Orson Welles

Nació el 6 de mayo de 1915 en Kenosha (Wisconsin), Estados Unidos. Murió en Hollywood, Estados Unidos, el 10 de octubre de 1985. Pertenece a una familia para la que resulta fácil el calificativo de pintoresca y pequeño el de excepcional. Podría situarse entre esas gentes que en los Estados Unidos necesitan lograr una personalidad extraordinaria, fuera de la serie en que trata de alinearlos la estandarización y organización de un país industrializado, incluso en lo psicológico. Su padre, hombre de fortuna, industrial e ingeniero, viajero infatigable, inventor, gran vividor, jugador, bebedor; esto último como su abuelo y como lo será su hijo. Su madre, Beatrice Ives, pianista, propagandista del sufragio femenino y encarcelada por pacifista. Los tíos y las tías de Welles tienen peculiaridades igualmente asombrosas. Orson, nombre dado en recuerdo de sus antecesores italianos, nace cuando su padre tiene 64 años, a lo que debe, quizás, un aspecto físico de gigante infantil y una inteligencia precoz, que le califica de niño prodigio. Lee y escribe a los cuatro años, representa a Shakespeare, es un gran pianista y, todavía niño, se licencia en Letras. Ha aprendido ilusionismo con el mago Houdin y recorrido repetidamente el mundo con su padre. Es feliz con sus padres, pero queda huérfano pronto y tres personas se van encargado del niño como en el ciudadano Kane de su película. Quiere ser pintor y estudia con Boris Anispield y en el Chicago Art Institute; se va a Irlanda, para perfeccionar esos estudios. Pero allí decide pasarse al teatro y se presenta como un actor importante en su país; intenta inútilmente actuar en Londres, vuelve a Nueva York, se dedica a hacer ediciones populares de las obras de Shakespeare, de las que vende 20.000 ejemplares; publica en revistas e intenta el drama, sin éxito. A los dieciocho años, el gran escritor Thornton Wilder le presenta a la famosa actriz Catherine Cornell, que le admite en su compañía, donde obtiene inmediatos éxitos, hasta conquistar Nueva York con su interpetación en «Romeo y Julieta»; en 1935 realiza una gran labor como director y actor, en el Federal Theatre, fundado por el Gobierno para combatir el paro de los comediantes; y en 1937 funda con Jane Houseman su propio teatro, el Mercury Theatre, que asombra a Broadway y ha de promover la formación de teatros populares en todo el mundo. Actúa en la radio, gastando lo que gana en ella para mantener su actividad teatral. Y en la radio alcanza su renombre nacional, con una emisión de «La guerra de los mundos» según Welles, que el 30 de octubre de 1938 aterroriza a la nación, con una histeria colectiva, al creer en la veracidad del reportaje. Al estallar la Segunda Guerra Mundial se une al equipo de intelectuales del presidente Roosevelt, le acompaña en sus campañas electorales, colabora en sus discursos, usando la Biblia como texto básico, se manifiesta antifascista y antirracista. Es imposible hacer ni siquiera una sucinta enumeración de las múltiples e inacabables actividades de Welles a lo largo de su vida; lo abarcan todo, porque–como ha dicho muy exactamente Maurice Bessy–Welles es «una formidable proyección unificadora de sus múltiples potencias».

