo cotidiano y lo insólito de la vida diaria, es la noticia, el reportaje y la aventura, nervios del arte norteamericano. En el cine será el cowboy, el gánster, el joven triunfador, el norteamericano como héroe…Cualquiera que sea el asunto y el personaje tratado, Griffith lo reduce siempre a lo norteamericano, y la historia más lejana y los héroes más ajenos tienen ese carácter y estilo nacional. En su primera etapa lo que Griffith hace, con esos centenares de asuntos más diversos, es reducir la historia del mundo y los hombres de todo género a unas características norteamericanas, para que sean comprendidos por el público de su país. Y desde ahí acabarán por imponerse en el mundo entero: hoy, desde el cowboy al Cid, los héroes que en el cine existen tienen el estilo de vida norteamericano. Nacionalismo que lleva al internacionalismo: la gran fórmula, apoyada, naturalmente, por el hecho de que los Estados Unidos se imponen a la vez como máxima potencia mundial. Pero la fórmula, en sí, es válida y Griffith la construye y la impone.
Griffith crea el lenguaje cinematográfico de manera fundamental y traza el primer esquema dramático de la pantalla. No puede hablarse, pues, de influencias, como en otros grandes creadores, porque su acción se extiende a todo el cine de su época. Chaplin, Eisenstein, Clair, Renoir, Stroheim…proclaman continuamente lo que le deben. Griffith fue un gran genio, empírico, intuitivo, utilitario, que llevaba todas sus ideas en la cabeza y no sabía expresarlas más que con sus películas; solía filmar sin guiones, realizando cada día lo que se le había ocurrido el anterior, a través del complicado plan de un film gigantesco. Pero si realizar es lo esencial en un artista, en un precursor no lo es todo. Griffith no fue un teórico, no escribió apenas sobre su arte, sino anécdotas, y para saber su pensamiento y el alcance de su obra hay que ver sus films, lo que no es fácil, muchos están perdidos y otros son de exhibición muy limitada. Y todo lo que no hizo, lo que pensó y no llegó a realizar, se ha esfumado para siempre. Los maestros rusos –Eisenstein, Pudovkin, Kulechov…– recogen sus ideas y levantan toda una teoría del cine, que realizan y dan pleno alcance a sus mejores films. Pero en el origen de todo lo que hoy es el lenguaje cinematográfico, y de todo lo que hoy es estilo del cine norteamericano, está Griffith, que lo hace brotar bajo su mágica mano de genio.
FICHA TÉCNICA: Estados Unidos: Epoch, 1914-1915. Argumento: Según la novela «The Clansman», del reverendo Thomas Dixon. Dirección: D. W. Griffith. Adaptación: D. W. Griffith y Frank E. Woods. Fotografía: G. W. Bitzer. Música: Joseph Carl Breil.
FICHA ARTÍSTICA: Henry Walthall (coronel Ben Cameron), Mirian Cooper (Margaret Cameron), Mae Marsh (Flora), Josephine Cromwell (Mrs. Cameron), Spottiswoode Aiken (Dr. Cameron), J. A. Beringer (Wade Cameron), Maxfield Stanley (Duke Cameron), Jennie Lee (Mammy), Ralph Lewis (Austin Stoneman), Lillian Gish (Elsie), Elmer Clifton (Phil), Robert Harron (Tod), Wallace Reid (Jeff), Mary Alden (Lidya Brown), George Siegmann (Sila Lynch), Walter Long (Gus), Joseph Henabery (Abraham Lincoln), Raoul Walsh (John Wilkes Booth), Donald Crisp (general U. S. Grant), Howard Gaye (general R. E. Lee), William de Vaull (Nelse), William Freeman (Jake), Thomas Wilson (Stoneman), Eugene Pallette, Bessie Lowe, Jenni Lee, Erich von Stroheim.
