Capítulo 12

 

 

 

 

 

DE VUELTA en casa, Max buscaba un archivo en el ordenador, pensativo. Nunca se había sentido tan confuso como en aquel momento, ni siquiera cuando Kelly y él se divorciaron. Y ahora los datos de su ordenador dejaban claro que estaba en lo cierto. Tenía que escalar una montaña, pensó, y ni siquiera había llegado al valle.

Suspirando, se levantó para mirar las luces de la ciudad. La escena, tan espléndidamente real, le parecía remota. Normalmente le daba placer, confort e inspiración, pero aquella noche sentía una profunda tristeza, un profundo remordimiento. Porque intuía que alguien a quien deseaba más de lo que había deseado nada en toda su vida estaba alejándose de él.

Max salió del estudio y se acercó al mueble bar para servirse una copa, recordando los últimos dos días. Sí, había sido una experiencia inusual, pensó, y le había encantado. El calor y la simpatía que había encontrado en el pueblo de Candida, sin una gota de pretenciosidad, había sido refrescante, nuevo para él. Debía de ser siempre así en los pueblos pequeños, pensó, donde todo el mundo conocía a todo el mundo.

Pero lo que más le había gustado era estar con ella. Verla allí, charlando con la gente, en su elemento, lo había hecho sentir curiosamente envidioso. Él tenía muchas amistades, pero no eran así, tan normales, tan sencillas, sin agendas ocultas, ni hipocresía.

Siempre estaba Rob Winters y un par de amigos a los que veía de tiempo en tiempo, pero debía admitir que, como a casi todos los hombres, no se le daban bien las relaciones personales. Ni era capaz de hacer el esfuerzo necesario para mantener a los amigos.

Afortunadamente, tenía a Faith, Rick y Emily, pensó, haciendo girar el whisky dentro del vaso. Sería maravilloso tener una casa en el campo como ellos, pensó. Quizá en Gales, para pasear con Ella… y Toby por el campo, quizá pararse a tomar una cerveza en Las Tres Campanas y luego volver a casa con…

Max detuvo abruptamente tales pensamientos. Un momento, un momento. Eso no podía ser, nunca. A menos que algún santo del cielo bajase para interceder por él.

 

 

Candida se miró al espejo de la elegante suite que la editorial de Max había reservado para él. Por supuesto, ella tenía su propio dormitorio, al lado del de Max. Además, tenía un plan, por si él pensaba que iban a compartir cama, y ese plan no lo incluía a él.

Por fin, aunque a regañadientes, había aceptado acudir a la fiesta de la editorial. Estaban en vacaciones y no volvería a tener una oportunidad como aquélla. Además, no quería desilusionar a Faith. A caballo regalado…

Durante aquellas dos semanas se había dedicado exclusivamente a trabajar para olvidarse de todo. Max también estuvo muy ocupado, de modo que no se habían visto, aunque la había llamado varias veces por teléfono. Pero cuando hablaban parecía distante… diferente. Mejor, pensó. Estaba enfriándose, como ella sabía que lo haría. La suya era una relación condenada al fracaso. Para Año Nuevo se habría librado de él. Sería libre como un pájaro y podría empezar de nuevo.

Aquella fiesta sería el principio del fin de su relación con Max Seymour. Le había dicho que era «de etiqueta», lo cual significaba un vestido carísimo, pero Candida decidió no comprarse uno nuevo. ¿Para qué? Tenía un vestido negro de noche que se había puesto en dos ocasiones cuando salía con Grant y le quedaba perfectamente. Sin mangas, con escote en uve y falda de capa cayendo hasta el suelo, la hacía sentir cómoda y atractiva.

Candida volvió a retocarse el pelo frente al espejo. Aquella noche lo llevaba sujeto en un moño alto y, como única joya, un par de pendientes de oro.

En ese momento sonó un discreto golpecito en la puerta. Max estaba al otro lado, mirándola con una expresión que la hizo tragar saliva.

–Entra… ya casi estoy lista.

Nunca lo había visto con un esmoquin y estaba guapísimo. El traje era caro, seguramente hecho a medida, destacando sus anchos hombros y su gran estatura. Y la inmaculada camisa blanca hacía contraste con su piel morena. Estaba tan guapo que a Candida le temblaron las rodillas.

–Estás fantástica.

–Gracias. Tú tampoco estás mal.

Candida tomó un frasco de perfume y se sentó en la cama para aplicárselo en el cuello y las muñecas.

–Antes de bajar tengo que pedirte un favor –dijo Max.

Ella levantó la mirada, sorprendida.

–¿Qué favor?

