Nació el 15 de septiembre de 1894 en París, Francia. Murió en Estados Unidos en 1979. Segundo hijo del gran pintor impresionista Auguste Renoir (1841-1919); su hermano mayor, Pierre, fue un excelente actor; el menor, Claude (1901), director de producción, y Claude Renoir (1913), hijo de Pierre, es un famoso iluminador; todos vinculados en diversas ocasiones a la obra del realizador. Nace y pasa su infancia en un mundo maravilloso, aquel Montmartre de fin de siglo centro del arte mundial, donde su padre vivía entonces. El pintor, hijo de un humilde sastre venido de Limoges, ha superado ya las épocas de tremenda miseria y durísimas luchas que rodearon a los impresionistas; es célebre, ha hecho fortuna, y Jean es mimado y educado cuidadosamente. Por allí pasan los grandes pintores y literatos de la época –entre ellos Toulouse-Lautrec–, y a los cinco años el niño ha recorrido todos los café-concerts célebres, llevado por un tío suyo, uno de los cuatro hermanos del pintor. Por otra parte, pasa días en el campo con su padre y las vacaciones en Borgoña, de donde procedía la familia campesina de su madre; después de 1889 vive en Gagnes, cerca de Niza, donde su padre –enfermo de reumatismo– acabará por radicarse. Estas dos líneas, tan opuestas, han de estar presentes en su obra: el amor por la naturaleza y por las diversiones y facetas populares de lo francés, concretamente de lo parisiense. Pero, sobre todo, el criterio, el ambiente y el espíritu emanados de la personalidad y la obra del pintor, explican –para mí– la trayectoria y obra del realizador cinematográfico como algo decisivo. El pintor Renoir y los impresionistas en particular –cualquiera que fuese su clase social y su genialidad– se consideraban unos grandes artesanos, amantes de su trabajo y su arte, ante todo; el éxito, el dinero y el gusto del público eran sólo obligadas necesidades para poder ejercer su arte. Pintaban lo que les gustaba, emotivamente, sin ideas preconcebidas y con escasas teorías y compromisos. Este gusto por las cosas, este capricho y esta gran libertad, esta enorme sensualidad fundamental, este incontenible amor a la vida hecha una obra será el giroscopio que conduce la obra de Jean Renoir, tan compleja, ondulante y, a la vez, con una firme trayectoria. Siempre con esa doble faz, en pugna, entre lo intelectual y lo sensual, que fue el drama estético de su padre, hasta hacerle dudar de su obra entera, que, sin embargo, siguió hasta sus últimas fuerzas, haciéndose atar los pinceles a sus manos paralíticas para poder pintar en sus postreras horas. Creo que la obra de Jean Renoir es fiel a este originario espíritu familiar, decisivo, como una explicación. Además de su estilo plástico impresionista, lo más ostensible y con frecuencia señalado.
