Auguste nació el 19 de octubre de 1862 en Besançon y murió en Lyon el 10 de abril de 1954. Louis nació el 5 de octubre de 1864, en la misma localidad que su hermano, y murió el 5 de junio de 1948, en Bandol, Francia. Tradicionalmente figuran ambos hermanos como inventores del cinematógrafo, porque todas las patentes están a nombre de los dos, que no quisieron separar nunca sus nombres en todas las investigaciones. Pero ante la resonancia y universalidad adquiridas por su invento, Auguste puso en claro la situación declarando que había sido idea concreta de Louis. La cuestión no es tan fácil de establecer, porque había una comunión y comunicación constante de ideas entre los dos hermanos y, por otra parte, Louis se dedicaba, efectivamente, más a la mecánica y a la fotografía, mientras Auguste orientaba sus investigaciones hacia la química y la biología. Igual sucede con el hecho concreto de la invención que, como veremos, está plena de innumerables precursores, incluso de inventores que pueden disputárselo a los Lumière en el sentido estricto. El cinematógrafo es uno de los inventos de más discutible y compleja precisión de primacías, porque viene a través de largos caminos de siglos y de contribuciones de toda clase. Es un resultado final, y la dificultad de la cuestión estriba, precisamente, en establecer cuál es el momento que lo define, decide y establece.
Los Lumière son unos selfmademen europeos, que surgen de la nada para convertirse en industriales poderosos y notables hombres de ciencia. Su padre, Antoine Lumière, había nacido en una aldea de Haute-Saône, hijo de un tonelero y una comadrona, muertos en la epidemia de cólera de 1854. El muchacho se fue a París, donde un pintor le dio lecciones de dibujo, que fue siempre su verdadera vocación. Casado muy joven, se estableció en Besançon, donde da lecciones de pintura, y después pasó a dedicarse al arte fotográfico, aún una novedad y una maravilla. En 1870, Antoine se instaló en Lyon, con sus tres hijos: Auguste, Louis y Jeanne. Puso una tienda de artículos fotográficos en una barraca de madera cerca de la Escuela de Medicina, que en 1876 se convirtió en una pequeña fábrica –en el barrio de Montplaisir– de placas secas al gelatinobromuro de plata, gran novedad entonces. La fórmula había sido inventada por su hijo Louis a los quince años. Pero la vocación y la fantasía del padre le llevaban hacia la pintura, el lado técnico e industrial de la fotografía no le interesaba, y la fábrica estuvo a punto de desaparecer. Sus dos hijos mayores –eran ya seis– consiguieron ponerla a flote, en dos años de encarnizados trabajos, con un perfeccionamiento técnico que se les ocurrió en 1882, durante el insomnio producido por un fuerte dolor de cabeza. En 1883 los Establecimientos Lumière en Lyon-Montplaisir eran ya una industria importante y lucrativa, que permitía a los dos hermanos interesarse por otras investigaciones, científicas y técnicas, o practicar artes como la música o la escultura. Porque los Lumière pertenecen a esas generaciones de investigadores bajo un acento de enciclopedismo casi poético, por su curiosidad insaciable, cuyo exponente novelesco es Julio Verne. Louis Lumière tenía ese doble aspecto de investigador puro y de inventor manual, porque en aquellos años la mayoría de los mecanismos, para cualquier investigación o fabricación, debían ser imaginados y construidos por los propios inventores.