–Estoy atascado con uno de mis argumentos. No es normal en mí, pero éste me tiene estancado y no puedo seguir. Y he pensado que tú podrías ayudarme a salir del agujero.

Candida se quedó sorprendida. Que Maximus Seymour, novelista de renombre, le pidiera ayuda era absolutamente increíble.

–Bueno, dime. Aunque no te prometo nada.

Max se acercó a la ventana, con las manos en los bolsillos del pantalón.

–Intentaré ser breve. Es una historia al estilo de La bella y la bestia. Hay una chica bellísima e inocente a quien la infortunada bestia desea más que a nada en el mundo. Todo podría haber ido bien para él porque la chica es amable y compasiva y la bestia piensa que le gusta… bueno, lo suficiente como para no ver sus numerosos defectos. El problema, y es un gran problema, es que la bestia le hizo daño sin darse cuenta, mucho tiempo atrás, aunque no fue enteramente culpa suya. Y no cree que esta chica, esta chica tan preciosa, pueda perdonarlo nunca. Perdonarlo y… amarlo. Porque si no puede hacerlo, la triste criatura probablemente morirá –Max se volvió hacia ella–. Bueno, ¿qué clase de giro argumental se te ocurre para solucionarlo?

Afortunadamente Candida estaba sentada en la cama o las rodillas le habrían fallado. De modo que lo sabía. Max conocía su secreto. ¿Cómo?, se preguntó.

–Vamos a dejar de jugar por un momento –le dijo, tan calmada como pudo–. Creo que conozco la historia que me estás contando.

Max se arrodilló delante de ella para mirarla a los ojos.

–Sí, tú lo sabías antes que yo. Has tenido ventaja y es lo que me merezco. Pero ha hecho falta una visita a Gales para que me diese cuenta… además de una reveladora charla con Freddy.

Candida se mordió los labios. ¿Cómo había ocurrido?, se preguntó. Nunca había vuelto a hablar del tema con su padre.

–Freddy me preguntó a qué me dedicaba –siguió Max–. Cuando le dije que era escritor, él me contó que a ti siempre te había gustado escribir… que lo habías hecho desde que eras pequeña e incluso habías ganado premios en el colegio. Me contó también que una vez te habían publicado un libro, hace años, pero que la crítica de un «cerdo» hizo que el libro no se vendiera. Y que, a partir de entonces, tú habías dejado de escribir. Me dijo cuál era tu seudónimo…

Me llamaba Jane Llewellyn –lo interrumpió Candida–. El nombre de mi madre. ¿Cómo pudiste ser tan cruel con un escritor, Max? ¿O con cualquiera?

Pero Candida se dio cuenta entonces de que ya no estaba enfadada. Era demasiado tarde, pensó. Una pérdida de tiempo. Lo hecho, hecho estaba. Al menos Max Seymour lo sabía. Y ella no había tenido que decírselo después de todo.

–Lo siento. Sí, algunas de las críticas que he escrito eran duras –asintió él–. Encontré la tuya en mi ordenador… con la información que tenía fue fácil encontrarla. Pero lo que tú no sabes, Candida, es que cortaron el último párrafo en el periódico.

–¿Qué?

–El editor, por razones que desconozco, decidió no publicar ese último párrafo.

–¿Y qué decía? –preguntó Candida, esperanzada.

–Esta escritora tiene un gran potencial y podría ser una novelista de éxito si se permite a sí misma crecer y desarrollar su oficio –Max se detuvo un momento–. Dios, qué condescendiente y qué estúpido debí de parecerte…

Luego tomó sus manos, apretándolas con fuerza. Sus caras estaban tan cerca que sólo habrían tardado una décima de segundo en besarse.

–Si hubieras podido leer el último párrafo, todo habría sido diferente, ¿verdad? Ahora podrías tener media docena de novelas publicadas. De hecho, yo casi te puedo garantizar que habría sido así.

Los ojos de Candida brillaban bajo la suave luz de la lámpara, su corazón elevándose con esas palabras; las palabras de ánimo que podrían haber cambiado el curso de su vida si hubiera tenido la oportunidad de leerlas ocho años antes.

–Una de las cosas que me parecía más injusta era que tú habías tenido todas las facilidades para convertirte en escritor. Con una escritora famosa en la familia, con sus consejos para ayudarte en los momentos difíciles, para presentarte a la gente adecuada…

–¡No! –la interrumpió Max. Y Candida se echó hacia atrás, sorprendida–. No fue así. Mi madre no tenía el menor interés en mí… ni siquiera como persona. Faith era su favorita. El único consejo que me dio fue que siguiera trabajando, que no me distrajese. Mis libros eran tratados con total indiferencia. Claro que a través de ella conocí a mucha gente de la profesión, pero nunca me trataron de forma diferente. Era mi madre quien estaba siempre bajo los focos, que era donde le gustaba estar –Max apretó los labios–. Parecíamos flotar en un universo creativo, sin tocarnos jamás. Era una cosa muy rara, pero yo no existía para mi madre. O eso parecía, desde luego.

