Capítulo 4

 

 

 

 

 

A MÍ? –preguntó Allegra.

Stefano notó la mezcla de emociones en su cara: shock, miedo, placer.

Sonrió. Se dio cuenta de que hasta en aquel momento ella quería la atención de él. Su contacto.

Y él no podía dejar de tocarla. Se sentía atraído por ella.

Quería tocar a la mujer a la que una vez había creído que podía amar.

«No me has amado nunca», recordó sus palabras. ¿Cuántas veces se lo había dicho Allegra?

¿Cuántas veces se lo había echado en cara?

No, no la había amado, no como ella quería en su mente de niña.

Pero eso ya no importaba ahora. El amor no era el asunto que lo ocupaba.

–Sí, a ti –contestó Stefano.

–¿Qué quieres decir?

–Sabía que estarías en esta boda, y quise que tu tío me invitase. No era difícil lograrlo. Sabía que le gustaría tenerme de invitado.

–¿Por qué? –susurró ella–. ¿Por qué querías verme, Stefano?

–Porque me han dicho que eres la mejor terapeuta a través del arte que hay en este país.

Allegra se echó atrás.

–Me parece que es un poco exagerado eso. Hace apenas dos años que terminé la carrera y las prácticas.

–El médico con el que hablé en Milán te recomendó sin reservas.

–Renaldo Speri –adivinó Allegra–. Estuvimos en contacto sobre un caso que tuvimos, un chico al que le habían diagnosticado por error como autista.

–¿Y no era autista?

–No. Estaba seriamente traumatizado por haber sido testigo del suicidio de su madre –ella hizo un gesto de dolor al recordarlo–. Fue un gran éxito, pero realmente no puedo llevarme los laureles. Cualquiera podría haber…

–Speri te considera la mejor. Y yo quiero la mejor para Lucio.

Allegra lo miró un momento. La mejor. O sea que volvía a ser una posesión, una ventaja. Como lo había sido hacía años.

Al menos el arreglo en aquel momento era mutuo.

–¿Por qué no me dijiste esto desde el principio? ¿Para qué viniste al banquete?

¿Por qué la había invitado a bailar? ¿Por qué la había invitado a una copa? ¿Por qué había hablado de amantes?, pensó ella.

Allegra agitó la cabeza. Se sintió humillada al ver cómo Stefano la había manipulado, como lo había hecho antes, ablandándola para preparar el terreno.

–Si yo te interesaba profesionalmente, habrías ido a mi oficina, hubieras concertado una cita.

Stefano se encogió de hombros.

–Sabes que no es tan sencillo, Allegra. El pasado todavía está entre nosotros. Tenía que ver cómo serían las cosas entre nosotros, si podíamos trabajar juntos.

–¿Y podemos hacerlo?

–Sí. El pasado está olvidado, Allegra.

Sin embargo no había parecido olvidado hacía un momento.

–¿Y para eso tenías que invitarme a bailar? ¿Invitarme a tomar una copa? –ella agitó la cabeza–. Si quieres que te ayude, Stefano, tienes que ser sincero conmigo. Desde el principio. No soporto a los mentirosos.

–No soy un mentiroso –respondió él fríamente–. Hay un pasado entre nosotros. Antes de proponértelo quería estar seguro de que no interferiría en lo que te tengo que pedir. Eso es todo.

Ella no podía culparlo de nada. Sin embargo, se sentía herida, incómoda, insegura.

–De acuerdo –dijo Allegra por fin–. ¿Por qué no me cuentas exactamente de qué se trata?

Stefano hizo una pausa.

–Es muy tarde. Y ha sido un día agotador. ¿Por qué no hablamos de ello otro día? ¿Mañana quizás? ¿En la cena?

Allegra frunció el ceño.

–¿Por qué no el lunes en mi oficina? –le espetó ella.

–Porque el lunes estaré de regreso en Roma –respondió Stefano–. Allegra, me interesas sólo como profesional…

–¡Lo sé! –exclamó ella, con las mejillas encendidas.