En el colegio de lujo –«una especie de cárcel dorada», dirá– ve la primera película que recuerda, seguramente de Méliès o alguna imitación. En la guerra de 1914 son heridos gravemente los dos hermanos mayores. Jean en una pierna, de la que será «reformado» en 1915; luego como teniente aviador. En las etapas de permiso ve los films norteamericanos de episodios, como Los misterios de Nueva York –que tanto impresionaron a los surrealistas–, pero, sobre todo, Blaise Cendrars le habla y le lleva a ver las primeras películas de Charlot: la gran revelación, que pondrá en su obra esa soterrada ternura hacia todo lo humano, con un signo de humor. Acabada la guerra, se siente un desarraigado, sin una vocación definida. En 1919 se casa con la bella Catherine Hessling, modelo de su padre. Divorciados, Renoir se casa en 1940 con Dido Frère, script-girl de La regla del juego, con la que parte para Estados Unidos. En cuanto a Marguerite Renoir, es la famosa montadora Marguerite Mathieu, que adopta aquel nombre. Muere el pintor y, siguiendo sus consejos, instala en Marlotte un taller de cerámica, labor a la que su padre se había dedicado en sus comienzos. Siempre el círculo del espíritu familiar. Pero, en 1923, ve El brasero ardiente, dirigida e interpretada por Ivan Mosjoukine, la gran figura de los rusos emigrados en París, que le abre las insospechadas perspectivas de un mundo nuevo. La pesadilla de la mujer le revela las posibilidades del cine para llegar a un mundo fronterizo entre lo fantástico y lo real. Su mujer escribe un argumento, que dirige e interpreta Alber Dieudonné, con la misma Catherine Hessling: Catherine o Une vie sans joie (1924). Enseguida, La hija del agua, dirigida ya por Renoir, interpretada por su mujer y filmada en la finca de Cézanne, en Marlotte. Film fantástico, en el que le atraen los trucos, el oficio que ello significa: el monstruo de la pesadilla que persigue a la mujer, un camaleón con unas alas pegadas. Película, al parecer, perdida de la que sólo existe una copia en la Filmoteca de Moscú. Un camino hacia lo imaginario, que Renoir no abandonará nunca por completo, yacente bajo las exigencias de su realismo. El hijo del gran pintor se convierte en gran realizador del nuevo arte de la época, en un lógico avatar.
Y el rayo de la conversión, que le revela el camino definitivo: Esposas frívolas, de Stroheim. «Me asombró –dice–. Debí verlo por lo menos diez veces. Quemando todo lo que había adorado, comprendí hasta qué punto estaba equivocado. Entreví la posibilidad de llegar al público por la realización de asuntos auténticos, en la tradición del realismo francés. Miré alrededor y descubrí, maravillado, numerosos elementos completamente nuestros, factibles de ser llevados a la pantalla. Comencé a comprobar que el gesto de una lavandera, de una mujer que se peina ante un espejo, de un vendedor ambulante con su carricoche, tenían un valor plástico incomparable. Hice una especie de estudio del gesto francés, a través de los cuadros de mi padre y de los pintores de su generación. Después, seguro de mi adquisición, hice mi primer film, del que vale la pena hablar». Este film es Nana (1926), según Zola; esto es, el naturalismo literario y el impresionismo pictórico. Una cuidadosa y bella reconstrucción de época, que lo absorbe todo, pero especialmente un film prematuro, que le lleva al fracaso. Renoir lo ha producido –costó un millón de francos–, queda arruinado y, desde entonces, se encuentra a merced de la producción comercial, obligándole a películas sin importancia, llevándole a periodos de paro forzoso. Sin embargo, logra mantener una trayectoria, con su gran meta triunfal. Films fantásticos o burlescos: Charleston (1927) o Tire-au-flanc (1928), o On purge bébé (1931), realizado en cuatro días, como «examen» de los productores ante el cine sonoro. Películas mágicas, románticas, como La cerillerita (1928), de bello tono impresionista. Películas de espectáculo –Le tournoi (1929)– y de aventura –El desierto (1929)–, llevadas siempre hacia el realismo. Películas policíacas –Noche de encrucijada (1932)–, de enorme ambiente…Su primera neta definición es La golfa (1931), una obra maestra, plena de acritud, dramatismo, poesía, con ese concepto vital de una libertad plena, cuyo final es el vagabundo, el clochard. Aquí está Charlot. Este clochard, como exponente pleno de lo humano, es el protagonista de Boudu salvado de las aguas, interpretado por Michel Simon, donde lo cómico dramático, la «tragedia alegre», tiene su primer esquema. Como el realismo mágico lo tiene en Toni (1934), sobre un hecho policial en el Midi francés, con personajes auténticos, donde el paisaje, como medio social, juega un primer papel; un antecedente del neorrealismo. El crimen de Monsieur Lange (1935), con argumento e intervención directa de Jacques Prévert, es quizá la película donde los elementos de la obra de Renoir se funden por completo en un realismo agrio, bufo, fantástico, poético, netamente popular o populista. Y su película corta, filmada en 1936, postergada durante diez años, hasta 1946, Un día de campo, es un giro decisivo en su obra. El realismo, el neonaturalismo de Renoir, comienza aquí y va a seguir en la serie de sus grandes films que le dan renombre mundial: Los bajos fondos (1936), La gran ilusión y La Marsellesa (1937), La bestia humana (1938) y La regla del juego (1939). Esta última es un fracaso estruendoso, no solamente por las interferencias políticas del momento –Renoir está considerado comunista–, sino sobre todo por el gran avance hacia lo tragicómico, que años después vendrá a dominar gran parte del cine. Renoir abandona Francia, y la guerra mundial, además de diversas circunstancias de menos cuantía, hará que no vuelva a filmar en su país hasta 1954.