La novela del reverendo Dixon, un clérigo exaltado y fanático, era un folletín donde se pintaban los sufrimientos de los sudistas, derrotados en la Guerra de Secesión, y las tropelías de los negros liberados contra los caballerosos señores del Sur. Era completamente racista y esclavista. Gozó de gran popularidad en los Estados Unidos, se llevó al teatro y se hizo con ella una película del mismo titulo, filmada en Nueva Orleans en 1912, con los integrantes de un grupo teatral de segundo orden, dirigida por William Haddock; por no haber pagado los derechos de autor, la película no llegó a proyectarse nunca. Griffith se sentía en pleno dominio de la técnica cinematográfica, cuyas bases había ido estableciendo a lo largo de sus numerosas películas anteriores. Tenía la obsesión de realizar una obra donde poner en juego todo aquello, hasta entonces disperso, para superar a las grandes películas históricas europeas, cuya grandiosidad le perseguía como una pesadilla profesional. Después de su ruptura con la Biograph, dirigió cuatro películas de compromiso para la Mutual, con el exclusivo objeto de hacer dinero –ganaba entonces mil dólares a la semana–; atrajo algunos capitales y se dispuso a asumir la responsabilidad financiera de la producción, a todo riesgo. Sólo le faltaba encontrar el asunto adecuado y éste fue «The Clansman», al que añadió episodios de otra obra del autor, «The Leopard’s Spots», y los recuerdos personales de su padre, coronel sudista. Nunca escribió el argumento de aquella enorme y complicadísima película, sino que la llevaba todo de memoria, desde la acción, que a veces improvisaba, hasta los detalles de los decorados, trajes, accesorios…Como había estallado la Primera Guerra Mundial, encontró grandes dificultades de todo orden, desde reunir los caballos para los ejércitos hasta los centenares de metros de tela para vestir a los miembros del Ku-kux-klan. Pero se lanzó a ello con un entusiasmo y fervor ciegos, convencido de que iba a realizar su obra definitiva, como así fue. La película, cuando se presentó en febrero de 1915, tenía doce rollos, un verdadero gigante –la más larga hasta entonces realizada–, y había costado la entonces inverosímil cifra de 100.000 dólares. El fracaso de Judith de Bethulia, que tenía cuatro rollos, retrajo a los exhibidores y Griffith tuvo que organizar su propio circuito de exhibición en todo el país. En los principales cines se llegó a cobrar dos dólares por entrada, como en un espectáculo de lujo. Obtuvo un colosal y fulgurante éxito, batió todos los récords de taquilla, con 18 millones de ingresos. Como sucederá veinticinco años después con Lo que el viento se llevó, de Victor Fleming, sobre la novela de Margaret Mitchell, de tema muy semejante, sin los excesos de este film, aunque también sin su importancia capital. Ocasionó motines antinegros en muchos estados y provocó las protestas de los intelectuales y gentes liberales del país; Griffith se defendió y la polémica contribuyó mucho a su triunfo. Fue la primera vez que el cine reveló su poder de acción sobre los grandes públicos. Exhibida al presidente Wilson, en la Casa Blanca, quedó deslumbrado y pronunció esta frase: «Es como escribir la historia con relámpagos».
El asunto es folletinesco, elemental y panfletario. La acción comienza en 1881 y relata la oposición de dos familias: los norteños Stoneman y los sudistas Cameron. Al comienzo, los Stoneman visitan a los Cameron en sus dominios de Carolina del Sur, y se establece un idilio entre Phil, hijo de los norteños Stoneman, y la hija mayor de los sudistas Cameron; a la vez, el mayor de los Cameron, Ben, se enamora de un retrato de Elsie Stoneman –Lillian Gish–, a la que no conoce. La Guerra de Secesión pone a cada familia en bandos opuestos. Los Cameron venden todas sus propiedades para ayudar a la causa del Sur y en la guerra mueren dos de sus hijos, uno de ellos junto al cadáver de un hijo de los Stoneman. Ben Cameron ha llegado a coronel; «el pequeño coronel», como se le llama afectuosamente en la película, cae herido, es hecho prisionero, llevado a un hospital, donde se permite que lo cuide su madre, donde está a cargo de una enfermera voluntaria que es Elsie Stoneman, la muchacha del retrato, de la que está enamorado. Cuando se reponga, será fusilado; la madre y la amada se arrodillan ante Lincoln, pidiendo el indulto del coronel, lo consiguen, la guerra acaba y Cameron vuelve a su hogar. La primera parte de la película ha terminado. Y comienza la odisea lamentable de los sudistas vencidos, con sus hogares arruinados y unos negros perversos, orgullosos e indisciplinados, que incluso llegan a ser diputados, persiguen a los blancos, saquean sus casas y acosan a sus mujeres. Un