Capítulo 1

 

 

 

 

 

CANDIDA, ven a sentarte a mi lado –Rick Dawson acercó una silla a la enorme mesa de caoba y ella sonrió, agradecida, sabiendo que en aquella fiesta seguramente no conocería a nadie más que a los anfitriones, Rick y su mujer, Faith.

Aunque estaba acostumbrada a hablar con extraños en su trabajo como diseñadora de interiores, las ocasiones sociales eran otra cuestión y siempre le rezaba a su ángel de la guarda para que le echase una mano.

Aquélla iba a ser una cena muy sofisticada, con todos los invitados de etiqueta, pero el ambiente era informal y la charla y las risas llenaban la espaciosa habitación. Era un alivio estar sentada y no tener que sujetar la copa de vino y el plato a la vez, como en esas cenas estilo bufé que tanto odiaba. Además, las sandalias de tacón empezaban a hacerle daño.

–En caso de que alguien se lo pregunte –empezó a decir Faith, dirigiéndose a los invitados– tenemos un catering haciendo los honores esta noche, así que no tenéis que preguntarme cómo consigo dar de cenar a treinta personas y cuidar de una niña de dos años al mismo tiempo.

Candida y Faith se miraron con una sonrisa de complicidad. En las pocas ocasiones en las que había llevado a Emily con ella a Farmhouse Cottage durante las tareas de decoración, el trabajo había sido bastante más difícil. Pero, al fin, habían terminado y aquella cena era para celebrar el resultado.

Y la silla de su derecha estaba desocupada, de modo que alguien debía de haber cancelado a última hora.

Rick le sonrió.

–¿En qué proyecto estás trabajando? –le preguntó, mientras llenaba su copa–. ¿Sigues tan ocupada como siempre?

–Nada tan grande como esta casa –sonrió Candida–. Algunos retoques en una que ya había terminado y algún presupuesto.

El hecho era que aquel edificio del siglo XIV en el que los Dawson se habían gastado una fortuna había sido uno de sus proyectos más importantes. Faith, una mujer bajita y rubia llena de energía, pareció sentirse aliviada cuando Candida tomó la iniciativa. Desde su primer encuentro se habían caído bien y su actitud hacia ella era casi maternal, aunque ninguna de las dos había llegado a los treinta.

Cuando una joven camarera empezaba a servir el primer plato se oyó un portazo y Faith soltó su tenedor, fingiéndose indignada.

–Desde luego… los hermanos son los invitados más desconsiderados. Le dije que no llegase tarde y me prometió que sería bueno.

Todos parecían conocer al recién llegado y hubo un murmullo general de bienvenida, pero el hombre fue directamente hacia Faith y le dio un abrazo de oso.

–Lo siento, Faith… Rick –la profunda voz masculina, tan rica como el chocolate derretido, resonó por toda la habitación–. Me han retenido. No ha sido culpa mía, en serio.

–Nunca es culpa tuya, ¿verdad, Maxy? –sonrió Faith–. Venga, siéntate al lado de Candida y muéstrate sociable por una vez en tu vida.

De modo que la silla vacía que había a su lado era para Maxy, pensó Candida.

–Hola, soy Max. Y creo que tú eres la mujer del momento… ¿Candida Greenway?

–No, soy Candy –lo corrigió ella, sintiéndose de repente nerviosa y aprensiva. Debía de ser porque últimamente no tenía mucha costumbre de ir a fiestas. Por no decir que ya había bebido dos copas de vino con el estómago vacío. Y seguramente por eso le tembló un poco la mano al tomar su copa.

Max, que era un hombre muy alto y de gran envergadura, tenía el sitio justo en la tapizada silla y Candida lo miró con curiosidad. De modo que aquél era el hermano de Faith. No había ningún parecido entre ellos… y Faith nunca lo había mencionado. Llevaba el pelo más bien largo y un flequillo rebelde caía sobre su frente, amenazando con tapar sus bien definidas cejas. Cuando la miró, Candida se puso colorada, sus ojos de color ámbar respondiendo instintivamente a los sensuales ojos negros del hombre.

–He oído hablar mucho de ti. Mi hermana parece tu Relaciones Públicas –Max abrió la servilleta y la colocó sobre sus rodillas–. Por lo que me ha dicho, te has hecho cargo de todo –tenía una sonrisa de dientes muy blancos en contraste con lo bronceado de su piel, pero a Candida le costó trabajo devolverle la sonrisa.

Había algo en la actitud de aquel hombre que resultaba condescendiente y superior, dos cualidades que a ella no le gustaban nada. Aparecer tan tarde, cuando el resto de los invitados ya estaban a punto de empezar a cenar, era imperdonable. Y entrar dando un portazo había sido casi como un redoble de tambores.

Se sentía incómoda a su lado. Max tenía una expresión decidida y una masculinidad un poco demasiado agresiva que la hacía sentir extrañamente vulnerable. Una pena que fuese el hombre más guapo de la fiesta. Aunque a ella le daba igual.

Pero cuando levantó su copa, él inmediatamente tomó la suya para brindar.

