Nació el 7 de julio de 1902 en Sora (Fronsinone), Italia. Murió en Îlle de France, Francia, el 13 de noviembre de 1974. Detrás de la personalidad, la obra y las ideas del realizador, así como de la figura del actor, está la vida misma, directa y palpitante, como elemento formativo, con total decisión; igual que en Rossellini, Fellini e incluso Antonioni, aunque en este último aparezca más atenuada por un medio social más sofisticado. El vitalismo es el origen inmediato del mejor cine italiano, en sus films y en sus hombres. Su familia, de origen napolitano, vivía en Reggio Calabria, donde su padre era empleado de banco, con un pequeño sueldo que apenas podía ocultar dignamente su efectiva miseria. Una sirvienta tuvo la ocurrencia de denunciar a un célebre bandido de la región y, para huir de la segura venganza, su padre consiguió el traslado a Sora, entre Nápoles y Roma, donde nació Vittorio, que ya tenía otros hermanos. Su padre era un caballero pobre y distinguido, a la manera de los que De Sica ha encarnado en tantos films, poeta y músico, con un piano siempre comprado a plazos y que, también siempre, se llevaban antes de acabar de pagarlo. El sueño de sus padres era ser trasladados a Roma, o al menos a Nápoles, lo que consiguió, para encontrarse en una ciudad atacada por el cólera. El recuerdo de este ambiente de pánico colectivo se une al modesto barrio donde vivía, con esos otros dos bien típicos: una prostituta que habitaba enfrente y que se obstinaba en regalarle caramelos, con gran indignación de su familia, y el hermano de un preso, que entonaba canciones napolitanas bajo las ventanas de su celda, en cuya letra decía al prisionero lo que el abogado le recomendaba. Luego viene el traslado a Florencia y, por último, a Roma, mientras el muchacho seguía la carrera de contable, fácil y barata, con el propósito de ayudar inmediatamente a su familia.
Nunca pensó en ser actor, a pesar de que a los diez años, por el anuncio de un periódico, había hecho un pequeño papel en la película El proceso de Clemenceau, interpretada por Francesca Bertini. Entretanto, su padre había conocido una época de holgura en una compañía de seguros, que la Primera Guerra Mundial hizo quebrar, volviendo todos a la disimulada pero apremiante pobreza. Y en la lucha íntima entre colocarse inmediatamente, para aliviar aquella situación, y emprender alguna otra cosa de mayor porvenir, se encontró por las calles de Roma con un amigo actor que le llevó a la compañía de Tatiana Pavlova para hacer el papel de un criado, que representaba la muerte; su extremada delgadez le hacía adecuado para el personaje, lo compuso perfectamente y consiguió un primer éxito. De allí pasó a la compañía de Italia Almirante, donde enseguida consigue el papel de primer galán y un idilio con la primera actriz. Desde entonces, De Sica será en el teatro una especie de «encanto de las damas». Después pasa al music-hall como tenor bufo, logrando gran popularidad. En 1928 entra en el cine como profesional, con la oposición tenaz del productor Pittaluga, que tenía la obsesión de que con semejante nariz no llegaría nunca a ser nada en la pantalla, estribillo que repetía cada vez que le proponían para otro film. Pero se consolida definitivamente en la mejor película de Camerini, ¡Qué sinvergüenzas son los hombres! (1932), y desde entonces emprende su larguísima carrera de actor, con más de un centenar de películas interpretadas. En 1935 es el protagonista de Daré un millón, de Camerini, uno de cuyos guionistas es Cesare Zavattini, cuya amistad ha de convertirse en una colaboración fundamental para la obra de ambos. Porque es sumamente difícil separar la labor y la influencia recíproca del realizador y del guionista cuando se forma esa simbiosis completa, que da sus mejores frutos. Apenas es posible analizar por separado la obra de cada uno sin incurrir en una abstracción demasiado arriesgada. Pero en las películas de De Sica como realizador está siempre presente la obra de Zavattini como guionista, aunque esta colaboración no exista en algunos casos concretos.