negro, antiguo capitán del ejército del Norte, intenta abusar de la hermana menor de los Cameron, la persigue por el bosque y la joven, para salvar su honor, se suicida. Entonces aparecen los caballeros del Ku-kux-klan, para restablecer el orden y la ley, por cuenta propia y con métodos también propios. Descubren al negro en una taberna, se apoderan de él en una pelea, lo matan y arrojan su cadáver frente al cuartel general de Lynch, un mulato que capitanea políticamente a los negros. Éste ordena que en toda casa donde se encuentren uniformes del Ku-kux-klan sea fusilado el jefe de la familia. Como se hallan tales disfraces en casa de los Cameron, el padre es arrastrado hacia la ejecución, pero una fiel criada negra, sus hijos y Stoneman lo rescatan, y todos se esconden en una cabaña solitaria en los campos. Elsie no puede solicitar a tiempo la influencia de su padre, el senador norteño Stoneman, y va a ver al mulato Lynch, que hace tiempo tuvo la audacia de declararle su amor. El mulato está entregado a una orgía y tiene la idea de casarse allí mismo con la dulce y blanca Elsie. Aquí entra el gran recurso dramático de Griffith, por partida doble. Las turbas de negros se dirigen hacia la cabaña donde están refugiados los Stoneman, arrollando a unos cuantos defensores del Ku-kux-klan, mientras Elsie se defiende de los ataques amorosos del malvado Lynch. Por un lado, corren un grupo de encapuchados del Ku-kux-klan para salvar a los sitiados en la cabaña. Por otro, Stoneman viene desde el Norte con tropas gubernamentales, para dominar los disturbios y salvar a su amada en el despacho del mulato. Todo se arregla repentinamente, sin mayores aclaraciones, y se casan Elsie Stoneman y Ben Cameron.
Semejante monstruosidad artística y racista es tratada de modo muy elemental, con escenas breves, de un sintetismo primario; las psicologías son esquemáticas, con personajes muy buenos o muy malos…hasta resultar cómicos. Incluso los muchos negros son falsificados, con actores blancos pintados, entre ellos Stroheim. Pero las imágenes y el ritmo general de la película son extraordinarios. Todo el romanticismo de Griffith logra, a veces, magníficas composiciones de cuadros del Sur, plenos de suave melancolía. Pero, sobre todo, las composiciones de masas y batallas son insuperables y tienen hoy pleno valor. Griffith usa la cámara con una audacia y exactitud como hasta entonces nadie había logrado. Aquí está la labor decisiva de su operador Bitzer. Desde las grandes vistas panorámicas, con ejércitos en combate, o la marcha de las tropas de Gran hacia el mar, o bien los primeros planos para puntuar la acción y darle su ritmo, más que para destacar el detalle, como hasta entonces se hacía.
Verdaderamente inventa el ritmo cinematográfico, que es la primera conquista del tiempo en el cine. Dice Lewis Jacobs: «El nacimiento de una nación tiene el pulso de la vida misma. Desde el comienzo, las tomas concluyen en una corriente rítmica. Las acciones dentro de cada toma, y la duración de las distintas tomas, están organizadas para lograr un efecto de movimiento continuo. Este movimiento tiene un pulso, que acentúa las relaciones de los elementos individuales y los combina en una sola y poderosa sensación. La yuxtaposición de tomas lejanas, medias y primeros planos, de duración variada y valores visuales en contraste, crea para el espectador la excitación de la batalla. En la secuencia del combate cuerpo a cuerpo, un grupo de soldados avanza en la pantalla desde la izquierda, y a continuación otros avanzan por la derecha, con lo que se acentúa la sensación del encuentro. A veces, el contraste es de orden numérico: vistas de soldados aislados se oponen a las de muchos soldados. Hay también oposiciones en la relación espacial: por ejemplo, la oposición de un gran cuadro de conjunto con un gran primer plano. Por último, está también la expresiva oposición del cuerpo inmóvil de un soldado muerto y el movimiento de un soldado que trepa por una muralla para izar una bandera. Todo el pasaje de la batalla, construido sobre contrastes dramáticos y estructurales, tiene una calidad dinámica que arrolla al espectador. Las secuencias de la derrota, la lucha entre los blancos empobrecidos y los negros emancipados, están magistralmente detalladas, culminando en la cabalgata de los «Clansmen». La tensión dramática se intensifica por medio de un montaje rápido, atrevidos ángulos de tomas, efectos nocturnos y frecuentes movimientos de la cámara. El entrelazamiento de diversos episodios, la construcción de secuencias mediante tomas aisladas y la creación del suspense por medio del montaje, fueron explotados con la máxima habilidad y audacia por Griffith en esta parte del film».
