Capítulo 3

 

 

 

 

 

STEFANO notó que Allegra se ponía rígida y sus dedos se quedaban quietos encima de los botones de su abrigo barato. Estaba de lado, así que él podía ver su perfil perfecto, la línea de su mejilla, un mechón rubio oscuro que se le escapaba por el cuello.

Stefano había conseguido fácilmente una invitación del solícito Mason, y en principio, había ido allí con la intención de hablarle a Allegra sólo de negocios, para obtener la mejor atención profesional para Lucio. No le había importado el pasado, ni Allegra. Ella era simplemente un medio para un fin.

Pero ahora se había dado cuenta de que la historia entre ellos no podía borrarse tan fácilmente. Tenían que ocuparse del pasado, y rápidamente, fácilmente. O al menos, simular que así era.

Stefano se acercó y le dijo:

–¿No te irás tan pronto, no?

Él vio a Allegra darse la vuelta lentamente y mirarlo sorprendida, casi con temor de verlo allí.

Stefano sonrió y le quitó el abrigo de los hombros.

–¡Cuánto tiempo hace que no nos vemos! –comentó él, reprimiendo los recuerdos y las emociones que evocaban el encuentro.

Allegra lo miró y él vio a la muchacha que había conocido hacía años. Sintió una punzada de pena, ¿o era enfado?

Pero lo que importaba era Lucio. No Allegra.

Stefano sonrió y dijo:

–¿No quieres entrar a la fiesta conmigo?

 

 

Era normal que fuera un shock, pensó Allegra. Pero no había esperado que se sintiese tan afectada al verlo.

Aún se sentía atraída por él, algo que no había imaginado.

Miró con interés, casi con deseo, su elegante traje de seda italiano, su porte distinguido…

–Stefano… –dijo ella finalmente, recomponiéndose–. Sí ha pasado mucho tiempo. Pero en realidad me estaba yendo.

Ella había imaginado una escena como aquélla muchas veces, pero siempre había pensado encontrarse con un Stefano furioso, o indiferente. Jamás lo había imaginado sonriendo, como un viejo conocido que no quería más que conversar un rato y ponerse al tanto de sus vidas.

Pero tal vez eso era lo que eran. Siete años era mucho tiempo. Y además Stefano nunca la había amado. No le había roto el corazón, a diferencia de ella.

–Dame el abrigo, por favor –dijo Allegra intentando que no se le notase la irritación.

–¿Por qué te vas de la fiesta tan temprano? Acabo de llegar.

–Es posible. Pero yo me voy –respondió Allegra. Y no pudo evitar agregar–: No sabía que conocías tanto a la familia de mi tío.

–Yo tengo negocios con tu tío –sonrió–. ¿No sabías que me habían invitado?

–No.

–Al parecer, tu relación con tu tío no está muy bien.

–¿Cómo sabes eso? –Allegra se sorprendió e irritó a la vez.

–Se oyen cosas. Supongo que tú también oirás comentarios…

–No sobre ti.

–Entonces permíteme que aproveche esta ocasión para ponerte al tanto –sonrió Stefano.

Allegra agitó la cabeza instintivamente.

No estaba preparada para aquello. Había esperado encontrar hostilidad, odio, o quizás indiferencia, pero no amistad.

Y ella no quería ser su amiga. No quería ser nada de él.

¿Por qué? ¿Estaba enfadada todavía? ¿Lo odiaba todavía? ¿Lo había odiado alguna vez?

–No creo que tengamos nada que decirnos, Stefano –comentó Allegra después de un largo silencio.

–¿No? –preguntó Stefano alzando las cejas.

–Sé que han pasado muchas cosas entre nosotros. Pero ya está todo olvidado y yo…

–Si está olvidado, entonces no tiene importancia, ¿no? ¿No podemos mantener una conversación como amigos, Allegra? A mí me gustaría charlar contigo.

Ella dudó. Por un lado no quería hablar con él; y por otro se daba cuenta de que hablar con él como si fuera un amigo era un modo de probarle a él, y a sí misma, que él no era más que eso.