A través de más de veinticinco películas dirigidas por Camerini, Genina, Gallone, Palermi…, De Sica se ha convertido en el más famoso galán italiano, verdadero ídolo del público femenino. Se ha casado con una de las actrices de sus películas, Giuditta Rissone, con la que tiene a su hija Emi, separándose en 1938, con la pretensión de anular su matrimonio en diversos países, pero sin lograrlo ante la ley italiana. De su unión con la actriz María Mercader tendrá dos hijos, sin poder resolver su situación, semejante a la de Sofía Loren y Carlo Ponti. A pesar de sus éxitos artísticos y económicos en la pantalla como actor, De Sica piensa siempre en ser un realizador. Ya en 1939, De Sica y Zavattini intentan realizar un argumento del segundo, cuyo título original era Demos a todo el mundo un caballo de madera, es decir, hay que dar un juguete a todos los hombres. Sólo años después conseguirán verlo en la pantalla, con el título de Milagro en Milán. En 1940 dirige su primera película, Dos docenas de rosas escarlatas, sobre una obra teatral y guión de Aldo Benedetti; film amable, con un equívoco de vodevil, comedia al uso, tan abundantes bajo el régimen mussoliniano. Sus tres películas siguientes están aproximadamente en la misma línea, casi obligada por la fuerza de las circunstancias: Magdalena, cero en conducta (1940), Nacida en viernes (1941) y Recuerdo de amor (1942). Aunque Zavattini había revisado el guión de alguna de estas películas, su verdadera colaboración comienza con Los niños nos miran (1943), película que inexplicablemente pasó la censura. Film importante, verdadero arranque de la obra de De Sica como realizador, aunque con una cierta tendencia a un sentimentalismo que hará desaparecer en sus grandes films. La puerta del cielo (1944) es más bien una película de compromiso, con un estudio de caracteres ante una situación excepcional. Porque conforme la presión oficial del fascismo se va haciendo más fuerte sobre el cine, De Sica prefiere refugiarse en sus tareas de actor. Y al terminar la guerra produce esa película capital del neorrealismo que es Limpiabotas. Para llegar a su cúspide con Ladrón de bicicletas (1948), donde están completas y perfectas las concepciones de De Sica-Zavattini. Después, tienen la noción exacta de la última frontera a que han llegado en el neorrealismo, y Zavattini proclama: «Sentimos la necesidad de ir más lejos». Y hacen, por fin, Milagro en Milán (1950-51), su viejo proyecto de 1939. Una bella película, que debió ser protagonizada por Totó, al que Zavattini consideraba uno de los más grandes actores, y donde se recurre a lo mágico, a lo sobrenatural, para hacer volar el naturalismo implícito en el neorrealismo. Tiene escenas magníficas, entre la veracidad y el ensueño, como ese grupo de pobres calentándose con un rayo de sol quizá celestial. Las interpretaciones y críticas de este film han sido opuestas y siempre polémicas. Para mí, ese paso más allá, cuya necesidad sentían los autores, está claro: la fantasía, la imaginación, la poesía, porque también todo ello es un medio de acción, un elemento de lucha social. Los pobres echan a volar aquí, quizá como una evasión puramente imaginativa, pero no siempre es así, y la más atrevida fantasía, el sueño más imposible, también puede hacerse realidad, como en verdad ha sucedido y viene sucediendo tantas veces: la imaginación también es un arma.
