Capítulo 9

 

 

 

 

 

DESPUÉS del viaje a Greve, los tres se mostraron más que satisfechos de quedarse en casa al día siguiente. Cuando terminaron el tranquilo desayuno, Connah entró en la casa para llamar a John Austin, pero Lowri estuvo más que contenta de nadar sólo en compañía de Hester. Después de jugar un buen rato con una pelota en el agua, Hester pidió un descanso. Mientras se secaban en el borde de la piscina, la pequeña se puso rígida y le dio con el codo a Hester.

–¡Mira!

Un niño las observaba desde la zona en la que el terreno de los Martinelli lindaba con la Casa Girasole.

Hester se cubrió rápidamente con la toalla grande, preguntándose si debería llamar a Connah, pero entonces oyó gritar a alguien en la distancia: «¡Andrea!», momento en el que Luigi Martinelli apareció entre los árboles seguido de un hombre joven. Aferró al niño con expresión de alivio, pero el pequeño se apartó, abochornado, y le habló con urgencia. Luigi giró en redondo, vio que los estaban mirando, despidió al joven que lo acompañaba y condujo al niño hacia la piscina.

–Vuelvo a presentarme como un intruso –se disculpó jadeante al acercarse–. Buon giorno. Señorita Hester, señorita Lowri, permitan que les presente a mi hijo, Andrea, quien ha estado ausente el tiempo suficiente como para asustarme. Oyó risas en la piscina y vino a investigar.

Piacere –dijo el niño, con una inclinación de cabeza.

Lowri lo miró y Hester sonrió.

–Hola, Andrea. ¿Te gusta nadar?

–Mucho, signora, pero no tenemos piscina en el Castello –dijo con un inglés de acento más marcado que el de su padre. Se volvió hacia una Lowri silenciosa–. ¿Te gusta nadar?

Ella asintió y miró a Hester con inseguridad; ésta le sonrió para tranquilizarla.

–¿Por qué no corres a decirle a papá que ha venido el conde con su hijo?

–De acuerdo –le dedicó otra mirada al niño y fue hacia la casa.

–Hemos interrumpido su diversión –se disculpó Luigi, observando con sonrisa irónica a Connah acercándose a ellos–. Buon giorno. Lamento que hoy tenga no uno, sino dos intrusos.

–Buenos días –Connah rodeó a Hester con un brazo mientras le sonreía al niño–. Hola. Me llamo Connah Carey Jones.

Todo el cuerpo de ella cobró vida.

El niño delgado y moreno volvió a inclinar la cabeza.

–Andrea Martinelli. ¿Dónde está la joven, signore?

–Mi hija se está vistiendo –Connah le sonrió a Hester–. ¿Querrías tú hacer lo mismo, cariño? Pídele a Flavia que traiga café a la terraza.

–Por supuesto –se excusó y fue a la casa, donde encontró a Flavia en febril actividad para proporcionarle a Il Conte y a su hijo refrescos.

Subió y vio a Lowri junto a la ventana, poniéndose unos pantalones cortos y una camiseta mientras observaba a los visitantes.

–¿Se van a quedar? –preguntó.

–Sólo a tomar café. Iré a ponerme algo, luego bajaremos y les mostraremos nuestros exquisitos modales –le sonrió, y pasado un momento, Lowri le devolvió una sonrisa insegura.

–¡De acuerdo! Te esperaré.

Hester se recogió el pelo húmedo con un lazo y se puso unos pantalones blancos de algodón y una camiseta azul.

–¿Lista? –preguntó, asomándose a la habitación de la pequeña.

–Supongo. Espero que no se queden mucho.

–A mí me pareció que el niño estaba aburrido ahí solo. Quizá únicamente quiere un poco de compañía.

La pequeña suspiró y la siguió abajo.

Cuando Hester se sentó y comenzó a servir el café, notó que la atmósfera en la terraza era mucho más cordial que en la primera ocasión.

–Luigi comenta que Andrea os oyó jugar en la piscina y no pudo resistir venir a echar un vistazo –comentó Connah, acercando la silla a la de Hester.

–¿Te apetece café o limonada, Andrea? –le preguntó.

–Limonada, por favor, signora –repuso con educación. Cuando ella le entregó el vaso a Lowri para que se lo pasara, añadió con una sonrisa–: Grazie.

–Es una pena que no vayan a estar aquí en septiembre para la feria del vino –comentó Luigi–. Es la más grande de Chianti –aceptó la taza de café que ella le pasó–. Connah vino el año pasado con los Anderson.

–Es una de las visitas que le comenté a Hester –indicó él–. Lowri, ¿por qué no te llevas a Andrea a dar un paseo alrededor del jardín?

Su hija le lanzó una mirada acusadora, pero después de mirar a Hester, se levantó a regañadientes y se marchó con el niño.

–Parecen dos pequeños cachorros dando vueltas a ver quién muerde primero –sonrió Luigi antes de que la mirada se le ensombreciera–. Mi hijo me dio un buen susto antes cuando no pude encontrarlo.

Connah asintió.

–Te entiendo. ¿No tienes a nadie que lo cuide?