–¿Entonces por qué no hablamos durante una cena? Hemos visto lo razonables que podemos ser. Hasta podríamos ser amigos quizás –Stefano la miró con sus ojos ámbar brillantes.

Allegra tomó aliento. Stefano tenía razón. Ella estaba dejando que el pasado nublase un asunto presente, que era un niño que estaba sufriendo.

–De acuerdo. Mañana –respondió Allegra.

–Dime tu dirección y te pasaré a buscar.

–No hace falta…

–Te pasaré a buscar –repitió Stefano.

Allegra se dio por vencida.

Se levantó del asiento. Stefano hizo lo mismo.

–Buenas noches, Stefano –dijo ella, extendiendo su mano.

Él la miró. Luego se la estrechó.

–Buenas noches, Allegra –dijo Stefano con voz sensual–. Hasta mañana.

 

 

Al día siguiente Allegra estuvo excitada y preocupada a la vez.

Stefano quería sus servicios para un niño.

¿Sería su hijo?

¿Y su esposa?

Se sentía inquieta. Pero no sabía exactamente por qué.

Cuando empezó a anochecer, Allegra revisó su armario.

Su ropa de trabajo era sencilla y cómoda, y los pocos vestidos que tenía no tenían ningún atractivo.

¿Por qué no se lo había pensado antes? Al menos habría tenido tiempo para comprarse algo.

¿Y para qué? ¿Quería impresionarlo? ¿Atraerlo?

–No –dijo en voz alta.

Con rabia fue hasta el armario y sacó un vestido al azar. Era un vestido verde oliva que se había comprado para una entrevista de trabajo, adecuado para una ocasión así, pero no para una cena.

Conociendo a Stefano, sabía que la llevaría a un restaurante elegante.

Pero, ¿conocía realmente a Stefano?

Se puso el vestido verde y se miró al espejo.

Estaba horrible. No quería estar sexy, pero al menos quería estar atractiva y parecer profesional, relajado y parecer segura.

Eligió un pantalón negro y una blusa blanca de seda, sencillos pero elegantes.

Se recogió el pelo en un prolijo moño, y miró su imagen puritana y profesional en un espejo.

Así estaba mejor, se dijo.

Nada personal.

Sonó el telefonillo y Allegra abrió.

Las paredes eran tan finas que ella lo oyó subir las escaleras.

Ella agarró su abrigo y su bolso y fue a su encuentro en el recibidor.

–Gracias por venir –dijo ella rápidamente–. Estoy lista.

Stefano alzó una ceja. Estaba muy atractivo con su traje gris oscuro y su camisa blanca.

–Podemos ir a tomar una copa primero –sugirió Stefano.

–Vayamos fuera. Mi piso es diminuto –agregó Allegra.

No quería que él viera su piso con muebles de segunda mano.

Los terapeutas a través del arte, incluso aquéllos que tenían éxito, no ganaban mucho dinero.

Ella estaba orgullosa de su piso, pero sabía que a él le parecería patético comparado con el suyo, con lo que él había estado dispuesto a ofrecerle a ella.

Stefano no hizo ningún comentario.

En la calle el tráfico era ensordecedor y en el aire flotaba olor a comida.

–He traído el coche –él le señaló un coche negro lujoso.

Se bajó un chófer a abrirles la puerta de atrás.

–No sé, quizás preferías comer por aquí cerca… –comentó él.

–No, está bien.

Era impresionante todo aquel lujo. Se le había olvidado aquella vida que había tenido hasta hacía siete años.

–Gracias por venir a buscarme. Podría haber ido en un taxi al restaurante –dijo ella.

–Sí, podrías haberlo hecho.

Allegra fue consciente del espacio mínimo que compartían en aquel asiento, y de toda su presencia.

–¿Por qué no me cuentas lo del niño que necesita ayuda? –preguntó ella después de un largo silencio en que el único sonido había sido el ruido del tráfico.