Las puertas del cine se le abren de par en par, en condiciones excepcionales, como consecuencia de todo ello. Y allí realizará su primer film, que es una inmensa obra maestra renovadora: Ciudadano Kane. A continuación, El cuarto mandamiento. Viene a ser el prólogo histórico y social de su película anterior. Historia de una poderosa familia norteamericana, en 1865, el año en que termina la guerra de Secesión; es el final de una época, la verdadera constitución de un país que arranca veloz hacia una industrialización prodigiosa, lo que le dará la supremacía mundial. Y esta gran cuestión histórica está pintada a través de una de esas familias tradicionales, orgullosas de su abolengo, apegadas a una existencia que ya no tiene razón de ser. No hay aquí el juego con el tiempo, que es su gran aportación en Ciudadano Kane, sino una narración lineal, llevada con un poder de síntesis prodigioso. Tampoco interpreta, sino que conduce la película como narrador, con su magnífica voz, que al final dice a modo de un trovador o de un rapsoda antiguo: «Yo he escrito y dirigido este film, y mi nombre es Orson Welles». La película es extraordinaria, con escenas inigualables. Pero, aprovechando la ausencia de Welles en Sudamérica, la productora cortó los cinco últimos rollos, que eran la historia creada por Welles sobre la novela original, y quedó truncada. Con estas dos primeras películas, verdaderamente magníficas, Welles comenzó a crear un cine norteamericano genuino, profundo y pleno de grandeza, verdaderamente shakespeariano. Pero nadie lo comprendió, fue postergado y perseguido por productores mediocres, y la gran ocasión de hacer un auténtico cine norteamericano–más que gran arte norteamericano partiendo del cine–se perdió. Como se habría hecho un gran cine sudamericano sobre «It’s all True», comenzada a filmar en 1942, que hubiera comprendido tres episodios: «Samba», sobre el carnaval de Río de Janeiro; «Jangadeiros», sobre los hombres de las jangadas; «Mi amigo Benito», viejo argumento e idea de Flaherty, sobre la amistad entre un niño y un toro de lidia. Es conocida la fanática afición de Welles por las corridas de toros e incluso había intentado ser torero en España. La película fue interrumpida y parte del material destruido o utilizado fragmentariamente en otras películas. Sus dos films intermedios, Estambul o Jornada de terror (1942) y El extraño, que dirige e interpreta, pero de los que ha renegado, son ocasionales y menores. Casado y divorciado de Virginia Nicholson y de Rita Hayworth, dirige a esta actriz en La dama de Shanghai (1948), hecha para obtener dinero con que continuar su labor teatral. Historia policíaca trivial, extraída de una novela elegida al azar, Welles ha creado imágenes y situaciones fascinantes y, sobre todo, muy a su gusto. Entretanto, continúa con toda clase de tareas en el teatro, la radio, la televisión y, con mucha frecuencia, como actor en películas de otros realizadores. En su propia producción vuelve a sus fuentes originales, a su amado Shakespeare: Macbeth (1948) es una película modesta, pero donde está viva toda la fabulosa potencia de aquel genio teatral; Otelo (1949-1952) cuenta con más medios, hecha en estudios y exteriores de diversos países. Ambas son las mejores recreaciones de Shakespeare, con El trono de sangre, de Kurosawa, y el Hamlet de Kozintsev, mucho más allá de las bellas trasposiciones de Laurence Olivier. Mr. Arkadin (1955), realizada en España, Francia, Alemania e Italia, es un melodrama, porque Welles ama el melodrama, pero lo que vale es el personaje que el mismo Welles interpreta, como una expresión de sus íntimas convicciones, como la manifestación viva de su gran conflicto vital. Como lo es Sed de mal (1958), filmada en Estados Unidos, donde el personaje de Arkadin encarna el avatar de un policía, al que le importa más matar en nombre de la ley que hacer justicia. Película desigual, pero de una fuerza total extraordinaria, que pasa inadvertida en los Estados Unidos y logra enorme éxito en el resto del mundo. Ya están en ella unos puntos capitales de las ideas de Welles sobre el mundo actual, que han de tener completo desarrollo y genial expresión en El proceso.

En 1965 Welles vuelve a Shakespeare, su autor base, con una película producida en España por Emiliano Piedra, la más completa de su ciclo sobre el genio inglés: Campanadas a medianoche. Película extraordinaria, llena de esplendor y vida, en torno al personaje de Falstaff, que él interpreta con facundia, gracia y dramatismo, con íntima compenetración personal; premiada en Cannes en 1966. Para la televisión francesa hace Una historia inmortal, un hermoso film. «He sufrido–se lamenta–una de las suertes más adversas de la historia del cine.» Así es, con tremenda injusticia, y ello le lleva a desarrollar, sobre todo, su profesión de actor, unas veces en papeles importantes, pero mayormente esos cuya finalidad es reforzar un reparto con el alto prestigio de su nombre. En este aspecto sus películas son numerosísimas.

Welles es un genio auténtico, que ha creado su propia mitología en este mundo de las máquinas y la propaganda. En alguna ocasión he escrito: «Welles, en su manigua de contradicciones fecundas, es un hombre de ideas que se levanta sobre un hombre de instintos. Un ideólogo que trata de poner en orden el mundo–sobre todo moralmente–, pero que gusta, más que nada, representar este mundo y sus hombres tal cual son. Gusta narrar y representar lo que detesta, y todos sus personajes son esa contradicción entre lo que son y lo que debieron ser: el gran conflicto de lo esencialmente humano. Detesta el egotismo, el egoísmo y la violencia, pero ama todas esas cosas como la manifestación directa y primitiva de los hombres, y es lo que pinta primordialmente en sus obras. Si le fascina Goya, lo que prefiere es Velázquez. Si es un gran actor, prefiere las caracterizaciones profusas, porque no le gusta verse en la pantalla. Si necesita encarnar héroes, con un sentido aristocrático y arcaico de la vida, estos héroes suelen ser unos canallas. Cree que el cine es el gran instrumento del artista moderno, pero no le gusta el cine más que cuando lo hace, como un oficio capaz de llevarle a un descubrimiento, etcétera.

