Glauber Rocha

float image 25 DIOS Y EL DIABLO EN LA TIERRA DEL SOL
(Deus e o diabo na terra do sol)

FICHA TÉCNICA: Brasil: Copacabana Films, 1963. Dirección y guión: Glauber Rocha. Fotografía: Waldemar Lima. Música: Heitor Villa-Lobos. Canciones: Sergio Ricardo. Producción: Luis Augusto Mendes, Glauber Rocha, Jarbas Barbosa.

FICHA ARTÍSTICA: Geraldo del Rey (Manuel), Yona Magalhaes (Rosa), Othon Bastos (Corisco), Lidio Silva (Sebastián), Mauricio do Valle (Antonio das Mortes), Sonis dos Humildes (Dada).

El gran problema de la cultura americana es «encontrar un pasado útil», como señaló exactamente Van Wyck Brooks para Estados Unidos, hacia 1920. Los títulos de sus dos ensayos más famosos son, en sí, un programa: «La mayoría de edad de América» y «Un movimiento crítico en la vida americana». Objetivos que han sido y en gran parte siguen siendo la obsesión del artista americano, el de América en su totalidad. Es decir, una tradición sobre la que levantar su arte y su cultura con características propias. Porque América es un continente, no sólo geográfica y políticamente, sino una entidad con personalidad propia. Por encima de todas sus diferencias nacionales, en tantos órdenes acusadísimas, existe un espíritu americano, el «americanismo», tan cierto y general como el «europeísmo», el mismo denominador común que tienen Asia o África. Y por tanto unos caracteres y problemas semejantes, realmente comunes: el del arte y la cultura americanas es uno de ellos.

Para afrontar ambos han surgido dos tendencias globales: el nacionalismo y el internacionalismo. La primera busca los valores directamente autóctonos, capaces de crear ese arte y cultura genuinos, brotados de la raíz misma de su origen. La universalidad propugna y realiza un arte vinculado e inspirado en las corrientes mundiales de cada momento, como la manera de evitar ese aislacionismo «provinciano», que ha sido siempre la preocupación de los grandes artistas americanos del Norte y del Sur. Los defensores de la primera tendencia buscan lo nacional para llegar por él a lo universal. Los segundos aceptan lo mundial para traducirlo a los caracteres nacionales propios; prescindiendo de los casos en que se limitan a la simple imitación de lo extranjero, de lo que está de moda. Es un dilema común al americanismo, que se planteó anteriormente y con más energía en Estados Unidos, por su rápida constitución como nación poderosa: la pugna entre la cultura británica de Nueva Inglaterra y la genuina del Medio Oeste. También, lógicamente, en todos los demás órdenes, empezando por la política: Hamilton y Jefferson, rivales entre sí, frente a los conceptos de Jackson, posterior opositor de aquellos dos conceptos. Los Estados Unidos han resuelto en gran parte esa cuestión, imponiéndola a favor de su enorme influencia de primera potencia mundial, como lo han hecho en tantos otros aspectos. Del mismo modo que lo hicieron España o Inglaterra en la época de sus imperios, con las diferencias y limitaciones de cada tiempo. Y también afrontándolo directamente por medio de una cultura de masas, que va desde los cómics hasta el cine. El western, típicamente norteamericano, que tanto se imita en otros países, es la prueba terminante. Pero en las naciones de Latinoamérica el problema siguió planteado en toda su vigencia teórica y práctica, y se ha trasladado a su cine, como manifestación de esa cultura y ese arte nacional y americano.

El cine brasileño secundó plenamente esas directrices, que sus grandes películas y su repercusión internacional hicieron patentes. Aparte de su historia en el mudo, que bien pudiera llamarse prehistoria, con películas legendarias como Límite (1929), de Mario Peizoto, el cine brasileño se define en los años cincuenta. Sao Paulo, la gran ciudad industrial, fue entonces la sede de un cine internacionalista, bajo la inspiración de Alberto Cavalcanti, realizador de renombre mundial, de notable labor en varios países. La productora Veracruz, de gran importancia y amplios recursos, fue un fracaso, y Cavalcanti se alejó de ella. Río de Janeiro dio lugar a un cine de pocos medios, improvisado y arriesgado, de ambientes populares, el «realismo carioca», de base neorrealista, propugnado y sostenido por Nelson Pereira dos Santos, con Río, cuarenta grados (1955) y Río, Zona Norte (1957), como antecedentes del «novo cinema», representado en Vidas secas (1963); simboliza el lema de Zavattini: «hoy y aquí». Glauber Rocha ha dicho: «Así como yo, en aquel tiempo tanteando la crítica, desperté violentamente del escepticismo y me decidí a ser director de cine brasileño en los momentos en que estaba asistiendo a Río, cuarenta grados, garantizo que el ochenta por ciento de los nuevos cineastas brasileños sintieron el mismo impacto». Es un cine con caracteres nacionales, frente a las películas de pretensión cosmopolita imitativas, que Alexis Viany llamó «las viudas de Hollywood». Y Pereira dos Santos es considerado «el padre del nuevo cine brasileño».

Pero el «novo cinema» de Brasil como tal, surge en Bahía –aunque hecho en todas partes– hacia 1960. Su figura señera y capital es Glauber Rocha, y con él una serie de nombres, luego incrementados: Robert Pires, Ruy Guerra, Anselmo Duarte, Carlos Diéguez, León Hirzsmann, Robert Santos, Roberto Faria, Linduarte Noronha, Paulo Saraceni, Alexis Viany, Walter Lima…, etcétera. Más el mismo Pereira dos Santos, que se incorpora a la nueva tendencia. En 1962, el «novo cinema» está lanzando y comienza a darse a conocer en el mundo, primero en la italiana «Rassegna del Cinema Latino Americano» –en Santa Margherita, Sestri y Génova, sucesivamente–, en los años 1964 y 1965, y luego en los grandes festivales internacionales: O pagador de promessas, de Ansemo Duarte, obtiene la Palma de Oro en Cannes (1962).