Umberto D está hecha en memoria de su padre, aquel pobre empleado que murió cuando su hijo obtenía los primeros éxitos y abordaba la fortuna. Después de los niños, el obrero desamparado, los obreros sin trabajo, es el viejo jubilado al que la sociedad ha olvidado también. De Sica y Zavattini llevan aquí sus procedimientos a un último extremo de pureza, que no siempre logra su eficacia, hasta rozar el documental, el «cine ojo» de Vertov o lo que después será el «cine vérité». La acción abierta, con escenas que se suceden uniformes, detallistas, intimistas, cobra aquí toda su plenitud, llevada a una microcinematografía de los hechos y caracteres, que es la idea central propugnada por Zavattini para el cine actual. Estación Termini (1953) es evidentemente una película fallida, y en El oro de Nápoles (1954) se acentúa, a través de seis episodios, la tendencia zavattiniana al análisis de la realidad cotidiana y minúscula, a la que había conseguido dar enorme patetismo en Ladrón de bicicletas, pero que aquí tropieza con esa frontera que la película marca: la renovación necesaria del neorrealismo. En El techo, De Sica-Zavattini tornan al problema concreto, uno de los más acuciantes de nuestra época con el crecimiento fabuloso de las ciudades: la falta de vivienda, de un hogar, por minúsculo y pobre que sea, donde cobijar una vida, unos amores e incluso una miseria. La última miseria es no tener ese techo. Es una bella película, valerosa, con excelentes escenas, pero con un conjunto indeciso. Aún van a intentar el lado fantástico-realista, en sus dos términos separados, en El juicio universal: una voz sobrenatural anuncia el comienzo del Juicio Final a una serie de personajes dedicados a sus pequeñas pasiones, vicios, intrigas, soberbia, egoísmos, aunque éstos sean el del puro amor. El terror cunde en Nápoles, todos se arrepienten y comprenden la trivialidad de sus instintos, pero la voz se desvanece y rápidamente vuelven al punto donde estaban. Un personaje resume, con esta idea propia de Zavattini: «Ya veo que si se quiere alguna cosa, es preciso arreglárselas solo». Esta soledad del hombre actual, esta indiferencia atroz de la sociedad que le rodea, es la corriente central de la obra de De Sica-Zavattini, que se ha sentido como una denuncia y ha ocasionado todas las acusaciones contra sus películas y las dificultades para ser realizadas. De Sica ha tenido que producir las principales empleando en ello el dinero que ganaba como actor. Que es mucho, porque ha industrializado esta última profesión, haciendo toda clase de pequeños papeles, sin discriminación, prestando su nombre como simple atracción de cartel. El éxito enorme de la serie que comienza con Pan, amor y fantasía, dirigida por Luigi Comencini, le sitúa como primera figura mundial en este aspecto. Pero es un actor formidable, como lo demuestra en ese extraordinario personaje de El general de la Rovere, de Rossellini.
Como realizador, De Sica vuelve hacia un cine más tradicional, siempre con sus esenciales características en Dos mujeres y Matrimonio a la italiana, ambas con Sofía Loren, que obtienen un gran éxito de público, intercalando entre ellas Los secuestrados de Altona, según la obra de Sartre. En estos años, en que se estima más la renovación que la consecución, De Sica pasa por un período de desvalorización, tachado de manierismo y repetición, como fue el caso de Rossellini. Pero, como en éste, se vuelve a comprender su incuestionable categoría fundamental de magnífico creador frente a Los girasoles y, especialmente, ante El jardín de los Finzi Contini, que obtiene el Oscar en 1972 a la mejor película extranjera. Es toda una evolución.
Siempre en el núcleo central de su obra está ese realismo puro, duro, implacable, que acaba por aparecer como una pesadilla de la soledad humana, de la inasistencia de la sociedad, hasta adquirir una amarga y desolada poesía. Es, llevado a otro terreno, el mundo y los seres enajenados y perdidos en sí mismos con los que Antonioni renovará el neorrealismo, hacia lo psicológico. O que otros nuevos realizadores jóvenes van a conducir hacia un documentalismo social, con proyección histórica. Porque la obra de De Sica y Zavattini ha de quedar, aparte de sus intrínsecos valores extraordinarios, como uno de los grandes documentos de nuestra época, como un testimonio del problema fundamental de los hombres de esos años.
FICHA TÉCNICA: Italia: PDS, 1948. Argumento: Cesare Zavattini, inspirado en la novela de Luigi Bartolini. Direccción y producción: Vittorio de Sica. Guión: Cesare Zavattini, V. de Sica, Suso Cecchi D’Amico, Oreste Biancolino, Adolfo Franci, Gherardo Gherardi y Gherardo Guerrieri. Fotografía: Carlo Montuori. Decorados: Antonino Traverso. Música: Alessandro Cicognini.
