Capítulo 8

 

 

 

 

 

EL SILENCIO que siguió fue demasiado prolongado para resultar cómodo. Hester se terminó el café y dejó la taza en la mesa, luego la rellenó.

–¿Más? –le preguntó con cortesía.

–Gracias. Respóndame. ¿La molestó? –soltó Connah sin rodeos.

–No, me sorprendió –se encogió de hombros–. Usted no me da la impresión de ser alguien que dice palabras cariñosas sin sentido, de modo que di por hecho que tenía un buen motivo para hacerlo.

–Y no se equivocó –se reclinó en la silla con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, observándola–. No me gustó la forma en que Luigi Martinelli la miraba.

Hester lo observó desconcertada.

–¿Cómo me estaba mirando?

–Llevaba puestos un escueto biquini y una blusa transparente. ¿Cómo cree que la miraba? Es un hombre, por el amor del cielo, y encima italiano.

Se alegró de que la oscuridad le ocultara el rubor producido por la indignación.

–¡He de recordarle que no esperaba que un desconocido apareciera en el jardín cuando Lowri me convenció de ponerme ese biquini! –alzó el mentón–. ¡No se preocupe, no volverá a suceder!

–Es una pena. Ese color verde resalta su piel bronceada. No me extraña que Luigi no pudiera quitarle los ojos de encima. Pero no tendrá ningún problema con él –añadió con satisfacción–. Conoce las reglas.

–¿Y cuáles son? –quiso saber.

–No se ha hecho mención del papel que usted desempeña en la casa, por lo que, naturalmente, piensa que es mucho más personal…

–Que aquél por el que se me paga –dijo con frialdad.

–¿Está diciendo que le agradaron las atenciones de Luigi?

Lo miró furiosa.

–Desde luego que no. Es un completo desconocido, aparte de estar casado. Usted mencionó a su esposa, ¿recuerda?

–Principalmente porque él tiende a olvidarlo. Luigi posee un título inútil, pero un nombre muy antiguo y un linaje impecable. Sophia heredó mucho dinero de su padre. Quería el título aristocrático de Luigi y éste necesitaba su dinero, lo que resume la relación que tienen. Desde que nació su hijo, llevan vidas separadas.

–Qué triste.

La miró.

–Doy por hecho que usted sólo se casaría por amor.

Hester guardó silencio unos momentos.

–Nunca he tenido que enfrentame a esa decisión, pero si alguien me pidiera matrimonio, mis prioridades serían el respeto y la comunicación. Amar a alguien con desesperación no es para mí.

–Pero estaba dispuesta a pasar unas vacaciones en el sur de Francia con el actor.

Ella asintió con serenidad.

–La oferta era demasiado tentadora para rechazarla.

–Entonces yo le brindé la oportunidad de unas vacaciones en la Toscana. Y en éstas no hubo marcha atrás en el último minuto –añadió.

–Pero esto es distinto –protestó Hester.

–¿Por qué?

–Es mi trabajo. Desde luego, me siento muy agradecida de que me pidiera que viniera con usted y con Lowri, pero me paga para trabajar para usted dondequiera que nos encontremos.

–Una manera muy fría de mirarlo –comentó–. Si el viaje a Francia no se hubiera cancelado, ¿habría compartido la cama con el actor?

Ella se puso de pie y depositó las tazas en la bandeja.

–El hecho de que trabaje para usted, señor Carey Jones, no le da derecho a formular preguntas personales.

–Estoy en desacuerdo. El bienestar moral de mi hija me da todo el derecho –replicó, poniéndose de pie.

–En ese momento yo no cuidaba de su hija –le recordó con peligrosa serenidad–. Sin contar algunos descansos en casa, las únicas vacaciones que he tenido en años han sido un viaje organizado a España con mis amigas del colegio siendo adolescente. En cuanto empecé a trabajar, pasé directamente de mi primer trabajo a estar con los Herrick. Y cuidar de bebés exige una responsabilidad constante, un horario amplio e irregular y mucho sueño interrumpido. Por lo tanto, sí, fui lo bastante humana como para aceptar el ofrecimiento de unas vacaciones gratis antes de empezar a trabajar en Yorkshire.

–Un discurso largo, pero aún no ha respondido a mi pregunta, Hester.

