Nació el 22 de septiembre de 1885 en Viena (Austria-Hungría). Murió en Maurepas (Seine-et-Oise), Francia, el 12 de mayo de 1957. El hombre se confunde con su personaje y su vida con su obra, creándose mutuamente, en una simbiosis llena de secretos difíciles de desentrañar. En la época en la que el cine está creando sus mitos y sus grandes figuras –sobre todo los actores–, éstos deben responder con su existencia personal a ese mito que encarnan en la pantalla, frente a los mayores públicos que ha conocido la historia. Como tantos otros, Stroheim creó el suyo, haciendo convivir la verdad y el bluff, más allá de la fácil y cándida propaganda entonces al uso. Según declaró repetidas veces, y en parte rectificó después, su nombre era Erich Hans Oswald Carl Maria Stroheim von Nordenwald, hijo de un coronel del aristocrático regimiento de dragones y de una dama de la emperatriz de Austria-Hungría; es decir, era un aristócrata del protocolario y rígido imperio de Francisco José. Estudió en un distinguido colegio privado, ingresó en la Escuela de Cadetes de Moerisch-Weisskirchen y luego en la Academia Militar de Wiernerneustadt, de donde salió, en 1902, con el grado de subteniente. Llega a teniente en 1908, combatiendo en alguna campaña en el famoso regimiento de dragones, ascendió a capitán y recibió condecoraciones. Escribía poemas y colaboraba en alguna revista literaria de vanguardia, hasta que en marzo de 1909 rompió con aquella vida y aquel mundo, y se embarcó en Hamburgo, como un pobre emigrante, para los Estados Unidos. Ésta ha sido la versión oficial, unánimemente admitida, y sobre la que se ha escrito toda clase de literatura explicativa de su figura y de su obra. Pero en 1961, el escritor cinematográfico Denis Marion, estudiando la vida del gran realizador y actor, hizo investigaciones en Viena, donde encontró datos muy distintos. Nacido en la fecha indicada, consta como judío, inscrito en los libros de la comunidad, hijo de Benno Stroheim, fabricante de sombreros, con otro hijo, Bruno (1889-1958). Y allí consta que Stroheim abandonó la comunidad judía en noviembre de 1908, fecha en que marchó a América. Toda la leyenda del pasado militar y aristocrático de Stroheim se viene abajo. Pero, por otra parte, la actriz Denise Vernac, compañera de los últimos años de Stroheim, conserva retratos del joven cadete, de uniforme, entre otra mucha documentación del realizador. Los conocimientos militares de Stroheim eran indudables y extraordinarios, identificando por un viejo botón de uniforme el regimiento a que pertenecía, por ejemplo, y durante toda su vida conservó su vocación militar. Cuando ya en sus últimos días, inmovilizado en la cama y sin poder hablar apenas, se le entregó la Legión de Honor, su respuesta fue un saludo militar. Fantasía y realidad, que el cine conjuga constantemente y que hacen vida y figura en el propio Stroheim. «Todo esto no es –dice el gran crítico uruguayo José María Podestá, con aguda certeza– sino refracción biográfica de una realidad muy coherente, creada por Stroheim en sus películas, realidad que rebasa los linderos de la pantalla y se vierte sobre el autor-actor, fundiéndose con él.»
Porque la explicación de su personaje real y cinematográfico, de su vida y de su obra, brota de aquella Viena imperial, donde Francisco José reinó durante 68 años seguidos, desde que el viejo mariscal Radetzky le puso en el trono, casi adolescente, ahogando en sangre las aspiraciones liberales, hasta que el imperio austro-húngaro se deshizo por sí mismo, más que como consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Un imperio obstinadamente reaccionario, desde el Congreso de Viena (1815) y Metternich, coagulado en un pasado sin realidad posible, cerradamente militarista –el emperador se vanagloriaba de no haber leído nunca más que el anuario militar–, cuyos brillantes uniformes no cosecharon nunca más que derrotas; este gigantesco artificio histórico y geográfico, obstinado en subsistir, fue quizá la causa inicial de la Primera Guerra Mundial. Nadie como Stroheim ha pintado la disgregación, la podredumbre y la falsa gloria de esta sociedad que se corrompía encerrada en sí misma, en un vanidoso aristocratismo inútil. Stroheim, cualquiera que sea su origen y la realidad de su vida, lo amaba con deslumbramiento instintivo y lo repudiaba con ferocidad moralista de gran artista creador. La contradicción es la esencia misma del arte y de la vida.
