Georges Méliès

Nació el 8 de diciembre de 1861 en París, Francia. Murió el 21 de enero de 1938 en esa misma ciudad. Nace en una familia de artesanos cualificados, que se convierten en industriales. Su padre, Louis Méliès, era zapatero en provincias. Su madre, Johannah Catherine Schueringh, era holandesa, hija del zapatero de la corte, que se trasladó a París. Ambos eran ricos, sobre todo Méliès, que era millonario; tuvieron tres hijos, el último de los cuales fue Georges. Pertenecía, pues, a una familia de la alta burguesía, culta, relacionada con la buena sociedad. Pero conservaban los viejos vínculos de los antiguos gremios, que los llevaban a mantener una conexión profesional en la formación de su familia. Así, Georges estudió en el Liceo del Príncipe Imperial en Vanves, cerca de París, y después, con motivo del cerco de la ciudad por las tropas alemanas durante la guerra francoprusiana, en el Liceo Louis-le-Gran, ambos concurridos por los hijos de la alta burguesía francesa. Méliès siempre fue un caballero distinguido, culto, de una exquisita cortesía, unida a una bondad y un optimismo innato. Y el sentido del clan, que reinaba en la familia, había hecho que sus dos hermanos se casasen con dos hermanas, la tercera de las cuales estaba destinada para Georges Méliès. Pero éste se enamora de Eugénie Génin, que estaba interna en un convento; su familia se opone y Georges la rapta, casándose en 1885; la novia lleva una dote de 50.000 francos. El clan cerrado se ha roto y aún ha de ser vulnerado más decisivamente por el joven Méliès. Éste pretende dedicarse a la pintura y entrar en la Escuela de Bellas Artes, pero en este punto neurálgico, que ataca a sus intereses, el padre no transige y lo manda a Londres en 1884 –antes de su casamiento–, donde aprende inglés correctamente y debe perfeccionar sus conocimientos industriales para ocuparse de las fábricas de calzado con sus hermanos. Pero lo que allí sucede es verdaderamente insospechado. Méliès se apasiona por la prestidigitación y la magia escénica, asistiendo a las sesiones del famoso Maskelne en el Egyptian Hall, haciéndose prestidigitador aficionado. Ya casado, se ocupa de la fábrica de calzado con sus hermanos y vive como un rico industrial. Pero no le interesa el negocio, sino las máquinas, su manejo y perfeccionamiento, en lo que adquiere una gran habilidad mecánica. En este conglomerado de hechos tan diversos, a veces tan opuestos, queda trazada la personalidad de Méliès. Ha de permanecer fiel a sí misma, verdaderamente inconmovible durante toda su vida, y ha de ser la razón de su gloria y de su desastre.

Debieron constituir un escándalo y casi un deshonor, para aquella familia encerrada en su criterio de grandes industriales, las aficiones irreprimibles de Méliès. Éste las atribuye a la negativa de su padre a dejarle seguir la carrera de pintor, que consideraba una bagatela sin seriedad. Y entonces Méliès comienza a dar sesiones de prestidigitación y magia, primero como aficionado en los salones de la buena sociedad, pero después en el Gabinete Fantástico del Museo Grévin, en la Galería Vivienne y en el escenario del teatro Robert-Houdin, especializado en espectáculos de ilusionismo. Se hace amigo de Voisin, que tenía un comercio de accesorios para trucos de magia, y el mismo Méliès fabrica estos aparatos y construye autómatas. A principios de 1888, Méliès emprende su camino: vende a sus hermanos su parte en la fábrica de calzados, por una importante cantidad, y compra el teatro Robert-Houdin a la viuda de éste. Lo remoza, moderniza y vuelve a darle su viejo prestigio, aprovechando la concurrencia a la Exposición Universal de 1889. En aquel mismo año, un primo suyo lanza el semanario «La Griffe», dedicado a combatir los propósitos dictatoriales del general Boulanger. Méliès, con el seudónimo de Geo Smile, hace caricaturas combativas durante varios meses. Siempre fue liberal y «dreyfusista» en aquel gran combate contra el militarismo que dividió Francia. Méliès no era un solitario dedicado a una profesión extravagante, sino que respondía –en el sector del espectáculo popular– a las grandes corrientes de su tiempo. Era el momento en que la llamada «revolución industrial», creadora de las máquinas, daba sus primeros y más brillantes frutos, con una continuidad asombrosa. Entre 1867 y 1881 habían aparecido el teléfono, el micrófono, la luz eléctrica, el gramófono, el motor de combustión interna, el tranvía eléctrico…se habían perforado los grandes túneles y construido el canal de Suez y el primer ferrocarril transcontinental de los Estados Unidos…Se tenía una fe ciega en el progreso, el positivismo de las ciencias. Julio Verne ponía a disposición de todos los más locos sueños científicos, que muy pronto la realidad había de conformar y superar. Y en el espectáculo produjo esa mezcla de mitología y mecánica que fueron las obras teatrales de magia. Una porción de artilugios complicados servían para dar a los públicos populares los más asombrosos trucos, que lo mismo aparecían por obra del clásico diablo, que por las ideas de un científico precursor; los más acreditados comediógrafos y escritores de la época no desdeñaron el género. Y Georges Méliès, en su pequeño teatro Robert-Houdin, de 160 localidades, competía legítimamente con el Châtelet, sede del género. Méliès compraba o construía él mismo los complejos e ingeniosos artefactos. Uno de los números de su espectáculo consistía en sesiones de linterna mágica, perfeccionadas, con la que obtenía nuevos efectos de ilusionismo.