FICHA ARTÍSTICA: Lamberto Maggiorani, Enzo Staiola, Lianella Caren, Elena Alfieri, Vittorio Antonucci, Gino Saltamerenda, Michele Sakara, Giulio Chiari, Carlo Jachino, Fausto Guerzoni, Massimo Randisi, Peppino Spadaro, Ida Bracci Dorati.
Gran obra maestra del cine, cumbre y última frontera del neorrealismo clásico. Por su condición de arquetipo ha suscitado sobre sí todas las cuestiones y problemas –tantos y tan complejos– del neorrealismo, la más importante y fecunda renovación del cine tras la Segunda Guerra Mundial. También es la más alta y perfecta película de De Sica y Zavattini, ese binomio creador de la nueva escuela cinematográfica.
En primer lugar muestra los valores fundamentales del neorrealismo en toda su pureza, en su más limpio trazado. La novela de Luigi Bartolini, que le da título y origen, narra las peripecias de un periodista al que le roban una bicicleta y, subido en otra, se dedica a buscarla; motivo que le sirve para describrir la vida de los bajos fondos de la ciudad, con sus ladrones y maleantes. Pero sobre este asunto inicial, apenas adoptado, desciende el espíritu del neorrealismo, para darle un tema y unos valores propios de esta fundamental orientación del cine. Pocas veces puede verse, con más claridad, como un asunto, la simple anécdota, se transforma por completo, al insuflarle otros valores esenciales. La película es una obra de Cesare Zavattini para Vittorio de Sica; el resto de la colaboración es accidental. Hecho importante para la comprensión y estimación del film, porque la última etapa del neorrealismo está en manos de estos dos hombres. Más allá, comienza su evolución.
El neorrealismo italiano es el arte lógico de la posguerra, que florece espontáneamente sobre el suelo de la catástrofe. En esta catástrofe está incluido el heroísmo, las grandes frases, el oropel capaz de dar un brillo falso a todas las cosas. Las grandes concepciones de pretendida resonancia histórica, que han llevado al desastre: el fascismo italiano ha dejado eso. Pero, sobre todo, entra en quiebra un sentido colectivista y multitudinario de la vida: el hombre se encuentra solo, porque la sociedad se ha hundido a su alrededor. Este hombre solo, individuo representativo, es el tema central del neorrealismo. Pero este hombre solo, vencido, perseguido, sin rumbo en un mundo en ruinas, está también sobre el gran pedestal épico de esa catástrofe. Ella le hace grande e importante, trascendental y representativo. Así son las películas clásicas del neorrealismo, desde Roma, ciudad abierta hasta El general de la Rovere, de Rossellini, el hombre que impone el neorrealismo en el mundo entero; también las mejores películas de los demás neorrealistas. Pero De Sica-Zavattini quitan por completo esta plataforma histórica al protagonista de Ladrón de bicicletas, para contar el drama minúsculo de un pobre hombre ignorado y perdido en la vida cotidiana de una ciudad. Alarde de magia, transfiguración de alquimista, capaz de convertir un incidente mínimo, trivial, habitual, en una angustiosa tragedia, que ni siquiera lo es. Es el milagro del genio, tras el cual está la sombra de Charlot, remoto pero directo origen inspirador de estos personajes del neorrealismo: el hombre perdido en el mundo, el hombre superfluo, la gran tragedia esencial de nuestra época.