–Ha pasado mucho tiempo –continuó él–. No conozco a nadie aquí, excepto a George Mason, y preferiría conversar con alguien con quien pudiera congeniar más. ¿No hablarías conmigo un rato? –sonrió con ojos brillantes Stefano–. Por favor…

Allegra volvió a dudar. Hacía años había dejado a Stefano, había dejado toda su vida porque él le había roto el corazón.

Y ahora era la ocasión de demostrarle a él y al mundo entero, incluida ella misma, que no lo había hecho, o que por lo menos había aprendido de la experiencia y ahora era más sabia, más fuerte, más feliz.

–De acuerdo –susurró Allegra, carraspeó y agregó–: De acuerdo, sólo unos minutos.

Stefano le puso la mano en la espalda y la guió nuevamente hacia el salón Orchid Room. Aunque apenas la había tocado, ella sentía un fuego por el contacto de aquellos dedos con la seda del vestido.

Durante su relación con él había deseado el contacto de sus cuerpos, aunque él no le había dado más que besos fraternales.

Y ahora su cuerpo la traicionaba, reaccionando a su presencia, y sus sentidos parecían despertarse del mero contacto de sus dedos.

–Te traeré una bebida –dijo él–. ¿Qué quieres beber? Limonada no, ¿verdad?

–No… –contestó ella, recordando lo niña que había sido–. Una copa de vino blanco, seco, por favor.

–De acuerdo.

Allegra lo vio desaparecer entre la gente hacia el bar, y resistió el deseo de marcharse de allí.

Pero tal vez aquello fuera lo que ella había estado esperando todo aquel tiempo: demostrarle a Stefano que ya no era la niña tonta que había conocido, que se sentía afortunada porque alguien como él se hubiera enamorado de ella.

Ahora era una persona diferente. Había cambiado.

–Aquí tienes –dijo Stefano trayendo dos copas de vino en una mano–. Pensé que te habrías marchado…

¿Como hacía siete años?, pensó ella.

–Gracias –contestó ella y agarró la copa.

Stefano la miró, encogida en un rincón sombrío del salón de baile.

–¿Por qué te estás ocultando, Allegra?

–No me estoy ocultando –se defendió rápidamente–. Éste no es exactamente mi ambiente, eso es todo.

–¿No? Dime, ¿cuál es tu ambiente? Cuéntame cosas sobre ti.

Ella lo miró.

Stefano tenía la sonrisa fría de siempre. Tenía el pelo más corto y algunas canas en las sienes, los rasgos más marcados y duros, la mirada más dura también. O tal vez hubiera sido siempre así y ella no lo habría notado.

–Tienes una actitud amistosa. No era lo que esperaba de ti… –dijo ella.

Stefano rotó la copa de vino y contestó:

–Ha pasado mucho tiempo. A diferencia de tu tío, yo intento no guardar viejos rencores.

–Igual que yo –respondió Allegra.

Él sonrió.

–Entonces ninguno de los dos está enfadado, ¿no?

–No.

Ella no estaba enfadada. En realidad no sabía lo que sentía. No era el dolor agudo de hacía años, pero no estaba segura de que no le revolviera la herida.

Pero tal vez su corazón se hubiera curado, como intentaba demostrarle a él.

–Entonces, ¿qué has hecho en todos estos años? –preguntó Stefano.

–He estado trabajando aquí, en Londres.

–¿En qué? –preguntó él con tono neutro.

–Soy terapeuta.

Stefano levantó las cejas a modo de interrogación y Allegra continuó, con auténtico entusiasmo en su voz.

–Es un tipo de terapia que usa el arte para ayudar a la gente, generalmente a niños, a sacar a la superficie las emociones. En momentos de traumas, el expresarse a través de medios artísticos ayuda a liberar sentimientos y recuerdos que han sido reprimidos –ella lo miró, esperando ver un gesto de escepticismo.

Sin embargo se encontró con una mirada pensativa.

