CANDIDA entró en la habitación que usaba como estudio y levantó el auricular. Mientras marcaba el móvil de Max, le temblaba ligeramente la mano. Sabía que no iba a gustarle, pero había tomado una decisión.
Habían pasado nueve días desde la última vez que se vieron, nueve días desde que Faith y Emily aparecieron en el apartamento sin avisar, y era en parte eso lo que le había hecho tomar la decisión. Aquello tenía que terminar. No debía involucrarse con Max y su familia más allá de lo que estaba. Era absurdo y tenía la impresión de que sólo podía acabar mal.
Él la había llamado varias veces para preguntarle cuándo iban a quedar para revisar las historias y Candida le había dejado claro que su trabajo era lo primero.
Pero al oír su voz empezaron a temblarle las rodillas.
–¿Max? Soy yo…
–Por fin. Sólo nos quedan unos días. ¿Cuándo vas a venir? Llevo horas leyéndolas y no puedo decidirme. De verdad necesito que me des tu opinión.
Candida respiró profundamente.
–Pues lo siento, pero tendrás que encontrar a otra persona –le dijo, armándose de valor–. Tengo muchísimo trabajo en este momento y no puedo ir a tu casa. Ayer me pidieron otro presupuesto y, si sale, estaré ocupada durante los próximos dos meses.
Al otro lado de la línea hubo un silencio y luego, sin decir nada, Max cortó la comunicación. Candida sostuvo el auricular en la mano, atónita.
Pero bueno… le había colgado. ¡Le había colgado el teléfono! Increíble. Tuviera los defectos que tuviera, Max nunca había sido maleducado. Pero, evidentemente, no era un caballero. Candida se encogió de hombros. Mejor. Ese tipo de comportamiento infantil era la excusa perfecta para no volver a verlo. En realidad, se lo había puesto más fácil.
Pero cuando vio sobre la mesa el diseño casi completo de sus nuevas cortinas, decidió que necesitaba una taza de té. Y cuando estaba poniendo agua a calentar, de repente sus ojos se llenaron de lágrimas. El comportamiento de Max le había dolido más de lo que quería confesar. Que le hubiese colgado el teléfono de esa manera era como una bofetada.
Hacerse un té mientras una lloraba desconsoladamente no era fácil y, antes de terminar, había usado una caja entera de pañuelos. Maldito Max Seymour, pensó. ¿Por qué le importaba tanto? ¿Por qué le dolía tanto que estuviera enfadado con ella?
Candida conocía la respuesta a todas esas preguntas: Max había empezado a importarle de verdad y no quería hacerle daño. Y, a pesar de todo, no quería dejar de verlo.
Se sentó al borde de la cama y tomó un sorbo de té, mirando al vacío. Por supuesto, no pondría las cortinas nuevas en su apartamento. Max estaría furioso porque las cosas no habían salido como él quería… No, no terminaría el trabajo y ése sería el final de su relación cono Max y Faith.
Pero ¿era eso lo que quería? ¿Era lo mejor para ella? De nuevo, las lágrimas amenazaron con asomar a sus ojos y se regañó a sí misma por ser tan tonta. ¿Por qué estaba tan disgustada? Había conocido a Faith seis meses. Y a Max lo había conocido más tarde. Tampoco eran amigos de toda la vida.
Cuando terminó su té estaba tan triste que se tumbó en la cama. Le dolían los ojos de tanto llorar y fue un alivio cerrarlos. Quizá, pensó, aquello era lo mejor. Dormir un rato, sólo unos minutos…
De repente sonó el timbre con tal urgencia que Candida se levantó de un salto. ¿Quién sería? Cuando miró el reloj comprobó que eran las cinco y media. ¡Había estado dormida durante casi una hora!
Antes de abrir se miró un momento al espejo. Estaba pálida, despeinada y tenía los ojos enrojecidos. En fin, quien fuera podía irse. No tenía ganas de ver a nadie.
Pero el timbre volvió a sonar, con más urgencia esta vez, y Candida se acercó a la ventana.
