Akira Kurosawa

Nació el 23 de marzo de 1910 en Tokio, Japón. Murió el 6 de septiembre de 1998 en la misma ciudad. Cursó sus estudios en la Escuela Superior de Kyoka, pero –como el gran Kenji Mizoguchi– se dedicó a la pintura, ingresando en una academia de artes plásticas. En ambos realizadores su enorme sentido pictórico, tan fundamental, proviene de una primera vocación profunda. Debe dedicarse a dibujante, ilustrador cartelista, para ganarse la vida, pues forma parte de una familia de clase media; el padre, antiguo militar, es profesor de deportes, y Akira el menor de sus siete hijos. Accidentalmente, y sin gran convicción, ingresa en el cine por medio de un concurso para ayudante de dirección de los estudios PCL, luego absorbidos por la productora Toho. Trabaja con diversos directores, piensa abandonar aquella profesión, hasta que se incorpora al equipo Kajiro Yamamoto, fecundo y comercial director, como argumentista y ayudante. Son siete años (1936-1942) de gran aprendizaje. En 1942 realiza su primera película, La leyenda del judo, sobre esta lucha clásica japonesa, un film de tema tradicionalista con el que logra un primer gran éxito. Al año siguiente, Lo más hermoso, sobre las obreras de una fábrica de óptica para el ejército, con la sugestión trágica de la guerra detrás de personajes y de ambientes; es decir, un film moderno. Vuelve sobre su primer triunfo, realizando La nueva leyenda del judo, película frustrada. Así, desde el primer momento queda definida la posición de Kurosawa frente al problema esencial de la vida y del arte del Japón: la dualidad, siempre presente y activa en todos los órdenes, entre lo tradicional y lo contemporáneo. Kurosawa va a ser siempre el realizador que expresa, quizá con más agudeza que cualquier otro, esta situación de la nación y la civilización japonesas, que tratan de adoptar y adaptar, desde 1869, la civilización contemporánea a su milenaria cultura y vida tradicionalmente orientales.

Otros dos factores, más circunstanciales, pero no por ello menos poderosos, señalarán su obra. Uno es histórico: la dictadura militar que domina el país y la guerra constante, desde la de Manchuria en 1931. A partir de la guerra con China, comenzada en 1933 y declarada en 1937, la presión militarista se hace sentir, cada vez más dura, sobre el cine; desde el ataque japonés contra Pearl Harbor, en diciembre de 1941, el dirigismo estatal del cine se hace decisivo, plenamente coactivo. En este ambiente se inicia Kurosawa y, de un modo u otro, permanecerá en su labor, como un trasfondo inspirador. Pero era demasiado tarde para que este dirigismo estatal-militarista tuviese consecuencias totalmente destructoras sobre el cine de Japón; caen las bombas atómicas sobre Nagasaki e Hiroshima, y los ejércitos norteamericanos, vencedores, entran en el país en agosto de 1945. Es la ocupación norteamericana, que trata de democratizar la nación. El espíritu feudal y samurai termina con este desastre y esta obligada y nueva renovación. Pero a partir de la guerra de Corea, concretamente desde 1950, el esfuerzo de recuperación del país cobra impulso bajo aquella circunstancia, y se inicia una época de inmenso auge industrial, que viene a producir el segundo factor capital, éste puramente cinematográfico. Las grandes empresas productoras, reducidas a dos durante el período militarista –Toho y Sochiku, a la que se añadirá después la famosa Daiei–, se convierten en seis, que son enormes fábricas industriales de producir films. Y proveen el noventa por ciento de la producción nacional, que numéricamente se coloca en el primer puesto mundial. Las pequeñas productoras independientes, capaces de hacer un cine independiente también, vienen a estar indirectamente vinculadas a estos seis colosos, equivalentes a los ocho grandes de Hollywood. Esto es, la influencia estatal directa no existe ya, pero aparece con frecuencia la presión del ambiente a través de lo comercial, sagrado para las grandes empresas que vienen a seguir esas líneas de fuerza, cambiantes, a través de la opinión japonesa. Para cualquier realizador, por importante y notorio que sea, como Kurosawa, es difícil sustraerse a ello. También es difícil apreciarlas, desde fuera y desde lejos, a través de la obra de un director, en un cine de producción masiva, del que se conocen pocos films en occidente. Pero esas directrices hay que tenerlas en cuenta en la línea creadora de Akira Kurosawa.

