Capítulo 10

 

 

 

 

 

CANDIDA despertó temprano, pero se quedó tumbada en la cama, mirando al techo. Aquel día era el cumpleaños de su padre y, afortunadamente, se había recuperado de la gripe a tiempo para celebrarlo con él.

Desde el fantástico domingo que pasó con Max y su familia en Farmhouse Cottage no había vuelto a verlo, aunque él la había llamado por teléfono varias veces. Afortunadamente, su nuevo libro había recibido unas críticas estupendas y las ventas se dispararon inmediatamente. Cuando llamó para felicitarlo lo notó alegre, pero más bien cauto.

–Sí, estoy contento, pero ahora tengo que preocuparme por el próximo. Y tengo que ir por todo el país firmando libros durante varias semanas… cuando lo que realmente me gustaría en este momento es una cena tranquila en Edouard’s… sólo tú y yo. Pero me temo que eso tendrá que esperar.

Después de colgar, Candida se había quedado pensativa. Cada vez que hablaba con él, cada vez que pensaba en él, era peor. No podía apartarlo de sus pensamientos. Y el dilema ahora era el mismo de siempre; ¿cómo iba a contarle lo de su libro? ¿Y cómo podía no contárselo?

Cuando estaba con él casi podía perdonar y olvidar el asunto, pero cuando estaba sola, un persistente resentimiento, como una fiebre, se apoderaba de ella. ¿Dónde estaba su ángel de la guarda?, se preguntaba a sí misma.

Luego, una semana después, había tenido que quedarse en cama con gripe y, durante casi quince días, apenas había salido del apartamento. Max la había llamado y le había enviado flores, pero cuando sugería ir a verla se encontraba con una negativa. Para empezar, había perdido la voz por completo durante días y no quería ver a nadie, especialmente a él, cuando tenía los ojos llorosos y la nariz como un pimiento.

Quizá, pensaba, yendo de habitación en habitación, al baño, a la cocina para hacerse un té, esa distancia había sido una bendición. Si no lo veía, si no dejaba que esos ojos penetrantes se clavaran en su alma, sería más fácil que un día, en cuanto hubiese terminado el trabajo en su apartamento, se olvidase de él por completo.

Suspirando, Candida apartó el edredón y se puso la bata. Tenía que concentrarse en el cumpleaños de su padre y dejar de pensar en Maximus Seymour de una vez por todas. ¡Si eso fuera posible! Su padre cumplía sesenta años y pensaba organizarle una fiesta por todo lo alto.

Después de ducharse, se puso un pantalón y un jersey negro y guardó en la bolsa de viaje el vestido azul que había llevado a la cena de Faith, el vestido que tanto le había gustado a Max.

Max, Max, Max. No podía dejar de pensar en él, se dijo, furiosa. ¿Por qué todo parecía tener algo que ver con ese hombre? Sabía que a su padre le gustaría el vestido, eso era lo único que debía importarle.

Candida sacó la tarta de cumpleaños de la nevera y volvió a mirarla con ojo crítico. A su padre le gustaban mucho las tartas de nata y la había hecho con gran esmero. Sí, había quedado bien, decidió.

Había pensado salir a las ocho de la mañana y eran las siete y cuarto, de modo que tenía tiempo para hacerse un café y una tostada. Estaba echando el café en la cafetera cuando sonó el telefonillo interior. Debía de ser su vecina de abajo para desearle buen viaje, pensó. La pobre chica había sido muy atenta cuando estaba con gripe.

Pero cuando abrió la puerta, se quedó atónita al ver a Max con una bolsa en la mano.

–El portal estaba abierto –dijo, a modo de explicación–. Esperaba llegar antes de que te fueras y… que me ofrecieses una taza de café.

–Oh, Max… claro, entra, por favor –sonrió Candida.

–Antes de que preguntes, he venido con regalos –anunció Max, señalando la bolsa–. Una pequeña contribución para el cumpleaños de tu padre.

La «pequeña contribución» resultaron ser dos botellas del mejor champán. Candida se sintió abrumada por el detalle y nerviosa por su repentina aparición.

–No tenías por qué. No hacía falta, de verdad.

–Yo creo que sí. Para empezar, tú me hiciste un enorme favor leyendo esas historias y cumplir sesenta años es un momento importante en la vida de un hombre –Max hizo una mueca–. Yo cumpliré cuarenta el día de San Valentín… –entonces se fijó en la tarta–. No la habrás hecho tú, ¿verdad?

–Sí, yo solita.

–Qué maravilla, tu padre se va a quedar impresionado. Parece una tarta de pastelería… ¿puedo pedir una para mi cumpleaños?

Candida sonrió, ocupándose de la cafetera. Para el catorce de febrero, la presencia de Max Seymour en su vida sería historia. Pero no iba a decírselo.

Después de tomar café, él insistió en bajar sus cosas al coche.

–Tú puedes llevar la tarta. ¿A qué hora te espera tu padre?

–A la hora de comer –contestó ella. Incluso en aquella triste mañana de diciembre tenía un aspecto seductor, con la camisa blanca y la chaqueta de cuero. Estaba tan guapo que tuvo que apartar la mirada–. Gracias otra vez por el regalo. Es muy generoso por tu parte.