Como Edison, los Lumière eran unos formidables sintetizadores de todo lo hecho anteriormente, de manera incompleta o dispersa. Louis Lumière nunca negó a sus precursores, principalmente a Marey y Demeny, con su colaboración, desavenencias y polémicas. Louis Lumière había visto, en 1894, el Teatro Óptico de Emile Reynaud –patentado en enero de 1889–, donde se proyectaban en una pantalla imágenes animadas, pero pintadas, no fotografiadas. Reynaud había dirigido, en junio de 1880, una comunicación a la Sociedad Francesa de Fotografía sugiriendo que en vez de proyectar dibujos hechos a mano, «representando las diferentes fases de un movimiento, sería posible obtenerlos por medio de la fotografía». Como Marey, había pasado junto al invento del cinematógrafo sin realizarlo. También Lumière había visto el kinetoscopio de Edison, donde las fotografías ya se movían, pero para un solo espectador, sin proyectarse en la pantalla. Lumière pensó en unir ambos sistemas y proyectar fotografías animadas en una pantalla para muchos espectadores. Lumière expone así las ventajas de su invento: «Hacia el año 1893, se vio aparecer en Francia, viniendo de América, aparatos inventados por Edison, llamados kinetoscopios y que mostraban a espectadores aislados largas series de fotografías, que se sucedían a intervalos muy cortos, realizando así la síntesis del movimiento. Pero la película, sobre la cual las fotografías se habían tomado, estaba animada de un movimiento continuo, y cada prueba, para dar una impresión neta, no debía ser vista más que durante un tiempo muy corto, inferior a 1/7000 de segundo. En tales condiciones, la iluminación es evidentemente muy débil y, en consecuencia, las escenas carecen de profundidad; treinta pruebas, por lo menos, son necesarias para dejar en el ojo una impresión de continuidad suficiente. Nuestro cinematógrafo no tiene estos defectos: permite disminuir el número de pruebas a quince por segundo y mostrar a un conjunto de espectadores escenas animadas, al proyectarlas sobre una pantalla. La profundidad sobre la cual se pueden fotografiar objetos en movimiento no está ya limitada, y se llega a representar de una manera impresionante la animación de calles y plazas públicas». Éste era el problema que había que resolver para proyectar las sucesivas imágenes fotográficas en una pantalla.
Se trataba de sustituir el movimiento continuo de la película, de los aparatos de Edison, por un movimiento intermitente, para que cada fotograma se detuviese ante la pantalla durante la proyección, siendo ocultado por un obturador mientras se deslizaba para dar paso al siguiente. Como las deidades antiguas dictaban sus designios y comunicaban la inspiración a sus elegidos durante el sueño, Louis Lumière tuvo la visión de su invento durante el duermevela de una indisposición, su habitual jaqueca. Vio el pequeño artilugio que sirve para el arrastre de las máquinas de coser y en los telares de Lyon: unas garras o grifas, movidas por una excéntrica. Esto era todo, y el cinematógrafo había sido inventado. La explicación de Lumière dice: «Hemos llegado a este resultado gracias al movimiento alternativo dado al cuadro bajo el impulso de una excéntrica triangular, dispositivo que es el objeto fundamental de nuestras patentes. De esta manera, la velocidad de partida y de detención de las grifas son todo lo progresivas posible, y el movimiento de enganche y de retirada de estas mismas grifas no comienza más que después de la detención absoluta de la película, a fin de no deteriorar las perforaciones. Además, las aberturas laterales de la banda permiten una exactitud perfecta, puesto que se efectúa por medio de grifas que recuperan rigurosamente las mismas posiciones en las dos extremidades de su movimiento. En fin, insistiremos sobre el hecho de que el mecanismo está dispuesto de tal manera que la película queda inmóvil durante los dos tercios del tiempo que separa dos fases consecutivas del movimiento reconstituido; el último tercio se emplea en la sustitución de una imagen por la siguiente». «Fue –dice– el invento que menos trabajo me costó hacer.» En seis meses, secundado por su jefe de talleres, Paul Moisson, construyó su primer aparato, que era a la vez cámara tomavistas y proyector. Y comienza a dar a conocer su invento.
En otoño de 1894 ya fue hecha una exhibición privada, entre algunos amigos, usando películas de papel transparente. El 13 de febrero de 1895, a nombre de los dos hermanos, patentan «un aparato que sirve para la obtención y visión de pruebas cinematográficas» A éstas siguieron las patentes de Inglaterra, el 8 de abril de 1895, y de Alemania, el 11 del mismo mes. En este último documento se le llama ya cinematógrafo, nombre usado anteriormente por Leon Bouly (1892) y Jean Acmé le Roy (1894). Las demostraciones públicas del cinematógrafo hechas por Lumière son: la primera el 22 de marzo de 1895, en París, en la Societé d’Encouragement à l‘Industrie Nationale, calle Rennes 44, con una conferencia sobre la industria fotográfica, por Louis Lumière, presentando La salida de los obreros de los talleres Lumière en Lyon-Montplaisir. La segunda en Lyon, con motivo del Congreso de Sociedades Fotográficas, bajo la presidencia de Janssen, director del Observatorio Astronómico de París e inventor del revólver fotográfico; se proyectaron ocho films de ocho a diecisiete metros de longitud, más dos