Puede decirse que El nacimiento de una nación es, con Intolerancia, el resumen del genio creador de Griffith. Todo el lenguaje del cine, como forma, y el trazado del tema como acción quedan establecidos aquí para siempre. Por ello, El nacimiento de una nación es la película que pasa la página decisiva en la historia del cine: desde aquí comienza, verdaderamente, a ser un arte independiente, el gran arte de nuestro tiempo.
FICHA TÉCNICA: Estados Unidos: Wark Producing Corporation Triangle, 1915-16. Dirección y guión: David Wark Griffith. Asistentes de direccion: Ted Duncan, Miker Siebert. Fotografía: George William Bitzer «Billy Bitzer» y Carl Brown. Decorados: Frank Wortman. Montaje: en colaboración con James y Rose Smith. Música: en colaboración con Joseph Carl Breil.
FICHA ARTÍSTICA: Lilian Gish (la mujer que mueve la cuna). Episodio de la vida moderna (1914): Mae Marsh (la chica), Fred Turner (su padre), Robert Harron (el muchacho), Sam de Grasse (Jenkins), Vera Lewis (su hermana), Mary Alden, Eleanor Washington, Peral Elmore, Lucille Brown, Mrs. Arthur Mackley (las damas reformadoras), Miriam Cooper (la abandonada), Walter Long (el mosquetero de los tugurios), Tom Wilson (el policía), Ralph Lewis (el gobernador), Rev. A. W. MacClure (el capellán), Lloyd Ingraham (el juez), Monte Blue (el conductor de la huelga), Tod Browning (un ratero), Edward Dillon (otro ratero). Episodio de la vida de Cristo (año 27): Howard Gaye (el Nazareno), Lilian Langdon (María), Olga Grey (María Magdalena), Gunther von Ritau (primer fariseo), Eric von Stroheim (segundo fariseo), Bessie Love (la novia de Canaán), George Walsh (el novio), William Brown (el padre de la novia). Episodio de la noche de San Bartolomé (1572): Margery Wilson (Brown Eyes, la joven hugonote), Spottiswoode Aitken (su padre), Ruth Handforth (su madre), Eugene Pallette (Prosper Latour), Frank Bennet (Carlos IX), Maxfield Stanley (el duque de Anjou), Josephine Cronwell (Catalina de Médicis), Constante Talmadge (Margarita de Valois), Joseph Henaberry (el almirante de Coligny), W. E. Lawrence (Enrique de Navarra), O. D. Sears (el mercenario), Chandler House (un paje). Episodio de la caída de Babilonia (539 a. C.): Constance Talmadge (La hija de la montaña), Elmer Clifton (el rapsoda), Alfred Paget (Belshazzar), Seena Owen (la princesa adorada), Carl Stockdale (Nabodinus), Tully Marshall (el gran sacerdote), George Siegman (Ciro), Elmo K. Lincoln (Gobyras), Ted Duncan, Félix Modjeska (guaridas de corps), Guido Corrada (mensajero), George Fawcett, Robert Lawlor (jueces), Kate Bruce (una mujer vieja), Ruth Saint-Denis (la danzarina), Nathalie Talmadge, Alma Rubens, Carmel Myers, Pauline Starke, Mildred Harris Chaplin, Eva Sothern, Jewell Carmen, Colleen Moore, Carol Dempster, Winifred Westover, Ethel Terry, Daisy Robinson, Anna Mae Walthall (danzarinas, esclavas y guardianes del tiempo de Isthar), Douglas Fairbanks, sir Herbert Beerbohm Tree, Wolf Hopper, Donald Crisp, Owen Moore, Frank Campeau, Nigel de Brulier, Wilfred Lucas, André Béranger, Tammany Young, Francis Carpenter y Noel Coward, en pequeños papeles.