–¿Y te gusta lo que haces? ¿Esa terapia a través del arte?

–Sí. Te da muchas satisfacciones. Y es un desafío. Te da la oportunidad de cambiar la vida de un niño, ¡es increíble! Y estoy muy agradecida a ello –Allegra tomó otro sorbo de vino–. ¿Y tú?

–Todavía tengo mi empresa, Capozzi Electrónica. Hago menos investigaciones ahora que ha crecido. A veces echo de menos eso…

–Investigaciones –repitió Allegra, y sintió cierta vergüenza por no haber sabido que había hecho investigaciones. Él no se lo había dicho entonces y ella no se lo había preguntado.

–¿Qué tipo de investigaciones?

–Mecánicas sobre todo. Desarrollo nuevas tecnologías para mejorar la eficiencia de la maquinaria industrial.

–La verdad es que no sé nada de eso… –Allegra se rió y Stefano sonrió.

–La mayoría de las investigaciones no afectan a la vida diaria. Mis investigaciones se han centrado en maquinaria para la industria de la minería. Un campo muy selectivo.

–Capozzi Electrónica es un gran negocio… –dijo ella–. ¿no? He visto tu logotipo en muchas cosas: aparatos de CD, teléfonos móviles.

–He comprado unas cuantas compañías.

Ella iba a preguntar algo, pero él le quitó la copa de la mano y dijo:

–Suficiente… Ha empezado la música otra vez y me gustaría bailar. ¿Quieres bailar conmigo?

Le extendió la mano como lo había hecho en su dieciocho cumpleaños, cuando ella había bajado la escalera. Pero ella dudó esta vez.

–Stefano, no creo…

–Por los viejos tiempos.

–No quiero recordar viejos tiempos.

–Yo tampoco, ahora que lo pienso. Entonces, ¿qué te parece si por los nuevos tiempos? Por la nueva amistad.

Ella miró su mano bronceada y de dedos largos.

–¿Allegra?

Ella sabía que aquélla no era buena idea. Ella había querido charlar con Stefano como si fuera un viejo amigo, pero no quería bailar con él. No sabía si debía estar tan cerca de él.

Pero algo en su interior la impulsaba a querer saber cómo estaba junto a él, cómo reaccionaba a él. Era como si quisiera saber si todavía sentía la punzada de pena.

Finalmente asintió.

Stefano le agarró la mano y la llevó a la pista de baile.

Ella movió los pies en un intento de parodia de paso de baile. Las parejas bailaban a su alrededor, algunas más abrazadas, otras menos. Pero todos los miraban especulativamente.

–Esto no es un vals, Allegra –murmuró Stefano y tiró de ella suavemente hacia él.

Sus caderas se rozaban en un movimiento íntimo. Allegra sintió que su cuerpo se derretía. Turbada, se puso rígida y se echó atrás.

–Lo siento. No suelo bailar a menudo.

–Yo tampoco –respondió Stefano con los labios muy cerca de su oído y de su pelo–. Pero dicen que es como montar en bicicleta. No se te olvida nunca.

Stefano tenía las manos alrededor de su cintura.

–¿Te acuerdas de cuando bailamos? ¿O de tu dieciocho cumpleaños? –preguntó él con una medio sonrisa–. Te agarraste para no perder el equilibrio porque nunca habías usado zapatos de tacón.

Allegra agitó la cabeza y cerró los ojos antes de contestar:

–Era una niña…

–Es posible. Pero ahora no lo eres.

–No, no lo soy.

Bailaron en silencio, balanceándose, rozando sus caderas, sus muslos, sus pechos… Estaban demasiado cerca.

Ella no había esperado que fuera así. Sin embargo sentía como si hubiera esperado volver a verlo algún día.

–¿Qué estás pensando? –murmuró Stefano.

Allegra lo miró con los ojos entrecerrados.

–Lo extraño que es todo esto. Estar bailando contigo… otra vez.

–Es extraño. Pero no es desagradable, estoy seguro… –respondió él.

–Esperaba que me odiases –dijo ella. Abrió los ojos y esperó.