películas tomadas la víspera, que eran El señor Janssen hablando con el señor Legrange, Consejero General del Rhöne, y La llegada del astrónomo Janssen desembarcando con los otros miembros del Congreso en Neuville-sur-Saône. La tercera fue el 11 de julio, en los salones de Louis Olivier, director de la «Revue Générale des Sciences», ante unos cincuenta hombres de ciencia, con el mismo programa. La cuarta, el 16 de noviembre, en la Sorbona, ante numerosos sabios y profesores, con motivo de entrar en la Facultad de Ciencias los señores Darboux, Front y Lippman. La quinta fue la sesión para el gran público, el 28 de diciembre de 1895, en los sótanos del Grand Café, en el boulevard des Capucines 14, organizada por Clément Maurice, amigo de Antoine Lumière; con ella se inaugura el espectáculo cinematográfico, primer jalón de un nuevo arte. Dado el camino que el cinematógrafo ha seguido y la importancia que como arte y espectáculo de masas ha alcanzado, creo que no fue realmente inventado en el sueño de aquella noche de Louis Lumière: fue inventado en esta primera sesión pública del boulevard des Capucines. Hoy no puede vincularse un descubrimiento de tal categoría al perfeccionamiento que significa la aplicación de una garra, movida por una excéntrica, que ya existía en otros aparatos; ni siquiera el nombre le pertenece. Tampoco la primacía absoluta de la proyección de imágenes en una pantalla, cuestión sujeta a todas las polémicas, mezclada al orgullo nacional de otros países. El inglés William Friese-Greene había patentado un aparato proyector, el 21 de julio de 1889, y dio proyecciones en febrero de 1890. El alemán Max Skladanowsky había dado sesiones de cine proyectado en 1894, y su primera sesión pública y comercial, con cartel anunciador de bioscop, el 1 de noviembre de 1895, en Berlín. En Norteamérica, Woodwile Lathan, con Laurie Dickson –antiguo colaborador de Edison– y el francés Eugène Lauste habían proyectado un match de boxeo, en un local de Broadway, el 2 de mayo de 1895; Thomas Armat había hecho lo mismo por iguales fechas; los italianos reclaman la primacía para Filoteo Alberini…Pero el hecho real y concreto es que ninguno de estos inventores logró continuidad para sus empresas ni la atracción de grandes públicos, que había de convertir al cinematógrafo en el gran espectáculo de los tiempos modernos. No se trata de la valorización del éxito, sino del hecho decisivo, definitivo, que pone al cinematógrafo en el camino de lo que hoy es. Y esto lo consiguen los Lumière, a partir de aquella primera proyección pública. Todo lo demás estaba resuelto o conseguido antes: esto no.
La casa donde se dio la primera sesión de cine existe todavía en el boulevard des Capucines, esquina a la calle Caumartin; entonces era la elegante sede del Jockey Club, en cuyo salón se jugaba al billar. Al lado había una puertecilla por la que se descendía al sótano, llamado Saloon Indien porque estaba decorado al estilo oriental (Victor Parrot). Hoy hay una agencia internacional de viajes y sobre la puertecilla un rótulo de «Saloon de Té». Era un frío sábado, en plenas fiestas de Navidad, las tiendas estaban en su mayoría cerradas y los transeúntes eran escasos. Sobre la puerta, un cartel de tela anunciaba: «Cinématographe Lumière. Entrée, un franc», y un voceador invitaba a entrar a los escasos transeúntes. Los hermanos Lumière habían permanecido al frente de su fábrica de Lyon, encargando a su fantástico padre la organización del pequeño espectáculo, considerándolo como un simple entretenimiento sin importancia. Antoine Lumière había ofrecido a Volpini, el dueño del Grand Café, una participación en el negocio, pero éste se había negado, prefiriendo una cantidad fija de treinta francos diarios. Lumière padre había invitado a algunas personalidades y a la prensa, que apenas asistieron. Entraron 33 personas, que se vieron muy sorprendidas cuando, por todo espectáculo, se encontraron con una tela blanca sobre la pared. Al aparecer la primera imagen, inmóvil, hubo una gran decepción, pues supusieron que se trataba de proyecciones de linterna mágica, tan conocidas. Pero al animarse causaron el asombro de los espectadores, se oyeron gritos de mujer cuando apareció un tren en marcha y algún espectador protestó por lo que creía una mistificación de ilusionismo. Entre los grandes entusiastas se hallaba Georges Méliès, prestidigitador e ilusionista del cercano teatro de magia Robert Houdin. Quiso comprar el aparato a Lumière, en competencia con Lallemand, director del Folies-Bergère, y Thomas, director del Museo Grévin, de figuras de cera (Bessy). Pero Lumière padre se negó a venderlo, asegurando que no tenía ningún porvenir comercial. Quizá para aquel artista frustrado nada tenía porvenir comercial. Unos pocos periódicos se ocuparon, días después, del nuevo espectáculo, con frases ponderativas y de asombro, a veces líricas. Eso fue todo. Pero rápidamente acudió el público, que llegó a formar largas colas en la calle y proporcionar abundantes ingresos, con gran pesar de Volpini. El cine había comenzado su insospechada y fabulosa carrera para la conquista del mundo. La villa de París hizo grabar sobre el pilar derecho de la puerta de entrada esta inscripción: «Ici, le 28 décembre 1895, eurent lieu les premières projections publiques de photographie animée a l’aide du cinématographe, appareil inventé par les frères Lumière».