Pensaba que ésa era una despedida, pero cuando intentó arrancar el motor emitió una especie de ronquido.

–Oh, no, hoy precisamente… Por favor, no. Espera un momento, voy a intentarlo otra vez.

Pero la segunda vez fue peor. Ya ni siquiera había ronquido, nada.

–No me lo puedo creer. ¿Qué crees que le puede pasar? Yo no sé nada de mecánica.

Max se encogió de hombros.

–Podría ser cualquier cosa. A lo mejor es la batería.

–No, eso no puede ser. La cambié el mes pasado.

Después de varios intentos baldíos, Candida apoyó la cabeza en el volante, desesperada.

–Es sábado y no vas a conseguir que te lo arreglen en ningún taller. Sólo podemos hacer una cosa… tendré que llevarte yo –dijo Max.

–No, por favor. No puedes hacer eso. Está muy lejos y…

–Mi coche está acostumbrado a largas distancias –la interrumpió él.

–Sí, pero yo voy a quedarme a pasar la noche y supongo que tú tendrás otras cosas que hacer. Perderás todo el fin de semana y sé que…

–Este fin de semana lo tengo libre. Cuando empiece con la promoción, se acabó –dijo Max–. Venga, es un día importante y no querrás darle un disgusto a tu padre.

–Pero yo…

–Colocaremos todo en mi coche, no hay más que hablar.

Antes de que Candida pudiese decir una palabra más, Max había abierto el maletero y estaba sacándolo todo. Y aunque el instinto le decía que debería rechazar la oferta, se sentía tremendamente aliviada.

Pero tenía que comprarse un coche nuevo, pensó.

Unos minutos después estaban en la autopista.

–¿Y Ella? ¿No está en casa?

–No, los Jarrett se la han quedado este fin de semana porque ha venido su nieto. Y supongo que darán largos paseos por el parque –Max la miró–. Los Jarrett son muy buenos conmigo y Ella no se queja nunca. Está muy a gusto con ellos.

Candida, un poco confusa por el cambio de planes, y por la proximidad del hombre, debía admitir que nunca le había gustado hacer el largo viaje a Gales sola. Ir en el Mercedes de Max era otra cosa.

Pero ¿dónde iba a dormir? No podía alojarse en casa de su padre. Pero sería muy poco hospitalario por su parte pedirle que buscase habitación en el hostal del pueblo, un pub llamado Las Tres Campanas que tenía un par de habitaciones. ¿Cómo iba a solucionar aquello?, se preguntó, angustiada.

–Supongo que habrá algún hostal en el pueblo en el que pueda dormir –dijo él entonces, de nuevo como si hubiera leído sus pensamientos.

–Bueno, hay un pub que hace las veces de hostal –contestó Candida–. Nada elegante, pero no está mal para una noche.

–Estupendo.

Le daba igual dónde durmiese sus típicas cuatro o cinco horas. Y se alegraba de no tener planes para el fin de semana porque la idea de ir con Candida al pueblo y conocer a su padre le resultaba muy apetecible. Sería una experiencia nueva y estaba seguro de que podría ser divertida. Pero lo mejor era que estaría con ella.

La había echado de menos… aunque parecía haberse hecho inaccesible. Era cierto que estuvo enferma, pero tenía la sensación de que no había querido verlo.

A las doce, después de parar para comer algo en un restaurante de carretera, llegaron a la casa en la que Candida había crecido. Durante los últimos kilómetros, desde que dejaron la autopista, Max se había mostrado encantado con el paisaje. Un pálido sol de invierno había empezado a colarse entre los árboles, iluminando las piedras de la antigua iglesia mientras atravesaban las calles del pueblo.

Parecía genuinamente interesado en todo lo que veía y eso la alegró. Aunque debería ser irrelevante. Pero siempre le estaría agradecida por ser tan amable como para llevarla hasta allí. Habría sido un horror ir en tren y tener que llamar a alguien para que fuese a buscarla a la estación… que estaba a más de quince kilómetros del pueblo. Volver a casa en tren era una pesadilla. Sólo lo había hecho una vez y había jurado no hacerlo nunca más.

Estaban saliendo del coche cuando la puerta de la casa se abrió y Freddy, el padre de Candida, salió corriendo por el camino para recibirla, con Toby, el Jack Russell, corriendo a su lado. Era un hombre fornido y más bien bajito de pelo negro, y su alegría al ver a su hija era tan evidente que un par de lágrimas asomaron a sus ojos.

–¡Papá! ¡Feliz cumpleaños, papá!

Él se apartó para mirarla.

–Por fin has llegado.

Candida se inclinó un momento para acariciar al perro y luego se volvió para presentar a los dos hombres.

–Papá, te presento a Max…

–¿Un amigo tuyo?

–Sí, bueno, nos conocimos hace unas semanas por una cuestión de trabajo. Resulta que esta mañana mi coche se negó a arrancar y Max insistió en traerme. Max, te presento a mi padre, Freddy.