–Esperemos a llegar al restaurante –respondió Stefano–. Así no nos interrumpirán.

Allegra asintió. Tenía sentido. Pero el silencio que se extendía entre ambos era incómodo y ella no sabía ni siquiera por qué.

Aquello no era personal, se recordó ella. Era un asunto profesional. Stefano no era más que otro padre desesperado.

–Allegra –dijo Stefano suavemente. Sonrió y puso su enorme mano en su pierna. En su muslo.

Allegra miró sus dedos.

–Relájate –agregó él.

Ella intentó relajarse, pero fracasó.

–Lo siento, Stefano. Esto es un poco extraño para mí… –comentó ella.

–Para mí también.

–¿De verdad? –sonrió ella.

–Por supuesto. Pero lo que es importante ahora, lo que debe importarnos, es Lucio.

–Lucio –repitió Allegra.

«Su hijo», pensó ella.

–Háblame de él.

–Lo haré, pronto –él miró su mano, como si acabase de darse cuenta de lo que había hecho, de cómo la había tocado.

Los confines del coche de pronto se estrecharon. A Allegra le costaba respirar.

Él tenía un hijo, se recordó. Lo que quería decir que había una esposa.

Finalmente Stefano quitó la mano con una sonrisa y Allegra tomó aliento.

Viajaron en el coche durante un cuarto de hora antes de llegar a un lujoso hotel en Picadilly.

Stefano la llevó hacia la escalera; atravesaron la puerta y se dirigieron a un ascensor, algo que le extrañó a ella.

Cuando se abrieron las puertas, Allegra se sorprendió gratamente, porque estaban en el último piso del hotel, y detrás de las mesas y los floreros con azucenas se extendía una vista espectacular de Londres.

Un camarero los llevó hasta una mesa con bastante intimidad, situada en un reservado con grandes ventanales a cada lado.

Allegra se sentó y el camarero le dio la carta.

–¿Te parece bien este sitio?

–Supongo que tendré que conformarme…

Stefano sonrió, y por un momento compartieron la broma a la luz tenue del salón, y Allegra sintió un cosquilleo de risa en su garganta.

Y pensó que aquello podía funcionar. Estaba funcionando. Estaban interactuando profesionalmente, de forma amistosa y relajada. Como debía ser.

Allegra tomó un sorbo de agua.

–¿Vienes a Londres a menudo? –preguntó luego.

–De vez en cuando, por negocios. Aunque donde hago negocios es en Bélgica sobre todo –respondió él.

–¿En Bélgica? ¿Qué hay allí?

Él se encogió de hombros.

–Esa maquinaria minera de la que te he hablado –sonrió–. Algo muy aburrido.

–Para ti, no, supongo.

–No, para mí no.

–Ni siquiera sé qué es lo que te hace interesarte en ello –comentó Allegra–. En realidad me da la impresión de que sé muy poco de ti.

Cuando se habían conocido hacía años, él le había preguntado cosas, y a ella le había gustado hablarle de sus intereses. Y él había estado contento de escucharla.

Pero ella no había sabido casi nada de él.

–Creí que sabías las cosas importantes –dijo él.

–¿Qué?

–Que yo iba a mantenerte y protegerte –contestó Stefano.

Ella pensó, decepcionada, que él seguía siendo el mismo. No hablaba de amor, de respeto, de sinceridad. Hablaba de protección, de provisión. Eso era lo que le importaba.

Pero, ¿por qué se le había ocurrido a ella que él pudría haber cambiado?

–Sí –murmuró ella–. Eso lo sabía.

–¿Por qué no miramos la carta? –sugirió Stefano.

Era evidente que él se había dado cuenta de que aquél era un terreno peligroso.

Ella miró la carta del restaurante. La mitad de los nombres estaban en francés. Y ella reprimió una risa.

–Aprendiste francés en el colegio, ¿no?