Los Lumière enviaron por el mundo a representantes y operadores, como Promio, Mesguich, Trewey…, para hacer proyecciones y tomar vistas en los diversos países. En Madrid, la primera sesión del cinematógrafo Lumière tuvo lugar el 15 de mayo de 1896, fiesta madrileña de San Isidro, en los bajos del Hotel Rusia –hasta entonces ocupados por una joyería–, en la Carrera de San Jerónimo, esquina a Ventura de la Vega, hoy número 28; una placa lo conmemora. Los Lumière produjeron más de dos mil películas cortas, la mayoría escenas naturales o reportajes, con algunas cómicas, como el famoso Regador regado. Eran simplemente fotografías animadas, como habían denominado inicialmente su invención. Cada film tenía unos diecisiete metros y se vendía a cuarenta francos. Pero después de 1903 dejan la producción, por no considerarse «preparados» para seguir los pasos de un espectáculo que adquiría tal volumen en manos de Méliès, Pathé y Gaumont.
El cinematógrafo no se impuso rápida y definitivamente. Dos años después de su aparición estaba en crisis en todo el mundo, incapaz de ofrecer una renovación de aquellas «escenas naturales» a las que se limitaba. El incendio del Bazar de la Caridad, en París, el 4 de mayo de 1897, contribuyó grandemente a ello. En un barracón de madera –donde se apiñaban más de 1.500 personas– murieron en pocos minutos más de cien. Con este motivo se empezó a hablar de los «peligros del cinematógrafo»; otros muchos «peligros» se han anunciado después. Pero hay que señalar que entre los que murieron allí estaban altos miembros de la aristocracia, mezclados con gentes populares. Era un espectáculo para todos. Sadoul ha señalado, muy certeramente, cómo el cine se vio obligado a retornar a las formas tradicionales del arte, principalmente el teatro, por obra de Méliès, para recuperar su prestigio e iniciar su definitivo auge mundial. Es que, en verdad, sobre aquella pequeña sala primera del boulevard des Capucines y sobre los modestos barracones ambulantes de feria va a descender el espíritu de nuestra época. En el descubrimiento científico y técnico del cinematógrafo concurren tres largos caminos de siglos: la proyección de imágenes, la persistencia retiniana y la cronofotografía. En el cine, como espectáculo y como arte, van a concurrir otros tres, que son los caracteres que definen nuestro mundo y nuestra época: la universalidad, las máquinas y las masas. La universalidad, que significa un cambio total de mentalidad, desde fines del siglo XIV y comienzos del XV, en todo el mundo occidental; los descubrimientos geográficos de españoles y portugueses le darán su concreción definitiva y triunfal, sobre todo con el descubrimiento de América, en 1492. Las máquinas, los artificios y técnicas, desdeñados y malditos como oficio de esclavos y siervos, durante milenios, que surgen a la sombra de la revolución científica consagrada por el Renacimiento, pero iniciada en los últimos años medievales; el descubrimiento de la imprenta es la manifestación decisiva de las máquinas al servicio de la cultura. Y todo ello por exigencia de las masas, que ascienden lentamente en la sociedad, desde el siglo XIII, con el predominio de los burgueses y artesanos sobre los señores feudales, con el triunfo de las ciudades sobre los castillos. Por eso he dicho que, históricamente, el cine es «un arte universal, hecho a máquina, para las masas». Por ello es el arte de nuestro tiempo. Y este nuevo concepto del arte, en función de los caracteres de nuestra sociedad y nuestros días, es lo que vino a encarnarse en aquel pequeño, olvidado, desdeñado espectáculo que, una tarde de invierno de 1895, tenía lugar en una calle de París, para las gentes de la calle.