Es el pobre hombre sin trabajo, que lo encuentra como pegador de carteles, pero al que le exigen una bicicleta para realizarlo. Empeña las sábanas para desempeñar su bicicleta. Esta primera secuencia es ya una maravilla de detalles: la furiosa decisión de la mujer quitando las sábanas de la cama, los gestos ante la ventanilla de la casa de empeños y la cara de triunfo al recuperar su bicicleta. Pero al empezar el trabajo le roban la bicicleta: la última puerta de su salvación se ha cerrado. La cara de angustia del hombre, perdido en la ciudad, es el reverso de todo lo anterior. La película es, sobre su sentido documental de testimonio, una obra de gestos, un film psicológico. La policía no le hace caso. «Nada, que le han robado la bicicleta.» Y le aconsejan que la busque él mismo. La búsqueda de esta bicicleta robada, a través de la ciudad, constituye todo el film, que contra toda apariencia de espontaneidad, simplicidad y estricto realismo es muy complejo, a veces hasta un cierto barroquismo. El hombre, con su hijo pequeño al lado, emprende la difícil tarea, sobrecogido de desesperación y esperanza a la vez. Esta combinación del padre y el niño es uno de los grandes recursos expresivos de la película: lo que no pasa por la cara del padre se refleja en el gesto espontáneo del chico. Y los dos dan esa tónica de infinita y simple ternura, una cumbre de humanidad que se les ha reprochado a sus autores como un toque de sentimentalismo innecesario. Pero es un medio de narración bien legítimo, derivado de los tipos y el ambiente, como en una película de la alta sociedad puedan serlo las conversaciones distinguidas o literarias. Manifiesta, sobre todo, este valor fundamental que informa toda la película: la insolidaridad de las gentes, que dejan continuamente solo a aquel hombre desesperado, quizá porque no pueden hacer otra cosa, porque su propia vida les obliga a ello. Es el mismo espíritu, duro y glacial, de Limpiabotas. La obligada solidaridad de los hombres en la guerra es siempre engañosa, porque lleva dentro esta soledad del hombre en el mundo, que se produce en la primera ocasión. El padre, seguido por el hijo como un perrillo fiel, va en busca de unos amigos barrenderos para que le ayuden, en un lugar extraño donde ensayan unos pobres actores y suena una música destemplada, de arrabal. Recorren un mercado de trastos viejos, inútilmente. El hombre encuentra una pista, persigue a un viejo que huye, que se mete en una barbería, luego en un comedor de caridad, donde unas señoras la practican, mecánicamente, con el espíritu ausente. La sátira está aquí apenas contenida. Los detalles minúsculos se acumulan: el chico que se cae y el padre no lo nota, luego se distrae con unos seminaristas que pasan, llueve para hacer más difícil su situación. El padre pega al chico, y el niño le sigue de lejos, sin querer hablar con él, pero tampoco abandonarle; es uno de los momentos extraordinarios. El accidente del ahogado, la terrible sospecha del padre, que no se confirma, los vuelve a unir. La reacción es magnífica y lógica. Se meten en un restaurante, con un cantor y todo, comen lo que les gusta, sin pensar, tratando de olvidar su situación y celebrar tácitamente aquella desgracia esquivada. Los gestos de los dos, su comportamiento en aquel ambiente que no conocen, es un magnífico estudio psicológico, una de las mejores escenas del film. Desesperado, recurre a la magia, a lo sobrenatural, a lo imposible: el gabinete de una adivina, lleno de gentes extrañas y alucinadas, que pelean. La composición barroca se hace de nuevo patente. Un prostíbulo, el ladrón al fin, la persecución hasta el barrio, la acusación, el escándalo, la unión de todos contra el pobre hombre que quiere estar seguro y no sabe si dudar. La intervención de un guardia pone fin a sus esperanzas: no se puede hacer nada sin pruebas, y el policía se zafa del asunto protocolariamente. Todo ha terminado. Marchan por las calles, los dos solos en un universo hostil; el chico va detrás, olvidado, casi lo atropella un vehículo y el padre no lo nota. El gesto del niño abrumado lo dice todo. Están frente a un estadio deportivo, en cuyos alrededores hay miles de bicicletas. Si a él le han robado su bicicleta, puede hacer lo mismo, convertirse en un ladrón de bicicletas. Lo hace, corre torpemente sobre ella, lo persiguen, lo alcanzan, lo cercan amenazadores, zamarreándolo, queriéndolo pegar…El chico revolotea a su lado, horrorizado, defendiéndolo. Por este ademán del niño lo dejan ir. Y el padre y el chico, de la mano, avergonzados, humillados, hundidos, sin esperanzas, se pierden en la ciudad, en su miseria y en su angustia.