Allegra recordó el colegio, lo que había aprendido allí: silencio, sumisión.

–Cosas de colegio –comentó con una pequeña sonrisa y volvió a mirar la carta–. ¿Qué son los langoustines?

–Langosta.

–Oh –dijo ella con un gesto de desagrado.

Nunca le habían gustado los mariscos.

–Tal vez deberíamos haber ido a un lugar menos internacional –comentó Stefano–. Parece que te has hecho muy inglesa…

Allegra no sabía por qué había sentido como un pinchazo, excepto porque aquello había sonado como un insulto.

–Soy medio inglesa –le recordó ella.

Y él la miró.

–Sí, pero la muchacha que conocí era italiana hasta la médula, o eso es lo que yo creí.

–Creí que estábamos de acuerdo en que no nos conocíamos bien. Y de todos modos, somos personas distintas ahora –dijo ella.

–Totalmente –Stefano dejó la carta–. ¿Has decidido?

–Sí. Comeré un filete.

–¿Y como primer plato?

–Una ensalada con hierbas aromáticas.

El camarero apareció en cuanto los vio dejar la carta.

–¿Cómo le gusta el filete a la señora? –preguntó el hombre.

Stefano iba a contestar, pero ella se adelantó y dijo:

–La señorita lo quiere ni muy hecho ni muy jugoso.

Hubo un momento de silencio y Allegra se dio cuenta de que había actuado como una niña.

Y se había sentido como una niña.

–Si querías pedir tú misma, me lo podías haber dicho –dijo Stefano cuando se fue el camarero.

–No importa –respondió Allegra–. ¿Por qué no hablamos de Lucio? ¿Es tu hijo?

Stefano la miró, sorprendido.

–No, no es mi hijo. No tengo hijos, Allegra. No estoy casado.

A Allegra le pareció ver un brillo en sus ojos al decirlo.

–Comprendo… Es que supuse…

En realidad había sido un alivio su respuesta.

–La mayoría de los adultos que vienen a verme son los padres de la criatura en cuestión –aclaró ella.

–Es comprensible –contestó Stefano–. Y en realidad Lucio es como un hijo para mí, o un sobrino por lo menos. Su madre, Bianca, es mi ama de llaves.

¿Ama de llaves y querida?, pensó ella.

–Comprendo –respondió Allegra.

Stefano sonrió.

–Probablemente te imaginas cosas que no son –contestó Stefano.

Allegra se puso colorada.

–Pero en realidad, Lucio y Bianca son como una familia para mí. El padre de Bianca, Matteo… El caso es que el padre de Lucio, Enzo, murió hace nueve meses en un accidente de tractor. Era el cuidador de los terrenos de mi mansión en Abruzzo. Después de su muerte, Lucio empezó a perder el habla. En un mes dejó de hablar totalmente. No… –hizo una pausa, embargado por la tristeza.

–Está encerrado en su propio mundo –dijo Allegra–. Lo he visto otras veces cuando los niños sufren un trauma severo. A veces la forma de sobrellevarlo es no hacer nada. Existir sin sentir.

–Sí –corroboró Stefano–. Eso es lo que ha hecho. No hay nadie que pueda llegar a él, ni su propia madre. No llora ni tiene rabietas… –Stefano parecía sinceramente preocupado–. No hace nada, ni siente nada.

Allegra asintió.

–Y habéis intentado terapias antes de esto, supongo, ¿no? Si está así desde hace nueve meses…

–Sí, lo han visto especialistas. Aunque no tan rápido como deberían haberlo visto… Cuando su padre tuvo el accidente, Lucio no tenía ni cuatro años. Era un niño callado, así que su condición pasó desapercibida. Bianca lo había llevado a un terapeuta especializado en duelos, que dijo que era normal que se apartase un poco del mundo, que era un signo del proceso normal de un duelo.

Allegra notó la tristeza y preocupación en Stefano, y lo comprendió.