El hombre apretó su mano.

–Vaya, vaya, vaya, así que tú eres el caballero de brillante armadura, ¿eh? Y menuda armadura llevas –dijo, señalando el Mercedes–. Eso es lo que yo llamo un coche.

Cuando entraron en la casa, la impresionante estatura de Max prácticamente ocupaba todo el espacio. Y el pulso de Candida estaba por las nubes. ¿Qué pensaría de su casa?, se preguntó. Su padre lo mantenía todo limpio y ordenado, pero no había cambiado los muebles en muchos años y el efecto general era bastante… humilde.

Pero aquélla era la casa de su infancia, su hogar, se recordó a sí misma. Y Max podía pensar lo que quisiera; su opinión no era tan importante.

–Bueno, pues aquí es donde he crecido. No es a lo que tú estás acostumbrado, pero…

–A mí me parece un sitio muy acogedor. Y la vista… el campo… ¡las ovejas!

Después de unos minutos de conversación sobre el viaje, Freddy insistió en ayudarlos a sacar las cosas del coche.

–Sólo tenemos que sacar las cosas de Candida porque yo no he traído nada. No sabía que iría de viaje…

–No te preocupes. Yo puedo prestarte un pijama.

–No, no, dormirá en el pub, papá –intervino Candida–. Les llamaré ahora mismo…

–¿De qué estás hablando, hija? Nosotros no enviamos a las visitas al pub –protestó su padre–. Hay una habitación vacía en la casa y Max dormirá en ella. Siempre tengo la cama hecha, por si acaso.

Candida se puso colorada. No había esperado que Max fuese a dormir allí… aunque no había nada malo en ello. Pero le parecía raro que el sofisticado Maximus Seymour durmiese en aquella habitación diminuta con cortinas de flores. Y no podía ofrecerle la suya, más grande, porque era aún menos apropiada, con muñecos de peluche por todas partes.

–A lo mejor prefiere dormir en el pub…

–No, gracias –sonrió él–. Estoy harto de hoteles. Mi trabajo me obliga a viajar mucho y durante las últimas semanas apenas he dormido en mi propia cama. Así que acepto tu oferta, Freddy.

Candida y él se acercaron al coche para sacar las cosas.

–Seguro que preferirías dormir en el pub. Mi padre puede ser muy persuasivo cuando quiere…

–No, la verdad es que prefiero dormir aquí. Relájate, Candida, sé que no me esperabas, pero aquí estoy y ya no puedes hacer nada. Además, tengo la impresión de que voy a pasarlo bien. Y tu padre es un hombre muy simpático.

Eso lo cambió todo. Max acababa de subir varios puntos en su estimación porque ella adoraba a su padre y le encantaba que otra persona, un completo extraño, hablase bien de él.

–¿No dijiste que la fiesta era una sorpresa?

–Sí, lo es. Todo está preparado en el salón del Ayuntamiento, pero mi padre cree que vamos a casa de un amigo suyo a tomar una copa. Antes de salir recibiremos una llamada pidiéndonos que recojamos algo en el Ayuntamiento, pero cuando lleguemos todo el mundo empezará a cantar Cumpleaños Feliz.

Max estaba impresionado.

–Tu padre debe de ser un hombre muy popular.

–Todo el mundo le conoce de siempre. Y todos han echado una mano. El carnicero ha hecho unas salchichas especiales de aquí… no me mires con esa cara, Max.

–¿Con qué cara?

–Sé que las salchichas no aparecerían en el menú de una de tus fiestas, pero a mi padre le encantan y…

Max le pasó un brazo por la cintura, atrayéndola hacia sí.

–Yo no he dicho nada, Candida. Y no intentes diseccionar mis sentimientos. No hay nada malo en la cocina tradicional, al contrario, ojalá pudiera comer yo así todos los días. No sé por qué tienes esa opinión de mí.

Candida se dio cuenta de que tenía razón. Era ella quien estaba causando una tensión innecesaria porque estaba nerviosa. Y porque quería que el día fuera especial para su padre.

–Hemos encargado varios barriles de cerveza y todo está siendo organizado por las mujeres de sus amigos… ya sabes, ensaladas, tortillas y esas cosas. Y unos postres buenísimos, caseros. Mi padre sabe que le he hecho una tarta, así que podemos llevarla… junto con el champán. Ya verás qué sorpresa se lleva.

Max sonrió al verla tan animada, tan feliz. Tan en su casa, pensó.

–Bueno, el almuerzo está listo –anunció Freddy–. Supongo que tendréis hambre.

Candida miró a Max con una sonrisa en los labios. Sabía lo que iban a comer porque olía toda la casa. Y, cuando se sentaron a la mesa y Freddy apareció con una enorme cazuela de barro, Max abrió mucho los ojos.

–¿Esto es…? ¿Podría ser…?

–Nuestra especialidad –anunció su padre, orgulloso–. Esto es cordero al estilo galés… espero que te guste, Max. A lo mejor nunca has oído hablar de él.

–Oh, sí, claro que he oído hablar de él, Freddy. Y no te preocupes por mí… sé que voy a chuparme los dedos.