–Por nosotros –dijo, antes de tomar un trago. Luego se quedó mirándola, estudiando el rostro ovalado, la nariz respingona, los labios generosos. Estaba más bien seria, pensó, pero su largo pelo castaño sujeto en un moño alto debía de ser precioso cuando lo llevara suelto.

–¿Te gustan estas reuniones? –le preguntó–. Yo las odio.

–Pero si Faith es tu hermana…

–Sí, Faith y Rick son los únicos a los que me apetece ver –Max tomó cuchillo y tenedor–. Me gusta ese vestido, por cierto. El color te sienta muy bien.

Candida lo miró, atónita. Debería sentirse halagada por el cumplido pero, por alguna razón, no era así. Después de todo, apenas se conocían y no le parecía adecuado que juzgase, bien o mal, lo que llevaba puesto. Aunque fuese la prenda más cara que había comprado nunca. Era de seda, con un escote en pico muy favorecedor, la falda recta hasta la rodilla. Y el color aguamarina le había recordado inmediatamente el color del mar.

En fin, si ella quisiera mostrarse tan abierta como él, podría opinar sobre su atuendo: la camiseta gris de cuello redondo, que destacaba un torso ancho y musculoso, los pantalones de sport y la chaqueta de ante, que había colgado en el respaldo de la silla, no eran precisamente lo más adecuado para la ocasión. Todos los demás hombres llevaban traje de chaqueta y corbata.

–Gracias –dijo, en cualquier caso–. Fue el color lo que me atrajo de él… y afortunadamente me quedaba bien.

–Eso desde luego –sonrió Max, mirándola de arriba abajo–. Parece como si te lo hubieran cosido una vez puesto.

Candida se encogió en la silla, avergonzada. Sabía que el escote era un poco revelador, más de lo que ella acostumbraba a lucir, pero aquel hombre parecía estar desnudándola mentalmente.

Rick se volvió hacia ella con una sonrisa.

–Espero que Max no te esté molestando. Es un cínico, pero no te dejes intimidar. Tiene fama de merendarse a las chicas jóvenes.

Candida sonrió.

–No creo que yo sea de su gusto. Y no te preocupes, soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.

–Seguro que sí –Rick se volvió hacia Max–. ¿Por qué no has venido con Ella? Faith me dijo que no vendría esta noche.

–Bueno, ya conoces a Ella. Tiene por costumbre hacerme saber cuándo se ha hartado de mi compañía. Se ha ido a pasar unos días con Jack y Daisy porque estaba cansada de Londres. Os pido disculpas en su nombre.

Después de eso, ayudados por la buena comida y el mejor vino, la conversación fluyó con facilidad. Aunque Max tenía la costumbre de hacer girar la conversación en torno a ella y su vida, sin desvelar nada sobre sí mismo. Lo único evidente era que adoraba a su hermana y su sobrina.

–Siempre he sido muy protector con Faith –admitió–. Tiene doce años menos que yo, debe de ser por eso. Pero estaba en el instituto cuando nuestros padres murieron inesperadamente, uno después del otro, y fue un momento muy difícil para ella.

Max se inclinó hacia delante para pasarle una jarrita de leche y Candida se quedó sorprendida al ver que parecía entristecido por el recuerdo. Debían de haber sido una familia muy unida, pensó.

–Yo todavía tengo a mi padre, por suerte. Y viviendo en nuestra casa de toda la vida.

–¿Y dónde es eso?

–Un pueblo pequeñito en el sur de Gales –sonrió Candida–. Mi madre murió cuando yo tenía diez años y mi padre nunca pudo recuperarse. Yo intenté ocupar su lugar y me quedé en casa durante un tiempo después de terminar los estudios, pero sabía que, si quería encontrar trabajo, tendría que irme a Londres… allí es donde está el dinero. Y creo que ha sido lo mejor para los dos. Mi padre ha hecho un esfuerzo por rehacer su vida… se ha unido al coro local y sale mucho más que antes. Y como ahora es más independiente, me siento más tranquila. Aunque hablamos por teléfono continuamente y voy a visitarlo tantas veces como puedo.

–¿Dónde vives y con quién?

Esa pregunta tan directa la pilló por sorpresa. Qué hombre tan grosero. ¿Sería abogado? ¿Alguien acostumbrado a interrogar a la gente? Desde luego, era de los que iban al grano.

–A las afueras de Londres, en un edificio victoriano convertido en apartamentos… y no vivo con nadie.

Se había separado de Grant seis meses antes. Habían sido pareja durante más de un año y la ruptura seguía doliéndole. Y no quería recordarla.

–Ah, qué pena. Debería haber alguien para abrocharte ese vestido –dijo Max con una sonrisa burlona.

–Soy perfectamente capaz de abrocharlo yo sola –replicó Candida, un ligero rubor coloreando su piel aceitunada. Hacer comentarios personales era algo que, obviamente, a aquel hombre se le daba bien.