Al ver el Mercedes de Max aparcado en la puerta se llevó una mano al corazón. Oh, no, era él. Cuando el timbre sonó por tercera vez, supo que no tenía más remedio que abrir. Él habría visto su coche y sabría que estaba en casa. Muy bien, pensó. Abriría y hablaría con él. Le daba igual.
Candida bajó directamente al portal y, por un momento, ninguno de los dos dijo nada.
–¿Quieres entrar? –preguntó por fin con estudiada amabilidad, como para dejar claro que ella trataba a todo el mundo con cortesía.
Max entró, mirándola de arriba abajo, y Candida se encogió un poco. Ella cuidaba mucho su apariencia, pero aquel día era un completo desastre.
–Pensé que tendría que tirar la puerta abajo. He visto tu coche y pensé que estarías en casa. ¿Ocurre algo? ¿Estás bien, Candida?
–Estoy perfectamente –contestó ella–. Un poco resfriada, nada más. Yo que tú no me acercaría mucho.
–Yo nunca me resfrío, así que no te preocupes.
«No me preocupa que tú te resfríes, lo que quiero saber es qué haces aquí».
Cuando entraron en el salón, Max dejó un sobre en la mesa.
–Las historias –anunció–. Estás demasiado ocupada como para ir a mi casa, así que te las traigo yo. No hay razón para que no hablemos aquí, ¿no? –sonrió, dejándose caer en un sillón–. Ah, qué cómodo.
Candida lo miró, incrédula. Le había dicho que no tenía tiempo para leer las historias, pero él no había hecho ni caso…
–Me parece que no has entendido nuestra conversación, Max. Aunque haya sido una conversación muy corta.
–Ah, sí, perdona. Se me cayó el teléfono y pensé que llamarte sería una pérdida de tiempo. Porque tenemos que hacer esto… y rápido –Max sonrió y Candida se olvidó de su apariencia por un momento. Aquel hombre era tan guapo que resultaba exasperante. Su pelo siempre demasiado largo, como el de un adolescente, esa mezcla de burla y cinismo en sus ojos oscuros…
–No te entiendo, Max. Crees que todo el mundo tiene que estar pendiente de ti. Tus necesidades, tus planes, tus deseos… eso es lo único que importa, ¿verdad? Da igual lo que quieran los demás. Te he dicho que no tengo tiempo para leer esas historias, que ahora mismo tengo mucho trabajo… pero eso no cuenta para nada, ¿no? Lo único que cuenta es el gran Maximus Seymour, su reputación, sus opiniones…
–Oye, ¿por qué estás tan enfadada? –la interrumpió él, levantándose.
Por un momento, Candida pensó que iba a tomarla entre sus brazos… y eso sería un desastre.
–Primero, prácticamente me obligas a ayudarte con algo que tú eres perfectamente capaz de hacer solo… y por qué quieres saber mi opinión, francamente, no lo entiendo. Luego crees que tus compromisos son mucho más importantes que los míos…
–Yo no he dicho eso. Admiro lo que haces, Candida.
–Pero, evidentemente, piensas que no es tan importante como tu trabajo.
Max la miró con una curiosa expresión.
–Me parece que estás siendo poco razonable.
–¿Poco razonable yo? Sí, claro –dijo Candida, irónica, recordando que Grant la acusaba de lo mismo cuando se quejaba porque él cambiaba de planes a última hora. Había tardado un tiempo en entender que la razón era que tenía citas más excitantes que ella.
Max suspiró. Aquella mujer era un misterio. ¿A qué se refería cuando dijo que había cosas de ella que no sabía? Era una persona tan honesta que no la imaginaba con un oscuro secreto. Pero ni eso le importaría. La deseaba. Y cuando la tuviera, no volvería a desear a ningún otro hombre.
–¿Existe alguna posibilidad de que me invites a un café?
–Ah, sí, perdona –murmuró Candida, entrando en la cocina.
–Lo siento –se disculpó Max, entrando tras ella–. No quería obligarte a hacer algo que no quisieras hacer. De hecho, he tenido tiempo de leer casi todas las historias… y sólo tengo un problema con las últimas cinco. No sé en qué orden ponerlas. Si tú… si encontrases un rato para echarles un vistazo y darme tu opinión, te estaría eternamente agradecido. Y aliviado. Juzgar algo me hace sentir como un verdugo.