Solicitado por una carta de Flaherty, marcha a Norteamérica, donde hará un grupo de obras para empresas comerciales y productores independientes, que no han sido consideradas en su total importancia, con notoria injusticia. Aguas pantanosas (1941) y Esta tierra es mía (1943) son films circunstanciales, o de adaptación, pero considerables. El amor a la tierra (1944-45), con los hombres y los ambientes de los algodonales norteamericanos, un gran film que pudo muy bien crear una temática rural, verídica, en aquel país. Memorias de una doncella (1946), sobre la novela de Mirbeau, es una de sus mejores películas, con una violencia, un sarcasmo, un profundo ambiente francés que no ha sido estimado en todo su valor, sobre todo en la misma Francia. La mujer deseada (1946), muy cortada, desmantelada, mantiene sin embargo un estilo y tono, una temática que abre paso al moderno cine erótico-psicológico. Toda la larga evolución de concepciones y estilo, cumplida hasta aquí, cuaja plenamente en El río (1950), filmada en la India; un gran giro en su obra es la manifestación de la idea cósmica de la vida, con esa familia por donde pasa el amor, el nacimiento, la muerte, los ensueños y las esperanzas a orillas de ese río del infinito transcurrir. Con un magnífico color, del que Renoir va a ser maestro. El color será el gran protagonista de La carroza de oro, espléndidamente hecha, y de French Can-Can (1954), que marca su retorno cinematográfico a Francia, como la gran reconstitución de una época, la de su padre, la de su niñez, al modo de unas memorias íntimas y profundas, esas que todo gran artista tiene que hacer un día con su obra: el can-can es una de las máximas escenas magistrales que se han hecho jamás en el cine. Y este espíritu de una época, ese sentido social llevado a una amplitud digna de la naturaleza, lo más importante y trascendente de la vida analizado con el reactivo del humor es Elena y los hombres (1956). Su eterno afán de experimentador artesanal, de gran artista renovador, le lleva a intentar la conjunción del cine y la televisión en El testamento del Dr. Cordelier (1959), nueva versión de «Doctor Jekyll y Mr. Hyde», la novela de Stevenson, llevada ahora en un tono de farsa bufa levantada sobre lo terrorífico. Comida sobre la hierba, con argumento del mismo Renoir, tiene todo el sabor de un cuento de Maupassant, con toques mágicos, y esa burla del cientifismo tecnológico sobre la fecundación artificial, que acaba siendo completamente natural y erótica. Le caporal epinglé (1962) viene a reproducir, en la Segunda Guerra Mundial, el tema de La gran ilusión, aunque en la última línea del realizador.
Esta última dirección de su obra –iniciada con la «tragedia alegre» de La regla del juego– se impone decididamente sobre La carroza de oro: es la farsa, pero no ideológica, sino humana ante todo, alegre burla de la condición humana y lo que empuja a los hombres a todas sus ambiciones, locuras, placeres…con un tono jocoso, vital, sin moralismo. Ello le lleva a renunciar, en un cambio más, al realismo estricto, objetivo, y considerar la obra de arte como una recreación y superación del objetivismo. Pero esta variada, ondulante y compleja obra tiene un evidente centro de gravedad, que es el realismo francés, un naturalismo de Zola. Los numerosos y muy diversos factores de su obra anterior tienden hacia esa cumbre neorrealista, y desde ella parte hacia nuevos horizontes y otras conquistas, pero siempre en torno a ese núcleo esencial constituido por el naturalismo, el impresionismo, el racionalismo, que son el del espíritu francés. Renoir, realizador francés por antonomasia, y maestro del cine, con su enorme sentido del gran oficio, extraordinario siempre y en renovación constante, como base de su arte magnífico.