Tanto si llegó a Norteamérica en 1909 como si fue en 1906 –según testimonian otras investigaciones–, su vida fue difícil y pintoresca, de emigrante típico, dispuesto a abrirse camino en la gran nación creciente, donde todo era posible: vendedor callejero de globos, profesor de equitación, animador en un restaurante alemán, empaquetador en un almacén, enrolado en el ejército norteamericano durante tres años, obrero de una línea ferroviaria, mozo de cuadra en un circo, recepcionista de un hotel, oficial en el ejército mexicano de Francisco Madero, bañero en una ciudad balnearia, etcétera. De esta época fue su primer matrimonio con Margaret Kenox, de la que se divorció pronto, y sus amores con una criada sueca, a la que quería hacer actriz y para la que escribió un drama, que consiguió estrenar con un total fracaso. Y, al fin, «extra» en los estudios cinematográficos donde trabajaba Griffith. Allí hace de todo, pero especialmente de doble de los actores (stuntman) para ejercicios peligrosos, consejero militar para escenas de batallas, pequeños papeles diversos y, al entrar Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, especialista en «alemanes malos» al servicio de la propaganda contra los imperios centrales. Pero tenía la precaución de no figurar con su nombre germano, sino como Erich Strome, aunque la fórmula para presentarlo era: «El hombre a quien a usted le gusta odiar». Su consagración como actor es en Corazones del mundo (Hearts of the World, 1918), en el papel del oficial prusiano, película de Griffith. En esta época se casa (1916-18) con May Jones, decoradora de Griffith, de la que tiene un hijo, Erich, y de la que se divorcia.
Entonces convence a Carl Laemmle, dueño de la Universal, para que le confíe la dirección de una película sobre una obra teatral propia, «The Pinnakle», de la que sería el protagonista. Fue Maridos ciegos (1918), que costó 42.000 dólares y dio un millón de beneficios. Historia de un teniente austriaco, don Juan impenitente, que trata de conquistar a la mujer de un médico norteamericano. En una expedición montañera, el médico descubre una carta de su mujer en poder del oficial; en venganza, corta la cuerda que le sostiene y le deja en un lugar peligroso, mortal. Pero resulta que la carta contiene la negativa de la mujer y la proclamación de su amor al marido. Cuando el médico trata de rescatarlo, el oficial, tras una escena de pánico indescriptible, se ha despeñado. Película incipiente, pero con todas las características del mundo de Stroheim, que en adelante desarrollará con una fuerza y una unidad sorprendentes a lo largo de toda su obra. La ganzúa del diablo (1919) es una película perdida, de la que se tienen referencias indirectas, pero que al parecer continúa en la línea de la anterior. Línea que alcanza su primera gran cúspide en Esposas frívolas (1921), para la que Laemmle le dio libertades y presupuesto ilimitado. Filmó durante once meses, gastó un millón de dólares –que la propaganda de la empresa aumentaba como original publicidad–, construyó enormes decorados del Casino de Montecarlo, donde se desarrollaba el film, que tenía tres horas de duración, el doble de una película normal. Pero, entretanto, asciende a un puesto importante de la empresa Irving Thalberg (1889-1936), prototipo del productor americano, enérgico, emprendedor, seguro de sí mismo, autoritario y encerrado en fórmulas que creía novedades. El carácter de Stroheim tenía que chocar con el de Thalberg, que desde entonces fue su implacable enemigo y el responsable material de la práctica destrucción de la obra de este realizador, genial y profético. Por exigencias de Thalberg, el propio Stroheim redujo los veintiún rollos originales a catorce, con lo que la película pierde su grandiosidad y, sobre todo, su magnífica unidad; después, aún fue cortada y alterada, ya sin la autorización de Stroheim. Es un mundo fabuloso, en cuyo clima nos introduce el realizador inmediatamente, con una serie de detalles donde alternan el refinamiento y la vulgaridad de los personajes. Ese trío de aventureros, formado por el supuesto conde y oficial y las dos princesas, es un prodigio de descripción, donde ya está todo dicho. El oficial conquista lo mismo a sus dos compañeras que a la mujer del embajador norteamericano que a las sirvientas del hotel, o se siente atraído por la hija tonta de un falsificador de moneda, que vive en un tugurio. La complicada acción es secundaria, porque lo que lo absorbe todo es el ambiente y los personajes; más que nada el de Stroheim, dominador absoluto de la pantalla. Al fin, las falsas princesas son detenidas y el falsificador mata al oficial y arroja su cadáver en una alcantarilla. Una tremenda violencia, sarcástica, agresiva, cruel hasta el sadismo, brota arrolladoramente de la película. Ello es lo que provocó las iras de las asociaciones puritanas y las críticas denunciadoras de las revistas: «Es un insulto a todo americano e indirectamente a los ideales americanos, a nuestra tradición y sentimientos» («Fotoplay», marzo de 1922). Ésta será, en realidad, la verdadera fuerza adversa que acabará por aplastar a Stroheim: una autenticidad realista, precursora, que en ninguna época y en casi ningún país se ha aceptado sin oposición.