Entre todas las cuestiones que ha suscitado Ladrón de bicicletas –la problemática completa del neorrealismo, con su ingente montaña de literatura–, creo que hay que señalar dos fundamentales, que están aquí llevadas a su cúspide y a su último límite. Es un modelo de construcción cinematográfica neorrealista, de forma abierta, aportación decisiva de esta escuela. Las secuencias y las escenas se suceden al mismo nivel, al mismo tono, siempre bajo y contenido. La misma altura tiene la secuencia del planteamiento que la del final, con ese acorde de tono menor. Salvo la lógica de la narración, cada escena podía ir antes o después de la otra, sin alterar el nivel del conjunto. Pero la película tiene un crescendo, soterrado y sin embargo arrollador, producido simplemente por la acumulación de detalles eficaces, elegidos con sumo cuidado, desde los gestos de los protagonistas hasta esas pinceladas de fondo, que forman el decorado vivo de cada toma de vistas. No hay ya exactamente, al modo teatral, un planteamiento, nudo y desenlace, sino un cauce por donde corren los hechos, uno tras otro, hacia un final que no existe. Como en la vida real, de la que el neorrealismo trata de ser espejo. Y en segundo lugar, la temática misma, a la que esa forma viene a servir. El gran valor básico del film es la angustia. La ansiedad tremenda del hombre solo, abandonado, que se siente innecesario en un mundo hostil, indiferente, formidable, como el hombre primitivo en el universo desconocido. Todo ha hecho bancarrota en torno suyo y tiene la oscura intuición de que hay que empezar de nuevo. Si El acorazado Potemkin fue la película de la primera posguerra, Ladrón de bicicletas es la de la segunda, con los largos años que vienen detrás. Aunque parezca un contrasentido, en esta época en que la historia domina la vida cotidiana, el hombre actual no siente lo histórico, sino lo social; no lo épico, sino lo verídico. Se niega a admitir soluciones ideales, por prometedoras e inmediatas que sean, y prefiere aceptar su angustia y su soledad; un terrible individualismo de cerradas perspectivas, antes que toda mistificación, aunque en realidad no lo sea. Es el gran escepticismo de nuestro tiempo, en el cual la angustia de los hombres es casi un placer, la satisfacción de pisar sobre una tierra firme, aunque no sea segura. El cine que se hace después se mueve en este sentido. Ladrón de bicicletas es, quizá, el film más representativo de nuestro tiempo y sus hombres.
FILMOGRAFÍA: 1940: Rose scarlatte (Rosas escarlatas); Maddalena, zero in condotta. 1941: Teresa Venerdi (Nacida en viernes). 1942: Un garibaldino al convento (Recuerdo de amor). 1943: I bambini ci guardano. 1944: La porta del cielo (La puer ta del cielo). 1946: Sciuscia (El limpiabotas). 1948: Ladri di biciclette (Ladrón de bicicletas). 1951: Miracolo a Milano (Milagro en Milán); Umberto D. 1952: Stazione Termini (Estación Termini). 1954: L’oro di Napoli. 1956: ll tetto (El techo). 1960: La giociara (Dos mujeres). 1961: ll giudizio universale (Juicio Universal); Boccaccio 70 (Boccaccio 70), un episodio. 1962: ll sequestrati d’Altona. 1963: ll boom (El especulador); Ieri, oggi e domani (Ayer, hoy y mañana). 1964: Matrimonio all’italiana (Matrimonio a la italiana). 1965: Un monde nouveau; Caccia alle volpe (Tras la pista del zorro). 1966: Le streghe (Las brujas), un episodio. 1967: Women Seven Times (Siete veces mujer). 1968: Amanti (Amantes). 1969: I girasoli (Los girasoles). 1970: ll giardino dei Finzi Contini (El jardín de los Finzi-Contini); Le coppie, un episodio. 1972: Lo chiameremo Andrea (¿Y cuándo llegará Andrés?). 1973: Una breve vacanza (Amargo despertar); Il viaggio (El viaje).