FICHA TÉCNICA: Francia: RAC, 1937. Dirección: Jean Renoir. Guión: Charles Spaak y Jean Renoir. Asistente de dirección: Jacques Becker. Director de producción: Raymond Bondy. Fotografía: Christian Matras, Claude Renoir, Bourreaud y Bourgoing. Música: Kosma. Decorados: Lourié. Montaje: Marguerite Renoir. Sonido: De Bretagne. Estudios: Billancourt, Eclair en Epinay. Exteriores en Alsacia, alrededor de Neuf-Brisach, el Haut-Koenisburg.
FICHA ARTÍSTICA: Jean Gabin (Maréchal), Eric von Stroheim (Von Rauffenstein), Pierre Fresnay (Boildieu), Dalio (Rosenthal), Dita Parlo (la campesina), Carette (un soldado, un artista), Jacques Becker (un soldado), Jean Dasté (el maestro), Georges Péclet (un soldado), Gaston Modo (el empleado del catastro).
En el panorama y en el itinerario de la obra de Jean Renoir, La gran ilusión es una encrucijada en una cumbre. Está situada en el esplendor de su obra que va de 1936 a 1939, cuando aparecen apretadas y seguidas nada menos que Un día de campo, Los bajos fondos, La gran ilusión, La Marsellesa, La bestia humana y La regla del juego. Películas que forman parte capital y señera de ese apogeo del cine francés, en los cinco años anteriores a la guerra, que no ha tenido nunca equivalente, que fue una de las más altas cimas del cine mundial. Si La bestia humana es la alta línea divisoria en la obra total de Renoir, La gran ilusión representa un giro decisivo en su camino creador, verdadera rosa de los vientos que apunta en muchas direcciones. Tantas y tan importantes que es una de esas raras películas que, desde el primer momento, sobrepasan todas las previsiones. Superan y desbordan a sus propios autores y al público que las recibe, para aceptarlas o rechazarlas. Lo que significa que es una obra viviente, con todas las complejidades y contradicciones de la vida misma.
Durante la Primera Guerra Mundial, Renoir fue fotógrafo de aviación, encargado de espiar el campo enemigo con el ojo mecánico de su cámara. Lo hacía en los primitivos aviones, que precisamente en aquella guerra se revelan y sitúan decisivamente en nuestro mundo de máquinas. Pero el de Renoir era particularmente lento y manifiestamente indefenso. Varias veces estuvo a punto de ser derribado por el enemigo, pero siempre aparecía un avión francés que lo ponía en fuga. Y este avión también lo tripulaba siempre el mismo piloto, el ayudante Pinsard, uno de los aviadores legendarios de la Primera Guerra Mundial, que cayó prisionero muchas veces y siempre se fugó de lugares cada vez más difíciles; era un verdadero especialista en evasiones. Quince años después, durante la filmación de Toni en pleno campo, surgía con frecuencia algún avión inoportuno, de una base aérea cercana, que volaba sobre ellos, impidiendo la toma de sonido directo e imposibilitando el rodaje durante horas. Y entonces Renoir se iba a ver al jefe de la base, con el ruego de que hiciese volar sus aviones en otra dirección. Este jefe era el ya general Pinsard. Y en aquella ocasión Pinsard contó a Renoir sus evasiones, las de otros muchos y, sobre todo, el ambiente y los tipos de los campos de prisioneros en la Primera Guerra Mundial. Renoir pensó entonces en hacer un film con aquellos relatos, pero todo quedó en una de esas ideas que dormitan en el fondo del espíritu del artista, a veces durante años, a veces para siempre. En este caso, Renoir escribió una síntesis, quizá mientras trabajaba en Los bajos fondos, y se la dio al gran guionista Charles Spaak para que hiciera el desarrollo. Jean Gabin se entusiasmó con el asunto y prometió su colaboración. Y ya con el argumento en la mano comenzó para los tres hombres una verdadera odisea.
