Siete años antes…
Al día siguiente era su boda, un día de vestidos de encaje y besos, de magia, de promesas, de alegría.
Allegra se puso la mano en el corazón. Fuera de la villa toscana, había caído la noche, posándose sobre las colinas púrpuras y trepando por los olivos.
Dentro, una lámpara dibujaba siluetas de luz y sombras. Allegra miró la habitación de su niñez: las almohadas rosas y los ositos de peluche apretados en su estrecha cama de niña, los libros infantiles prestados por sus primos ingleses, sus dibujos de pequeña enmarcados por su niñera, y por último, su vestido de novia.
Se rió de alegría. ¡Se iba a casar!
Había conocido a Stefano Capozzi hacía trece meses, en la fiesta en que celebraba su cumpleaños número dieciocho. Lo había visto cuando bajaba las escaleras con sus tacones de aguja nuevos. Él había estado esperando con sus ojos color ámbar llenos de promesas, y le había extendido una mano.
Ella había tomado su mano tan naturalmente como si lo conociera, como si hubiera esperado que él estuviera allí. Cuando él la había invitado a bailar, ella simplemente había ido a sus brazos.
Había sido tan fácil…
Y desde entonces no había habido ningún problema. Stefano le había pedido salir un montón de veces, a restaurantes y al teatro y a algunas fiestas locales. Le había escrito cartas desde País y Roma, cuando había estado de viaje por motivos de negocios, y le había enviado flores…
Y luego le había pedido que se casara con él, que fuera su esposa.
Ella se rió tontamente al pensarlo.
Oyó unas voces por la ventana y miró.
Una pareja se estaba besando apasionadamente. Él le estaba besando el cuello a ella. Stefano nunca la había besado así, pensó.
Siempre se había comportado muy caballerosamente con ella. Cuando la había besado había sido castamente, casi fraternalmente. Sin embargo el roce de sus labios la había hecho estremecer…
Sintió un calor en las mejillas y deseó ver a Stefano. Quería decirle… ¿qué?
¿Que lo amaba? Nunca se lo había dicho. Ni él tampoco. Pero eso no importaba. Seguramente él lo adivinaba en sus ojos cada vez que lo miraba. Y en cuanto a Stefano… ¿Cómo iba a dudarlo ella? Él la invitaba a salir, la cortejaba como un trovador. Por supuesto que Stefano la amaba.
No obstante ella quería verlo, hablarle, tocarlo.
Sintió que se ponía colorada, y se apartó de la ventana.
Una sola vez había visto a Stefano sin la camisa, cuando habían ido todos a nadar al lago. Y ella había visto su pecho desnudo, bronceado y musculoso, y luego había apartado la mirada.
Y sin embargo al día siguiente se iban a casar. Iban a ser amantes. Aun ella, educada en un internado de monjas, lo sabía.
Su mente intentó desviarse de las implicaciones, de las imposibilidades. Las imágenes que conjuraba su cerebro estaban borrosas, extrañas.
No obstante quería verlo. En aquel momento.
Stefano era una persona a la que le gustaba la noche. No creía que estuviera en la cama. Estaría abajo, en el estudio de su padre o en la biblioteca, leyendo alguno de sus viejos libros.
Intentaría encontrarlo.
Allegra tomó aliento y abrió la puerta de su dormitorio y caminó por el pasillo. El aire de septiembre era fresco, aunque tal vez fuera que ella estaba acalorada.
En el vestíbulo oyó voces desde la biblioteca.
–A esta hora, mañana, tendrás a tu esposa –dijo su padre, Roberto. Parecía muy satisfecho.
–Y usted tendrá lo que quiere –respondió Stefano.
Y Allegra se estremeció al oír su voz, fría, indiferente, distante.
Ella jamás lo había oído hablar en semejante tono.
–Sí. Éste es un buen trato de negocios para ambos, Stefano, hijo…
–Sí, lo es –dijo Stefano–. Me alegro de que usted se haya acercado a mí.
