STEFANO Capozzi estaba en la consulta de uno de los psiquiatras más prestigiosos de Milán, con los ojos brillantes en un rostro que parecía de piedra.
–Han pasado ocho meses –dijo Stefano–. Ocho meses de todos los tratamientos disponibles, y no ha habido ningún cambio.
Renaldo Speri, que tenía el informe encima del escritorio sonrió comprensivamente.
–No puede esperar una cura milagrosa, signor Capozzi. Es posible que no haya cura alguna –agregó mirando a Stefano.
Stefano agitó la cabeza.
–No me resigno.
Había ido a Milán en busca del mejor terapeuta para la criatura que tenía a su cargo, y lo conseguiría.
Speri se pasó la mano por el pelo y suspiró.
–Signor Capozzi, tiene que contemplar la posibilidad real de que Lucio esté afectado de un desorden generalizado del desarrollo…
–No.
Lucio llevaba ocho meses de silencio y estrés, pero él no lo aceptaría. Estaba acostumbrado a los obstáculos, y los personales no podían ser distintos ni más difíciles que los profesionales.
–Lucio era normal antes de que muriese su padre. Era como cualquier otro niño…
–El autismo se manifiesta a menudo a los tres años de edad… –le explicó Speri–. Lucio hablaba muy poco antes de la muerte de su padre, y perdió completamente la capacidad de comunicarse en los meses posteriores.
Stefano alzó una ceja en señal de escepticismo.
–¿E intenta convencerme de que ambas cosas no están relacionadas?
–Estoy intentando decirle que es una posibilidad –contestó Speri, con la voz tensa–. Por más que le resulte difícil de aceptar.
Stefano se quedó en silencio un momento.
–Para el autismo no hay cura –dijo finalmente.
Se había ocupado de averiguarlo. Había leído y visto estadísticas.
–Hay terapias, dietas, que alivian los síntomas –dijo Speri serenamente–. Depende de en qué fase de la enfermedad se encuentra…
–No está en ninguna fase.
–Signor…
–No me conformaré con esto –dijo Stefano mirando al psiquiatra.
Después de un momento, Speri levantó sus manos en un gesto de derrota.
–Signor Capozzi, hemos intentado todo tipo de terapias y como recordará, no habido cambio alguno. Si acaso, Lucio se ha sumergido más en su mundo amurallado. Si éste fuera un caso normal de duelo…
–¿Qué tiene de normal un duelo?
–El proceso de un duelo es normal –dijo Speri–. Y aceptado. Pero el comportamiento de Lucio no es normal, y después de las terapias debería haber signos de mejora en la comunicación. Y no habido ninguno.
En su regazo, fuera del alcance de la vista, Stefano apretó la mano.
–Eso lo sé.
–Entonces acepte que el niño podría estar las primeras fases del autismo, ¡y diríjase a las terapias y tratamientos adecuados!
Stefano se quedó en silencio. Apoyó la mano en el escritorio deliberadamente. Cuando la madre de Lucio, Bianca, le había pedido ayuda, que fuera a Milán y le dijera a «esos médicos» que su hijo no era autista, Stefano había aceptado. Había confiado en el criterio de Bianca entonces, pero ahora sentía el primer atisbo de duda.
Haría cualquier cosa por Bianca, cualquier cosa por Lucio. Su familia lo había salvado años atrás, lo había sacado del fango en su infancia, y le había dado las pautas y herramientas para ser el hombre que era en aquel momento.
Él no lo olvidaría jamás.
–Debe de haber algo que no hayamos intentado –dijo Stefano finalmente–. Antes de que aceptemos este diagnóstico.
–Los psiquiatras involucrados en un diagnóstico de autismo son muy concienzudos –dijo Speri–. Y competentes. No formulan un juicio como éste a la ligera.
–De acuerdo. Pero no obstante… ¿Se puede hacer algo más?
Speri se quedó en silencio un momento.
–Sí –dijo finalmente–. Hay una terapeuta que tuvo éxito con un niño al que se le había diagnosticado autismo. Un diagnóstico erróneo, al parecer. El niño había sufrido un trauma que los especialistas no habían detectado, y cuando quedó al descubierto, el niño recuperó el habla.