Durante meses, recorrieron –juntos o separados– las oficinas de productores y distribuidores, sin encontrar ninguno que se interesara. El repudio fue unánime. Ni un solo hombre de cine de Francia vio la película que allí existía, ni el negocio que se le presentaba. Un hombre joven, Alfred Kinkéwith, secretario y factótum de un financiero, Rolmer, que quería meterse en negocios cinematográficos, fue el único que comprendió claramente lo que aquel argumento representaba. Y éstos fueron sus productores, gente fuera del negocio del cine, porque los profesionales de la industria cinematográfica francesa lo rechazaron por unanimidad. Pero la película resultó un éxito comercial desde el primer día, uno de los mayores de la obra de Renoir, que se ha mantenido durante años y se repite cada vez que se repone. El film rebasó así las profecías y previsiones comerciales, en este caso totalmente adversas.
También sobrepasó, desde el primer momento, a sus propios creadores. Sobre la historia de las evasiones –que no son las de Pinsard, sino inspiradas en los relatos de éste–, Jean Renoir propuso una idea capital: la imposibilidad de entendimiento de las clases sociales, aunque convivan momentáneamente en la urgencia y el drama de la guerra. Maréchal, interpretado por Jean Gabin, es un obrero mecánico que llega a oficial por el auge inicial de la aviación en aquella guerra. Es compañero de armas de Boildieu, un aristócrata, oficial de carrera por tradición familiar. Los dos hombres no pueden entenderse, al menos comprenderse, a pesar de sus muchos esfuerzos: la clase social los separa irremisiblemente. En cambio, el aristócrata francés entiende y comprende al aristócrata alemán, militar de profesión y de familia, que interpreta Eric von Stroheim, aunque sean enemigos. Los dos hablan el mismo idioma real, por encima del otro idioma verbal, tienen los mismos gustos, los mismos ideales, incluso los mismos amigos. Y el obrero llegado a oficial se entiende con los soldados, sencillos, emocionales, vulgares y a veces soeces, sin distinción de criterios ni de razas; su amigo de prisión y compañero de fuga, Rosenthal, interpretado por Dalio, es un judío. Este detalle dará al film nuevos caracteres polémicos. Y Maréchal, francés en fuga, es comprendido y ayudado por la campesina alemana, en aquella casa desierta, cuyos hombres han muerto todos en la guerra. Renoir quería exponer esta idea central: existen las clases sociales y no las fronteras nacionales.
Pero, desde este propósito inicial, el film comenzó a evolucionar por sí solo, a cobrar nuevas facetas y otros sentidos que Renoir y Spaak no habían previsto. La obra era ya un trozo de vida, los personajes eran seres humanos complejos y realistas, los hechos exigían desarrollarse y llegar a sus últimas consecuencias…
Todo comenzó a ser otra cosa, sin dejar de ser la misma. El ideal internacionalista acabó por imponerse, como lógica consecuencia, frente a la tragedia absurda de la guerra. Esta plaga de la humanidad fue uno de los cuatro tradicionales jinetes del Apocalipsis, capaces de dar la señal para el fin del mundo. Pero la primera vez que la guerra perdió su carácter de leyenda de la edad heroica, la primera vez que se reveló como un peligro de destrucción universal, en esta era de las máquinas, fue en la guerra de 1914-1918. El hombre quedó sobrecogido y aterrado de su propio poder de destrucción, y las máquinas revelaron trágicamente su inmenso poderío. Fue la última gran guerra en que los ejércitos marcharon al combate entonando alegres marchas y las mujeres salían sonrientes a su encuentro, para adornar con flores las bayonetas. La última vez que se fue a la guerra con flores en las bayonetas. Desde entonces, la guerra ha sido la más terrible y absurda pesadilla que el hombre ha inventado, convertido en demonio de sí mismo. Y así, esa «gran ilusión», que en principio era el sueño imposible de las clases sociales, pasó a ser enseguida otra ilusión, más alta, más noble, más urgente e insoslayable: el ensueño de paz universal, por encima de las ideas, los ideales, las clases, las fronteras…Por encima de todo. Y éstos son los valores, en verdad, que se expresan en el título de La gran ilusión.