–Y no ha sido mal precio, ¿no? –agregó Roberto riéndose.
Allegra se estremeció al oír el tono de voz de su padre al hablar de ella.
–La madre de Allegra la ha criado bien –continuó Roberto–. Cuando te haya dado cinco o seis bambinos la puedes tener en el campo –se rió otra vez su padre–. Ella sabrá cuál es su lugar. Y yo conozco a una mujer en Milán… es muy buena.
–¿Sí?
Allegra no podía creerlo.
¿De qué estaban hablando?
«Arreglo de negocios», un trato, un éxito. Una mujer a la venta.
Estaban hablando de su matrimonio, pensó ella.
–Sí, lo es. Hay muchos placeres para el hombre casado, Stefano.
Stefano respondió con una risa.
–Eso creo.
Allegra cerró los ojos. Se sentía mareada.
Tomó aliento y trató de serenarse. Debía confiar. Debía haber alguna razón para que Stefano dijera aquellas cosas. Si ella se lo preguntaba, todo se aclararía. Todo volvería a ser igual.
–¡Allegra! ¿Qué estás haciendo aquí?
Ella abrió los ojos.
Stefano estaba delante de ella, con cara de preocupación, ¿o era disgusto?
–Yo… No podía dormir.
–¿Demasiado excitada, fiorina? –sonrió Stefano.
Y ella se preguntó si lo que veía en él era arrogancia en lugar de ternura.
–En menos de doce horas seremos marido y mujer. ¿No puedes esperar a entonces para verme? –Stefano le agarró la mejilla con la mano, y deslizó su pulgar para acariciarle los labios. La boca de ella se entreabrió involuntariamente y la sonrisa de Stefano se hizo más profunda–. Vete a la cama, Allegra. Sueña conmigo.
Stefano bajó la mano y se marchó, sin hacerle caso.
Allegra lo observó marcharse.
–¿Me amas? –preguntó torpemente Allegra.
En cuanto hizo la pregunta deseó haberse tragado las palabras. Porque habían sonado desesperadas, implorantes, patéticas.
Sin embargo era una pregunta razonable, ¿no? Se iban a casar.
Pero al ver el gesto de Stefano, la tensión de su cuerpo, ella sintió que no lo era.
–¿Allegra? –preguntó suavemente.
–Os he oído a papá y a ti… –susurró ella.
La expresión de Stefano cambió, y ella vio su mirada dura.
–Negocios, Allegra, negocios entre hombres. No es nada que tenga que preocuparte a ti.
–Parecía… Parecía tan…
–¿Tan qué?
–Frío –respondió ella.
Stefano alzó las cejas.
–¿Qué intentas decirme, Allegra? ¿Te has arrepentido?
–¡No! Stefano, sólo me preguntaba… las cosas que has dicho…
–¿Dudas de que te cuide? ¿De que te proteja y te dé lo que necesites? –preguntó él.
–No –dijo rápidamente Allegra–. Pero, Stefano, yo quiero más que eso. Quiero…
Él agitó la cabeza.
–¿Qué más?
Allegra lo miró sorprendida. Ella quería mucho más. Esperaba amabilidad, respeto, honestidad. El compartir la alegría y la risa, así como las tristezas y el dolor. Apoyarse mutuamente.
Pero ella vio la frialdad de Stefano, y supo que él no estaba pensando en esas cosas.
No existían para él.
–Pero Stefano…
Stefano alzó una mano para que no continuase.
–¿Me estás cuestionando el tipo de hombre que soy? –dijo finalmente él con tono despiadado.
–¡No! –exclamó Allegra, sintiendo que realmente sí lo estaba haciendo.
Y él lo sabía.
Stefano se quedó en silencio un momento, mirándola.
Y ella se dio cuenta de que él la trataba como a una niña a la que había que castigar o aplacar.