Candida se había quedado estupefacta. Cuando pensaba en el cariño y el apoyo que ella había recibido de sus padres en todo lo que había emprendido en su vida… le resultaba difícil creer que no todo el mundo era tratado de la misma forma.

–La cuestión es si puedes perdonarme ahora, Candida –siguió Max–. Quiero demostrarte que, aunque a veces soy capaz de ser cruel, afortunadamente sólo a través de la ficción, me gustaría hacer algo, lo que sea, para ayudarte a triunfar. Compraremos otra mesa para el estudio… la habitación es suficientemente grande para los dos. Tendrás tu propio espacio para trabajar –Max se detuvo un momento para mirarla a los ojos, desesperado por leer sus pensamientos–. Eso es lo que te gustaría, ¿verdad? La ambición de escribir sigue ahí.

–Nunca ha desaparecido –dijo ella.

–Y nunca desaparecerá. Si se lleva en la sangre, se lleva en la sangre.

Candida se quedó en silencio un momento. ¿Qué estaba haciendo Max? ¿Ofreciéndole una esquina de su apartamento para escribir? ¿De qué iba a vivir entonces?

–No puedo considerar eso por el momento. No tengo dinero y…

–¿Es que no lo entiendes? No necesitarás dinero. Yo tengo suficiente para los dos… te estoy pidiendo que te cases conmigo, Candy. Quiero que seas mi mujer, mi vida. Te quiero y quiero estar contigo para siempre.

La había llamado Candy por primera vez… el diminutivo que usaban todos los que la querían de verdad.

Candida sintió que le daba vueltas la cabeza. ¿Era un sueño? ¿Despertaría inmediatamente para encontrarse vestida con harapos? El hombre al que había odiado durante ocho años la amaba. Y ella sabía que sí, lo había perdonado, casi desde el primer día, aunque no hubiera querido admitirlo.

–Pero antes –dijo Max– tengo que saber el final de la historia.

Candida esperó un segundo antes de contestar, acariciando su cara con la punta de los dedos y luego, por fin, atrayéndolo hacia ella.

Con un suspiro de alivio, Max se levantó y tiró de ella para tomarla entre sus brazos, las suaves curvas de su cuerpo fundiéndose con el suyo. Sus labios se encontraron con el urgente deseo de dos personas que se deseaban la una a la otra, que estaban hechas la una para la otra y que, al fin, se entendían. Y esta vez Candida se permitió a sí misma el placer de sentir el roce de su pujante masculinidad. Estaba soñando, pensó. ¿Cómo podía haberse resuelto todo sin que ella hubiera hecho nada?

Pero lo sabía. Su ángel de la guarda había estado a su lado todo el tiempo… no sólo haciendo que se enamorase del hombre más increíble del mundo, sino dándole la oportunidad de volver a escribir.

Pero… ¿no era aquello demasiado bonito para ser verdad?

–No creo que sea a mí a quien quieres, Max. Piénsalo. ¿Podríamos ser felices juntos? –mientras decía esas palabras, Candida sabía que ella no tendría el menor problema para ser feliz con Max. Pero… ¿una mujer sería suficiente para él?

–Los círculos en los que tú te mueves, las mujeres con las que sales. Yo no soy como ellas, Max. Y nunca podría serlo. Nunca querría ser alguien que no soy –lo miró entonces, con gesto de preocupación–. Yo no cambiaré nunca…

–Precisamente por eso –la interrumpió él– es por lo que te quiero. Eres tú con quien quiero pasar el resto de mi vida. ¿Quién más discutiría conmigo sobre los motivos de mis personajes? ¿Quién más me criticaría los finales que elijo? –Max tuvo que sonreír–. ¿Y quién más iría conmigo a buscar moras cada otoño?

Cuando la besó, Candida volvió a derretirse entre sus brazos, pensando que no le importaría quedarse allí para siempre. Un final así no podría haber existido ni siquiera en sus sueños. ¡El hombre más deseable del planeta le había pedido que se casara con él!

Todas las mujeres merecían sentir lo que sentía ella en aquel momento.

Apoyó la cabeza en el hombro de Max y él acarició su cara, besando su cuello, sus labios, sus párpados, como si no hubiera una parte de ella que no fuera suya para amar, para cuidar… ahora y durante el resto de sus días.

Aquélla era, pensó Candida, la oportunidad de su vida.