«Es necesario practicar el nacionalismo en la literatura y en el arte. Lograr una emancipación cultural, como se habla de una emancipación económica. Debemos pensar en Brasil como una nación, una nación americana, más exactamente de la América del Sur.» «No podemos considerarnos ciudadanos del mundo, porque no somos aún suficientemente hombres de nuestra región y de nuestro país» (Lins). Y Glauber Rocha señala: «En nuestros países neuróticos, los únicos films que podemos hacer son también neuróticos. Pero esa neurosis la afrontamos dialécticamente, experimentando comprenderla y destruirla a través del análisis de nosotros mismos. Nuestra neurosis es la del hambre y la violencia». Son exactamente los dos puntos señalados por el crítico norteamericano, cuarenta años antes.

Pero este país gigantesco, diecisiete veces la extensión de España, que ocupa la mitad de Sudamérica, es abrumadoramente rural, si este término puede tener aplicación allí. Un interior inmenso tras una periferia de grandes ciudades. Es lógico que el «novo cinema» buscase allí la autenticidad del país, bajo la consigna: «Una idea en la cabeza, en busca de la verdad, con una cámara al hombro». Empezando por sus problemas capitales, igualmente gigantescos y estremecedores, sobre todo en esa frontera entre ambos mundos y su conflicto. Es su temática preferida, cuyo antecedente es O cangaceiro (1953), del «paulista» Victor Lima Barreto, aunque los hombres del nuevo cine abominen de él como una mixtificación, una visión externa de la cuestión. Después, surge otra generación, la del «novo cine novo», que vuelve a las gentes y los problemas de las ciudades como temas que el mundo actual está haciendo universales, sobre sus características nacionales: una manera de saltar sobre el dilema nacionalismo-internacionalismo. «Si hay unas razones étnicas o históricas, y si tanto las unas como las otras son distintas de pueblo a pueblo, de país a país, de continente a continente, las diferencias no resultan demasiado notables en cuestiones esenciales, pero, en cambio, enriquecen y complican extraordinariamente los panoramas parciales», ha dicho muy acertadamente el crítico catalán Porter i Moix.

Sobre estas condiciones está hecha Dios y el diablo en la tierra del sol, que es sin duda la gran película brasileña y una de las importantes del cine sudamericano. La segunda película de Glauber Rocha –nació en Victoria de la Conquista (Bahía) en 1938 y murió en Río de Janeiro en 1981– tras dos cortos y Barravento (1962-63). Es el drama del hombre en busca de algo esencial y eterno –su destino–, aquí centrado en la elemental supervivencia sobre la tierra más inhóspita, seca, desolada, el sertao, y en un medio social igualmente adverso de iniquidad y miseria organizada. Es un desarraigado, porque mata al capataz de la hacienda y huye con su mujer, tras la esperanza de una vida mejor. Lo que encuentra son hechos espirituales, tocados de misticismo primario. Primero a Dios, en la figura de aquel santón negro, con su multitud de fieles, a los que sacrifica en ritos arcaicos. Son exterminados por Antonio das Mortes, un bandolero al servicio de los terratenientes, imagen masculina de la muerte, al modo de las mitologías nórdicas. Y entonces se une al cangaceiro Corisco con su tropa, que es la encarnación demoníaca, vengadora y justiciera. Pero Mortes es asesinado por el cazador de cangaceiros, y el matrimonio, solo, vuelve a estar frente al destino, que deben afrontar por sí mismos. La dialéctica de la situación, de que habla Rocha, es perfecta, pero llevada al plano superior de la exaltación, la desesperación, el irracionalismo, las fuerzas instintivas, ciegas…hasta llegar a un alucinante espejismo. La lógica se pierde en lo mágico, y la veracidad documental traspasa sus límites hacia una especie de espejismo del absurdo casi onírico.

Pero todo ello es cierto, porque sube de la tierra hacia la gente como la savia por un árbol. Buñuel y el Eisenstein de ¡Que viva México! están invariablemente presentes, aunque no en mimetismo sino en espíritu. De esa veracidad mágica, de esa transmutación de lo real a lo hechizante, surge la tremenda fuerza del film, arrolladora como un rito de brujería. Si se puede hablar de una obra telúrica, es ésta.

Después, Rocha seguirá un proceso evolutivo en función de las directrices marcadas por las condiciones del cine brasileño y sudamericano. En su país realiza Terra em transe (1966) y Antonio das Mortes (1968), sobre la figura secundaria de este film, dos películas notables, en las que mantiene sus características. Instalado en España rueda Cabezas cortadas (1970), ya sin el medio ambiente real, sino llevado a la abstracción, pero conservando lo esencial de sí mismo y de sus personajes. Como el afrobrasileño Ruy Guerra, en un film internacional y en un ambiente europeo, hace una película de alma africana en Dulces cazadores (Sweet Hunters, 1969). Toda una escala de complejas perspectivas se abrían ante el cine latinoamericano desde este film de Glauber Rocha, su gran obra maestra.

FILMOGRAFÍA: 1962: Barravento (Barravento). 1964: Deus e o Diablo na terra do sol (Dios y el diablo en la tierra del sol). 1967: Terra em transe. 1968: O Cancer; O Dragao da maldade contra o Santo Guerreiro (Antonio das Mortes). 1969: Der Leone Have Sept Cabeças. 1970: Cabezas cortadas. 1980: A Idade da Terra.