Y entonces se dio cuenta de que él siempre la trataba así. No como a una mujer o a una esposa.
–Vete a la cama, Allegra –él le quitó un mechón de pelo de la cara y se lo puso detrás de la oreja. Luego le acarició la cara–. Ve a la cama, novia mía. Mañana es nuestra boda. Un nuevo comienzo para nosotros.
–Sí… –susurró ella.
Aunque para ella aquello era más bien un fin.
–No tengas miedo.
Ella asintió. Se dio la vuelta y subió la escalera corriendo.
–¡Allegra! –oyó llamarla a su madre, Isabel.
–No… podía dormir –dijo Allegra entrando en su dormitorio.
Su madre la siguió.
–¿Qué ocurre? –le preguntó–. ¡Ni que hubieras visto a un fantasma!
–No ocurre nada –dijo Allegra rápidamente–. No podía dormir y he ido a beber un vaso de agua.
Isabel arqueó una ceja, y Allegra se puso nerviosa. No tenía miedo a su madre, pero no podía evitar ponerse nerviosa. Después de toda una vida de niñeras y colegios interna, a veces se preguntaba si la conocía.
Su madre observó su aspecto.
–¿Has visto a Stefano? –preguntó con tono inquisidor.
Allegra agitó la cabeza.
–No, no lo he visto.
–¡No me mientas, Allegra! –Isabel le agarró la barbilla con la mano–. Nunca has podido mentirme. Lo has visto. Pero, ¿qué ha sucedido? –y luego agregó con tono cruel–. ¿Se ha estropeado el cuento de hadas, hija mía querida?
Allegra no comprendía qué quería decir su madre, pero no le gustaba su tono. Aun así, se sentía atrapada, indefensa. Y sola.
Y necesitaba confiar en alguien, aunque fuera su madre.
–He visto a Stefano –susurró Allegra, reprimiéndose las lágrimas.
–¿Y? –preguntó su madre después de una pausa.
–Lo oí hablar con papá –Allegra cerró los ojos y agitó la cabeza.
–¿Y? –preguntó su madre impacientemente.
–¡Ha sido todo un acuerdo de negocios! Stefano no me ha amado nunca.
Su madre la miró con frialdad.
–Por supuesto que no.
Allegra se quedó con la boca abierta mientras le robaban otra ilusión.
–¿Tú lo sabías? ¿Lo has sabido siempre? –preguntó Allegra.
Pero mientras lo hacía se preguntaba de qué se sorprendía. Su madre nunca había sido su confidente, y no parecía disfrutar de su compañía. ¿Por qué no iba a estar al tanto de todo? ¿Por qué no iba a ser parte del sórdido trato de entregar una esposa, de vender una hija?
–Oh, Allegra, eres tan niña… –dijo Isabel–. Por supuesto que yo lo sabía. Tu padre vio a Stefano antes de tu dieciocho cumpleaños y le sugirió la boda contigo. Él necesita nuestras conexiones sociales, y nosotros, su dinero. Ése fue el motivo de que viniera a tu cumpleaños. Ése ha sido el motivo de que tuvieras una fiesta.
–¿Sólo para que lo conociera?
–Para que él te conociera –la corrigió Isabel–. Para que viera si tú eras apropiada. Y lo eras.
Allegra dejó escapar una risa salvaje.
–¡Yo no quiero ser apropiada! ¡Quiero ser amada!
–¿Como Cenicienta? –preguntó su madre con amargura–. ¿Como Blancanieves? La vida no es un cuento de hadas, Allegra. No lo ha sido para mí ni lo será para ti.
Allegra se apartó.
–Tampoco estamos en la Edad Media –respondió Allegra con voz temblorosa–. Hablas de esto como… si la gente pudiera vender novias…
–Las mujeres como nosotras, bien situadas, ricas, tenemos que aceptar estas cosas. Stefano parece un buen hombre. Sé agradecida.