Era una situación habitual en su trabajo, pero no dejaba de dolerle.

–Entonces cuando dejó de hablar y desarrolló ciertos comportamientos, el terapeuta nos recomendó que le hicieran un diagnóstico completo. Cuando se lo hicieron, le diagnosticaron un desorden del desarrollo generalizado –terminó Stefano.

–Autismo –dijo Allegra, y Stefano asintió–. ¿Qué tipo de comportamientos tiene?

–Puedes ver las notas de su caso, si quieres, pero el más evidente es que no habla, ni mira a los ojos. Tiene juegos metódicos o repetitivos… Falta de concentración, resistencia al contacto físico o demostraciones de cariño –Stefano recitó la lista de síntomas.

Y Allegra imaginó cómo se habrían sentido Stefano y la madre del niño. No era fácil aceptar que su hijo tenía algún problema, sobre todo cuando los problemas asociados con el autismo no eran fáciles de tratar.

El camarero apareció con el primer plato y empezaron a comer. Luego Stefano continuó:

–Le diagnosticaron autismo hace unos meses, pero Bianca se resistió a creerlo. Ella estaba segura de que el comportamiento de Lucio estaba asociado al duelo más que a un desorden del desarrollo. Y yo estoy de acuerdo con ella.

Allegra tomó un sorbo de agua.

–Supongo que te habrán explicado que los síntomas del autismo a menudo se manifiestan a la edad de Lucio.

–Sí, por supuesto, ¿pero justo cuando murió su padre? –preguntó Stefano.

–Es una posibilidad –respondió Allegra–. Un mal diagnóstico entre profesionales es raro, Stefano. Los psiquiatras no etiquetan a un niño de ese modo si no hay razón. Ellos recogen muchos datos y hacen muchas pruebas…

–Creí que tenías experiencia con un niño al que le habían hecho un mal diagnóstico –respondió Stefano fríamente.

–Sí, uno. Un niño entre cientos, miles. Simplemente sucedió que respondió a la terapia a través del arte, y justo ocurrió que la terapeuta fui yo –Allegra agitó la cabeza–. Yo no hago milagros, Stefano. Si quieres contratarme para demostrar que Lucio no es autista, no puedo darte garantías…

–No espero garantías –contestó Stefano–. Si después de tratarlo, llegas a la misma conclusión que los otros profesionales, Bianca y yo no tendremos más remedio que aceptarla. Pero antes me gustaría darle otra oportunidad de curarse a Lucio. En los últimos meses los médicos que lo trataron, lo hicieron como si fuera autista. ¿Y qué me dices si su verdadero problema es el dolor de un duelo? –Stefano levantó la mirada y Allegra sintió una punzada de algo…

–Es posible –ella tragó saliva–. No puedo decirte más hasta que no lea los informes del caso. ¿Por qué crees que la terapia creativa en particular puede ayudar a Lucio?

–Siempre le ha encantado dibujar –dijo Stefano con una sonrisa–. Tengo montones de dibujos suyos… Y aunque yo era escéptico sobre la terapia a través del arte, en este momento estoy dispuesto a probar lo que sea –sonrió pícaramente–. Sobre todo después de saber que ha tenido éxito en un caso similar.

–Comprendo –ella apreció su sinceridad. No era muy diferente a lo que habían manifestado muchos padres–. Lucio vive en Abruzzo, ¿verdad?

–Sí, y no voy a moverlo de allí. Bianca ha tenido que sacarlo del jardín de infancia, porque Lucio no puede soportar los lugares desconocidos. No podría viajar a Milán ni a otros sitios más lejos.

–Entonces, tú necesitas una terapeuta… en este caso, yo, que vaya a Abruzzo…

–Sí, que viva allí –completó Stefano–. Por lo menos durante unos meses, pero lo ideal sería… todo el tiempo que lleve la terapia.

Stefano sirvió vino de la botella que el camarero había abierto y dejado a un lado de la mesa. Allegra tomó un sorbo.