Se explica perfectamente el asombro y el entusiasmo de Méliès cuando, en diciembre de 1895, asistió a la primera sesión de cine de los Lumière, en el boulevard des Capucines y la considerable cantidad que ofreció a Lumière padre por la compra de uno de los aparatos: 10.000 francos, cifra enorme en la época (unas 250.000 pesetas). Thomas, director del Museo Grévin, ofreció 20.000, y Lalleman, director del Folies-Bergère, llegó hasta 50.000 francos. Lumière padre aseguró que no se vendía, porque sus hijos querían explotarlo por sí mismos; no vendieron aparatos hasta 1897. Pero la verdad es que los Lumière sólo creían en aquel espectáculo como una curiosidad científica más, la fotografía animada, como tantas de las que asombraban a los públicos en las exposiciones universales. Así se lo dijo Lumière padre a Méliès, confidencialmente: «Deme las gracias, joven, porque este aparato es una simple curiosidad del momento, sin ningún porvenir comercial». Méliès hace comprar en Londres, por mil francos, el bioscopio que fabrica William Pul, y con este modelo hace construir a su mecánico Kornsten una cámara rudimentaria. Enseguida compra en Londres también unas cajas de películas Eastman, por mil libras esterlinas (alrededor de 1.200.000 pesetas), sin perforar, trabajo que le hizo el mecánico Lapipe. Y empieza a filmar en 1896.

Se entregó a su trabajo con un apasionamiento de sabio que ha realizado un gran descubrimiento; con su incansable y polifacética actividad, que le acompañará hasta el último momento de su vida, con un ingenio de inventor y un talento de gran artista. Era un hombre rico, que vivía suntuosamente, que tenía una gran casa de campo en Montreuil-sous-Bois, cerca de París, con un magnífico parque de 8.000 m2. Y allí realiza sus primeros films, escenas naturales al aire libre, imitando a los de los Lumière; más alguna de prestidigitación, sobre un telón pintado y colocado al aire libre. Y un día acontece el milagro, la gran revelación que le pone en su verdadera ruta. No se ha podido establecer bien la fecha, a pesar de los escritos y las entrevistas con Méliès, que con frecuencia confundía las fechas o las mistificaba inocentemente para asegurarse la primacía de sus descubrimientos. Las fuentes originarias, de primera mano, no son tan exactas como parecen. Georges Sadoul, el mejor biógrafo y máximo conocedor de Méliès y su obra, cree que pudo ser en la primavera de 1896, pero también en 1898, basándose en el estudio de sus catálogos; antes de esta última fecha no existen películas con el truco de la sustitución. Méliès filmaba en la plaza de la Ópera con su rudimentario tomavistas, que se atascó y al fin pudo ser puesto en marcha, tras unos minutos y un trozo de película estropeada. Cuando volvió a su laboratorio, cortó el trozo inútil y pegó los dos extremos de lo que estaba en buenas condiciones. Al proyectarlo, sucedió el prodigio: donde había un hombre surgía una mujer, y un ómnibus de la línea Madeleine-Bastille se convertía de pronto en una carroza fúnebre. Durante la detención del tomavistas, el tránsito había cambiado en la plaza y la película daba repentinamente aquella transformación. Había descubierto el truco de la sustitución, deteniendo la cámara, lo que después sería el «paso de manivela», base de los dibujos animados. Sobre este hecho va a levantarse la prodigiosa, fabulosa, obra de Georges Méliès, el mago del cine, el creador de la gran fantasía cinematográfica, base del arte nuevo de la pantalla.