«Parece», pensó Allegra. Pero, ¿lo era?
Se dio cuenta de que no lo conocía en absoluto.
–Es un hombre honorable –agregó Isabel–. Te ha tratado bien hasta ahora, ¿no es así? –hizo una pausa–. Podría ser peor.
Allegra se giró a mirar a su madre, su fría belleza transformada por un momento por el odio y la desesperación. Pensó en las palabras de su padre: «Conozco a una mujer en Milán», y se estremeció interiormente.
–¿Como te ha sucedido a ti? –preguntó en voz baja.
Isabel se encogió de hombros.
–Como tú, yo no tuve elección.
–Papá habló… Stefano dijo cosas…
–¿Sobre otra mujer? –Isabel adivinó con una risa dura–. Te alegrarás de ello al final.
–¡Nunca! –exclamó Allegra.
–Créeme –contestó Isabel.
Allegra sintió la necesidad de preguntar:
–¿Has sido feliz alguna vez?
Isabel se encogió de hombros otra vez, cerró los ojos un momento.
–Cuando llegaron los bambinos…
Sin embargo su madre no había parecido disfrutar de su papel de madre. Allegra era hija única y había sido criada con niñeras e institutrices toda la vida, hasta que había ido al colegio interna.
¿Sería suficiente la esperanza de hijos para soportar un matrimonio frío sin amor? ¿Un matrimonio que ella había creído que era, hasta hacía un momento, la culminación del amor?
–No puedo hacerlo.
Su madre le dio un bofetón. Allegra se quedó en estado de shock. Era la primera vez que le pegaban.
–Allegra, te vas a casar mañana.
Allegra pensó en la iglesia, en la comida, en los invitados, las flores… Los gastos.
Pensó en Stefano.
–Mamá, por favor –susurró ella con la mano en la cara, usando un tratamiento que sólo había usado de pequeña–. No me obligues.
–No sabes lo que dices –respondió Isabel–. ¿Qué puedes hacer, Allegra? ¿Para qué te han preparado además de para casarte y tener hijos, planear menús y vestirte elegantemente? ¿Eh? ¡Dime! ¡Dime! –la voz de su madre se alzó, furiosa–. ¿Qué?
Allegra miró a su madre, con la cara pálida.
–Yo no tengo por qué ser igual que tú –susurró.
–¡Ja! –Isabel se apartó.
Allegra pensó en las palabras de Stefano, en sus pequeños regalos, y se preguntó si todo había sido calculado.
La había comprado como a una vaca o a un coche, como a un objeto para ser usado.
A él no le había importado lo que pensara ella. Ni siquiera se había molestado en decirle la verdad sobre su matrimonio, la verdad de su cortejo.
Allegra sintió que algo se cristalizaba en su interior, y entonces comprendió.
Ahora comprendía lo que era ser una mujer.
–No puedo hacerlo –dijo serenamente–. No lo haré –agregó sin temblar.
Su madre se quedó en silencio un momento. Allegra no pudo evitar sentir esperanza. Pero no quería ilusionarse demasiado. ¿Cómo iba a ayudarla su madre, una mujer que la había ignorado y apenas le había dedicado tiempo?
Finalmente Isabel dijo:
–Si este matrimonio no sigue adelante destruirás a tu padre. Totalmente –agregó con tono de satisfacción.
–Me da igual –dijo Allegra–. Él me ha destruido manipulándome, ¡dándome!
–¿Y Stefano? –preguntó Isabel–. Se sentirá humillado.
Ella había creído que lo había amado, ¿o se había sentido fascinada por el cuento de hadas como había dicho su madre?
La vida no era así. Ahora lo sabía.
–No quiero montar un espectáculo –susurró Allegra–. Quiero irme sin escándalo. Podría escribirle una carta a Stefano, explicándoselo. Y que tú se la des mañana… Díselo a papá…
–Sí. Eso puedo hacerlo –achicó los ojos Isabel–. Allegra, ¿puedes renunciar a esto? ¿A tu casa, tus amigos, la vida a la que has estado acostumbrada? No se te permitirá volver… Yo no voy a arriesgar mi posición por ti.