En El carrusel de la vida (1922) aborda otro asunto que será su predilecto, con variaciones temáticas en otros films: los amores de un aristócrata con una mujer de otra clase social. Aquí es un príncipe de la Viena imperial, comprometido con una princesa a la que desprecia. Entre sus conquistas, emprende la de una chica empleada en un parque de atracciones, perseguida por un brutal patrono y defendida por un jorobado, movido por un inconfesado amor. Pero el príncipe, de incógnito, protege a la muchacha y acaba enamorado de ella, a pesar de lo cual se casa con la princesa. El jorobado hace estrangular por un gorila al dueño del carrusel, y las complicaciones de la Primera Guerra Mundial acaban por resolver felizmente el idilio. La película no fue terminada por Stroheim, al que Irving Thalberg despidió, sino por un director oscuro, Rupert Julian, que cumplió su cometido con discreción y respeto. Todo lo que está en este film va a ser desarrollado por completo en La marcha nupcial.
Avaricia es una de las obras gigantes y geniales del cine. Basada en la novela «McTeague », de Frank Norris, una especie de Zola americano, pinta con terrible autenticidad la vida real de un mundo y unas gentes, prescindiendo de los ideales de prosperidad, triunfo y misión redentora del país, tan propios del norteamericano, sobre todo en aquellas fechas. La locura del dinero, que lo mueve todo, adquiere aquí sus sórdidos caracteres al enfrentarse con la mediocridad y la pobreza. Esta gente, entre loca y brutal, desarrollada luego por la moderna novelística norteamericana, está aquí pintada con un realismo implacable, feroz, tocado a veces de ese humor agrio que lo realza. Todo lo mueve un montón de dinero, que unos hombres se disputan sórdidamente, y acaba por destruir y enloquecer a la mujer, el gran papel de Zasu Pitts. La escena en que ésta se tiende voluptuosamente sobre la cama, cubierta de monedas, o la muerte de los dos hombres en el desierto o la fiesta de boda…son algo que no se ha alcanzado nunca más. La película ahonda en un auténtico espíritu norteamericano, y pudo crear un genuino cine de aquel país con una grandeza como sólo Welles lo hizo después en Ciudadano Kane. Este realismo llevó a Stroheim a filmarlo todo en lugares auténticos, desde el valle de la Muerte hasta la casa verdadera de la que el novelista habla en su obra. Filmó durante nueve meses y montó durante seis, componiendo una película enorme, de 42 rollos y ocho horas de duración, producida por la Metro. Pero a esta empresa, entretanto, había ido a parar también Irving Thalberg, su enemigo reconocido, que hizo reducir la película, primero a veinticuatro rollos, luego a dieciocho y por último a diez: una sombra de lo que debió ser. Pero su formidable fuerza brota de estos restos, para mantenerla como una de las máximas obras del cine de todos los tiempos.