Esta película sobrepasa sus propios valores y los propósitos de su realizador. Se independiza de todo lo que es, cobra existencia propia y decide la marcha del cine mundial en los más diversos sentidos. No es una obra maestra, es una obra genial. No está conseguida en su colosal intención, pero pocas veces en la historia del cine se ha llevado a cabo algo con tal voluntad de renovación que alcanza objetivos insospechados. Hoy, nadie abordaría ese tema ni tendría la audacia de llevarlo a una película de tales dimensiones, categoría y costo. Constituye así una de las máximas hazañas y jalón fundamental de la formación del lenguaje cinematográfico. Griffith tiene plena noción de lo que emprende y la subtitula, con su característica grandilocuencia, «drama solar de todos los tiempos» («Sun play of the ages»).
Griffith concibe el primer núcleo de su obra magna en noviembre de 1914, y comienza a realizarla antes del estreno de El nacimiento de una nación, como una película normal que se titularía La madre y la ley (The Mother and the Law). El dato es importante porque revela las posibles intenciones originarias del autor. En aquel momento está desarrollando sus ideas de sudista, esclavista y antinegro que van a levantar tantas polémicas y obtener un formidable éxito de público con El nacimiento de una nación. Hay que suponer que Griffith estaba muy lejos de la idea de tolerancia universal y amor al prójimo que predica en su nuevo film. El argumento primero se basa en dos sucesos reales: el asunto judicial Stielow, uno de esos procesos y errores que tanto apasionan y tales polémicas levantan en la opinión pública americana, y el informe de una Comisión Federal de la Industria, bastante circunspecto, sobre la matanza de obreros de una fábrica por la milicia privada del patrono. Posiblemente, Griffith vio en estos hechos dramáticos una prueba de la injusticia social de los norteños, de los industriales contra los trabajadores libres, tanto o más censurable que la conducta de los sureños con sus esclavos negros. En el fondo, la guerra del Norte contra el Sur fue la batalla de los terratenientes feudales, que necesitaban esclavos para trabajar sus campos, contra los industriales modernos, que precisaban obreros para manejar sus máquinas. Pero la esclavitud y la injusticia no estaban solamente en el Sur, y, seguramente, esta fue la flecha envenenada que Griffith lanzaba a sus enemigos, los que habían vencido a los suyos y ocasionado la ruina de su familia. Los acontecimientos que se suceden continuamente en aquel país muestran que este espíritu está muy lejos de haberse extinguido.
Después, para reforzar su tesis y su predicación, añadió otros episodios históricos, principalmente el de la vida de Cristo, como suprema demostración de la intolerancia humana, que sólo sirve en la película final como leve motivo de comparación. Los otros dos episodios –«La matanza de la noche de San Bartolomé» y «La caída de Babilonia»– cobran la misma altura e intensidad que la narración contemporánea inicial. Pero de esta confrontación de tragedias a través de los tiempos acabó por surgir la gran idea total «solar», que arrastró a Griffith hacia otros campos, más anchos y más nobles. Aunque siempre cabe suponer que la acusación de la intolerancia humana, el gran crimen eterno de los hombres, debía hacerse a costa de los yanquis, de los industriales norteños vencedores. Pero la obra se escapa de manos del autor, sus posibles intenciones vengativas se pierden, la acusación se hace universal y logra acentos eternos. Griffith, hombre leal consigo mismo, artista honrado, sermoneador convencido, acepta los dictados de su propia obra, y acabará por predicar el antirracismo, la paz y la concordia entre los hombres.
Por otra parte, perseguía dos objetivos bien concretos. Como industria y espectáculo, pretendía aplastar a las superproducciones italianas, que dominaban el mundo desde Cabiria (1913-14), de Pastrone. Todo lo que el cine italiano había alcanzado en este orden, que le daban su supremacía mundial, podía ser largamente superado por la industria cinematográfica norteamericana, ya tan poderosa. El gran espectáculo fue su meta comercial y, en cierto modo, artística. Pero en este último aspecto, sus propósitos tenían mucho mayor alcance. Deseaba llevar a sus últimos extremos y desarrollar en todas sus posibilidades estéticas su descubrimiento fundamental: las acciones paralelas, «la salvación en el último minuto», más allá de la simple emoción fácil del final angustioso y feliz. Su genio pragmático e intuitivo le sugería las inmensas posibilidades del montaje, del salto sobre el espacio y el tiempo, como la máxima aportación del cine a la evolución de las artes. Esto es lo que va a conseguir, ante todo, y lo que hará de Intolerancia la gran obra madre, el manantial inagotable del cine de los próximos años y una lección de la que, quizá sólo ahora, se recogen sus primeros resultados verdaderos.