Allegra pestañeó al oír la fría advertencia de su madre. Miró su habitación. De pronto todo le pareció tan hermoso y preciado… Tan fugaz. Se sentó encima de la cama abrazada a su osito de peluche. En su mente oía la voz de Stefano, cálida y confiada.
«Mañana es un nuevo comienzo para nosotros».
Tal vez estuviera equivocada. Quizás estuviera reaccionando desproporcionadamente. Si hablase con Stefano y le preguntase…
¿Preguntarle qué? Él no le había dicho que la amaba.
Y no obstante, ¿qué futuro había para ella sin Stefano?
–No sé qué hacer –susurró–. Mamá, no sé… –miró a su madre con los ojos llenos de lágrimas, esperando que aquella vez su madre la tocase, que la consolase. Pero no hubo ningún consuelo de su madre, como jamás lo había habido.
Allegra respiró profundamente.
–¿Qué habrías hecho tú? ¿Si tuvieras la oportunidad de volver en el tiempo? ¿Te habrías casado con papá?
Su madre la miró con gesto duro:
–No.
Allegra se sorprendió.
–Entonces, ¿no ha merecido la pena, al final? Ni con hijos… conmigo…
–Nada vale más que tu felicidad –dijo Isabel.
Allegra agitó la cabeza. Era la primera vez que oía a su madre hablar de felicidad. Siempre hablaba de deber, de familia, de obediencia.
–¿De verdad te importa mi felicidad? –preguntó Allegra con esperanza.
Su madre la miró con frialdad.
–Por supuesto que sí.
–¿Y crees que sería más feliz…?
–Si quieres amor… –la interrumpió Isabel–. Entonces, sí. Stefano no te ama.
Allegra miró a su madre.
–Pero, ¿qué haré? ¿Adónde iré?
–Eso déjamelo a mí –su madre se acercó a ella, le agarró los hombros–. Será difícil. No serás bienvenida en nuestra casa. Yo podré enviarte un poco de dinero, eso es todo.
Allegra se mordió el labio y asintió. Su determinación de actuar como una mujer, de elegir por sí misma, la llevó a aceptarlo.
–No me importa.
–Mi chófer puede llevarte a Milán –continuó Isabel–. Me hará ese favor. Y de ahí puedes tomar un tren a Inglaterra. Mi hermano George te ayudará cuando llegues, pero no mucho tiempo. Después de eso… –la miró a los ojos–. ¿Puedes hacerlo?
Allegra pensó en su vida protegida, jamás había ido sola a ningún sitio, no había tenido planes ni destrezas.
Lentamente dejó el osito de peluche en la cama, junto a su infancia, y alzó la barbilla.
–Sí. Puedo hacerlo.
Con manos temblorosas hizo el equipaje en un solo bolso, mientras su madre la observaba.
Tuvo un momento de debilidad cuando vio en el comodín los pendientes que Stefano le había regalado. Se los había regalado para que los usara con el traje de novia.
Eran lágrimas de diamantes, antiguos y elegantes. Le había dicho que no veía la hora de vérselos puestos. Ahora ella ya no se los pondría.
–¿Estoy haciendo lo que debo? –susurró Allegra.
Isabel se inclinó y cerró la cremallera de su bolso.
–Por supuesto que sí –contestó–. Allegra si pensara que puedes ser feliz con Stefano, te diría que te quedes, que te cases y que intentes tener una buena vida. Pero tú nunca has querido una buena vida, ¿no es verdad? Tú quieres algo grande. El cuento de hadas –sonrió su madre cínicamente.
Allegra se reprimió unas lágrimas.
–¿Y eso está tan mal?
Isabel se encogió de hombros.