Con objeto de «rehabilitarse» comercialmente, Stroheim aceptó dirigir La viuda alegre (1925), según la opereta de Franz Lehar –aunque el cine era mudo–, protagonizada por Mae Murray, con la que Stroheim tuvo constantes choques. Con este motivo Thalberg volvió a expulsar a Stroheim, pero los operarios del estudio hicieron un plante, obligando al productor a reponer al realizador. La película tiene el gran clima vienés, divulgado por los valses, pero con un realismo y poesía auténticos, y una realización admirable. Fue un éxito enorme: costó medio millón de dólares y en los dos primeros años produjo casi cinco de beneficios. Éxito comercial que permitió a Stroheim realizar su obra cumbre: La marcha nupcial. En 1928, la actriz Gloria Swanson, apoyada por el banquero J. P. Kennedy –padre del que fue presidente de los Estados Unidos, asesinado en Dallas–, decidió hacer con Stroheim La reina Kelly (1928), también de ambiente austriaco. Pero cuando se había filmado una tercera parte de la película se suspendió, atemorizada la estrella por la llegada del sonoro y porque el ocasional productor decidió pasar a otros negocios. Lo que queda tiene escenas de gran belleza, como el encuentro de la muchacha con los oficiales y su expulsión del palacio, así como la pintura, verdaderamente acerada por violentos contrastes, del personaje de la Swanson. Es la última película que realiza, porque otros intentos posteriores no llegan a lograrse y Stroheim se dedica en adelante a su labor de actor. Únicamente podría considerarse en cierto modo suya La danza de la muerte (1947), sobre una obra de Strindberg, adaptada e interpretada por él, aunque dirigida por Marcel Cravenne. El personaje y la interpretación de Stroheim son tan formidables que crean el clima de desesperación y odio del matrimonio, encerrado en la fortaleza, y la danza demencial de Stroheim es una maravilla.
El resto de su vida será un magnífico actor, con inacabables recursos de comediante, pero sobre todo con una autoridad artística avasalladora: no era un actor que estaba en la pantalla, sino que la dominaba siempre. Su papel más importante, quizá porque era más suyo y lo compuso a su gusto, fue el de comandante de la fortaleza en La gran ilusión, de Renoir. Pero Stroheim era, ante todo, un creador de mundos, seres y, en especial, ambientes. Este realizador genial es el máximo creador inicial del realismo cinematográfico, a la altura de cualquiera de los novelistas o pintores cuyos nombres figuran como maestros en la historia del arte. Su influencia ha sido enorme en los realizadores clásicos, que pudieron ver a tiempo su obra, desde Lubitsch a Renoir. Su aniquilamiento y ostracismo ha sido una de las catástrofes del cine, producidas por hombres acomodaticios y por circunstancias adversas. Pero, sobre todo, por este hecho fundamental que hoy se le reconoce plenamente: ser el precursor del cine moderno. Tener razón antes de tiempo es lo más peligroso en la vida y en el arte.
FICHA TÉCNICA: Estados Unidos: Celebrity Picture para Paramount, 1926-27. Argumento, dirección y montaje: Erich von Stroheim. Guión: Erich von Stroheim y Harry Carr. Ayudantes: Eddy Sowders y Louis Germonprenz. Fotografía: Hal Mobr y Ben Reynolds. Decorados y vestuario: Richard Day y Erich von Stroheim. Música: L. Zameenik y Louis de Fancisco. Producción: Patrick A. Powers.
FICHA ARTÍSTICA: Erich von Stroheim (príncipe Nikki von Wildeliebe-Rauffenburg), Fay Wray (Mitzi Schrammel), George Fawcett (príncipe Ottokar Wideliebe-Rauffenburg), Zasu Pitts (Cecilia Schweisser), Marthew Betz (Schani, el carnicero), Maude George (princesa María Inmaculada Wildeliebe-Rauffenburg), Cesare Gravina (violinista Martin Schrammel), Dale Fuller (Katharine, su esposa), Hughie Marck (vinatero Anton Eberle), George Nichols (Fortunat Schweisser), Anton Waverka (emperador Francisco José); además, en Luna de miel: Sidney Bracy (Navratil).
El éxito comercial de La viuda alegre levantó, en parte, la fama de «realizador maldito» que ya pesaba sobre Stroheim, y le permitió emprender esta gran película, por medio del productor Powers, que debía ser distribuida por la Paramount. Pero cuando la película estuvo terminada, el productor se separó de la empresa, que quedó dueña absoluta del film, y Jesse L. Lasky, el vicepresidente y encargado de la producción, se aterró de la longitud inusitada del film y lo hizo dividir en dos, cada uno de catorce rollos, reducido después a diez en la segunda parte. Stroheim consiguió que le permitieran realizar el montaje de La marcha nupcial, pero no el de Luna de miel, que fue confiado a Josef von Sternberg. Ello ocasionó la ruptura con la Paramount y la reclamación legal de Stroheim para impedir la proyección de la segunda parte, lo que consiguió en los Estados Unidos pero no en el resto del mundo. Estos litigios contra los abusos de la productora vinieron a ocasionar que esta magnífica obra cumbre de Stroheim quedara, en realidad, abandonada a su suerte, con lo que las modificaciones y cortes abundaron en cuantos lugares se proyectó, por parte de distribuidores y exhibidores. La película quedó maltrecha, sobre todo Luna de miel, y solamente por obra de la Cinemateca Francesa se ha llegado a reconstruir, todo lo fielmente posible, la primera parte. En 1955, Stroheim revisó aquélla en París, le restituyó su montaje original y vigiló la reconstitución de la música que pudo ser recuperada y reproducida de los discos originales, forma en la que estaba sincronizada la película. Antecedentes necesarios para la comprensión del film, primera obra gigante del cine, pues lo filmado por Stroheim hubiera alcanzado el metraje de cincuenta rollos, unas ocho horas de proyección.