Esta evolución era inevitable y lógica, por la naturaleza misma de la idea inicial, puesta frente al inmenso problema de la guerra, máxima preocupación del hombre contemporáneo. Pero partió de una causa concreta. Cuando ya estaba el argumento terminado y se comenzó a hacer el reparto de actores, se pensó en contratar a Erich von Stroheim, el gran actor y director, al que Renoir tanto debe en su formación. La presencia de Stroheim y el entusiasmo de Renoir hicieron crecer la figura del oficial alemán hasta convertirse en un personaje central, en el verdadero antagonista, frente al protagonista, sustituyendo automáticamente al personaje de Pierre Fresnay. Esta transformación del personaje secundario en principal tiene una causa profunda e independiente de todos los motivos ocasionales. Este papel, que les crece espontáneamente a los autores entre las manos, viene a concitar los nuevos valores de la película, la tesis definitiva que constituye «La gran ilusión»: la paz y la comprensión de los hombres, por encima de los odios seculares, anacrónicos ya, y todo lo que pueda expresarlos. Y La gran ilusión se torna una película eminentemente pacifista.
Al ser estrenada, y luego a lo largo de su carrera, este valor central del film ha convocado otros muchos, que han suscitado las polémicas más diversas. Fue prohibido por prosemita en varios países y tachado de antisemita en muchos sectores, censurado unas veces por chovinista y otras por internacionalista, etcétera. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, a comienzos de septiembre de 1939, en las carteleras de París se anunciaban dos films pacifistas: Cuatro de infantería, de Pabst, que clamaba contra los horrores y la inutilidad de la guerra, y La gran ilusión, con su llamamiento a la fraternidad de los hombres, sin distinción alguna. La gran propaganda bélica –arma psicológica de guerra– se había puesto ya en marcha, con sus arengas, soflamas, razonamientos y gritos. Todo, en verdad, sin convicción; palabras y sólo palabras, con ánimo de cañón. Y al menos durante diez o quince días los dos films pacifistas siguieron en la cartelera de aquellos dos cines de barrio, por la fuerza de la inercia, olvidados, perdidos en el aluvión de noticias precursoras de la gran catástrofe bélica que había comenzado. Hasta que alguien reparó en ellos, en su incongruencia ya peligrosa, y desaparecieron. Pero yo los veía allí como el perfecto símbolo de una derrota, con una amargura que no he olvidado. Todo lo que había inspirado su realización, todos los ideales que los movían, habían fracasado, y el horror comenzaba de nuevo. Lo que no se podía suponer era que todo aquello sería una leve sombra, casi inocente, de lo que iba a venir, lo que ya estaba inevitablemente allí. La gran ilusión pertenece, pues, al mundo en que vivió, y ha luchado en él.