–Poca gente consigue el cuento de hadas. Y ahora, escríbele algo a Stefano, para explicarle.
–¡No sé qué decirle!
–Dile lo que me has dicho a mí. Que te has dado cuenta de que él no te ama, y que tú no estás preparada para casarte si no hay amor en el matrimonio –Isabel agarró un papel y un bolígrafo del escritorio de Allegra y se los dio a su hija.
Querido Stefano…, empezó a escribir Allegra, y unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.
–¡No sé qué hacer! –exclamó.
–¡Por el amor de Dios, Allegra! ¡Tienes que empezar a actuar como una adulta! –Isabel le quitó el bolígrafo de las manos–. Mira, yo te diré qué puedes poner…
Isabel le dictó cada una de las palabras mientras las lágrimas de Allegra caían en el papel y corrían la tinta.
–Asegúrate de que la recibe antes de la ceremonia. Así no… –dijo Allegra dándole la carta a su madre, pasándose la mano por las lágrimas.
–Lo haré –Isabel se metió la carta en el bolsillo de su bata–. Y ahora debes irte. Puedes comprar el billete en la estación. Hay dinero en tu bolso. Tendrás que quedarte en un hotel por una noche, por lo menos, hasta que vuelva George.
Allegra abrió los ojos, grandes. Se había olvidado de que su tío se estaba alojando en la villa.
–¿Y por qué no puedo irme directamente con él? –preguntó.
–Eso quedaría fatal. Puedes quedarte en un hotel. Yo le contaré mañana lo que ha sucedido. Ellos estarán de regreso al día siguiente. Y ahora vete, antes de que te vea nadie.
Allegra sintió miedo. Al menos la boda con Stefano le había parecido algo seguro.
¿O habría sido la cosa más peligrosa del mundo, casarse con un hombre que ni la amaba ni la respetaba?
Ahora no se enteraría jamás.
–Mi chófer te está esperando fuera. Es preciso que no te vea nadie –Isabel le dio un leve empujón, lo más cercano a un abrazo que era capaz de dar, y le dijo–: ¡Vete!
Allegra agarró el bolso y se marchó. Su corazón latía tan deprisa que tenía la impresión de que lo escuchaban en toda la villa.
¿Qué estaba haciendo?
Se sentía como una niña traviesa que se estaba escapando. Pero era algo más serio que eso. Mucho peor.
Bajó la escalera sigilosamente. En un escalón crujió la madera, y ella oyó el ronquido lejano de su padre. Bajó de puntillas.
Cuando llegó a la puerta de entrada se encontró con que estaba cerrada con llave.
Por un momento sintió que era una excusa perfecta. Se volvería a la cama y se olvidaría de aquella locura. Cuando se dio la vuelta para volver a su habitación, oyó que la puerta se abría desde afuera. Alfonso, el chófer de su madre, estaba allí, alto, moreno, inexpresivo.
–Por aquí, signorina –susurró.
Allegra miró atrás, con añoranza por su hogar, su vida. No quería dejarla. Pero igualmente la dejaría al día siguiente. Y por una vida peor que aquélla.
Por lo menos ahora ella era la responsable de su destino.
–¿Signorina?
Allegra asintió.
Sin decir nada más, Alfonso le abrió la puerta del coche y Allegra se sentó en él.
Cuando el coche se alejó, ella miró su hogar por última vez, resguardada en la oscuridad. Sus ojos se posaron sobre la buganvilla, las contraventanas pintadas, todo tan querido… Isabel estaba de pie junto a la ventana de arriba, su pálido rostro se veía entre las cortinas, y Allegra vio su cruel sonrisa de triunfo, algo que a Allegra le oprimió el corazón, y la sorprendió.
Unas lágrimas se deslizaron por el rostro de Allegra, y su corazón se le salía del pecho de miedo. Entonces se apretó contra el asiento del coche mientras el vehículo se alejaba del único hogar que había conocido.