La película está construida con una gran sencillez, a base de pocas y largas secuencias, tratadas con un detallismo prodigioso, a veces esmaltado de símbolos, un tanto fáciles, muy del gusto germánico, pero que sirven perfectamente para trazar el ambiente, ese máximo alarde creador de Stroheim. Es la Viena del Imperio Austrohúngaro de Francisco José, en 1914, con sus panoramas de la ciudad. En el palacio barroco, el matrimonio de príncipes se despierta, cada uno de ellos presentado con detalles realistas y bufos, que marcan desde el comienzo la duplicidad entre la jerarquía y las personas. También el despertar de su hijo, el príncipe Nikki –uno de los grandes papeles de Stroheim–, que huele a alcohol, persigue a las sirvientes y se pone, con delectación de «dandy», su uniforme resplandeciente. Enseguida se va a pedir dinero a sus padres, que le aconsejan se case con una heredera rica, aunque no sea noble, dispuestos a abdicar fácilmente de su jerarquía y de su orgullo. La procesión frente al templo, con la llegada del emperador. Toda esta secuencia fue filmada en el incipiente color recién inventado por Kalmus –el bicolor o bipack–, aunque en las versiones actuales sólo existe en blanco y negro. El príncipe Nikki, a caballo, con su brillante uniforme, entabla un mudo idilio de miradas y gestos con Mitzi, dulce muchachita del pueblo –venida directamente de las heroínas de Griffith–, que presencia el desfile entre la multitud, acompañada de su adorado Schani, un brutal y grosero carnicero, con su cesto de provisiones, que va devorando durante la fiesta. El cambio de miradas, de gestos, entre la muchacha y el oficial, es uno de los momentos antológicos del cine mundial, largo, sostenido, detallado, sutil hasta apenas ser nada. Y esta magnífica, suave, romántica melodía de imágenes se corona con el gesto de Mitzi poniendo una flor en la bota del militar. La salva de cañonazos espanta el caballo de Nikki, la multitud arrolla a la muchacha, que cae desvanecida y es llevada al hospital. Entretanto, en la iglesia, fulgurante de lujo y de luces, los padres del príncipe han pensado que su hijo bien pudiera casarse con Cecilia, la hija desvaída y coja del rico y burdo comerciante Schweisser. Los contrastes violentos, verdaderamente crueles y sarcásticos de Stroheim, adquieren aquí su plenitud, tratados aún con una amarga contención.