Muerto Mizoguchi, quedaba Kurosawa como el más grande de los realizadores japoneses del momento, admirado en el Japón y en el mundo occidental; igualmente discutido en ambos. Lo que no es casualidad, sino una completa definición. Es el realizador que trata de lograr esa simbiosis total de lo tradicional y lo actual, nervio vivo de la evolución de su patria. Pero no superponiendo o alternando ambas tendencias, sino elaborándolas ambas, para alcanzar un estilo cinematográfico japonés propio. Quizá su gran esfuerzo y mérito esencial sea éste. Unas veces parte del tema y estilo tradicionalista, jidai gekki: Los siete samuráis (1954), que narra la defensa de un poblado realizada por estos guerreros clásicos, convertidos en mercenarios por la desintegración nacional de la época. Es una de sus grandes y ambiciosas películas –el original duraba más de tres horas–, que la productora le facilita después del enorme éxito mundial de Rashomon. Otras veces toma el tema moderno para hacer el film contemporáneo, jendai gekki, como Vivir. Es el modesto empleado que tiene una enfermedad mortal, ve todos los egoísmos que rodean su muerte cercana y decide lanzarse a vivir felizmente sus últimos días. Pero enseguida comprende que las diversiones mercantilizadas y vulgares no son capaces de llenar una vida, ni siquiera unos días de la vida. Vivir es hacer algo por los demás y se dedica a una tarea filantrópica, que ve terminada antes de su muerte, aunque después otros pretendan glorificarle con ella. La película tiene un acento moralizador, ligeramente sermoneador; a lo lejos está el viejo Griffith y las intenciones constructivas del cine soviético. Con frecuencia, Kurosawa adopta puntos de partida en la literatura europea para sus dos tendencias, tradicional y contemporánea: El idiota (1951), según Dostoievski, o Los bajos fondos, según Gorki, o Trono de sangre, trasposición a la época de los samuráis de «Macbeth», de Shakespeare. Pero, indudablemente, donde esta transfiguración profunda de lo clásico y lo actual tienen su más completa configuración es en Rashomon, según narraciones de uno de los más célebres y representativos escritores contemporáneos japoneses, Riunosuke Akutagawa, que se suicida a los treinta años por no poder soportar ese ambiente de transformación de su país, en el que trata, sin embargo, de cooperar. La dualidad histórica y social del Japón tiene una efectiva acción y vigencia, a veces trágica, en los hombres que la viven. Y en ella vive también Akira Kurosawa y con ella hace su obra.

El estilo de Kurosawa refleja exactamente estos valores profundos de su temática, que pretende superar la escisión del alma japonesa entre su pasado y su presente. Rashomon es el ejemplo de lo tradicional tratado en un estilo actual. Como El infierno del odio puede serlo de un tema moderno donde aflora constantemente un estilo tradicional. Siempre en una total amalgama, fundidos y destilados juntos en el común crisol de valores esenciales.

Este último es un film policíaco, indudablemente en la línea de La ciudad desnuda, de Dassin, y las películas norteamericanas que le siguen. Es el drama de un rico industrial al que intentan secuestrarle su hijo, un niño, pero por una equivocación raptan al de su chófer y piden igualmente el rescate. Hay así un primer tema, muy frecuente en el Japón actual, de crítica contra los grandes industriales y sus feroces procedimientos de triunfo; el mismo tema que los «removedores de estiércol» abordaron, hace años, en la literatura de los Estados Unidos. Pero la conciencia del industrial se impone, y decide entregar el rescate pedido, que pone en peligro toda su riqueza, acumulada a costa de años de trabajo desde la nada; los industriales enemigos se aprovecharán de la circunstancia para arruinarle. Toda esa primera parte está tratada, en los grandes interiores desnudos de la mansión del industrial, con una lentitud, delectación, insistencia dignas de los teatros no y kabuki clásicos, pero sin los simbolismos y alusiones tradicionales, imposibles aquí. En cambio, la segunda parte –el descubrimiento y persecución del raptor en la ciudad inmensa– va desencadenando una contenida violencia, tan típica de Kurosawa, tan típica también de los films tradicionales. Igualmente aborda, de manera soterrada, otro tema dilecto del cine japonés presente: los bajos fondos, la desintegración de una sociedad después de una catástrofe bélica. Y en todo ello aparece siempre el gran sentido plástico, perfectamente desarrollado en la pantalla larga, de este hombre que quiso ser un pintor japonés. Por sus valores esenciales, Kurosawa es un disconforme y un moralista crítico. Aunque hombre liberal por definición humana, en sus temas no trata cuestiones políticas y sociales, sino éticas. En El ángel borracho (1948) y en Barbarroja (1964), las figuras de esos médicos son encarnaciones de una moral que adquiere caracteres superiores frente al dolor y la muerte. Y también eminentemente representativas de la fundamental contradicción humana –que impide todo dogmatismo estrecho–, en función de la cual viven y actúan los personajes de Kurosawa. De ahí su admiración por Dostoievski y su predilección por situaciones límite, al borde del melodrama occidental, aunque en el concepto japonés viene a ser el drama psicológico manifestado por la acción. «Me gustan los extremos, porque los encuentro más vivos», dice el realizador. No retrocede ante ellos, pero los domina y retiene siempre en sus justos límites. En sí, es un experimentador con el hombre y sus actos. En la historia del cine, Akira Kurosawa será el realizador que abrió las puertas del mundo al cine de su país con Rashomon. Pero, sobre todo, será uno de los más esforzados, diestros, audaces, extraordinarios cineastas que han intentado, con éxito, incorporar el arte nuevo del cine, inventado por el mundo occidental, a la tradición, a la cultura, a las artes seculares, refinadas, acabadas, de su país, cumbre de la civilización oriental.

