Ernst Lubitsch

Nació el 28 de enero de 1892 en Berlín, Alemania. Murió en Hollywood, Estados Unidos, el 30 de noviembre de 1947. Pocos realizadores muestran en su obra, con más claridad, la confluencia de los factores personales y artísticos que la constituyen. Puede decirse que, en Lubitsch, es una autobiografía. No en el sentido anecdótico, sino en las hondas líneas de fuerza que mueven su vida y los afanes de su espíritu. Pertenece a una familia judía, quizá procedente de Budapest, instalada en Berlín. Sus padres tienen una gran tienda de confecciones para señora, en el barrio especializado en esta clase de comercio, y allí trabaja Lubitsch en sus primeros años, tras cursar sus estudios en el Sophien Gymnasium de Berlín. Es toda una raza, un ambiente y una visión de la vida. «Estos konfektionare tenían su lenguaje, sus buenas palabras y su mentalidad llamada Hausvogteiplatz, del nombre de la plaza alrededor de la cual se agrupaban sus casas. Hay que precisar que el espíritu de este medio, en su mayoría judío y del que saldrían numerosos cineastas, no era típicamente judío, sino esencialmente berlinés» (Lothe Eisner). Espíritu que se vanagloriaba de ser agudo, burlón, con un poco de crueldad para reírse de las desgracias de los demás. Y era el Berlín del Káiser Guillermo II, recién coronado, que se vanagloriaba de su prestancia y ocultaba, bajo uniformes resplandecientes, un brazo paralizado, como si fuese una vergüenza nacional. Todo un mundo de jerarquías, protocolos y ordenación sociales, montado sobre esa pompa cortesana y militar, con bastante de revista musical. Opereta, elegante juego de jerarquías y protocolos, tan cultivados por Lubitsch. Porque Berlín era la capital cultural del mundo nórdico, que gustaba llamarse a sí misma «La Atenas del Spree». En este ambiente de tienda de modas y de opereta nacional, Lubitsch pudo observar la mecánica de la vida en su aspecto más trivial, más ligero, aunque las gentes lo considerasen de suma importancia y trascendencia. El contraste de lo cómico está aquí. Por las noches, al salir de la tienda, estudia declamación en la escuela del actor Victor Arnold, que en 1911 le hace entrar en el Teatro Alemán de Max Reinhardt, aquel fecundísimo formador de personalidades. Allí permanece siete años, la mayoría de las veces haciendo papeles cómicos, logrando éxitos importantes, sobre todo en la fantasía oriental «Sumurun». En aquella misma época, en Polonia, triunfaba en esta misma obra una bailarina que se encontraría con Lubitsch en Berlín para ser uno de los puntales de su éxito cinematográfico: Pola Negri.

Entra en el cine como actor cómico en 1913, creando el personaje de Meyer, un judío emprendedor que lo resuelve todo, lo vence todo, asciende desde la nada y se casa con la hija del patrón rico. Durante dos años actúa como comediante, y en 1915 dirige la propia película que interpreta, Blinde kuh; hasta 1920 dirige e interpreta unas quince películas, entre ellas varias con Ossi Oswalda, su mujer, ingenua del cine alemán, y con Pola Negri, principalmente Sumurun, que le dará su renombre definitivo. Entretanto, va abandonando su carrera de actor, dedicándose preferentemente a la dirección desde 1917, y busca nuevas orientaciones en dos géneros que entonces tentaban a los alemanes: la reconstrucción histórica del gran espectáculo y el film de terror o fantástico. En este último género destacan Los ojos de la momia (1918) y La muñeca (1919). Pero lo que ha de consagrarle definitivamente son sus obras históricas o de gran espectáculo, principalmente Carmen, Madame Du Barry, Ana Bolena o La mujer del faraón, filmadas entre 1918 y 1921. Estas películas provocarán la susceptibilidad y las protestas de los países aludidos, injustificadamente, por cierto. Canudo dirá que son «la historia de Francia y sus vecinos ilustradas por el lápiz perverso y sexual de los alemanes». En Ana Bolena se querrá ver la intención de mostrar a los norteamericanos la impureza de costumbres de los británicos, como sucederá muchos años después con Ninotchka y el régimen soviético. Lubitsch había descubierto, a través de esta treintena de películas germanas, de tan diversos géneros y estilos, una línea que será la suya genuina: la ironía.