En su finca de Montreuil construye el primer estudio del mundo, propiamente dicho –la Negra María de Edison apenas es otra cosa que el cuarto oscuro de un fotógrafo–, utilizando la luz natural, y donde levanta sus complicados y magníficos decorados (1896-1897). Instala una tienda para la venta de sus películas en el pasaje de la Ópera, número 14, que ampliará más tarde. Lo hace e inventa todo. Actor de la mayoría de sus películas, bajo las más diversas caracterizaciones; guionista, aunque no escribía sino dibujaba las escenas, y solamente hacía una enumeración de ellas para sus catálogos. Decorador y figurinista, llevando al cine sus conocimientos pictóricos, siempre tendentes al grabado de época o a la tarjeta postal. Director y, sobre todo, inventor de toda clase de trucos que van a construir los cimientos de la técnica cinematográfica. Aborda todos los géneros posibles en su tiempo, dados los medios que una productora personal podía disponer y el breve metraje de los films, entre veinte y trescientos metros, entre uno y quince minutos de proyección. Aseguraba que entre 1896 y 1915 había dirigido unos 4.000 films, pero en realidad son unos quinientos títulos. Todo parte de un error producido por el cambio de lenguaje cinematográfico: Méliès llamaba film a cada rollo de veinte metros, pero sus películas tenían varios rollos y, a tenor de ellas y por los títulos de sus catálogos, hay que imaginar las desaparecidas. Porque en la catástrofe final de su decadencia, Méliès, pobre y desesperado, vendió todo su archivo al peso a un traficante de películas viejas para aficionados, y su obra desapareció. Y sólo la búsqueda, tenaz y afanosa, de admiradores entusiastas –después del redescubrimiento de Méliès, en 1928– ha conseguido recuperar algunas, más las copias en papel que existen en la oficina del registro de la Biblioteca del Congreso de Washington. Una pequeña muestra de la obra extraordinaria de un gran creador.

Esta obra incluye «escenas naturales», al estilo Lumière: vistas de calles, desfiles militares, el juego de cartas o la llegada del zar de Rusia a Versalles…Actualidades reconstituidas, siguiendo los grabados que ilustraban las revistas de la época, aún muy poco provistas de fotografías. La más importante fue la coronación de Enrique VII de Inglaterra, realizada antes de verificarse, asesorado por el maestro de ceremonias de la corte: una indisposición del monarca retrasó la ceremonia, y Charles Urban, productor inglés, tuvo la idea de dársela a los ingleses, como anticipo de lo que sería. Escenas cómicas, desde El regador, imitación de los Lumière; Guillermo Tell, parodia bufa del hecho histórico; Le cake-walk infernal, Una casi tranquila…Lo cómico preside casi siempre sus películas, como una ironía para que no sean tomadas demasiado en serio. Películas de publicidad, proyectadas en una pantalla para los transeúntes: en una máquina fantástica, entran por un lado conejos vivos y por otro salen sombreros, y al marchar al revés vuelven a salir los conejos; en una mansión británica, los retratos de los caballeros se animan y salen de sus cuadros, para disputarse encarnizadamente una botella de whisky cuya marca se anunciaba, pelean, rompen la botella y vuelven a sus cuadros. Films de trucado puro, sobre todo El hombre de la cabeza de goma: un químico, en su laboratorio, se quita la cabeza, la coloca en una mesa, le insufla aire y la hincha hasta darle un gran tamaño, la deshincha y se la vuelve a poner; cuando su ayudante intenta hacer lo propio, su cabeza explota, en nueva versión de «el aprendiz de brujo». Era una utilización mágica del travelling, pero no moviendo la cámara, sino haciendo venir la cabeza del propio Méliès hacia el objetivo, por medio de un aparato de tramoya teatral. Óperas filmadas, como La condenación de Fausto o El barbero de Sevilla; con este género, Méliès quería dar a sus películas una categoría de arte, en aquellos tiempos en que la ópera estaba considerada como un espectáculo supremo. Pero su obra capital son las películas fantásticas, mágicas, en las cuales desarrolla toda su inventiva y genio creador. Su obra maestra es, sin duda, el Viaje a la Luna (1902), por su perfecta puesta en escena y por la resolución de la narración cinematográfica. Está dividida en treinta cuadros, al modo de los teatrales, con principio y fin, completos en sí mismos. Pero resolvía el trazado de una narración complicada, en una película entonces larga, pues duraba dieciséis minutos. Inspirada en la obra de Julio Verne, cobró en manos de Méliès un acento de farsa y revista teatral, con sabios bufonescos, bailarines del Châtelet que representaban a los astros o desfilaban graciosamente para disparar el gran cañón; acróbatas del Folies-Bergère, disfrazados de selenitas, que daban locos saltos e inverosímiles piruetas, convirtiéndose en humo. Es lo maravilloso en estado puro, tratado con expresa candidez y humor, que hacen una obra maestra de gracia e ingenuidad bien buscadas. El reino de las hadas (1903), Viaje a través de lo imposible (1904), El palacio de las mil y una noches (1905), Los enredos del diablo (1906), El hada Carabosse (1906), Doscientas mil leguas bajo el mar (1907), El túnel bajo el canal de La Mancha (1907), De Nueva York a París en automóvil (1908) y A la conquista del Polo (1912) son sus grandes películas de magia, que van desde los asuntos puramente fantásticos a los viajes imaginarios, a las sátiras de actualidad o a la ideología que Méliès sustentó toda su vida. La civilización a través de los siglos presenta, en once cuadros, los crímenes de la humanidad, desde Caín y Abel, para llegar al «Triunfo del Congreso de la Paz», que en aquel año se celebraba en La Haya. Si la dimensión del genio de un artista ha de medirse por la originalidad intransferible del mundo que crea, Méliès levantó con su obra un verdadero universo, que da al cine una dimensión fundamental a la que no renunciará jamás: lo maravilloso.