float image 16 RASHOMON (Rashomon)

FICHA TÉCNICA: Japón: Daiei, 1950. Argumento: según relatos de Ronosuke Akutagawa. Dirección: Akira Kurosawa. Guión: Shobu Hashimoto y Akira Kurosawa. Fotografía: Kazuo Mayagawa. Música: Fumio Hayasaka.

FICHA ARTÍSTICA: Toshiro Mifune (bandido Tajamaru), Masayuki Mori (samurai Tachejiro), Machiko Kyo (su esposa Masago), Takashi Simura (el leñador), Minoru Chiaki (bonzo), Chijirico Ueda (criado).

Si Akira Kurosawa fue, quizás, el realizador japonés que mejor representaba la transposición de lo tradicional a lo moderno, de lo oriental a lo occidental, este film fue también el más representativo de esa tendencia y ese problema del cine nipón, y en general de su vida y cultura. La novela original de Akutagawa era demasiado corta, y el guionista Hashimoto –habitual de Kurosawa– añadió otro episodio. Las huelgas en los estudios Toho llevaron al director a ofrecérsela a Daiei, cuyos productores no entendieron nada, ni antes ni después de hecho el film, y nunca más llamaron a Kurosawa para otro trabajo. Y, sin embargo, por esa casualidad contradictoria de sus propósitos, la Daiei se apunta el mérito de haber iniciado el conocimiento y gloria del cine japonés en el mundo. Giuliana Stramigioli, representante del cine italiano en el Japón, lo eligió –sin conocimiento de Kurosawa– para el festival de Venecia, donde obtuvo el máximo galardón del León de Oro en 1951; también obtuvo el Oscar de Hollywood y el premio de la crítica norteamericana al mejor film extranjero. En el Japón sólo logró el quinto puesto entre las mejores películas del año, y únicamente después del triunfo internacional se comenzó a estimar sus valores. El mundo occidental conoce así la importancia de la cinematografía oriental. En aquel año (1950), la India había producido 241 films, Hong Kong unos 200, Japón 155…Este país llegará a producir más de 500, colocándose, con mucho, en el primer puesto cuantitativo de la producción mundial. Pero, sobre todo, se conoce y admira la alta calidad artística de un cine ignorado y, en gran parte, desdeñado como puramente comercial. El arte japonés vuelve a conquistar el mundo, esta vez por medio del cine, el arte de nuestro tiempo.