Hoy, esta obra maestra del cine ha superado de nuevo sus propias dimensiones y significados, muchos años después de concebida y realizada. La aparición del neorrealismo, como gran movimiento central, capital, esencial del cine moderno, ha revelado otra faz de la película, que entra así en una nueva fase de evolución. Renoir, realista, naturalista, al que en alguna ocasión he llamado «un Zola trío» –trío junto a la pasión combativa de Zola–, comienza a hacer un neorrealismo anticipado. Sus conceptos y sus declaraciones de entonces podrían ser suscritas por Zavattini, creador, pontífice y profeta del neorrealismo. Tanto unas como otras tienen antes el precedente de Balzac, Flaubert, Maupassant y Zola, la gran corriente universal del realismo literario y también pictórico. Los hechos, los tipos, el ambiente, esa recreación en la realidad cruda, seca, auténtica y directa, en función de un problema social y una idea de combate, todo en el film está ya en los linderos del neorrealismo más puro y vivo. Y el contexto general de la película es netamente neorrealista: una acción abierta, que crece por acumulación de hechos y no por giro en torno a un conflicto central. Aquí no hay ese nudo de tipo teatral que se ata en el planteamiento y se deshace en el desenlace. Mejor dicho, ese nudo central existe realmente, pero no es ya un hecho enrevesado o un conflicto sin solución. Es un hombre, un tipo humano en el que viene a encarnar, espontánea e inevitablemente, el problema, la idea y el drama del film: el oficial alemán, que interpreta Von Stroheim. Parece ser que el personaje y su acción fueron obra suya, con sus detalles inconfundibles: la cama, el champán, las fustas, los sables, los guantes blancos de París, ese tiestecito con su flor única, perdido y patético en el desierto de piedra de la fortaleza. Por ser el nudo humano de la acción creció y se impuso, también espontánea e inevitablemente, y todos los demás personajes vienen a girar, imperceptiblemente, en torno suyo. El antagonista viene a ser un oculto protagonista. Y esta sinceridad de Renoir, esta integridad ante la realidad de los hechos y los hombres, sean quienes sean, es lo que hace de La gran ilusión una película siempre viva.
Los jóvenes realizadores, empezando por los de la «nueva ola», han encontrado en Renoir su maestro, aunque muchas veces no sepan bien por qué razones o lo atribuyan a caracteres secundarios. A Truffaut, por ejemplo, le encanta por «sus cambios de tono, su desenvoltura, sus salidas y disgresiones, la crudeza y su hermana el preciosismo». Creo que, también, por esa despreocupación y simplicidad de métodos, esa aparente negligencia y ese tono de improvisación –Renoir suele improvisar bastante– que ofrecen tantos atractivos para el hombre que empieza, como puertas hacia la facilidad. Pero son caminos hacia el peligro, porque –contra toda apariencia– Renoir es un tremendo y sólido constructor, y esa forma abierta de sus obras, con sus disgresiones y salidas de tono, no son más que libertades que únicamente puede permitirse el creador de acabadas y firmes estructuras fundamentales. En este orden de cosas no hay que engañarse, y Renoir engaña con su espontaneidad fácil. En verdad, lo que atrae hoy hacia Renoir y sostiene su obra es su profunda sinceridad, su obligación hacia lo real, con todas sus complejidades y contradicciones. Es decir, su insobornable veracidad, esencial del realismo. Y todo lo demás se da por añadidura.
Éste es el punto de inflexión que representa La gran ilusión en la obra de Renoir, detrás de Toni y de El crimen de monsieur Lange. Avanza sobre Los bajos fondos –ya en esta línea– y logra, por primera vez, perfectamente, exactamente, hondamente, la gran sinceridad frente a todas las cosas.
