Capítulo 11

 

 

 

 

 

LO SIENTO mucho, se me olvidó advertirte que esto podría pasar –Candida suspiró mientras volvían a casa al día siguiente. Estaba lloviendo a cántaros y los limpiaparabrisas trabajaban a destajo para que pudiesen ver la carretera.

–No te preocupes, no me molesta conducir cuando llueve. Ella y yo estamos permanentemente calados desde noviembre a marzo… de hecho, le encanta mojarse para sacudirse encima de mí.

–Sí, pero la lluvia galesa es peor que ninguna –sonrió Candida–. Mi padre me ha dicho que empezó a las tres de la madrugada. Y el pobre Toby aún no ha podido salir desde ayer. Yo había esperado que pudiéramos dar un paseo los tres, pero con esta lluvia…

–Habría estado bien si yo hubiera traído algo para cambiarme.

–No sé cómo darte las gracias. De haber venido en tren, tendría que haber alquilado un coche y…

–Y no has tenido que hacerlo –la interrumpió él– ya que llegó un coche a tu puerta con chófer incluido.

Candida miró por la ventanilla. La fiesta de cumpleaños de su padre terminó a las dos de la mañana. Y luego, en casa, Freddy había insistido en abrir una botella de champán. Era lógico que se sintiera un poco cansada. Y tampoco Max parecía el mismo. Su actitud era… ¿cómo describirla? ¿Ausente, distante?

–Mi padre lo pasó de maravilla ayer. No se había enterado de nada, y mira que es difícil en un pueblo tan pequeño.

–Sí, la verdad es que la fiesta fue… asombrosa –asintió Max. Y Candida estaba muy guapa con su vestido azul–. Nunca había estado en una parecida… tan tradicional. El Ayuntamiento de un pueblo lleno de globos…

Candida lo miró, recelosa. ¿Estaba siendo condescendiente?

–Bueno, todo salió como habíamos planeado. Y la comida era estupenda, ¿verdad? Espero que comieras suficiente.

–Freddy me obligó a comer durante toda la noche –sonrió Max–. Y sí, todo estaba buenísimo. Y las señoras eran encantadoras.

Candida tuvo que sonreír. La mujeres que se habían encargado de la comida eran más o menos de la edad de su padre, pero eso no había evitado que le dijeran piropos. En cuanto Max entró en el salón del Ayuntamiento empezó a haber murmullos de admiración y, aunque no debería importarle, Candida debía admitir que había experimentado un sentimiento posesivo. Max estaba con ella y, naturalmente, era el hombre más guapo de la fiesta. Con la cerveza en la mano y esa sonrisa cautivadora en los labios, casi le había parecido oír los suspiros íntimos de las mujeres.

–Tu padre es un tipo estupendo. Entiendo que os llevéis tan bien… es evidente que tenéis muy buena relación.

–Mi padre y yo solemos tener la misma opinión sobre casi todo. Nunca me ha presionado para que hiciera nada, al contrario. Me echa de menos, pero sus amigos lo tratan muy bien y está ocupado con el coro de la iglesia.

–Buenas voces, por cierto –dijo Max–. A veces hasta resultaba emocionante.

Candida levantó una ceja. No podía imaginar que Max Seymour se emocionase por nada… y mucho menos por oír cantar a treinta hombres mayores en un pueblo. Pero lo que a ella le había emocionado era ver que Max y su padre se llevaban tan bien. Parecían muy cómodos el uno con el otro.

–Y el baile estuvo muy animado. Aunque no bailó todo el mundo.

–Admito que decidí declinar esa oportunidad –sonrió Max–. Pero tú tampoco bailaste, ¿no?

–Yo estaba cortando la tarta en ese momento. Menos mal que hubo para todos, aunque sólo fuese un poquito.

Se quedaron en silencio durante un rato, mientras Candida recordaba los detalles de la fiesta. Todo había salido bien, mejor que bien. Incluso el almuerzo en Las Tres Campanas al que su padre había insistido en invitarlos. Y si Max pensaba que todo aquello estaba por debajo de él, no lo había demostrado, al contrario. Según él, lo había pasado en grande. Pero claro, ¿qué iba a decir?

En fin, todo había terminado. Ahora tenía que pensar en su futuro inmediato.

–¿Piensas volver a casa por Navidad? –le preguntó Max.

–Sí, claro, mi padre y yo siempre pasamos las Navidades juntos. ¿Y tú? ¿Te vas a casa de Faith?

–Me invitan todos los años, pero a veces Ella y yo tenemos otros planes.

–¿No me digas? Si no eres capaz de cocer un huevo… ¿dónde cenas en Nochebuena?

–Siempre está Edouard’s.

Candida sintió compasión por Maximus Seymour. Era un hombre muy solitario, a pesar del cariño de Faith. Pero era culpa suya. Debía de haber habido una larga lista de mujeres en su vida a quienes no les habría importado convertirse en la señora Seymour.