Pocos realizadores han tenido tan extraordinaria capacidad de adaptación, de asimilación de todas las cosas, como Lubitsch: desde la ligereza y trivialidad de la opereta hasta los movimientos de masas del «Teatro de los Diez Mil», de Reinhardt, y las iluminaciones de contrastes en los films terroríficos…Pero en el origen de Lubitsch hay que buscar, como su primera raíz, el expresionismo alemán, estilo y espíritu del arte nórdico, en general. Lubitsch parece la antítesis del expresionismo, pero es que todo lo que toca lo reduce al mundo que siente y va a crear, el de la ligereza, la frivolidad, la trivialidad en muchos casos. Vive en una Alemania conmovida por los formidables acontecimientos económicos, sociales, políticos, revolucionarios…de la primera posguerra. Pero él se circunscribe a un mundo, ajeno y cerrado, en el que todo ello apenas tiene repercusión. Con el expresionismo realiza igual alquimia. El alma de los objetos, el misterio de todas las cosas, con su simbolismo correspondiente, se transforma en sus manos en detalle revelador, casi siempre mordaz e irónico. En Madame Du Barry, el entierro del rey está únicamente visto a través del dolor de la favorita, en un alarde de elipsis cinematográfica. En Montmartre (Die Flamme, 1922), una cortesana, al estilo de la Dama de las Camelias, para pasar por mujer virtuosa ante su amado transforma los objetos de su boudoir, que la delatan. Detrás de todas las cosas hay un misterio, como en todo expresionismo, pero en Lubitsch este misterio se transforma en secreto de alcoba. El famoso «toque Lubitsch» es el último, lejano, insospechado avatar del expresionismo germano.

Para el cine norteamericano, la historia del mundo no es más que un gran espectáculo, sin preocupaciones de fidelidad a los hechos o personajes. Y estas reconstituciones históricas de Lubitsch tenían el necesario ambiente y el matiz psicológico que revalorizaba lo espectacular; es lo que han hecho los norteamericanos con su pequeña historia, sea la Guerra de Secesión o la conquista del Oeste, hasta convertirlo en atracción de todos los públicos del mundo. Como especialista en reconstituciones históricas fue llamado Lubitsch a Hollywood, para dirigir a Mary Pickford en Rosita, la cantante callejera, según la obra «Don César de Bazán», de D’Enneri y Dumanoir. Nunca se ha mostrado el poder de Hollywood, sus positivos valores de capital del cine, como en el caso de Lubitsch, el hombre adaptable y moldeable por excelencia. Hollywood lo transforma en algo completamente opuesto a lo que hasta entonces fue, siempre sobre una personalidad ya definida. El abanico de Lady Windermere, de Oscar Wilde, va a representar este cambio decisivo y definitivo de su nueva personalidad; porque la visión de Una mujer de París, que Charles Chaplin acaba de lanzar, le revela todo el secreto, el poder y la sugestión de un valor que hasta entonces apenas había sospechado: la sutileza. Y bajo la luz nueva que, como un rayo de conversión, recibe de este film –que siempre admirará–, comprende que ha de ser él mismo, pero a su vez otro. Sirve todo su sistema cómico, su gusto por la suntuosidad rococó, burguesa y de opereta, con su juego de jerarquías, protocolos y rigor; su sentido burlón de tienda de confecciones para señoras y de conversaciones de café berlinés, esa propensión a ver el mundo en cuestiones de alcoba, con su tramoya automática de la vida corriente, sirven también. Pero vuelto del revés. No ya el trazo grueso, propenso al borrón, sino el arabesco sutil, hacia la más tenue voluta de la sonrisa; no la burla mordaz, sino la leve ironía.

Treinta películas más, hechas en Norteamérica, constituyen su obra definitiva, muy variada. El sonido le va a dar un nuevo elemento de creación, pero siempre será la imagen –según declaraba– lo esencial de su estilo. Va a hacer El príncipe estudiante, El desfile del amor, El teniente seductor, La viuda alegre, donde la opereta y la reconstrucción histórica vuelan ligeras con las alas de la sutileza. Son éxitos mundiales enormes que, para el gran público y la gran industria, consagran el cine sonoro. Va a hacer dramas, como El patriota, El hombre que yo maté, bien realizados, que revelan unas posibilidades hacia temas trascendentales que Lubitsch no utilizará en definitiva. Pero su verdadera obra es la comedia sofisticada, estilizada hasta el límite, por medio de ese recurso mágico que es el «toque Lubitsch». Tres pueden considerarse sus obras maestras: Un ladrón en la alcoba (Trouble in Paradise, 1932), Una mujer para dos (Design for Living, 1933) y Ninotchka (1939). Porque en ellas renuncia a todo lo que pueda apoyar espectacularmente el limpio trazo de la comedia estilizada, realizándola y desarrollándola con medios casi imponderables, difíciles de relatar por su mismo perfil tenue, vaporoso. Su personalidad es tan firme y su crédito tal, que es productor y supervisor de films dirigidos por otros cineastas de renombre, a los que impone su estilo. Fue el hombre del eterno éxito. Siempre tuvo guionistas predilectos, en lo posible fijos: principalmente Hans Kraly (1885-1950), en su obra alemana, que le sigue a Hollywood y contribuye en mucho a la formación de Lubitsch; luego, Sansom Raphaelson, Ernest Vajda.