Por eso, surge la última superación del film sobre sí mismo, que quizá sea la esencial: la de sus valores fundamentales, raíz de su fondo temático. La idea primera del film, la incompatibilidad de las clases sociales, queda como una leve insinuación, a pesar de las palabras y escenas que lo manifiestan expresamente. «Cada uno morirá de su enfermedad de clase –dice el personaje de Gabin– si no tenemos la guerra para conciliar todos los microbios.» Todo queda en un matiz de la situación. Incluso el gran ensueño pacifista, eje auténtico de la obra, cobra hoy los caracteres de un acento poético, que torna puras y limpias todas las cosas, que eleva hombres y hechos sobre sí mismos. La realidad de la historia, la incuestionable circunstancia actual, es que vivimos en el angustioso «equilibrio del terror», que es la paz más precaria, la que ni siquiera se atreve a decir su nombre. Y esta paz sólo puede vivir atemorizada e inerme, provisional cada día, y en peligro cada hora, bajo la amenaza de la guerra, bajo la sombra del exterminio atómico universal. ¿Qué puede significar entonces que dos hombres no se comprendan porque uno es noble y el otro plebeyo, y ese anhelo de saltar sobre las fronteras, para anular la palabra enemigo? Por otra parte, la realidad es que todo ello se está consiguiendo, es también la otra realidad que crece y se infiltra y se impone en el mundo entero: las clases que se salvan por la justicia social, el trabajo, el éxito o el dinero, y millones de gentes que cruzan el mundo cada año, recorriendo países, reuniéndose en cualquier parte del planeta sin distinción de razas o ideas, sean turistas, estudiantes, deportistas, científicos, cineastas o poetas…Y los medios de comunicación actuales, construidos por las máquinas, traen, cada día más, el mundo entero a la vida del hombre corriente, de todos los hombres: las revistas y periódicos, la radio, la televisión, el cine, las nuevas tecnologías. Bajo la sombra de la guerra más tremenda –la que Einstein preconizó la última, en verdad–, todo está ahí, ya está ahí. Contra los oscuros intereses, todas las intrigas y los crímenes. Hoy, hasta para hacer una guerra hay que proclamar que se hace por la paz. Ya no se puede hacer la «declaración de guerra», sino la de paz, aunque la guerra empiece. Todo un signo.
Y así, lo que queda en La gran ilusión al cabo de los años es exactamente eso: la gran ilusión de los hombres, que quieren algo y luchan por ello, sea lo que fuere, aunque no lo crean posible. Por dignidad humana, por orgullo de crear y hacer, por amor a los hombres, sus semejantes. Que es toda una actitud eterna e incansable del hombre frente al mundo adverso: permanecer de pie, en nombre de su «gran ilusión», más noble cada día.
Esto es lo que hoy da vigencia, calor humano, fragancia nueva a esta vieja película. Como antes fue otra cosa. Y este evolucionar constante es el signo de que está viva, más aún, es la garantía de estar ante una incuestionable obra maestra. Cada generación encuentra un sentido nuevo a los mismos clásicos, que es una manera de elegirlos. Y este constante cambiar de matiz y apariencia, de tono y de idea, sin dejar de ser la misma, es lo que hace de La gran ilusión un clásico del cine.
FILMOGRAFÍA: 1924: La fille de l’eau. 1926: Nana; Charleston o sur un air de charleston. 1927: Marquitta. 1928: La petite marchande d’allumettes (La cerillerita); Tire au flanc; Le tournoi o le tournoi dans la cite. 1929: Le bled. 1931: On purge bébé; La chienne (La golfa). 1932: La nuit du carrefour; Chotard et Cie; Boudu sauvé des eaux. 1933: Madame Bovary. 1934: Toni (Toni). 1935: Le crime de monsieur Lange. 1936: La vie est à nous; Partie de campagne; Les bas fonds (Los bajos fondos). 1937: La grande illusion (La gran ilusión). 1938: La marseillaise (La marsellesa); La bête humaine. 1939: La règle du jeu (La regla del juego). 1940: La Tosca (Tosca). 1941: Swamp Water (Aguas pantanosas). 1943: This Land Is Mine. 1944: Salute to France. 1945: The Southerner. 1946: The Diary of a Chambermaid (Memorias de una doncella); The Woman on the Beach (La mujer deseada). 1950: The River (El río). 1952: La carrosse d’or (La carroza de oro). 1954: French Can-Can (French Can-Can). 1956: Elena et les hommes (Elena y los hombres). 1959: Le déjeuner sur l’herbe (Comida sobre la hierba). 1960: Le testament du docteur Cordelier (El testamento del doctor Cordelier). 1962: Le caporal épinglé. 1970: Le petit théatre de Jean Renoir.