–¿Por qué no te has casado nunca, Max?

–Estuve casado una vez –contestó él.

Vaya, ésa sí que era una revelación.

–No lo sabía.

–Kelly y yo estuvimos casados exactamente un año. Pero, como creo haber dicho antes, los escritores somos pésimos maridos. Mi mujer no entendió nunca que yo necesitara horas de soledad, de concentración. Lo único que le interesaba eran las fiestas y el dinero, así que no funcionó.

Ella apartó la mirada. No había esperado que Max le hablase con tanta franqueza.

–Cuando nos conocimos me dijo que había leído todos mis libros, que los adoraba. Ésas fueron exactamente sus palabras –siguió él–. Pero era mentira. Un día le hice un par de preguntas y no tenía ni idea… no había pasado de la primera página. Me daba igual que hubiera leído mis libros o no, pero que me mintiera me pareció imperdonable.

–Sí, claro –murmuró Candida, incómoda.

–Pero ese episodio de mi vida ha terminado y es algo de lo que no suelo hablar. Cuéntame tú: ¿qué clase de hombre capturará algún día tu corazón, Candida?

–El tipo de hombre que buscan la mayoría de las mujeres, supongo.

–¿Cómo es?

–Una persona en la que pueda confiar… que no vuelva a mirar a otra mujer después de la boda –Candida vaciló–. Y que elija sus palabras con cuidado para no hacerme daño. Las palabras pueden ser tan peligrosas como cuchillos.

Max arrugó el ceño.

–¿Debe pensar las cosas durante veinte o treinta años antes de decirlas? No conozco a ningún ser humano que pueda hacer eso.

–Pero lo puede intentar. Lo que busco es una persona considerada con los sentimientos de los demás.

–Ah, ya veo. Por cierto, como yo he ido a tu fiesta, tú debes ir a la mía.

–¿Qué fiesta es ésa?

–La que organiza mi editor todas las Navidades –contestó Max, pensando lo bien que le quedaba aquel jersey blanco de cuello alto. Y su pelo, recién lavado, cayendo en suaves ondas sobre los hombros–. El dieciocho de diciembre. Este año coincide con el cincuenta aniversario de la editorial… espero que no tengas otros planes para ese día.

Candida apartó la mirada. Había decidido que aquel fin de semana sería la última vez que se vieran, el «gran final» de su relación con Max. Pero ahora parecía haber otra ocasión social con la que lidiar.

–No sé cuándo me iré casa –respondió, sabiendo que no saldría de Londres al menos hasta el veinte de diciembre–. A mi padre le gusta que llegue con unos días de antelación para poner el árbol…

–Seguro que la Navidad en tu casa es una ocasión especial. Globos y todo, no lo dudo. Pero no creo que tengas que irte antes del diecinueve, ¿verdad?

Ella suspiró. Aquello estaba siendo más difícil de lo que esperaba. Max había sido tan agradable durante el fin de semana, el perfecto invitado… aunque algo en su actitud de ahora la hiciera pensar que estaba deseando volver a Londres, a su vida normal.

–¿Qué clase de fiesta será ésa?

–Este año tendrá lugar en el Savoy. De etiqueta, naturalmente, y la cena será servida por el mejor chef de Londres. Seguro que lo pasas bien. Por cierto, reservan habitación para sus clientes favoritos, entre los que me incluyo, porque la noche se alarga bastante. Hay mucha gente interesante en el mundo literario y este año irán casi todos para celebrar el aniversario de la editorial –Max la miró–. Será un cambio para mí ir con alguien… diferente a mi lado.

De modo que la fiesta tendría lugar en uno de los hoteles más famosos de Londres, con el mejor chef, gente de etiqueta… eso no le apetecía nada. Candida no dejaba de recordar la fiesta de su padre, con amigos de siempre y gente que no tenía que demostrar nada. El contraste entre eso y lo que describía Max no podría ser más grande y tembló al recordar el modesto salón del Ayuntamiento, al que le irían bien algunas reformas, en el que se servía cerveza de barril.

Aunque decía haberlo pasado bien, seguramente Max se habría sentido incómodo. Y cuanto más pensaba en él apoyando su regia cabeza en la sencilla habitación de invitados, más nerviosa se ponía. No quería ni imaginar lo que habría pensado…

–Por cierto, ¿qué te pareció el cordero que hizo mi padre? Dijiste que te gustaba, pero… ¿te gustó de verdad?

Max vaciló un momento.

–Un plato muy nutritivo, muy de invierno. Perfecto después de un largo viaje.

–No has contestado a mi pregunta.

Él suspiró, no queriendo dar la impresión equivocada.

–La verdad es que no me gustan mucho los estofados –admitió por fin–. Pero… bueno, supongo que, si pudiera elegir, no elegiría un estofado, eso es todo.