–Por supuesto, su precettore, su tutor. Pero el pobre fue a casa un momento, y al regresar Andrea había desaparecido. Se fue enfadado porque le dije que mañana yo debía regresar a Roma por uno o dos días por asuntos de negocios y en mi ausencia deseaba que se quedara aquí.

–¿No tiene a nadie con quien jugar en el Castello? –inquirió Hester.

–Aparte de los criados, sólo está Guido. Pero yo estaré fuera muy poco tiempo. Es mejor que se quede aquí que soportar el viaje de ida y vuelta a Roma.

Connah asintió distraído y observó al niño agitar las manos en la piscina mientras Lowri lo miraba, diciéndole algo que él escuchaba con atención.

–Parece que ahora se llevan bastante bien.

Entonces el pequeño se frotó las manos para secárselas un poco y los dos corrieron hacia el jardín.

–Papá –dijo Lowri–, ¿puede Andrea quedarse a almorzar con nosotros? Le dije que Flavia estaba preparando raviolis y le gustan.

Connah tuvo ganas de reír, pero asintió con seriedad.

–Estaremos encantados, Andrea. Tú también, por supuesto, Luigi.

–Por desgracia, yo no puedo; he de marcharme pronto –le indicó a su hijo que se acercara y, con unas palabras de disculpa hacia los demás, le habló en rápido italiano, a lo que el niño respondió con un gesto de asentimiento entusiasmado.

–No te preocupes, cuidaremos bien de él, Luigi –comentó Connah.

–Eso no lo dudo. Sólo le decía que se comportara bien y que no discutiera con Guido cuando luego viniera a buscarlo –se inclinó ante la mano de Hester–. Ha sido un gran placer una vez más. Espero que mi hijo no te moleste mucho.

–En absoluto –le sonrió al niño, quien le devolvió el gesto–. Será un placer disfrutar de tu compañía, Andrea.

Grazie, signora.

 

 

Mientras los niños estaban en la cocina con Flavia y ellos dos paseaban por el jardín, un hombre joven apareció por el bosque. Fue hacia ellos portando una bolsa de piscina.

Signore, signora –inclinó la cabeza–. Soy Guido Berni. Il Conte me dijo que trajera el bañador de Andrea.

–Excelente –dijo Connah–. ¿Ha traído el suyo?

Si, signore. Il Conte desea que me quede con Andrea para cerciorarme de que no represente ninguna molestia para ustedes… si usted lo permite.

–Encantado –le aseguró Connah–. Aquí viene mi hija con Andrea.

Éste no se mostró tan encantando, ya que pensó que Guido había ido a recogerlo para llevarlo a casa, pero cuando el tutor se lo explicó, la cara del niño se alegró.

 

 

A partir de ese momento, las vacaciones tomaron un nuevo giro. El día siguiente fue una repetición del anterior, con Andrea pasando casi todo el día en la Casa Girasole supervisado por Guido, pero al siguiente Luigi Martinelli regresó de Roma y se presentó temprano en la villa para agradecerles a Connah y a Hester que hubieran sido tan amables con su hijo.

–A cambio, quizá permitas que tu hija pase un rato hoy en el Castello –sugirió–. Andrea tiene que estudiar un poco esta mañana antes de poder volver a jugar. Pero luego está ansioso de disfrutar de la compañía de Lowri el resto del día. No tienes que preocuparte. Tanto Guido como yo cuidaremos muy bien de ella.

–Eres muy amable, Luigi. Lowri está arriba, vistiéndose –miró a Hester–. ¿Querrías ir a transmitirle la invitación de Luigi, cariño?

Fue a consultarlo con la pequeña, que, tal como había esperado, se mostró entusiasmada con la idea.

–¿Tú también irás? –preguntó con mirada brillante.

–No. La invitación es sólo para ti. Pero papá te llevará hasta allí y en cuanto desees regresar, díselo al padre de Andrea y él te traerá de vuelta.

–¿Voy a comer en el castillo?

–Sí. Así que te guardaré una camiseta limpia en la mochila por si acaso… y también un peine –le dio un súbito abrazo–. Diviértete, cariño.

Lowri le devolvió el abrazo con fuerza y la miró con expresión adulta.

–Te echaré de menos.

Hester contuvo un nudo en la garganta.

–Yo también. Esto estará demasiado tranquilo sin ti.

Una vez que los niños se marcharon con Luigi, al ir a informarle a Flavia no sin cierta dificultad que serían menos para comer, descubrió que el signore Connah ya se lo había comentado, y también que le había dado el resto del día libre y que se marcharía en cuanto les dejara preparada una cena fría.

Bene –le dijo, sorprendida, y fue a la piscina con su libro.

Luego Flavia se presentó con una bandeja con café, anunció que se marchaba y después de un alegre «a domani», regresó a la casa.

Pasada media hora de apacible soledad, empezó a cansarse, experimentó una sensación de alegría al ver a Connah aparecer entre los árboles en dirección a la piscina.

–¿Estaba feliz Lowri? –quiso saber.