Los tres relatos de Akutagawa en que se basa ya manifestaban este paso de la tradición a lo contemporáneo, que va a ser el punto de apoyo de la película en su marcha a la conquista del mundo. Kurosawa lo acentúa, pone los conceptos y procedimientos del kabuki en un ritmo y concepciones actuales, y realiza el film en este mismo sentido. Por eso los japoneses no la consideran verdaderamente nacional, mientras el mundo occidental vio en ella una expresión netamente japonesa. La película es una gran obra de arte, magníficamente realizada e interpretada, con un sentido plástico fabuloso y un ritmo narrativo como pocas veces se ha conseguido. Porque la narración es de lo más difícil que se ha abordado en cine, y mantener su interés creciente es un verdadero prodigio. El asunto es muy simple en sí mismo. Un bandido ataca a un samurai y a su mujer en un viaje por el bosque, viola a aquélla y mata a éste. Pero el hecho objetivo está contado por dos personas, el leñador y el bonzo, que reproducen también la declaración de la mujer ante el tribunal y la del espíritu del samurai, por medio de una bruja. Son así cuatro versiones completamente distintas del mismo suceso, vistas por cada uno de los personajes del drama. Todo ello contado en el pórtico de un templo de aire siniestro, Rashomon, donde el leñador, el bonzo y un criado se han refugiado de la lluvia. El escueto asunto, pleno de violencia, erotismo, sadismo, se narra cuatro veces, reiterando el motivo, el lugar, los hechos, con un interés que no mengua, sino que crece, porque el mismo motivo sirve de medio para escudriñar los misteriosos e indescifrables recovecos del alma humana, por un lado, y poner en entredicho la realidad objetiva en el laberinto de aquéllos.

El procedimiento tiene sus antecedentes en el cine: El espejo de tres lunas, de Jean Epstein; La imagen, de Jacques Feyder, y sobre todo Ciudadano Kane, de Orson Welles. Pero en Rashomon tiene otras dimensiones. La transposición de lo oriental en lo occidental se manifiesta desde la realización hasta la música, que convierte los motivos orientales en polifonía, fundamental, en este sistema narrativo que es simplemente una coartada de características modernas y europeas para ofrecer una concepción profunda netamente oriental: la interpretación del tiempo y de los aconteceres encuadrados en ese tiempo. Rashomon es un caleidoscopio del tiempo. Cada hombre tiene su tiempo propio, con su vida personal, tiempo y vida que contienen unas imágenes también personales, vivencias que lo llenan. El tiempo en diversos planos, no sucesivos, sino simultáneos, girando sobre sí como el molinete de oraciones del monje budista. Y cada tiempo personal es una visión de la vida, con su verdad propia e intransferible, simple faceta de toda la verdad. Cada vez que un personaje cuenta el mismo episodio, lo pasado vuelve al presente. Pero en cada personaje todo está allí, aunque no lo cuente: es un pasado en eterno retorno, el tiempo mítico. Como lo es, visto de manera netamente oriental, en los Cuentos de la luna pálida, de Mizoguchi, del que el hombre occidental tiene una visión sobrenatural; es decir, en función de la razón, aunque sea aquí antirracionalista. Rashomon ha tenido una gran influencia en la concepción del tiempo en el cine actual, que prescinde de toda cronología, para narrar en función del contenido mismo de los hechos, con su tiempo propio.

FILMOGRAFÍA: 1943: Sugata Sunshiro (La leyenda del judo). 1944: Ichiban Utsukushiku (Lo más hermoso). 1945: Zoku Sugata Sunshiro (La nueva leyenda del judo); Tora no O Fumo Otokatschi (Los hombres que pisan la cola del tigre). 1946: Asu o Taukuru Hitobito (Los constructores del mañana); Waga Sishun ni Kuinashi (No añoro mi juventud). 1947: Subarashiki Nichiyobi (Un domingo maravilloso). 1948: Yoidore Tenshi (El ángel ebrio). 1949: Shizukanaru Ketto (Duelo silencioso); Nora Inu (El perro rabioso). 1950: Shubun (Escándalo); Rashomon (Rashomon). 1951: Hakuchi (El idiota). 1952: Ikiru (Vivir). 1954: Sochinin no Samurai (Los siete samurais). 1955: Ikimony no Kiroku (Si los pájaros lo supieran o Notas de un ser vivo). 1957: Kumohoso-jo (Trono de sangre); Donzoko (Los bajos fondos). 1958: Kakusi Toride no San-akunin (La fortaleza escondida). 1960: Warul Yatsuhodo Yoko Neuro (Los canallas duermen en paz). 1961: Joyinbo (El mercenario). 1962: Tsubaki Sanjuro (Sanjuro de las camelias). 1963: Tengoku no Jigoku (El infierno del odio). 1965: Akahige (Barbarroja). 1966: Sugata Sunhiro (La leyenda del judo). 1971: Dodeskaden (Dodes-kaden). 1975: Dersu Uzala (Dersu Uzala/El cazador). 1980: Kagemusha (Kagemusha). 1985: Ran (Ran). 1990: Dreams (Los sueños). 1991: Rapsodie August. 1992: Madadayo.