Stefano sintió una punzada de esperanza.
–Entonces, ¿Lucio no podría ser un caso como el de ese niño? –preguntó.
–No quiero darle falsas esperanzas –dijo Speri, escéptico–. Ése fue un caso excepcional…
Stefano lo interrumpió.
–¿Quién es la terapeuta?
–Es una terapeuta que trabaja a través del arte –respondió Speri–. A menudo las terapias creativas ayudan a los niños a expresar emociones y recuerdos reprimidos, que era el caso de este niño. Sin embargo, los síntomas de Lucio son más graves…
–Terapias creativas… –repitió Stefano. No le gustó cómo sonaba aquello. Parecía algo abstracto, absurdo–. ¿Qué quiere decir exactamente?
–La terapeuta usa el arte como vía para expresar los sentimientos, ya sea a través de la pintura, la canción o la representación. En algunos casos el arte puede ser la llave que libere las emociones de un niño al que no se puede llegar de otra manera.
«Abrir», pensó Stefano. Era una palabra que le parecía apropiada si recordaba el rostro inexpresivo de Lucio y su mirada vacía. Y su mutismo. Hacía casi un año que no pronunciaba una sola palabra.
–De acuerdo, entonces. Intentaremos eso. Quiero que esa terapeuta se ocupe del caso de Lucio.
–Ése fue un caso solo… –empezó a decir Speri.
Stefano lo silenció alzando la mano.
–Quiero ponerme en contacto con esa terapeuta.
–Vive en Londres. Me enteré del caso por una revista de psiquiatría y mantuve correspondencia brevemente con ella. Pero no sé…
–¿Es inglesa? –preguntó Stefano, decepcionado.
¿De qué podría servirle a Lucio una terapeuta inglesa?
–No, no se la habría mencionado si fuera así. Es italiana, pero hace mucho tiempo que no vive en Italia.
–Vendrá –dijo Stefano firmemente.
Él se aseguraría de ello. Le ofrecería todos los incentivos que ella necesitase.
–¿Cuánto tiempo trabajó con ese otro niño?
–Unos pocos meses…
–Entonces quiero que esté en Abruzzo, con Lucio, lo antes posible –Stefano habló con una seguridad que impresionó al psiquiatra.
–Signor Capozzi, ella debe de tener otros pacientes, responsabilidades…
–Puede deshacerse de ellos.
–No es tan sencillo.
–Sí, lo es. Lo será. A Lucio no se lo puede mover. Eso lo perturbaría mucho. La psiquiatra vendrá a Abruzzo. Y se quedará.
Speri se movió en el asiento, incómodo.
–Eso tendrá que negociarlo con ella, por supuesto. Una terapia tan intensa podría ser muy beneficiosa, aunque no hay garantías, pero puede resultar muy cara…
–El dinero no es problema –dijo Stefano.
–Naturalmente –Speri miró su datos.
Stefano sabía que el médico tendría su propio currículum: Stefano Capozzi, fundador de Capozzi Electrónica, y comprador de una docena de compañías electrónicas a las que había sacado a flote. No tenía rival.
–Le daré los datos de la terapeuta –suspiró Speri–. Tengo su artículo sobre el caso que le mencioné aquí, en mi despacho. Le diré que es joven, ha hecho sus prácticas hace poco tiempo y tiene relativamente poca experiencia. Pero por supuesto aquel caso ha sido notorio…
–¿Ese niño se recuperó? ¿Volvió a hablar? –preguntó Stefano.
Vio el brillo de compasión, ¿o era pena?, en los ojos del psiquiatra.
–Sí –dijo Speri serenamente–. Pero no es tan sencillo, signor Capozzi. Y Lucio podría ser diferente. Podría ser…
–Deme los datos de la terapeuta, por favor…
Él no esperaba que las cosas fueran sencillas. Sólo quería que empezaran.