Con motivo del incidente, el príncipe entabla relaciones con la muchacha, yendo a un merendero popular, donde el príncipe entra tapándose pulcramente las narices con su pañuelo. Y la otra gran secuencia, mágica, plenamente romántica del film: el idilio de ambos, en la noche, bajo los manzanos en flor que dejan caer sobre ellos su lluvia de pétalos. Un gran Cristo dramático preside la escena: la muchacha se arrodilla ante él y el príncipe le hace el saludo militar. Uno de esos detalles que crean todo un mundo. El idilio culmina en el coche abandonado, que cobra así maravilla de carroza nupcial. En contraste, la grosería de Schani –un poco caricaturesco– que mata un cerdo, come rudamente y trata de besar en la boca a Mitzi, que huye horrorizada. Alternan enseguida las secuencias del burdel y del idilio. En el burdel de lujo, perfecta estampa de las orgías de una sociedad decadente, el príncipe, padre de Nikki, y el comerciante, padre de Cecilia, completamente borrachos, establecen el casamiento de sus hijos, mediante la dote de un millón de coronas. Los detalles toscos y sutiles se conjugan perfectamente. El comerciante cura los callos al príncipe con una pomada que vende y, cuando beben en la misma botella, el comerciante limpia cuidadosamente el gollete con la mano antes de pasársela al príncipe. Y en su fantástica carroza nupcial el príncipe y la muchacha se prometen amor eterno. En el palacio, Nikki acepta el casamiento con la coja Cecilia, sin dudarlo mucho, renunciando a su amor. Y el comerciante comunica, feliz, a su hija la aceptación de aquel matrimonio que les convertirá en nobles. Cecilia se mira su pie deformado y rompe a llorar, mientras su padre la abraza conmovido; es una de las más bellas y limpias escenas sentimentales del cine. La boda de Nikki y Cecilia cierra el trazado del film, con una escena suntuosa y recargada, como se abrió. Al salir, viene a repetirse la escena magistral del idilio en la procesión, pero ya vista por su reverso. Mitzi está entre el público, llorando, bajo la lluvia que cae tenaz, como un símbolo. El carnicero está a su lado, decidido a matar al príncipe en aquella ocasión. Cecilia nota las miradas y el llanto de Mitzi y, cuando le pregunta a Nikki por qué llora aquella muchacha, el príncipe le responde que no la ha visto jamás. El carnicero saca el cuchillo para matar a Nikki, pero Mitzi le contiene y le promete casarse con él, convencida del final de aquel amor. Y el brutal carnicero se la echa al hombro, como un rapto, y ríe bárbaramente, radiante de felicidad. Pocas veces la ternura ha descendido, tan simple y bellamente, sobre un villano en el cine.
Luna de miel fue rechazada plenamente por Stroheim, dadas las alteraciones sufridas. Relata, paralelamente, la vida conyugal de las dos parejas. La noche de bodas del príncipe y la pobre muchacha coja es lo mejor del film, una escena henchida de ternura y de crueldad. Y cuando el frívolo y cínico Nikki empieza a amar a su mujer, ésta se extingue, opaca y suavemente, como había vivido. Es la gran ironía y el poder del destino, ese personaje central, omnipresente y omnipotente, en la obra de Stroheim.
Creo que esta inmensa película, magnífica obra maestra del cine, es la obra cumbre de Stroheim. Más que Avaricia, que con todos sus extraordinarios hallazgos, precursores del realismo cinematográfico, está menos lograda; si es que se pueden juzgar las obras de este realizador por los restos que de ellas quedan. Lo que sucede es que Avaricia está más cerca de nosotros, de nuestro mundo y de nuestras ideas, al tratar un tema netamente norteamericano. La marcha nupcial y Luna de miel, cinematográficamente, constituyen la cúspide y el resumen de la obra de Stroheim. «Si Esposas frívolas representa la plenitud de una juventud exasperada, La marcha nupcial es el testimonio culminante de una madurez segura, que combina magistralmente la violencia de Avaricia, el amargo humor de Esposas frívolas, la sátira social de Los amores del príncipe y de La viuda alegre, el romanticismo de Maridos ciegos y de La ganzúa del diablo» (Fernández Cuenca).
Estos films son el documento, puede decirse que el documental, de un mundo extinguido, de aquella Viena imperial de Francisco José, el emperador eterno, impermeable a todas las corrientes renovadoras de su tiempo, empeñado en permanecer inmóvil en los ideales venidos de la Edad Media, viviendo antes, incluso, del Congreso de Viena de 1814-1815, que intentó restaurar en Europa aquellas ideas y formas de vida, barridos por la revolución francesa y por las guerras napoleónicas. Todo ello constituye hoy algo pintoresco, como inventado, digno de una opereta con música de vals. Pero fue una tremenda realidad, el motivo inmediato que llevó a Europa a la Primera Guerra Mundial. Por eso, estas dos películas constituyen la explicación de la personalidad y de la obra de Stroheim, esa autobiografía profunda, ideal y secreta que todo artista ha de incluir en su obra un día.
FILMOGRAFÍA: 1919: Blind Husbands. 1920: The Devil’s Passkey (La ganzúa del diablo). 1922: Foolish Wives (Esposas frívolas). 1923: Merry Go Round (El carrusel de la vida). 1924: Greed (Avaricia). 1925: The Merry Widow (La viuda alegre). 1927: The Wedding March (Marcha triunfal); Honeymoon (Luna de miel). 1928: Queen Kelly (La reina Kelly). 1933: Walking Down Broadway (¡Hola, hermanita!).