FICHA TÉCNICA: Estados Unidos: Phil Feldman y Sam Peckinpah, 1969. Guión y dirección: Sam Peckinpah. Fotografía: Lucien Ballard. Decorados: Leroy Coleman.
FICHA ARTÍSTICA: Jason Robards, David Warner, Stella Stevens, Strother Martin, Slim Pickens, L. O. Jones, Peter Whitney, Bill Mimms, Kathleen Freeman, Max Evans, Darwin W. Lamb, R. G. Armstrong, Susan O’Connell, Gene Evans, Felix Nelson.
Sam Peckinpah (1926-1984) es un auténtico hombre del Oeste, que ha dejado de serlo sencillamente porque el Oeste ya no existe. Sus antepasados están radicados en California desde la época heroica, tras el descubrimiento del oro por Sutter, que será el gran motor de la ambición que da lugar a la expansión de los Estados Unidos hasta el Pacífico. Su abuelo había instalado allí una serrería, hacia 1871, en un lugar llamado Madera, y existe una montaña que lleva el nombre de Peckinpah. Todos hicieron de todo, como era de rigor en aquella época de formación de un país, desde criar ganado hasta las funciones de juez, pasando por declararse en quiebra trece veces, como el abuelo Dember. Es una familia pintoresca, donde se mezcla sangre irlandesa, francesa, holandesa e india. Peckinpah está orgulloso de tener ascendientes indios de la tribu de los Payutes, «porque eran grandes guerreros», pero no de otra, porque eran «vulgares comedores de saltamontes». En su casa se hablaba constantemente de las figuras legendarias del Far West, como de aquella mujer bandolero, Calamity Jane, de la que fue amigo uno de sus abuelos, y él mismo había convivido y hablado con los últimos viejos supervivientes del clásico Oeste, el que había dejado de existir.
Por eso, en vez de vivirlo se dedica a contarlo, que es la única posibilidad de hacerlo. Pero lo que se mantiene en sí, como esencial, la sola herencia ya posible de aquel mundo al que realmente pertenece, es el espíritu de la aventura. Estudia Derecho porque ello constituye la tradición y gran ambición nobiliaria de la familia, pero lo que hace, al fin, es enrolarse en los marines, esa fuerza de choque militar donde va a encontrar algo fundamental: el sentido de la violencia como pasión humana. «He conocido allí soldados que viven para matar; lo que me ha fascinado de esta clase de tipos es que llega siempre un momento en que acaban por destruirse los unos a los otros, antes de aniquilarse a sí mismos. Es el amor a la violencia, un amor profundo que sobrepasa la atracción del dinero, de las mujeres, de toda otra pasión». Emprende la carrera de actor en Los Ángeles y luego deambula por Nuevo México, hasta que decide intentar el cine, sin conseguirlo. Como tantos otros realizadores de esa época, recurre a la televisión, donde acepta toda clase de empleos, hasta que le confían diálogos, argumentos y por fin la realización de algunas películas. Especialmente The Westerner, que le da renombre y le permite pasar al cine propiamente dicho con The Dealy Companion (1961), película del Oeste que es modificada por la productora y de la que el realizador reniega. Tampoco tiene más éxito Duelo en la Alta Sierra (Ride the High Country, 1961), que hace con enorme entusiasmo, pero que un cambio en la jefatura de la productora lleva al ostracismo, considerándola «como la peor película que se había hecho jamás», y negándose a estrenarla. Pero por la fuerza de los contratos se ven obligados a presentarla, con un gran éxito, sobre todo en Europa.
Mayor Dundee (1964) es uno de sus films más ambiciosos, sobre un militar que en las postrimerías de la Guerra de Secesión está obsesionado con la idea de acabar con el jefe apache Sierra Charriba, por encima de todas las circunstancias. Peckinpah buscaba mostrar el tema capital de su obra, ese análisis psicológico y vital del hombre engañado por esa pasión de matar, aquí justificada por una necesidad nacional, como en otro de sus tipos lo está por cualquier otro motivo, en primer lugar por la ambición material y el botín. Pero la película fue también verdaderamente destrozada por la productora y filmada en tan poco tiempo que Charlton Heston, que estaba entusiasmado con el personaje, devolvió su sueldo a la productora para que les concedieran unos días más de rodaje. Todo fue inútil y la película es, así, sumamente desigual, frustrada en sus propósitos centrales. Durante cinco años debe volver a sus trabajos de televisión o a otras labores cinematográficas. Hasta que le dan carta blanca para hacer un nuevo film, y éste es Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969), gran película de éxito inmenso. Como sus antepasados en las tierras de California, Peckinpah ha corrido la gran aventura del cine, narrador de aquel Far West y sus gentes a las que ya no podía pertenecer.