–Un momento… ¡Ah! Aquí está el artículo que le mencioné –sonrió y le dio a Stefano la revista de psiquiatría, abierta en el artículo–. Aquí está la terapeuta… Una foto muy bonita, ¿no cree? Se llama Allegra Avesti…
Stefano no escuchó lo último que dijo Speri, porque no le hacía falta. Conocía el nombre de la mujer. La conocía.
O al menos la había conocido.
Allegra Avesti. La mujer que debía haber sido su esposa. La mujer que ya no conocía.
Su preocupación por Lucio desapareció de su mente por un momento mientras miraba la foto y leía la nota a pie de ella: Allegra Avesti, Terapeuta a través del arte, con su paciente.
A la mente de Stefano acudieron recuerdos largamente sumergidos. Pero él los reprimió mientras dirigía la mirada a la foto. Vio que ella estaba más madura, más delgada. Estaba sonriendo en la foto, con sus ojos castaños brillantes mientras miraba a la criatura que tenía a su lado, en cuyas manos tenía un trozo de arcilla.
Su cabeza estaba inclinada hacia un lado, y su cabello era una cascada luminosa y dorada recogida en un moño descuidado, del que se escapaban unos mechones que rodeaban su mejilla y su hombro.
Le brillaban los ojos y tenía una amplia sonrisa, llena de esperanza. Casi podía oír las campanas de su alegría. Tenía hoyuelos, notó. No lo había notado entonces. ¿Sería que no se había reído así en su presencia?
Tal vez no.
Stefano miró la foto. El fantasma de una muchacha que había conocido una vez, la imagen de una mujer que no conocía.
Allegra.
Su Allegra… Pero ya no lo era, lo sabía. Lo había sabido cuando había desaparecido. Para siempre.
Stefano cerró la revista y se la dio a Speri. Pensó en Lucio. Sólo en Lucio.
–Una foto muy bonita, sí –dijo Stefano–. Me pondré en contacto con ella.
Speri asintió.
–Y si por alguna razón ella está ocupada, hablaremos de posibles alternativas… –comentó el psiquiatra.
Stefano asintió bruscamente. Sabía que Allegra no estaría ocupada. Él se aseguraría de que no lo estuviera. Si ella era la mejor terapeuta para Lucio, la tendría.
Aunque se tratase de Allegra.
El pasado no importaría si se trataba de ayudar a Lucio. El pasado no afectaría en absoluto.
Allegra Avesti se miró en el espejo del aseo de señoras en el hotel Dorchester e hizo una mueca de disgusto. Había querido recogerse el cabello en un moño descuidado y elegante, pero al parecer sólo había logrado la primera parte del plan.
Al menos su vestido estaba bien, reflexionó con satisfacción. Un vestido de seda gris, con un amplio escote y dos finos tirantes. Era elegante y sexy, sin ser demasiado atrevido.
Había costado una fortuna, mucho más de lo que ella se podía permitir con su sueldo de terapeuta. No obstante quería estar elegante para la boda de su prima Daphne. Quería sentirse bien.
Como si encajase con aquel ambiente.
Pero ella sabía que no encajaba. Sinceramente, no. No desde la noche en que ella se había marchado de su boda y había dado plantón a todo el mundo.
Con un pequeño suspiro, agarró una barra de labios de su bolso. No pensaba nunca en aquella noche. Había decidido no pensar nunca más en ella, en el sueño destruido, en el corazón roto. En el engaño, en el miedo.
Sin embargo la boda de su prima le había traído al recuerdo su propia casi boda. Y había tenido que hacer un gran esfuerzo para volver a guardarla en la caja en donde quería guardar esos recuerdos. Esa vida.
La boda había sido hermosa, una ceremonia iluminada con velas en una pequeña iglesia de Londres. Daphne con su rostro en forma de corazón, su voz suave y su nube de cabello oscuro, estaba hermosa. Su marido, un persona de mucho talento y ambición en una empresa publicitaria en la City, le parecía un hombre demasiado seguro, para el gusto de Allegra. Pero ella esperaba que su prima hubiera encontrado la felicidad. El amor. Si esas cosas podían encontrarse.