En la obra y estilo de Lubitsch se han fundido y destilado por completo todos los elementos de su formación: la Alemania rutilante de Guillermo II; la familia judía, con su sangre de siglos y de países, su infinito poder de adaptación a todos los medios; la cultura germánica de la «Atenas del Spree»; la tienda de confecciones de señora, con su mundo trivial y ligero; el gran espectáculo y el sentido plástico y de síntesis escénicas de Max Reinhardt, los trucos cómicos de la serie de películas de Meyer; las comedias, en tono de opereta, de Ossi Oswalda y los dramas de Pola Negri; el expresionismo germánico, con su misterio de las cosas, reducido a la nada; la tragedia de Charles Chaplin; la fina y aguda voluntad irónica de Oscar Wilde; el ambiente internacional y utilitario de Hollywood, el gran crisol donde fundir todo lo que en el mundo podía ser utilizable, sin otro prejuicio que su provecho. Con todo ello construye la comedia, que es la mecánica habitual de la vida, bajo el vigor de una situación que revela su inoperancia, su trivialidad y su absurdo. Es también el humor y, del humor, la ironía, ese dardo sutil que sólo alcanza a los que se toman la existencia en serio, a los que precisamente están presos en esa mecánica diaria de la existencia, como si fuese lo más importante del mundo. Lubitsch forma su humor y el encaje de su trama partiendo de una situación, base humana y lógica de lo cómico. Max Linder, el hombre que forjó lo cómico desde una pequeña situación, está a lo lejos. Y todo eso se sintetiza en el famoso «toque Lubitsch», quintaesencia de la comedia, porque es un extracto de situación. La situación total, en su equívoco o en su enredo, queda un momento en el aire, con el mecanismo de su acción en suspenso. Entonces, la situación y la acción se concentran en un solo punto, en un objeto cualquiera, en un acto minúsculo: un jarrón, una flor, una corbata, un piano, una frase habitual y protocolaria, esas puertas que se cierran, tan predilectas de Lubitsch. En cualquier cosa, porque la gracia y el humor descienden sobre ella por un toque mágico –el alma de las cosas, misterio del expresionismo–, que aquí es «toque Lubitsch». En Un ladrón en la alcoba, éste se ha introducido en la casa de la mujer elegante, mundana, para lograr su confianza como mayordomo. El amor surge entre ellos, y los progresos de esa confianza y esa aventura erótica están trazados, rápida y sintéticamente, por las frases que, en días sucesivos, el mayordomo dedica como saludo a la señora: primero con el protocolo oficial y al final con la familiaridad que sugieren sus íntimas relaciones. Todo el proceso de la aventura amorosa está trazado con el arabesco de la ironía. En Ser o no ser hay un espectador que, en cualquier ciudad, se levanta siempre de la primera fila de butacas cuando el actor va a comenzar a recitar el monólogo de «Hamlet», con gran sorpresa e intriga de éste. Ahí está resumida toda la situación: la bella mujer, Carole Lombard, engaña al actor en todas partes, con amantes diferentes, y aprovecha la larga tirada de versos para verse con ellos tranquilamente. O es el matrimonio de buena sociedad, que pelea encarnizadamente; la mujer sale de la habitación, dando un portazo, el marido la sigue furioso, dando otro portazo. La puerta queda cerrada, sola en la pantalla, unos instantes. Inmediatamente, el matrimonio aparece bailando alegre, feliz, en un cabaret. Aquella puerta, objeto mudo e inexpresivo, representa la reconciliación, que se supone larga y difícil. Si yo tuviera un millón es una película de cuentos, realizada por varios directores. Un millonario excéntrico deja un millón de dólares a gentes desconocidas, señalando al azar en la lista de teléfonos. El episodio dirigido por Lubitsch está hecho exclusivamente con su «toque». Un oficinista sumiso, humilde –Charles Laughton–, recibe la noticia con impavidez, ordena cuidadosamente las cosas de su mesa de trabajo, se levanta, sube escaleras, recorre pasillos, llama respetuosamente a la puerta de su jefe, espera a que le den permiso para entrar, entreabre la puerta y el jefe le mira inquisitivo, siempre hostil y amenazante: entonces le hace en su cara una mueca y un bufido de burla, y se va. El «toque Lubitsch» es el depurado extracto de la comedia, y por eso, también, la quintaesencia de la ironía. Un humor a flor de piel, burbujeante, espumeante, sobre el brillo superficial de la vida, para revelar que, al fin, nada tiene importancia. Pero este mecanismo habitual de la existencia no está apoyado en las costumbres de cada lugar, que es la limitación del tipismo, del casticismo, sino en unos rasgos humanos eternos, por donde la obra y la gracia de Lubitsch alcanzan el grado supremo de la universalidad. Lo que siempre es un átomo de genialidad, que este buen vividor, enamorado de la vida y de las cosas, con su eterno puro y su eterna sonrisa, se negó a llevar –en general– a temas trascendentales, aplicándolo a lo que estimaba más bello, fácil, alegre, brillante, placentero…Lo habitual de la vida, tema de comedia, visto en su mejor aspecto. Lubitsch deja en el cine esta huella leve, brillante, intrascendente, pero de una fundamental permanencia: la belleza del vivir.