Méliès es el gran creador del cine como arte. Si Lumière inventó el aparato cinematográfico sobre la base de una pequeña pieza medio soñada durante una enfermedad, Méliès descubrió el arte cinematográfico sobre el pequeño incidente de aquella detención de cámara, mientras filmaba en la calle. El primero, con sus sesiones públicas, levantó el espectáculo; el segundo, con su magia cinematográfica, puso los cimientos del nuevo arte. Lo que hizo exactamente fue sacar el cine de la simple curiosidad científica –la fotografía animada–, en la cual se estancaba rápidamente durante los primeros años. El gran experimento de Lumière estaba hecho: allí se encontraban las masas, las máquinas y la universalidad, grandes caracteres de nuestra época. Pero había que convertirlo en arte, y Méliès comenzó por darle las formas de todo lo ya existente, desde el teatro, que pretendía superar sus propios recursos, hasta los trucos de la incipiente fotografía, hasta los grabados y postales que constituían una de las atracciones de aquellos años, para curiosos y coleccionistas. Méliès adopta la forma teatral, con su juego escénico, para insuflar en ella los nuevos valores que el cine podía proporcionar en función de su nueva técnica. Era un mago profesional, como espectáculo de escenario. Pero de aquí partió hacia la gran magia del cine, que es la magia ancestral reconstituida por las máquinas, para ir a tocar esos profundos estratos siempre vivos en el alma de los hombres. Méliès fue un mago en el más amplio y grande sentido de la palabra: el de creador de mitos. El cine comienza con él a ser el gran espectáculo y el nuevo mito de nuestro tiempo, núcleo generador del nuevo arte, en función de los postulados de la época.