Candida dejó de hacer lo que estaba haciendo un momento… pero después decidió no decir nada.
–No creo que tardes mucho, sólo son cinco –insistió Max–. Esperaré calladito mientras las lees y luego me las llevaré a casa. La razón por la que te lo pido es que recuerdo cómo diseccionaste uno de mis libros… todo lo que dijiste me pareció relevante y me di cuenta de que eras capaz de vivir un argumento y hacer un juicio sensato sobre él.
Candida apartó la mirada, ridículamente halagada. Por lo visto, todo aquello era culpa suya. Debería haber cerrado la boca.
Mucho después, sentada cómodamente en su dormitorio mientras Max veía una película en el salón, Candida por fin terminó la última historia y apoyó la cabeza en la almohada. Sabía perfectamente cuál debía ser la ganadora. Resultaba asombrosa por su percepción, por su sentido del humor… tanto que deseó haberla escrito ella misma.
Cuando entró en el salón, Max levantó la mirada.
–La número ocho –le dijo, sin preámbulos–. Seguida de la número dos y la numero once. Son todas estupendas, pero la número ocho es la mejor… me ha hecho reír y llorar al mismo tiempo.
Max se levantó, con gesto de alivio.
–Menos mal. Pensé que íbamos a estar horas discutiendo. Yo pienso lo mismo que tú. ¿Lo ves? Dos mentes con un solo pensamiento.
Candida sonrió, contenta de que estuvieran de acuerdo y contenta de haber terminado por fin con aquello. Quizá ahora se iría a su casa y la dejaría tranquila para que pudiese tomar un baño.
Pero entonces sonó el teléfono. Era Faith.
–Dime que tienes libre el domingo que viene. Maxy empieza su campaña de promoción el martes y éste será su único fin de semana libre en mucho tiempo.
–Faith…
–Va a venir a casa a comer un asado y a dar un paseo por el campo. Si vienes con él, sería perfecto. Y no tendrás que cocinar, no te preocupes. He pensado hacer pollo de granja. Dejaremos tu cordero para otra ocasión.
Candida no pudo dejar de sonreír. ¿Alguien sería capaz de decirle que no a aquella mujer? En fin, tendría que ir, pensó. Tendría que seguir viendo a aquella familia hasta que hubiese terminado de una vez con el apartamento de Max.
–Gracias, Faith. De acuerdo, allí estaré.
–Maravilloso. Puedes venir con Maxy, así no tendrás que conducir. Os esperamos antes de las doce para tomar una copa.
De modo que todo estaba planeado, pensó Candida. Y ella había dicho que sí… como siempre.
Max miró su reloj.
–Ve a vestirte. Te invito a cenar. Creo que necesitas algo nutritivo.
–No, no, esta noche no pensaba salir –empezó a decir ella–. Es muy tarde y…
–Entonces cenaremos aquí –la interrumpió Max–. Me apetece celebrarlo. ¡Voy a devolverle estas historias a mi editor sabiendo que he elegido la mejor de todas!
–No puedo cocinar nada… no he podido ir al supermercado esta semana.
–Ah, menos mal que he reservado mesa a las nueve y media en el Firehouse Grill, el restaurante de la esquina –sonrió Max entonces.
Candida lo miró, atónita. Estaba tan seguro de sí mismo, tan convencido de que aceptaría…
–¿Y si te digo que no?
–Lo he pensado, no creas. Pero estaba seguro de que, al final, dirías que sí. Si no quieres comer nada, puedes sentarte conmigo y mirarme.
Max deseaba tomarla entre sus brazos, besarla, apretarla contra su corazón. Sabía muy bien que había estado llorando cuando llegó. Algo la había disgustado y a él lo disgustaba verla tan triste… y tan deseable.
Candida había aparecido en su vida alterando todos sus planes. Pero quería tenerla a su lado… durante mucho tiempo. Sabía que entre ellos había ese algo inexplicable que podía unir a dos personas en una relación que, con un poco de suerte, podría durar toda la vida. Y, lo más asombroso de todo: estaba enamorado de nuevo por primera vez en años. ¿Cómo había ocurrido?