La cena había terminado y todos los invitados se levantaron de la mesa. Los que no habían visto la casa tuvieron una oportunidad de hacerlo y algunos llevaron a Candida aparte para preguntarle dónde había conseguido las baldosas para los cuartos de baño o esas cortinas tan originales. Incluso le pidieron que fuera a un par de casas para hacer sugerencias.

Faith estaba en lo cierto cuando le dijo que habría muchas personas interesadas en contratarla. Aunque cuántos de ellos le encargarían de verdad un proyecto de decoración era otra cosa. Había aprendido mucho sobre la naturaleza humana y lo más normal era que se echaran atrás después de evaluar los costes. En cualquier caso, estaba encantada de contestar a sus preguntas.

En un momento determinado miró alrededor y se dio cuenta de que la habitación había quedado prácticamente desierta. Desde luego, su compañero de mesa no estaba por ninguna parte. Seguramente no le apetecía charlar sobre cosas mundanas y, además, se alegraba de que se hubiera ido.

Rick lo había descrito como un cínico y Candida imaginaba que no era la clase de hombre que soportaba tonterías fácilmente. Ella no era tonta pero, por alguna razón, se sentía insignificante a su lado.

Después de un rato se apartó del pequeño grupo con el que estaba charlando y se acercó al estudio de Rick que, seguramente, estaría vacío. Necesitaba un descanso. Le faltaba práctica en ese tipo de reuniones, pensó. ¿Por qué no estaba en casa, a salvo bajo su edredón, tan suavecito?

Cerró la puerta del estudio y, sin encender la luz, se acercó al enorme sillón de Rick, frente a la ventana. Pero de repente…

–Ah, ¿tú también querías escapar? Tu perfume te ha delatado, Candida. Ven, hay sitio para los dos.

Ella se sobresaltó.

–Ah, lo siento… no sabía… quería estar sola un momento…

–La misma idea que yo –Max se levantó inmediatamente–. Venga, es tu turno. Es el mejor sillón de la casa y yo llevo aquí media hora –dijo, tirando de ella para obligarla a sentarse.

–Es que… las sandalias me están matando.

Antes de que pudiera quitárselas, Max se inclinó para hacerlo.

–Creo que las mujeres se merecen una medalla por ponerse estas cosas –murmuró, mirándolos de cerca–. Son muy bonitas, claro, pero… ¿con esto puedes andar?

–Sí, a veces –admitió ella–. Pero quedaban muy bien con el…

–¿Con el vestido? Sí, eso es verdad.

Candida se apoyó en el respaldo del sillón y, de repente, sintió las manos de Max masajeando sus pies. Era una delicia y no pudo evitar dejar escapar un suspiro de alivio… y placer.

–Qué maravilla. ¿Dónde has aprendido a hacerlo?

Max no contestó y ella dejó que siguiera dándole el masaje durante unos minutos, observando la oscura cabeza, sus dedos largos y bronceados. Cuando presionó con fuerza la planta del pie se vio obligada a arquearlo, dejando escapar un pequeño grito de dolor.

–¡Ay!

–¿Te he hecho daño?

–No, no, la verdad es que me resulta muy agradable.

De repente, él dejó de hacer lo que estaba haciendo y se levantó para mirar por la ventana, con las manos en los bolsillos.

–Le envidio esta casa a mi hermana. Es un sitio maravilloso para tener niños.

Candida lo miró, preguntándose qué clase de mujer sería su esposa. Por el comentario que había hecho a Rick antes, Ella debía de ser una mujer de carácter, afortunadamente. Porque Max parecía un imperioso y dominante miembro del sexo opuesto… aunque había sido increíblemente amable dándole un masaje en los pies.

De repente se abrió la puerta y Rick entró en el estudio.

–¡Seymour! Ah, aquí estás. Me preguntaba dónde demonios te habrías metido –entonces se fijó en Candida–. Ah, bien, Candida. Espero que Max haya cuidado de ti. Vamos, están sirviendo el coñac…

Pero Candida estaba perpleja, incapaz de moverse. ¿Cómo había llamado a su cuñado? ¿Seymour? ¿Era «Maxy» el Maximus Seymour de infausto recuerdo? No oyó una palabra de la conversación que tenía lugar entre los dos hombres porque sus pensamientos, como fuegos artificiales, explotaban uno tras otro en su cabeza.

Pero sí… ahora por fin reconocía el rostro de Max; un rostro que aparecía en su columna del periódico. Ahora entendía el inmediato antagonismo que había sentido al verlo. Había sido su inconsciente alertándola.

Era Maximus Seymour, famoso escritor y crítico literario, cuya madre antes que él había sido una prolífica autora de biografías y novelas históricas. Aunque parecía un poco mayor que en la fotografía de su columna que, evidentemente, había sido tomada unos años antes.

Prácticamente encogiéndose en el asiento, Candida se preguntó cómo iba a poder soportar el resto de la velada. En una fracción de segundo, todo había cambiado… a peor. Y su único pensamiento era salir de allí.

Porque, aunque no se habían visto nunca, Maximus Seymour era quien le había robado… sí, robado, su gran deseo, el sueño de su vida. Y, pasara lo que pasara, ahora y en el futuro, lo odiaría mientras viviera.