Lo miró con altivez.

–Buenas noches –recogió la bandeja y la llevó a la cocina para fregar el contenido.

–Discúlpeme, Hester –dijo Connah.

Se acercó por detrás de ella con tanto sigilo que estuvo a punto de tirar la taza que secaba.

–Me ha asustado –indicó tensa.

–Salga otra vez al jardín y tome una copa de vino conmigo. Es demasiado pronto para irse a la cama.

–No, gracias.

Connah la miró con ironía.

–Es evidente que la he ofendido.

–Trabajo para usted –expuso–. No me puedo permitir el lujo de ofenderme.

–Maldita sea, Hester, ése es un golpe bajo. Sé muy bien que no tengo derecho a inmiscuirme en su vida privada –le quitó la taza de las manos, la dejó en la bandeja y luego sacó una botella de vino de la nevera y la cautivó con una sonrisa–. Es una pena ir a acostarse tan temprano en una noche como ésta. ¿De verdad podría dormir si lo hiciera?

–Leeré.

–Eso puede hacerlo luego. Salga y charlemos un rato.

Como en realidad no tenía ganas de irse a la cama, se tragó su orgullo, volvió al exterior y aceptó la copa de vino que le sirvió Connah.

–Es una pena que no podamos estar junto a la piscina –comentó él, mirando el jardín iluminado por las estrellas.

–Está demasiado lejos de la casa… y de Lowri.

–Exacto. Últimamente he estado pensando mucho en usted –añadió, sorprendiéndola–. He tratado de recordar cómo era la primera vez que la vi hace tantos años. Pero lo único que me viene a la mente es una adolescente con largos rizos dorados y ojos enormes.

–Los rizos eran debidos a una permanente y los ojos se veían enormes porque por ese entonces usaba mucho maquillaje –rió–. También era regordeta, pero ha sido lo bastante amable como para obviar eso.

–Por lo que puede ver de usted junto a la piscina esta tarde, no es la palabra adecuada para describirla –enarcó una ceja–. Por simple curiosidad, ¿habría seguido con el biquini si hubiera estado yo solo con usted y con Lowri?

–Sí –respondió con sinceridad–. Lowri insistió en que me lo pusiera.

–Entonces, vuelva a ponérselo cuando estemos a salvo de intrusos.

–No lo creo.

–¿Quiere decir que no es un atuendo aprobado para niñeras?

Asintió.

–O para amas de llaves.

Él rió entre dientes.

–A propósito –añadió con seriedad–, como la convalecencia de mi madre es mucho más lenta que lo esperado, necesitará más tiempo hasta que pueda ocuparse de una niña llena de vitalidad como Lowri –la miró–. Sé que el acuerdo original era de seis semanas, pero si en Yorkshire no la esperan hasta octubre, ¿consideraría quedarse con nosotros una o dos semanas más para preparar a Lowri para volver al colegio?

–Sí, por supuesto –aceptó sin titubeos–. Si eso lo ayuda, será un placer –más que lo que él podía imaginar.

Connah sonrió aliviado.

–Gracias, Hester. Eso nos llevará hasta mediados de septiembre. ¿Podrá hacerlo?

–Sí. El bebé de los Rutherford no llegará hasta mediados de octubre. Les prometí empezar dos semanas antes, de modo que no plantea problema alguno y aún me queda tiempo para pasar con Robert y mi madre.

–Me quita un gran peso de encima –afirmó, sonriéndole–. Pero aún falta mucho, así que hasta entonces disfrutemos de nuestro verano en la soleada Italia.

–Todo el mundo necesita relajarse de vez en cuando –se puso de pie–. Es hora de irme a la cama.

Connah se levantó de inmediato y apoyó una mano en la suya.

–Hester, discúlpeme por lo que le dije hace un rato.

–Por supuesto –le sonrió–. Buenas noches.

 

 

El viaje a Greve fue divertido. Connah les informó de que la plaza bañada por el sol originalmente había sido cuadrada, pero que con el tiempo, los edificios y los pórticos la habían ido dando forma hasta convertirla en un triángulo que apuntaba a la iglesia de Santa Croce.