»A este gigante de todas las actividades, a quien nada humano le es ajeno, le hubiera gustado ser un Leonardo da Vinci, plantado en la encrucijada fundamental de una época colosal y decisiva, para construir con sus manos todas las cosas. Entre ellas, un arte nuevo. Pero la época se lo niega, con la negativa a las individualidades solitarias, genuinas y poderosas. Y éste es el conflicto y drama de su obra. Welles quizá sea el último gigante individualista, en un mundo megatérico como nunca, que empequeñece a los hombres».

float image 32 EL PROCESO (The Trial)

FICHA TÉCNICA: Francia-Alemania-Italia: Europa (París), Ficit (Roma), Hisa (Munich), 1962. Argumento: basado en la novela de Frank Kafka. Guión y dirección: Orson Welles. Ayudante de dirección: Marc Maurette. Script: Marie-José Kling. Jefe de producción: Robert Florat. Regidor: Jacques Pignier. Fotografía: Edmond Richard. Cámara: Adolphe Charlet. Escenografía: Jean Mandaroux. Montaje: Yvonne Martin. Maquillador: Louis D’Or. Arreglo musical: Jean Ledrut.

FICHA ARTÍSTICA: Anthony Perkins (Joseph K), Orson Welles (el abogado), Jeanne Moureau (Mm. Burstner), Madeleine Robinson (Mm. Grubach), Elsa Martinelli (Hilda), Romy Schneider (Leni), Suzanne Flon (Miss Pittl), Akim Tamiroff (Bloch), Arnoldo Foà (el inspector), Fernand Ledoux (el jefe de escribientes), Maurice Teynac (director de Banco), Jess Hahn (oficial de policía), Billy Kearns (otro inspector de policía), Raoul Delfosse (primer verdugo), Karl Studer, Jean Claude Remoleux (otros verdugos), Thomas Holtzmann (el estudiante), Maydra Shore (Ermie), Wolfgang Reichmann (el ujier), Max Haufler (el tío Max), Katina Paxinou (la científica), Michael Lonsdale (el cura), Van Doude (el archivero), Max Buchsbaum (el juez).

He aquí un film genial, una película cumbre y señera de las nuevas tendencias de su época. Transformar en cine la novela de Kafka es una tarea afectada de todas las imposibilidades, porque el autor checo ha resultado ser el profeta del mundo contemporáneo, donde el hombre vive sobre todo bajo el signo del absurdo. Un absurdo constituido por todo y por nada, lo que es la mecánica de la angustia, la gran pesadilla del hombre moderno. Sólo Welles podía realizar el milagro, y lo ha conseguido por completo. Para mí, ésta es–con Ciudadano Kane–la mejor película del realizador, su máxima obra. Ésta es también la opinión de Welles: «Creo que es el mejor film que he hecho nunca» (entrevista en «Film Ideal»). Y como suele suceder a veces, casi fue una película de encargo.

Los productores Salkind, padre e hijo–que venían produciendo desde La calle sin alegría (1925), de Pabst–, le propusieron una lista de quince películas, entre las cuales Welles eligió la obra de Kafka, ya que no podía realizar ninguno de sus numerosos argumentos propios. El guión entusiasmó a los productores; ante la imposibilidad de realizarlo en la misma Praga, se intentó en Zagreb (Croacia), pero los conflictos económicos que tenían pendientes en aquel país lo impidieron también, y entonces Welles decidió filmar en París, improvisando como estudio la estación de Orsay, ya fuera de uso, donde se desarrollan las grandes escenas del film. Contra la injusta fama que persigue a Welles, la película fue acabada en su tiempo, con el presupuesto establecido, que viene a ser, según los productores, de 67 millones de francos, en el que pesan indudablemente y sobre todo los grandes actores que forman el reparto. Welles aseguró que no había cobrado nada, que le había costado dinero. Fue rodada con una inmensa preparación y con toda clase de improvisaciones. Pequeña historia de toda obra maestra, que siempre hay que contar como valoración del resultado final.

El absurdo, en que se cimenta la obra de Kafka, se ha convertido en un laberinto de todo lo que es, aunque no lo sea de manera concreta, de todo lo real que parece irreal. Lo que yo llamaría un cine algebraico. La inmensa y cambiante realidad del mundo y los hombres actuales no sirve para expresarla, como un número aritmético fijo y determinado, y entonces adopta valores puros, como las letras de la fórmula algebraica, que son símbolos capaces de recibir cualquier hecho concreto de la infinita, mudable e inaprensible existencia actual. En primer lugar, no hay tal proceso ni tal culpabilidad, ni hecho determinado alguno que pueda configurarla. Es el proceso