Él se encogió de hombros.

–¿Por qué iba a odiarte, Allegra? Ha pasado mucho tiempo. Eras muy joven, me temo. Tenías tus razones. Tampoco nos conocíamos demasiado, ¿no? Unas cuantas cenas, unos cuantos besos. Eso fue todo.

Allegra asintió, aunque sintió un nudo en la garganta. Él había descrito su relación reduciéndola a lo superficial y esencial. Y sin embargo para ella había sido la experiencia más profunda de su vida.

–¿Me odias? –preguntó Stefano con sorprendente candor.

Allegro alzó la mirada y vio en sus ojos un brillo que no supo interpretar.

–No –dijo sinceramente–. Lo he superado, Stefano –sonrió–. Fue hace mucho tiempo. Y yo me di cuenta de que nunca me mentiste. Yo sólo creí lo que quise creer.

–¿Y qué creíste?

–Que me amabas, tanto como yo te amaba.

Allegra se sintió por un momento como la muchacha de hacía siete años, delante de Stefano, preguntándole: «¿Me amas?»

Él no había contestado entonces, y no contestó en aquel momento.

Allegra dejó escapar un suspiro.

¿Qué había esperado? ¿Que él le dijera que la amaba?

Stefano no la había amado nunca, ni se lo había planteado.

Había sido la decisión acertada. Hubiera sido muy infeliz casándose con él.

 

 

Las palabras de Allegra resonaron en su cabeza mientras seguía bailando.

Se reprimió las ganas de apretarla más, y pensó cómo se habría sentido todos esos años pasados, si hubieran tenido la oportunidad.

Pero ella había tomado la decisión aquella noche, y él la había aceptado.

Había olvidado aquel episodio. O al menos quería olvidarlo por el bien de Lucio.

Lucio… Tenía que pensar en él.

No iba a pagarle a Matteo todo lo que había hecho por él descuidando su obligación con su nieto.

No dejaría que Allegra lo distrajese.

El pasado había sido superado.

Estaba olvidado.

Tenía que estarlo.

La música terminó y ellos dejaron de moverse. Stefano se apartó deliberadamente. Era el momento de decirle a Allegra la razón por la que estaba allí, por qué estaba bailando con ella y charlando con ella.

 

 

Allegra sintió que Stefano la soltaba y sintió un escalofrío. Por el rabillo del ojo vio a su tío mirarla.

Stefano miró a la gente y dijo:

–Esta gente no es de mi agrado, en realidad. ¿Qué te parece si vamos a tomar una copa a algún sitio más agradable?

Allegra se sintió excitada y alarmada a la vez.

–No… Es tarde –respondió ella.

No sabía qué quería que hiciera Stefano, que tomase su indecisión como un «no» o que no aceptase un «no» por respuesta.

–No son ni las diez –dijo Stefano con un tono casi seductor–. Una copa, Allegra. Luego te dejaré marchar.

–De acuerdo –contestó ella finalmente.

Stefano la sacó de la pista de baile y le dio su abrigo.

–¿Adónde vamos? –preguntó él.

–Me temo que no conozco muchos sitios de la noche de Londres.

–Yo tampoco. Pero conozco un bar tranquilo cerca de aquí que parece muy agradable. ¿Qué te parece?

–Bien, estupendo…

Ella no vio que Stefano le hiciera ninguna seña al portero, pero debió de habérsela hecho porque apareció un taxi. Stefano abrió la puerta del coche, ignorando al portero, e hizo pasar a Allegra.

En el coche sus muslos se rozaron, pero Stefano no se apartó. Y Allegra no sabía si le gustaba aquel contacto.

Hicieron el viaje en silencio, y Allegra se alegró. No le apetecía conversar.

Después de unos minutos, el coche paró frente a un elegante establecimiento del Mayfair. Stefano pagó al taxista y salió a ayudar a Allegra.

Su mano estaba cálida y ella sintió un calor en todo su cuerpo. Pero no podía dejar que él la atrajera tanto.