Méliès era eso y siempre lo fue, porque quizá no podía ser otra cosa. No supo ni pudo evolucionar. Tiene una época de triunfo, de 1896 a 1900, aproximadamente; el gran apogeo, con sus obras maestras y su dominio del mercado mundial, de 1900 a 1907, y su decadencia de 1908 a 1914. En esta última época el cine había cambiado, en su estilo y en sus procedimientos industriales. Las películas comenzaban a producirse en serie, por Pathé y Gaumont en Francia, respaldados por las grandes bancas francesas o suizas o con socios industriales, y en Norteamérica, en medio de la gran batalla de las grandes empresas, por la formación de un trust de la producción. Méliès siempre siguió siendo un artesano y «un artista», como le llamó un día, despectivamente, Pathé. Pensaba en hacer obras bellas, mucho más que la industria que sobre ellas pudiera levantarse. En febrero de 1909 presidió el Congreso Internacional de Fabricantes de Films, en París, donde se acordó que las películas debían alquilarse, en vez de venderse, como hasta entonces. Porque se habían instalado ya los primeros locales fijos, los «nickelodeons» norteamericanos, desde 1905, en sustitución de los feriantes nómadas, que recorrían el país con las mismas películas. No eran ya los públicos los que se renovaban en cada local, sino las películas las que debían ser diferentes cada semana o cada día para el mismo público. Méliès luchó denodadamente para adaptarse a esta nueva modalidad, consiguió ser admitido en el trust norteamericano del cine para evitar que le sacasen copias clandestinas de sus películas, como lo habían hecho Lobin, Edison y otros, con el Viaje a la Luna. Por medio de su hermano Gaston llegó a producir películas del Oeste en Estados Unidos. Pero todo fue inútil, porque era un artista y no un industrial; nunca quiso aceptar grandes capitales que se le ofrecieron, por medio de Grivolas. Al final tuvo que aceptar la distribución y la ayuda económica de su rival Charles Pathé, entonces el emperador mundial del cine. Pero aquellas películas fracasaron; Pathé había exigido, como garantía de sus anticipos, todas las propiedades personales y los estudios de Méliès. Pathé se lanzó sobre él y lo embargó, en un rápido plazo. Pero la guerra de 1914 le dio una moratoria legal, al mismo tiempo que le obligaba a cerrar su teatro Robert-Houdin, como la mayoría, por una cuestión de moral de guerra. Méliès transformó su estudio de Montreuil en teatro, donde dio representaciones teatrales durante siete años, en las que colaboraba toda su familia. Pero en 1923 la catástrofe se consumó por completo. Le embargaron todas sus propiedades, y aquel caballero de más de sesenta años quedó en la calle, con sus hijos y sus nietos. El teatro Robert-Houdin fue expropiado y demolido, sin indemnización, para abrir el boulevard Haussmann. Y Georges Méliès desapareció. Nadie volvió a acordarse de él.

Había enviudado y volvió a casarse con una actriz del teatro Robert-Huidin, Jehanne d’Alcy –seudónimo de Charlotte Faes–, ya retirada, y que tenía la concesión de un puesto de caramelos y juguetes en la estación Montparnasse. Y allí va, desde la mañana a la noche, todos los días, a vender golosinas el que fue máximo productor y artista del cine. En 1928, Léon Druhot, director de «Ciné-Journal», reconoce a Méliès en aquel anciano vendedor de chucherías y lo reincorpora de nuevo al mundo. En diciembre de 1929 se da una Gran Gala Méliès, en la Sala Pleyel de París, con asistencia de los grandes del cine, que a Méliès no le produce nada; en 1931, en un gran banquete, Louis Lumière le entrega la condecoración de la Legión de Honor. Y Méliès, a los setenta años, sigue vendiendo golosinas en su puestecillo de la estación de ferrocarril. Al fin, en septiembre de 1932, lo alojan en la Casa de Retiro para Cineastas, en Orly. En aquel apartamento de tres habitaciones, con su mujer y su nieta de nueve años, vuelve a sentir el pálido resplandor de la gloria que un día le aureoló. Desarrolla su infatigable actividad dibujando sin cesar, planea cortometrajes publicitarios, interviene en alguno como actor, participa en las actividades del Círculo del Cinema y de la Cinemateca Francesa, que acaban de fundar Langlois y Franju; le visitan Prévert, Grimault, Aurenche con proyectos cinematográficos que no se realizan, pero que llenan al anciano de ilusiones; escribe sus «Memorias» (1934), le hacen entrevistas, publican artículos sobre él. 1937 había sido un año angustioso y 1938 será un año trágico, conmovido por los primeros pasos amenazantes de la guerra que llega. Hitler ocupa Austria y amenaza Praga, se firma el pacto de Múnich, la guerra de España está terminando, los ejércitos se movilizan parcialmente…Todo está en el aire y, en este mundo absorbido por tremendas y acuciantes preocupaciones, Méliès desaparece silenciosamente. A su entierro asistieron muy pocas personas, entre ellas René Clair. En 1956 muere su mujer, a los 92 años. Se hacen retrospectivas de Méliès en todo el mundo, exposiciones donde hablan su hijo y su nieto, lápidas conmemorativas donde estuvo su estudio, ya derruido; se da su nombre a calles, se edita un sello conmemorativo del centenario de su nacimiento. Franju hace el film Le grand Méliès (1953)…Más que para ningún otro, la gloria es el sol de los muertos. Su vida fue un gran cuento de magia y su figura es ya leyenda y mito del cine, como los que él creó.