François Truffaut

float image 30 JULES Y JIM (Jules et Jim)

FICHA TÉCNICA: Francia: Les Films Carrosse-SEDIF, 1962. Argumento: Novela de Henri-Pierre Roche. Dirección: François Truffaut. Guión: François Truffaut y Jean Gruault. Fotografía: Raoul Coutard. Música: Georges Deleure. Montaje: Claudine Bouché. Canción: Boris Bassiak. Voz: Michael Subor.

FICHA ARTÍSTICA: Jean Moreau, Oscar Werner, Henri Serre, Vanna Urbino, Boris Bassiak, Sabine Haudepin, Marie Dubois, Jean-Louis Richard, Michel Verasano, Pierre Fabre, Danielle Bassiak, Bernard Largernains, Elen Bober.

La «nueva ola» francesa tiene como antecesores a Georges Franju, Jean Pierre-Melville y Alan Resnais, que nunca se incorporaron a ella, sino que fueron proclamados así por los que realmente la formaron, en nombre de una serie de posiciones que éstos adoptaban. La «nueva ola» fue lanzada por François Giroud desde el semanario «L’Express», en 1957, como una de esas fórmulas felices que los franceses encuentran siempre para su cultura. La revista «Cahiers du cinéma» se convierte en su órgano de expresión y promoción, y André Bazin en su máximo teórico. Su triunfo en el Festival de Cannes de 1959 consagra la denominación y el concepto, que se extiende por el mundo. Aparte del apoyo que presta Resnais, con el éxito y la polémica de Hiroshima, mon amour, el genuino representante de la «nueva ola» que allí se impone es François Truffaut, con Los cuatrocientos golpes, su primer largometraje, como lo era el film de Resnais. Todo lo que será Truffaut está en esta película, como él mismo reconoce: «Se hacen progresos en cosas secundarias, no en lo esencial. Los cambios posteriores se producen porque se vive de manera distinta y se conocen nuevas gentes, pero no se progresa». Lo que quiere decir que la obra de Truffaut se centra en unos valores esenciales casi invariables, de origen personal, netamente individualistas.

Truffaut, nacido en París el 6 de febrero de 1932, es internado en un reformatorio infantil –Los cuatrocientos golpes– y luego en una espantosa prisión militar para los desertores de la guerra de Indochina, en la que se había enrolado voluntario y a la que no llegó a ir. De ambos lugares consiguen sacarle André Bazin y su mujer Janine, por medio de unos amigos; él será luego quien le forma y lanza como realizador. De aquí su amistad filial por aquél, y en general su fe en la amistad como valor capital de la vida. Como la mayoría de los integrantes de la «nueva ola», su formación es plenamente cultural, literaria y cinematográfica, más que en la vida directa, aunque en el caso de Truffaut haya sido difícil. Las circunstancias se imponen, con la guerra, la ocupación alemana, el aislamiento, la dura posguerra, la desorientación frente a la realidad: la cultura es un refugio y una seguridad en el camino. Farenheit 451 es esta defensa, ferviente y convencida, de la cultura y el libro. Lo que está, al fin, en la gran tradición de Francia y del cine francés. Éste es el segundo factor fundamental de su personalidad y de su obra.

El tercero es la individualidad. Dice: «Soy apolítico, nunca he votado. No soy partidario de la destrucción de una sociedad y de la construcción de otra. Los principios no tienen valor. Actúo por mi cuenta, voy por otro camino. Quizá para salvarme yo solo. Creo que es necesario sobrevivir» (entrevista en «Film Ideal», en 1970). Lo cual no excluye, claro es, un sentido crítico, pero no en nombre de los principios o las ideas, menos de las tesis, sino nacido de los hechos mismos, traspasados a la ficción, filtrados por la cultura. «Lo interesante en el cine es fingir que se trata de la realidad», en busca de lo poético. Posiciones que muy bien pueden aplicarse –con las necesarias variantes y condiciones particulares– a la mayoría de los realizadores de la «nueva ola» francesa. Sobre todo vista hoy, cuando el más del centenar de adeptos que se supuso al principio se han reducido a unos pocos, y considerando la evolución que éstos han experimentado desde entonces hasta ahora. Por eso, Truffaut puede considerarse el más genuino representante de aquel movimiento, tanto por lo que fue como por lo que siguió siendo. Además de Godard, cuyo recorrido –con todas sus incidencias– representa la trayectoria lógica, intransigente y firme de sus actitudes primeras.

Por eso, también, su película más pura y representativa es Jules y Jim, así como la más lograda, realmente extraordinaria. A Truffaut, según su básico origen literario, le gusta volver a crear en el cine novelas que le han fascinado. Desde antes de entrar en el cine, le obsesionaba una extraña novela de un insólito autor, un anciano de setenta y cuatro años, que la había publicado a los setenta como su primera novela. Es el clásico triángulo amoroso, en torno a esa enigmática figura de mujer, Catherine, que encarna espléndidamente Jeanne Moreau. Pero en este caso, esa situación, unas veces trágica y otras bufa, está superada y ennoblecida, verdaderamente poetizada, por otro hecho predominante: la amistad. Se desarrolla durante diez años (1912-1922), en los que entra la Primera Guerra Mundial. Los dos amigos inseparables, entrañables, unidos por todo lo que forma la vida, van a parar a los lados opuestos del conflicto bélico, porque Jules es austríaco y Jim francés. La mujer puede ser para cualquiera de los dos, pero se va a Austria con Jules y se casan. Al acabar la guerra, los tres vuelven a encontrarse y a convivir en una vieja casa de campo. El matrimonio ha sido un fracaso y Catherine es amante de Jim, con el conocimiento y anuencia de Jules, el marido; además de otra aventura amorosa circunstancial con un tercero. Como la situación es insostenible, Catherine precipita el auto a un río para hacer morir a su amante con ella. El marido hace incinerar los cadáveres y mezcla las cenizas, como reconocimiento de aquel amor. Pero, especialmente, como proclama suprema de la amistad, por encima de todo.

La película está bajo un signo ostensiblemente poético, desde la visión del tema hasta la belleza plástica de las imágenes. Y por tanto su principal cualidad radica en el ritmo, sostenido, graduado, hasta llegar a los linderos de la danza, en escenas admirables. El poema es ritmo o nada. Su aspecto amoral levantó, en muchas ocasiones, tempestades de protesta, pero en el trasfondo –casi siempre oculto, traslúcido– de la obra del realizador hay un insobornable sentido ético, casi moralista, suscitado por algo también muy personal, brotado de la vida de Truffaut: la libertad individual a cualquier precio, el derecho a lo humano bajo toda condición. La obra total de Truffaut, con sus evidentes desigualdades, tiene tres puntos señeros: Los cuatrocientos golpes, Jules y Jim y El niño salvaje. Marcan una trayectoria recta y concluyente, porque son un mismo tema, con unos valores humanos y éticos idénticos, más allá de los asuntos tan diferentes. Son los que definen la obra de Truffaut, uno de los más importantes directores del moderno cine francés.