Es una película impresionante, digna competidora de las mayores empresas cinematográficas, apoyada en la mejor causa, más de 45 años después. Empleó en la filmación veintidós meses y doce días, incluyendo dos meses para el montaje; costó unos dos millones de dólares, tanto como lo que hoy representa una producción colosalista; gastó 100.000 metros de película, que hubieran representando setenta y seis horas de proyección, reducidas a ocho en el montaje y a tres horas cuarenta minutos en su versión definitiva. Levantó decorados sin precedentes hasta entonces que ocuparon 13 km2, sobre todo los de Babilonia, con sus murallas y torres de 60 metros de alto, con anchura suficiente para hacer galopar sobre ellas a dos cuádrigas. En el festín de Baltasar intervinieron 4.000 extras y 16.000 en el ejército persa que asalta las murallas; para filmarlas en su totalidad, Bitzer tuvo que subirse en un globo. Todo su personal, desde actores a técnicos, sumaba más de 60.000 personas; se establecieron líneas de teléfono para comunicarse y ferrocarriles para el transporte. A veces, los gastos diarios pasaban de 12.000 dólares. Griffith estaba orgulloso de esta manifestación de poder de la industria cinematográfica norteamericana y, con frecuencia, en los rótulos de esta película muda aparecían los costos de la escena. Quizá nunca un realizador dispuso de tales medios y con tal libertad. El catastrófico resultado comercial de la película, frente a tales gastos, acabó por hundir a la Triangle y al propio Griffith, que había invertido sus enormes ganancias de El nacimiento de una nación, y que tuvo que hacer frente a los acreedores durante muchos años. Sin dinero para derribarlas, las murallas de Babilonia permanecieron en pie durante más de diez años, como testimonio del gesto audaz, heroico, de un realizador que se lo jugó todo en la película que soñaba.
Es una extraña mezcolanza de estilos, de hallazgos ajenos y propios, de realismo y simbologías, de aciertos colosales y de rasgos de ingenuidad o mal gusto, que hoy hacen sonreír. Esta obra complicadísima y colosal estaba toda ella en la mente de Griffith, que filmaba sin guión, sólo con ligeras notas apuntadas en papeles que llevaba en el bolsillo, improvisando a su gusto en cada momento, en alas de su inspiración genial y desaforada. Pudo ser un caos, a veces resulta confusa, pero la formidable potencia creadora del gran maestro acababa por arrollarlo todo y la película se impone, hasta la catarata de imágenes final. Griffith anunciaba entonces: «Mis cuatro historias irán alternando. Al principio, sus ondas marcharán separadas, lentas y tranquilas. Pero, poco a poco, se aproximarán, crecerán cada vez más rápidamente, hasta el desenlace, donde aparecerán mezcladas en un único torrente de violenta emoción». Y así fue.