–Impaciente por deshacerse de mí –se sentó a su lado–. La última vez que la vi subía por la escalera de la torre del castillo con Andrea. Guido jadeando detrás de ambos –se tumbó con las piernas estiradas. Giró la cabeza para mirarla intensamente–. ¿Se ha marchado Flavia? –Hester asintió en silencio–. Entonces al fin estamos solos, señorita Ward.

–¿Querría un poco de café? –preguntó, preparándose para levantarse, pero él le tomó la muñeca.

–No. Relájese.

Pensó que no era fácil en esas circunstancias.

–Por favor, no crea que debe hacerme compañía si tiene trabajo.

–No tengo ninguna intención de desperdiciar esta oportunidad de oro. El trabajo puede esperar –le dedicó una sonrisa –. ¿Es que se siente nerviosa de que nos encontremos a solas, Hester?

–Claro que no –sintió que se ruborizaba.

–Entonces, llevaré esta bandeja a la casa y traeré un libro que llevo semanas tratando de acabar. No se vaya.

Al marcharse, ella se quedó muy quieta. Connah tenía razón. Se sentía nerviosa… un poco. Encontrarse súbitamente a solas con él resultaba tan peligroso que tardó un rato en darse cuenta de que su teléfono estaba sonando desde las profundidades del bolso. Lo sacó y miró sorprendida el nombre de la persona que la llamaba.

Cuando Connah regresó unos minutos más tarde, la miró con preocupación.

–Hester, ¿qué sucede? ¿No se siente bien?

–Estoy bien, pero acabo de recibir una llamada.

–¿De su madre? ¿Sucede algo en casa?

–No, de Yorkshire. Quien llamaba era George Rutherford, desde Ilkley. Su esposa ayer sufrió una caída en el trabajo y hubo que llevarla urgentemente al hospital. Ha perdido al bebé y se encuentra devastada, pobre mujer. Lo mismo que él –respiró hondo y trató de sonreír–. Me siento horriblemente egoísta por pensar en mí en estas circunstancias, cuando los Rutherford están tan destrozados, pero significa que me he quedado sin trabajo. En cuanto volvamos, deberé ponerme a buscar otro empleo.

Connah la miró unos momentos en silencio, luego extendió la mano para ayudarla a incorporarse.

–Quizá yo pueda hacer algo al respecto. Entremos un momento, Hester, y se lo explicaré.

Lo miró desconcertada.

–¿Conoce a alguien que necesite una niñera?

–No –repuso mientras subían por el jardín–. Pero conozco a alguien que la necesita a usted, Hester.

–No puede referirse a Lowri –indicó–. Ella ya no necesita una niñera.

Una vez en el salón, le tomó ambas manos.

–Sé que Lowri no necesita exactamente a una niñera. Pero sí desesperadamente a una mujer en su vida que pueda cuidarla. Y después de hablar con mi madre esta mañana, es evidente que ella ya no podrá cuidar de mi hija sin ayuda.

Sus miradas se cruzaron unos momentos.

–No tengo muy claro qué es lo que quiere.

–Usted misma me dijo, Hester, que Lowri querría una madrastra, y usted es la elección perfecta. Lowri la adora. Y a menos que me equivoque mucho, el sentimiento es recíproco.

Tragó saliva, tratando de controlar el vuelco que le había dado el corazón.

–Yo la adoro. Pero para convertirme en su madrastra…

–Estaría obligada a casarse conmigo –sonrió–. ¿Es tan imposible de imaginar?

–Sí –afirmó tras una pausa–. Creía que me estaba ofreciendo un trabajo.

–Le proponía matrimonio, pero es evidente que lo he estropeado –le apretó las manos.

–Debe querer mucho a Lowri.

–Sí. Pero usted también me importa. Aunque nos vimos por primera vez hace años, nos conocemos desde hace un tiempo relativamente corto, cuando el destino la incorporó a mi vida, pero la echaría mucho de menos si nos dejara ahora. Ya forma parte de nuestras vidas. Los dos la necesitamos, Hester.

Lo miró atribulada.

–Pero no puedo olvidar lo que dijo acerca de la madre de Lowri, Connah. Que jamás quería volver a sentir algo así por alguien. Ningún matrimonio tendría muchas esperanzas de éxito en esos términos.

–Cuando las vacaciones hayan terminado y Lowri haya regresado al colegio, le contaré todo sobre su madre –prometió–. Pero por el momento, mientras disponemos de este inesperado interludio de paz e intimidad, quiero que piense en mi proposición.

¡Como si pudiera llegar a pensar en otra cosa!

–Parece una solución factible al problema de las vacaciones de verano, Connah –señaló–. Cuando me case, espero que sea algo permanente, no una especie de transacción comercial que se pueda cancelar si no funciona.

Los ojos oscuros se endurecieron.

–¿Es lo que cree que le propongo?

–Es como suena –esbozó una sonrisa débil–. Después de todo, debo de ser una romántica. A pesar de lo mucho que quiero a Lowri, no puedo casarme con usted con el único fin de proporcionarle a la madrastra que anhela.

–Como debe ser patente, Hester, no sólo anhela una madrastra. La quiere a usted –de pronto sus ojos se encendieron–. Y, para que no le quepa ninguna duda, yo también.