El éxito de Grupo salvaje y La balada de Cable Hogue han acuñado la frase, feliz publicitariamente, de que es el legítimo continuador de John Ford. Pero ello sólo es cierto en un punto, en verdad capital, pero no esencial si se atiende al hondo espíritu de la obra de ambos. Ford y Peckinpah son semejantes en que ambos centran su obra, su estilo y su propósito en lo mismo: ser unos grandes narradores. Pero Ford lo que cuenta es el Oeste clásico, en su pleno apogeo, cuando todavía es el núcleo viviente y formativo de los Estados Unidos. Sus personajes, aunque a veces vencidos, son siempre héroes, arquetipos representativos de algo que debe ser. Se ha dicho que el mérito y la debilidad de la obra de Ford consiste en formar un conglomerado de buenos propósitos. En Peckinpah puede decirse lo contrario. Sus personajes son vencidos de antemano, lo saben, luchan a la desesperada, y los buenos propósitos están sustituidos por ese conjunto de hechos negativos que acaba por constituir el alegre cinismo, el ataque a todo lo establecido. Por eso, porque no hay un propósito constructivo al uso, ni un sentido de ejemplaridad convencional, las películas de este realizador están plenas de un jovial desenfado brutal, incluso en las más despiadadas escenas de violencia que al director gusta llevar al máximo. Las matanzas de Grupo salvaje rayan en lo absurdo, en lo soñado más que en lo visto de manera realista. Aunque sea precisamente este realismo lo que viene a acabar con la figura del héroe tradicional.
Las dos películas comienzan igual, por una alusión violenta al exterminio zoológico. En Grupo salvaje es el escorpión devorado por las hormigas, que a su vez son quemadas por unos niños. En La balada de Cable Hogue es la iguana partida en dos por un tiro. Los hombres van a hacer lo mismo y a sufrir la misma suerte. Porque pertenecen a un mundo extinguido, donde se obstinan en seguir siendo lo que son, cuando ya apenas es posible: están en la frontera de los tiempos. Ambos films se desarrollan a principios de siglo, cuando ya el Oeste no existe sino en estos aventureros solitarios. Y en esta idea se afinca el tema de los dos, que en este sentido puede ser uno solo. Peckinpah dice que sus películas no son realmente westerns, sino que reflejan otra cosa más allá: «Plantean un cierto número de posiciones a las que América y el mundo en general se enfrentan actualmente. Creo y espero que mis films puedan también ser el reflejo de la mala conciencia de América».
Aparte de esta consideración general, de ir más allá de sí mismo –que viene a ser la de todo gran western actual–, esa época, medio ambiente y personajes son en verdad un motivo para las reflexiones del realizador, ideológicas a veces, aunque no es un intelectual, sino un narrador. Se sirve de todo ello para contar lo que piensa y ve de la condición humana, del absurdo de vivir, y por tanto con una gracia desgarrada, elemental por directa y humana, llegando hasta el desparpajo popular en frases y situaciones. No le importa que los personajes hablen solos, incluso dirigiéndose al público, ni que se expresen muchas veces con altura poética y pensamientos indignos de su tipo real. Se trata de contar algo que el realizador siente profundamente, y él es el que habla, utilizando el tema del Oeste, porque ahí encuentra, personal e históricamente, la raíz de su tierra natal, de la cual ha brotado directamente y a la que sigue perteneciendo. La película es una magnífica narración sin demasiadas preocupaciones por la continuidad, a base de episodios estupendos, plenos de ironía y descaro. La figura de ese clérigo autónomo, fundador de su propia religión, que esparce frases sagradas sin discriminación y persigue a toda mujer que encuentra, es todo un alarde de desenfado, lleno de intención. Y el personaje central es el último buscador de la fortuna del Oeste, que aquí se reduce ya a un pequeño hilo de agua en el desierto, un negocio a diez centavos el vaso, por los que mata tranquilamente al que se niega a pagarlo. Peckinpah ha dicho de su película que «es una nueva versión de «Las moscas», de Sartre, con un poco de Keystone cops», es decir, de las películas burlescas de Mack Sennett. En efecto, no tiene inconveniente en emplear el ralentí o el acelerado para escenas realistas.
Porque lo que hace es contar lo que un día fue y ya no tiene razón de ser, como lo narraría uno de sus personajes, pasado el tiempo, visto en el recuerdo, pero a su vez visto y contado por el realizador mismo. Peckinpah continúa este camino hacia los últimos límites de la violencia, en sí y por sí, en Perros de paja (Straw Dogs, 1971). En un ambiente y unas gentes totalmente distintas: un apacible pueblecito inglés y un apocado profesor. Pero todo estalla igual, porque lo que el realizador quiere mostrar es cómo la violencia ha impregnado la sociedad y el mundo presentes. Una gran parte del cine actual está dedicado a este tema estremecedor.
Pero La balada de Cable Hogue representa, quizá principalmente, ese intento, ya casi permanente, de revisar todos los valores: aquí la historia de los Estados Unidos, en su estrato fundamental como formación, que es el Oeste y sus héroes. Por ejemplo, el famoso general Custer, exterminador de indios, desde La última aventura (Custer on the West, 1966), de Robert Siodmak, a Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1969), de Arthur Penn. En marzo de 1972, los sioux de una «reserva» saquearon el museo dedicado a Custer, en Dakota del Sur, como protesta por el asesinato de uno de ellos. El antimito cobra realidad. Para Peckinpah, profeta de la violencia, es ésta la que acaba por destruir sus propios mitos, como a los hombres.