Sin embargo, durante la ceremonia, ella había escuchado las promesas de matrimonio con cinismo poco disimulado.
–«¿Prometes amarla, honrarla y protegerla, y, por encima de todo, serle fiel hasta que la muerte os separe?»
Al oír aquellas palabras Allegra no pudo evitar pensar en su propia boda, la boda que jamás había ocurrido, las promesas que ella no había pronunciado.
Stefano no la había amado, no la hubiera honrado… ¿La habría protegido? Sí, pensó cínicamente. Eso, sí. ¿Le habría sido fiel? Lo dudaba.
Pero ella todavía había sentido, sentada en aquella iglesia tenuemente iluminada, una punzada de añoranza no identificable, algo casi como un arrepentimiento.
Excepto que no se arrepentía de nada. Ciertamente no lamentaba haber dejado a Stefano. Aunque su tío, y algunas veces la sociedad, parecían culparla de aquel fiasco. Pero Allegra sabía que el fiasco habría sido quedarse.
Por suerte era libre, se dijo firmemente. Era libre y feliz.
Allegra se alejó del espejo. Había sobrevivido a la boda de Daphne, escabulléndose casi todo el tiempo para que no pudieran acorralarla con preguntas. No estaba de ánimo para hacer relaciones sociales. Estaba un poco melancólica y no tenía ganas de charlar, reír y bailar.
Había ido por Daphne y su tía Barbara, a quienes quería, pero su relación con su tío George siempre había sido tensa.
Apenas había hablado con su tío en los siete años que llevaba en Londres. Ella se había refugiado brevemente en casa de su tío cuando había huido de Italia, y las escasas conversaciones que había tenido con él habían sido, como poco, incómodas.
Allegra se irguió y salió del aseo. Había sido un día agotador. Había estado corriendo todo el día en el hospital, atendiendo caso tras caso sin esperanza. No había habido ninguna tregua. Aquel día, no.
El banquete se celebraba en la sala Orchid Room, con sus paredes pintadas de delicado azul y su techo ornamentado. Habían contratado a un cuarteto de cuerda que se encontraba cerca de la pista de baile, y los camareros circulaban con bandejas con entremeses y burbujeante champán.
Allegra miró a la resplandeciente gente y alzó la barbilla. No estaba acostumbrada a aquello. Ella no iba a fiestas.
La última fiesta a la que había asistido, una fiesta como aquélla, con toda la sociedad presente, había sido la de su compromiso. Ella había llevado un vestido rosa vaporoso y unos zapatos de tacón de aguja que le habían hecho daño en los pies. Pero había estado tan feliz… Tan excitada.
Allegra agitó la cabeza para borrar aquel pensamiento, aquel recuerdo.
¿Por qué permitía que aquellos recuerdos penetrasen su memoria como fantasmas de otra vida?
¿Por qué se acordaba de aquellos días en aquel momento?
Debía de ser por la boda de su prima, pensó. Era la primera a la que iba después de que hubiera abandonado la suya.
«Olvídalo», se dijo. Y agarró una copa de champán de una de las bandejas que circulaban y se abrió paso entre la gente. La boda de su prima estaba destinada a revolver algunos recuerdos desagradables. Por eso se sentía así.
Allegra tomó un sorbo de champán, dejó que las burbujas le hicieran cosquillas en la garganta y miró a la multitud.
–Allegra… Me alegro tanto de que hayas podido venir…
Allegra se dio la vuelta y vio a su tía Barbara, sonriendo. Llevaba un vestido color lima.
Allegra le sonrió cálidamente.
–Yo también me alegro de estar aquí –respondió ella, no muy sinceramente–. Me alegro tanto por Daphne…
–Sí… Serán muy felices, ¿no crees? –contestó su tía, mirando a su hija, que estaba charlando y sonriendo a su marido, quien le rodeaba los hombros con su brazo.
–Me temo que no sé mucho sobre el novio –dijo Allegra, tomando otro sorbo de champán–. ¿Su nombre es Charles, no?
–Charles Edmunds. Se conocieron en el trabajo. Sabes que Daphne ha sido secretaria en Hobbs and Ford, ¿no?