Las cuatro historias están unidas por un motivo común, inspirado en un verso de Walt Whitman, representado por Lillian Gish moviendo eternamente la cuna de un recién nacido. El asunto moderno relata el hecho auténtico de unas damas propagandistas de las buenas costumbres entre los obreros, que para obtener fondos con que sufragar su piadosa asociación redentora, logran del industrial poderoso, dueño de unos molinos, que rebaje el diez por ciento del suelo de sus obreros. Estalla la huelga, que es una de las escenas cumbre de la película, en la que se inspirarían manifiestamente los cineastas soviéticos. El padre y la hija huyen a la ciudad, el muchacho se enamora de ella, y así se redime de la influencia de los maleantes y su jefe, al que Griffith llama «el mosquetero de los tugurios». Las damas benefactoras quitan el hijo a la muchacha, el joven es acusado de un crimen que no ha cometido y es condenado a la horca. Las secuencias del juicio y la ejecución son un alarde del manejo de planos, con los que Griffith logra la tensión y la emoción, más allá de la interpretación de los actores. La «salvación en el último minuto» juega aquí con todos sus recursos y, al fin, el indulto se logra. Es un realismo acusado, seco, duro y enfático, que en muchos puntos sigue siendo bien actual. El episodio de la vida de Cristo es el más débil, formado por cuadros vivientes a la manera de dioramas animados, muy cerca de los primitivos del cine, cuyo objetivo esencial es subrayar con la palabra divina el crimen de los humanos en los demás episodios. La caída de Babilonia es, con el primero, el relato más logrado, de una grandiosidad efectiva y efectista. Constituye ante todo puro espectáculo, y la historia de la hija de las montañas, que se enamora del príncipe, es totalmente convencional, y la interpretación vulgar hasta lo ridículo. Pero la representación histórica hecha espectáculo es insuperable, como el festín de Baltasar o el asalto a la ciudad. La noche de San Bartolomé tiene un hilo amoroso de gran ingenuidad, eterna en el cine: el soldado católico, enamorado de la joven protestante, muere para que ella se salve. El episodio está tratado con un hálito romántico, una plástica al estilo de Delacroix, brillante y agitada. La corte, en el gran decorado del Louvre, y las calles donde tiene lugar la matanza, son grandes y bellas imágenes. Al final, hay un llamamiento a la tolerancia humana, al amor y a la caridad, para que triunfen sobre la violencia y la intransigencia. La destrucción de Nueva York por un bombardeo tiene un alcance premonitorio bien actual. La mujer sigue meciendo la cuna y, sobre la trágica historia de los hombres, aparece la cruz.
Pero Griffith narra estas cuatro historias manejando con total libertad el espacio y el tiempo. Esta es su fenomenal, inagotable y profética visión. Dentro de cada secuencia de una misma historia, alterna continuamente el momento y el lugar para obtener su característica tensión y dramático interés. Al comienzo, los episodios son presentados más largos, para acostumbrar la visión del público a su innovador procedimiento. Pero la alternancia de escenas se mantiene siempre y crece, conforme la narración avanza. En el París de Carlos IX se presentan simultáneamente las calles recorridas por los soldados de la Liga, el interior de las casas, donde los hugonotes se alarman ante el peligro, la corte que delibera, los refugios sucesivos de los dos amantes perseguidos. En el episodio moderno se pasa de la celda, donde el inocente espera la ejecución, al patio donde el cadalso está preparado y un verdugo ensaya insistentemente el artefacto, al ferrocarril donde el gobernador se marcha sin conceder el indulto y al automóvil que persigue al tren, con la prueba del error judicial que ha de salvar al acusado. Pero, a la vez, alternan los lugares y los tiempos históricos de los distintos episodios. En Babilonia, la muchacha de las montañas, vendida en el mercado de mujeres, es salvada por Baltasar. Enseguida, el episodio moderno, donde el padre arroja de la casa al maleante, enamorado de su hija; la muerte del padre. Cristo en las bodas de Canaán. En París, la familia de hugonotes y el soldado enamorado de la muchacha. En el episodio moderno, escena de los dos enamorados, la entrega de la muchacha, el fracaso de la huelga y el triunfo de las damas redentoras. Cristo y María Magdalena. Las damas reformadoras cierran cabarets y quitan a la muchacha el hijo recién nacido. Cristo dice: «Dejad que los niños vengan a mí». La muchacha busca a su hijo y envidia la felicidad de las familias que los tienen a su lado, etcétera. Al final, las escenas se convierten en planos, algunos de cinco fotogramas, verdaderas explosiones visuales, y todo pasa a la vez, en fantástica cabalgata, hasta entonces insospechada. Los carros de guerra persas alternan continuamente con la locomotora o el automóvil, y los que mueren en las calles de París son los mismos que perecen frente a las murallas de Babilonia. Ya no hay tiempo, ni espacio, ni hombres, ni razones, ni causas válidas para lo que acontece. Todo se torna una gran abstracción, una idea pura hecha imágenes: la intolerancia martirizando al mundo. Las imágenes concretas producen un concepto abstracto, los hechos visibles, una idea superior a todo lo que sucede. El sistema y su trascendencia son formidables y van a revolucionar el cine.