De modo que no le había gustado. Pues peor para él. Para Candida, era el plato que le llevaba recuerdos de su casa. Pero le había pedido su sincera opinión y sabía que Max Seymour siempre decía lo que pensaba. ¿Qué había esperado?

Hubo un largo silencio después de eso.

–Tendré que comprobar mi agenda para ver si estoy libre ese día. Pero gracias por invitarme.

Luego cerró los ojos, apenada. Max era una mezcla tan contradictoria de arrogancia y, a veces, vulnerabilidad que no sabía qué pensar. Habían nacido en mundos diferentes. ¿Cómo iban a tener una relación? Max se cansaría pronto de ella. Sí, había parecido disfrutar el día anterior, con su padre y sus amigos, pero era por la novedad, estaba segura.

En ese momento un coche los adelantó a toda velocidad, sin ver al que acababa de aparecer en dirección contraria, y Max tuvo que dar un volantazo para evitar un accidente.

–¿Qué hace ese imbécil? –gritó–. ¿Tiene ganas de matarse o es normal que la gente de por aquí conduzca de esa forma?

–¿Qué quieres decir con eso de «la gente de por aquí? ¿Es que no has visto a nadie conducir mal en Londres? –replicó Candida, airada–. ¡Y no te molestes en contestar!

Qué comentario tan estúpido, pensó. Pero se dio cuenta de que Max parecía tan asustado como ella.

Llegaron a Londres sin que ninguno de los dos hubiera dicho una palabra durante muchos kilómetros y, un poco más calmada ahora, Candida lamentó que un completo extraño les hubiera estropeado el viaje.

–¿Tienes mucho trabajo esta semana?

–Sí, mucho. Y tengo que ponerme a trabajar ahora mismo si es posible.

Eso lo decía todo. De modo que no tenía intención de alargar el fin de semana… nada de invitarla a cenar. Ni siquiera sugería que tomasen un café.

Llegaron a su apartamento a las siete y, aunque Max había dicho que tenía trabajo, insistió en subir sus cosas. Dejándolas en el suelo, se acercó a la ventana, pensativo. Si hubieran tenido un accidente por culpa de ese imbécil, no se lo habría perdonado nunca. Afortunadamente no había pasado nada, pero habría podido tener trágicas consecuencias para los dos.

Candida se acercó, mirándolo con gesto preocupado. La atmósfera relajada del día anterior había desaparecido y la expresión de Max era ahora indescifrable. Pero empezaba a conocerlo y sabía que había algo dando vueltas en su cabeza. Aquella noche, aunque por fin había dejado de llover, el ambiente húmedo y melancólico parecía tocarlo todo a su alrededor.

Y supo, por instinto, que las últimas cuarenta y ocho horas serían el final de su relación… que, por supuesto, era lo que ella quería, lo más sensato. Pero ¿no se había imaginado a sí misma con Max? Paseando con él, hablando con él y, a veces, discutiendo con él.

Max no le robaría nunca su espíritu independiente. Pero, sobre todo, se imaginaba con él por la noche, entre sus brazos, viendo su perfil sobre la almohada, trazando la silueta con un dedo para borrar el ceño fruncido. Abrumándola por completo con sus besos…

Pero aquel día su ángel de la guarda estaba trabajando. Max había tenido la oportunidad de conocerla, de saber cómo era su vida, y ahora sabría que era una pérdida de tiempo llevarla a su mundo. Lo sabría todo salvo aquella cosa que le había dolido durante tanto tiempo y que no olvidaría nunca.

Sí, estaba más convencida que nunca. ¿Por qué necesitaría a una mujer como ella cuando tenía otras que eran más de su gusto? Mujeres dispuestas a pasar un rato con él para no volver a verlo hasta que Max llamara de nuevo…

Él inclinó ligeramente la cabeza, como si fuera a decir algo, y Candida levantó la cara. Seguramente le daría un casto beso en la mejilla, pensó. Un beso de amigo, que no significaba nada.

Pero no la besó en la mejilla. No la besó en absoluto. Max levantó su barbilla con un dedo, muy serio.

–Me alegro de haber podido ayudarte este fin de semana.

–Y yo también. Muchas gracias otra vez.

–No tienes que darme las gracias, ha sido un placer. Una experiencia… inusualmente reveladora –Max la soltó para dirigirse a la puerta–. Te llamaré –dijo, antes de salir.

Candida oyó que se cerraba la puerta y oyó el Mercedes alejándose por la calle.

Se quedó donde estaba, sin saber qué hacer o qué pensar. Bueno, ése sí que era un final abrupto. De modo que había sido «una experiencia reveladora». ¿Qué significaba eso, que ver a un grupo de personas de pueblo divirtiéndose le había parecido entretenido?

–No me llames, Max –dijo en voz alta–. Yo te llamaré… cuando tenga tiempo.