Allegra asintió.
Aunque su tío no quería que Allegra siguiera manteniendo contacto con su familia, aún hablaba por teléfono con Barbara muy de vez en cuando, y Daphne había desafiado a su padre varias veces quedando con Allegra para comer.
Allegra se había enterado en uno de esos encuentros de que Daphne tenía un trabajo como secretaria en una empresa de publicidad, a pesar de su evidente falta de cualificaciones. Las de su padre, al parecer, habían sido suficientes.
–Me alegro por ellos –dijo Allegra, mirando a Charles sonreír a su esposa.
Luego lo vio mirar el salón con una mirada fría, de hierro. ¿Estaría buscando contactos de negocios? ¿Socios?, se preguntó Allegra cínicamente.
Charles Edmunds era un hombre como la mayoría de ellos: frío, ambicioso, al acecho.
–¡Barbara! –exclamó su tío con voz cortante entre la gente. Ambas, Allegra y su tía se pusieron tensas mientras George Mason caminaba hacia ellas, con gesto de desagrado mientras miraba a su sobrina.
–Barbara, deberías ocuparte de los invitados –ordenó a su mujer.
Barbara dedicó una leve sonrisa de disculpa a Allegra. Ésta se la devolvió.
–Me alegro de verte, Allegra –murmuró Barbara–. No te vemos a menudo –agregó con desafío delante de su esposo.
George la conminó a marcharse, y Barbara se marchó.
Hubo un momento de tenso silencio, y Allegra se preguntó qué podía decirle a un hombre que hacía siete años la había echado de su casa. Las pocas veces que lo había visto desde entonces, en excepcionales ocasiones familiares, se habían evitado.
Ahora estaban cara a cara.
Su tío estaba igual que siempre, pensó mientras lo miraba distraídamente. Delgado, con el pelo cano, bien vestido, perfecto. Ojos fríos y boca prieta. Nada de humor.
–Gracias por invitarme, tío George –dijo finalmente Allegra–. Ha sido un detalle de tu parte…
–Tenía que invitarte, Allegra –respondió George–. Eres familia, aunque no te hayas comportado como tal en los últimos siete años.
Allegra tuvo que contenerse para no responderle. No había sido ella quien lo había echado, ni quien había hecho difícil el contacto con su familia.
El salir huyendo había sido su único delito, y su tío no dejaba de recordárselo.
Porque huyendo lo había avergonzado. Allegra todavía recordaba la furia de su tío cuando ella había aparecido, aterrada y agotada, en su casa.
–Puedes quedarte esta noche –le había dicho–. Pero luego te tienes que marchar.
–Tu tío tiene negocios con Stefano Capozzi –le había explicado su tía, desesperada por que lo comprendiese y no lo juzgase–. Si sabe que te ha refugiado, Capozzi podría hacerle la vida muy desagradable, Allegra. Y hacérnosla a todos.
Había sido una visión desagradable de su ex prometido. Ella se había preguntado entonces si Stefano la perseguiría, si le haría desagradable la vida.
Pero no lo había hecho. Y que ella supiera, no le había hecho la vida imposible a su tío.
Ella a veces se preguntaba si aquélla no habría sido una excusa conveniente para que su tío se desentendiera de ella, sobre todo porque su huida había sido seguida rápidamente por la de su madre.
Su madre… Otra persona a la que Allegra no quería recordar.
–Yo necesité ayuda y tú me la diste. Y por ello te estaré eternamente agradecida –dijo Allegra.
–Y me lo demostrarás alejándote de mi vida –dijo George fríamente–. Y de la de Daphne. Tu prima ya está bastante nerviosa como para que tú…
Allegra sintió rabia.
–Ciertamente no quiero causar ningún malestar a mi prima. Saludaré y me iré lo antes posible.
–Bien –respondió él escuetamente antes de irse.
Allegra se irguió orgullosamente. Se sintió como si todo el mundo la mirase, condenándola, aunque ella sabía que no le importaba a nadie.
Excepto a su tío y a su familia.