En el bar Stefano le preguntó:

–¿Pido una botella de vino tinto?

Allegra se mordió el labio.

–Creo que he bebido suficiente vino.

–¿Qué es una salida con amigos si no hay vino? –bromeó él–. Bebe sólo un poco si quieres, pero tenemos que brindar.

–De acuerdo –contestó ella.

Habría sido un poco remilgada si se hubiera sentado allí a beber agua mineral.

Stefano pidió el vino y se sentaron en dos sillones.

–¿Y? Me gustaría oír un poco más sobre lo que has hecho en estos años –dijo Stefano.

Allegra se rió.

–Eso es mucho.

–Eres una terapeuta a través del arte, me has dicho. ¿Cómo sucedió eso?

–Tomé clases.

–¿Cuando llegaste a Londres?

–Poco después.

El camarero apareció con el vino y ambos se quedaron en silencio mientras éste descorchaba la botella y lo servía. Stefano lo probó y le indicó al camarero que se lo sirviera a Allegra.

–Chin chin –dijo Stefano alzando la copa.

Ella sonrió y brindó.

Allegra todavía se sentía nerviosa en compañía de Stefano.

El verlo le traía recuerdos que había sepultado durante años.

Al parecer Stefano había superado los sentimientos hacia ella, cualesquiera que hubieran sido.

Y ella también, ¿no?, pensó.

–Háblame sobre esas clases que tomaste.

–No hay mucho que contar. Vine a vivir a Londres y estuve en casa de mi tío por un corto tiempo. Luego me busqué un trabajo y un sitio donde vivir, y cuando pude ahorrar dinero, me apunté a las clases por la noche. Me di cuenta de que me gustaba el arte, y me especialicé en la terapia por el arte. Terminé mis estudios hace dos años.

Stefano asintió, pensativo.

–Te has valido muy bien por ti misma. Debe de haber sido muy difícil empezar sola.

–No más difícil que la alternativa –contestó Allegra, y se puso colorada al darse cuenta de lo que implicaban aquellas palabras.

–La alternativa –contestó Stefano con una sonrisa forzada.

Allegra vio algo en sus ojos, pero no pudo definirlo. Y aquello la hizo sentirse incómoda.

–Cuando dices la alternativa te refieres a casarte conmigo.

–Sí. Stefano, casarme contigo me habría destruido. Mi madre me salvó aquella noche en que me ayudó a huir.

–Y se salvó a sí misma.

–Sí. Me doy cuenta ahora que lo hizo para sus propios fines, para avergonzar a mi padre. Me usó tanto como intentó usarme mi padre.

Un mes después de su llegada a Inglaterra, se enteró de la aventura de su madre con Alfonso, el chófer que había llevado a Allegra a la estación. Allegra ya había madurado bastante entonces para darse cuenta de cómo su madre la había manipulado para lograr sus fines. Quería humillar a un hombre al que despreciaba, el hombre que había acordado el matrimonio de Allegra.

¿Y qué había ganado Isabel con ello?

Cuando Isabel se había marchado, Roberto Avesti ya estaba en banca rota y su negocio, Avesti International, arruinado. Isabel no se había dado cuenta de la profundidad de la desgracia de su marido, ni del hecho de que aquello significaba que ella no tenía un céntimo.

Allegra se mordió el labio, queriendo escapar de aquella conversación que tantos malos recuerdos le traían.

–Yo tenía diecinueve años, era una niña, no sabía quién era ni qué quería.

–Yo podría haberte ayudado –dijo Stefano.

–No, no podrías haberlo hecho. No lo habrías hecho. Lo que querías en una esposa no era… la persona en la que yo me iba a convertir. Eso tuve que descubrirlo yo sola. En aquel momento no me daba cuenta de que había cosas que no sabía. Yo creía que era la muchacha con más suerte del mundo –agregó con amargura.

–Y algo te hizo darte cuenta de que no lo eras –dijo Stefano–. Sé que fue un shock para ti darte cuenta de que nuestro matrimonio estaba arreglado, como un asunto de negocios entre tu padre y yo.