Mientras paseaba por el soleado pueblo en compañía de Lowri y Connah, a Hester le costó recordar que eso formaba parte de un trabajo por el que le pagaban. Nunca en sus sueños más descabellados sobre el misterioso señor Jones siendo joven, había imaginado un escenario como en el que se hallaba en ese momento. Casi podía creer…

Almorzaron en un restaurante con arcos de piedra y suelo de terracota, y lo mejor para Lowri, una pérgola cubierta de parras con una vista panorámica de la soleada campiña de Chianti.

Después de una copiosa comida y durante la sobremesa con agua mineral y cafés, Lowri bostezó y acomodó la cabeza en el hombro de Connah. Su padre le acarició el cabello sedoso mientras la pequeña se quedaba dormida.

–Anoche llamé a mi madre –musitó Hester tras un agradable silencio–. Le manda saludos.

–Déselos de mi parte cuando vuelva a hablar con ella –la miró por encima de la cabeza de su hija–. ¿Mencionó su madre alguna vez a mi acompañante aquella noche?

–Sólo para decir que estaba enferma. Mi madre se mostró encantada de que se quedara hasta que la señora se encontrara lo bastante bien como para marcharse.

–Para mi inmensa gratitud –miró hacia las laderas cubiertas de viñedos–. Regresé a su casa un par de años más tarde para ver a su madre, pero ya no vivía allí, desde luego. Y los nuevos propietarios, con buen criterio, no se consideraron en libertad de proporcionarme la dirección nueva.

–¿Es la razón por la que fue a buscarme la otra noche? ¿Para ver otra vez a mi madre?

–En parte –los ojos oscuros e intensos se clavaron en ella como si fuera a explayarse, pero Lowri se movió y se irguió, bostezando.

–Soy como un bebé, que se queda dormida a todas horas –se quejó.

Después de un paseo tranquilo de regreso a Santa Croce para contemplar la fachada neoclásica, entraron en la iglesia para admirar los cuadros. Pero Lowri se mostró desasosegada en el interior oscuro y no tardaron en regresar al sol, hablando de la comida que iban a comprar en uno de los alimentares, las diversas tiendas de alimentación que empezaban a abrir después del descanso del mediodía.

Consultaron a Lowri sobre cada compra mientras adquirían una bolsa grande con tomates, otra con melocotones, crujiente pan de la Toscana, requesón y unas brillantes espinacas.

–Quizá Flavia pueda prepararnos unos raviolis para mañana con estos dos últimos ingredientes que hemos comprado –sonrió Hester.

–Se lo pediré –indicó Lowri–. Le caigo bien.

–¿De verdad? –bromeó Connah–. Ahora me toca a mí elegir. Yo quiero esas salchichas, salami y unas lonchas finas de pechuga de pavo y jamón, y más queso pecorino. ¿Y usted, Hester?

–Mozzarella y albahaca fresca, anchoas y aceitunas, y algunos de esos maravillosos cogollos de lechuga, por favor.

Mientras conducían de regreso a la Casa Girasole, Hester pensó que había sido un día que mantendría en su mente como una instantánea a la que volver una y otra vez y por la que suspirar durante el frío invierno de Yorkshire.

Pero se consoló pensando que el día no había terminado, y en cuanto llegaron envió a Lowri a nadar con su padre mientras ella guardaba la comida.

Cuando terminaron y la niña subió corriendo a cambiarse, Connah la miró mientras iba hacia las escaleras.

–¿Ha disfrutado del día, Hester?

–Mucho –sonrió jubilosa–. En cuanto Lowri baje, prepararé la cena.

–He de reconocer que fue un día afortunado para mí cuando usted regresó a mi vida.

Hester se ruborizó y durante un momento no supo qué decir. Él mantuvo la mirada unos instantes más, luego sonrió y continuó hacia los escalones. Hester se recobró y subió a comprobar cómo iba Lowri, a quien encontró enfundada en un albornoz mirando por la ventana. Se volvió con un suspiro.

–Ojalá el señor Anderson le vendiera la casa a papá. Me encanta este sitio. Estoy segura de que a la abuela también le gustaría –frunció el ceño–. Pero no le gusta volar… quizá papá pueda traerla en tren si volvemos a pasar otras vacaciones aquí.

–Mientras tanto –dijo Hester con pragmatismo–, sequemos ese pelo para que puedas vestirte y ayudarme a preparar la cena.