Pasó un camarero y Allegra dejó la copa sin probar apenas.
Murmuró unas excusas mientras se movía por entre la gente y buscó un rincón del salón donde ocultarse, detrás de una palmera.
Respiró profundamente y miró a la gente. Nadie le estaba prestando atención, lo sabía, porque ella no era importante. Su marcha de Italia hacía siete años era escaso motivo de preocupación o de cotilleo en aquel momento.
Ella había estado apartada de la alta sociedad en los últimos años. Tenía dos trabajos para pagarse los estudios y vivía lejos, muy lejos, de aquella multitud glamurosa y su estilo de vida.
No obstante, a la gente que la conocía, a la que se suponía que la quería… Aún le afectaba lo que había sucedido hacía siete años. Y siempre sería así.
Pero aquello no tenía relevancia en su nueva vida, una vida que le gustaba. Marchándose aquella noche de hacía siete años, ella había ganado su libertad, pero el precio había sido muy alto.
Había sido un precio que había merecido la pena.
La música se fue apagando y Allegra vio que todo el mundo volvía a sus mesas. Iban a servir la cena.
Suspiró nuevamente y se acercó a la gente para encontrar la tarjeta con su nombre en las mesas. La habían puesto con un grupo que parecía tan incómodo como ella. Familiares distantes, que significaban una vaga incomodidad, compañeros de trabajo y amigos que había que invitar aunque no eran piezas fundamentales en la deslumbrante fiesta que George Mason había organizado para su hija.
Una terapeuta a través del arte con un pasado de poca reputación caía en esa categoría, pensó Allegra.
Saludó con un murmurado «hola» y ocupó su sitio entre una mujer entrada en carnes y un hombre de negocios.
La comida pasó entre conversaciones afectadas y silencios incómodos.
Y Allegra se preguntó cuánto tiempo más tendría que aguantar allí.
Quería ver a Daphne, pero con su marido al lado no creía que pudieran tener una conversación en confianza.
Recogieron los platos y su tío se puso de pie para hablar. Halagó a Charles Edmunds e hizo bromas sobre los negocios.
Poco después la música empezó a sonar otra vez, y Allegra se excusó de la mesa antes de que nadie pudiera sacarla a bailar. El ayudante de la oficina de Charles la había estado mirando con interés, y ella no tenía ni el más mínimo en él.
Allegra pasó por entre la gente.
Daphne estaba al lado de su marido, reluciente.
–Hola, Daphne… –dijo Allegra.
Su prima, con quien había pasado entrañables veranos en Italia, ahora la miraba preocupada.
–H… Hola, Allegra –dijo Daphne después de un momento, volviendo su mirada hacia su marido–. ¿Conoces a Charles?
Charles Edmunds sonrió fríamente.
–Sí, tu prima vino a nuestra fiesta de compromiso. ¿No lo recuerdas, cariño?
Charles lo dijo como si ella hubiera estropeado la fiesta.
–Daphne, sólo quería felicitarte –dijo Allegra–. Me temo que tendré que irme temprano…
–Oh, Allegra… –Daphne la miró con un gesto de alivio y de pena a la vez–. Lo siento…
–No te preocupes, estoy cansada de todos modos. He tenido un día agotador.
–Gracias –susurró Daphne.
Y Allegra se preguntó por qué le daba las gracias su prima. ¿Por haber ido? ¿Por marcharse pronto? ¿O simplemente por no haber hecho una escena?
Como si ella hiciera escenas. Una sola vez había hecho una, y no tenía intención de volver a hacerlo.
–Adiós –murmuró, y rápidamente le dio un beso a su prima en su fría mejilla.
Fue al vestíbulo y se dirigió al guardarropa. Entregó el número a la mujer y esperó a que ésta encontrase su abrigo barato entre los lujosos chales y abrigos.
–Aquí tiene, señorita.
–Gracias.
Estaba por ponérselo cuando oyó una voz, una voz segura y fría que penetró sus sentidos, su memoria y su alma.
Todos los recuerdos se despertaron al oírla.
–Hola, Allegra –dijo Stefano.