–Sí. Lo fue. Pero no era sólo eso, lo sabes –dijo ella.

Stefano se sorprendió.

–¿No? ¿Qué era entonces? –preguntó Stefano con curiosidad.

–No me amabas –respondió Allegra, intentando que su voz sonase relajada–. No del modo que yo quería que me amasen –Allegra se encogió de hombros–. Pero ahora no importa, ¿no? Es un asunto pasado, como has dicho tú.

–Sí, así es. No obstante, debe de haber sido difícil para ti salir adelante sola, dejar a tu familia, tu hogar –Stefano hizo una pausa–. No has vuelto nunca, ¿verdad?

–He estado en Milán por razones profesionales –respondió Allegra, a la defensiva.

–Pero no en tu hogar.

–¿Y dónde está mi hogar exactamente? La villa de mi familia fue subastada cuando mi padre se declaró en bancarrota. Mi madre vive en Milán casi todo el tiempo. No tengo un hogar, Stefano.

Ella no quería hablar de su familia, de su hogar, de todas las cosas que había perdido en su desesperada huida. No quería recordar.

–¿Es Londres tu hogar? –preguntó Stefano con curiosidad cuando el tenso silencio se prolongó demasiado.

–Es un lugar tan bueno como otros, y me gusta mi trabajo.

–La terapia a través del arte –dijo él.

–Sí.

–¿Y no tienes amigos? –Stefano hizo una pausa y apretó la copa entre los dedos–. ¿Amantes?

Allegra sintió un escalofrío por la columna vertebral.

–Eso no es asunto tuyo –dijo ella.

Él sonrió.

–Sólo quería preguntarte si tienes vida social.

Ella pensó en algunos compañeros de trabajo y se encogió de hombros.

–Suficientes. ¿Y tú qué? –preguntó ella, incómoda con su interrogatorio.

–¿Yo qué?

–¿Tienes amigos? ¿Amantes?

–Suficientes –contestó Stefano–. Pero no amantes.

Aquella admisión la sorprendió tanto como le gustó. Un hombre tan viril, tan potente, tan atractivo había pensado ella que tendría montones de amantes.

Querría decir que en aquel momento no tenía amantes, pensó Allegra.

–¿Eso te complace? –preguntó Stefano, sobresaltándola.

–Eso no me importa.

–No, por supuesto que no, ¿cómo va a importar? –Stefano sonrió cínicamente–. Como no me importa a mí.

Allegra asintió, insegura. Aunque las palabras eran las adecuadas, el tono tenía algo que no la convencía.

Ella vio algo en la mirada de Stefano, algo como enfado, y ella dejó su copa en la mesa.

–Quizás esto no haya sido buena idea. Pensé que podríamos ser amigos al menos por una noche, pero tal vez, aun después de tanto tiempo, no es posible. Sé que los recuerdos pueden herir.

Stefano se inclinó hacia adelante, y le agarró la muñeca para detenerla.

–Yo no estoy herido –dijo Stefano.

Allegra lo miró.

–No, tú no podrías estarlo, ¿verdad? La única cosa que se sintió herida aquella noche fue tu orgullo.

Él la quemó con la mirada.

–¿Qué estás diciendo?

–Que nunca me has amado. Simplemente me compraste.

Él agitó la cabeza.

–Eso es lo que decías en aquella carta, lo recuerdo…

Allegra pensó en esa carta, con su letra de niña y los borrones de tinta por las lágrimas, y se sintió humillada.

Él ni lo negaba. Pero eso daba igual ahora.

–Creo que debería irme –dijo ella en voz baja y Stefano la soltó–. No quería volver a hablar de todo esto. Habría sido mejor haberme marchado antes de que llegases a la fiesta.

Stefano la observó marcharse.

–Eso era imposible –dijo en voz baja.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Allegra, sorprendida.

–Íbamos a encontrarnos de todos modos, Allegra. Vine a la fiesta, a Londres, a verte.