FILMOGRAFÍA: 1914: Fräulein Seifenschaum. 1915: Blinde Kuh; Aufs els Gefuhrt; Zucker und Zimt. 1916: Leutnant auf Befehl; Wo Ist Mein Schatz?; Als Ich Tot War; Der Schwarze Moritz; Schuhpalast Pinkus; Der Gemischte Frauenchor; Der GMBK-Tenor (La mamá de los perritos). 1917: Seine Neue Nase; Ossis Tagebuch; Der Blusenkönig; Wenn Vier Dasselbe Tun (La niña de los millones); Ein Fideles Gefängnis. 1918: Prinz Salmi; Der Rodelkavalier (Pasajero sin billete); Ich Mochte Kein Mann Sein; Der Fall Rosentopf; Die Augen der Mumie Ma (Los ojos de la momia); Das Madel Vom Ballett (La bailarina del antifaz); Carmen (Carmen); Marionetten. 1919: Mayer aus Berlin; Meine frau, die Filmschauspielerin (Mi mujer, artista de cine); Schwabenmadle; Die Austernprinzessin (La princesa de las otras); Rausch; Madame Du Barry (Madame Du Barry); Die Puppe (La muñeca). 1920: Kohlhiesels Tochter (Las hijas del cervecero); Romeo und Julia im Echnee (Romeo y Julieta); Anna Boleyn (Ana Bolena); Sumurun (Sumurun). 1921: Die Bergkatze (El gato montés); Das Weib des Pharaos (La mujer del faraón). 1922: Die Flamme (Montmartre). 1923: Rosita (Rosita, la cantante callejera). 1924: The Marriage Circle (Los peligros del flirt); Three Women (Mujer, guarda tu corazón); Forbidden Paradise (La frivolidad de una dama). 1925: Kiss Me Again (Divorciémonos); Lady Windermer’s Fan (El abanico de Lady Windermere). 1926: So this is Paris? (La locura del charlestón). 1927: The Student Prince (El príncipe estudiante). 1928: The Patriot (El patriota). 1929: Eternal Love (Amor eterno); The Love Parade (El desfile del amor). 1930: Paramount on Parade; Monte-Carlo (Montecarlo). 1931: The Smiling Lieutenant (El teniente seductor); Broken Lullaby (Remordimiento). 1932: One Hour with You (Una hora contigo); Trouble in Paradise (Un ladrón en mi alcoba); If I Had a Million (Si yo tuviera un millón). 1933: Design For Living (Una mujer para dos). 1934: The Merry Widow (La viuda alegre). 1937: Angel (Angel). 1938: Bluebeard’s Eight Wife (La octava mujer de Barba Azul). 1939: Ninotchka (Ninotchka). 1940: Shop Around the Corner (El bazar de las sorpresas). 1941: That Uncertain Feeling (Lo que piensan las mujeres). 1942: To Be or not To Be (Ser o no ser). 1943: Heaven Can Wait (El diablo dijo no). 1946: Cluny Brown (El pecado de Cluny Brown). 1948: That Lady in Termine. (Terminada por Preminger.).