Varios meses en Abruzzo… Con Stefano… pensó.

–Ése es un compromiso muy grande –dijo finalmente.

–Sí. Supongo que tendrás otros casos… Yo tengo que volver a Londres dentro de quince días. ¿Podrías estar lista para entonces?

Stefano no se lo preguntaba, lo daba por hecho.

«Arrogante como siempre», pensó ella.

Allegra agitó la cabeza levemente.

–¿Allegra? Estoy seguro de que en dos semanas puedes resolver lo que tengas pendiente aquí, ¿no?

–¿Y si no puedo ir a Abruzzo? ¿Qué pasa si digo que no?

Stefano se quedó callado, mirándola.

–No pensé que… dejarías que el pasado amenazara el futuro de un niño inocente…

Allegra se puso furiosa.

–¡No se trata del pasado, Stefano! Se trata del presente. De mi vida profesional. No soy tu pequeña novia a la que puedes ordenar y esperar que obedezca. Soy una terapeuta cualificada, una profesional a la que quieres contratar –dejó escapar un suspiro de impaciencia.

–¿Estás segura de que no tiene nada que ver con el pasado, Allegra? –preguntó suavemente Stefano.

En aquel momento, Allegra no lo estuvo.

Llegó el segundo plato, y ella miró su suculento filete sin apetito.

–Comamos. Si quieres hacer más preguntas relacionadas con esta cuestión, te las responderé sin problema…

–¿Vas a estar en Abruzzo todo el tiempo de la terapia? –preguntó Allegra bruscamente.

Stefano se quedó inmóvil y ella se sintió expuesta, como si hubiera mostrado algo muy íntimo con aquella pregunta.

Y tal vez lo hubiera hecho.

–No. Dividiré mi tiempo entre Roma y Abruzzo. Tú tratarás sobre todo con la madre de Lucio, Bianca, aunque, por supuesto, yo seguiré el tema de cerca.

–Comprendo –dijo ella, tan aliviada como decepcionada.

Comieron y Allegra se dio cuenta entonces de que, sorprendentemente, había recuperado el apetito y que el filete estaba delicioso.

Cuando terminaron de comer, ella notó que había recuperado también su tranquilidad, de lo cual se alegró.

–Tengo que ver los informes sobre el caso de Lucio. Y hablar con Speri y con quienes hayan intervenido en su caso.

–Por supuesto.

Allegra miró a Stefano y vio, a pesar de su expresión neutra, el brillo de esperanza en sus ojos.

–No hago milagros, Stefano. A lo mejor no puedo ayudarte. Como te he dicho antes, tienes que contemplar la posibilidad de que Lucio sea realmente autista.

Stefano pareció tensar la mandíbula.

–Tú haz tu trabajo, Allegra. Yo haré el mío.

Allegra asintió levemente.

–Necesitaré unos días para ponerme al tanto de todo el material del caso de Lucio –dijo ella después de un momento–. Te haré conocer mi decisión al final de la semana.

–El miércoles.

Ella deseó protestar. Luego se dio cuenta de que estaba dejando que el pasado enturbiase un asunto profesional.

–El miércoles –asintió ella–. Haré todo lo que pueda, Stefano. Pero no tiene sentido que me metas prisa. Me estás pidiendo mucho, no sé si te das cuenta, dejar toda mi vida en Londres por unos meses…

–Pensé que te gustaría un desafío profesional –contestó Stefano–. Y unos meses no es mucho tiempo, Allegra. No son siete años.

Ella lo miró, sin saber qué quería decir con aquel comentario. Pero no quería preguntar, porque no quería pelearse con él.

–No obstante, ésta es una decisión que debe ser considerada cuidadosamente por ambas partes. Como tú mismo has dicho, es en Lucio sobre todo, en quien tenemos que pensar.

–Por supuesto.

–¿Van a tomar postre? –les preguntó el camarero.

Pidieron postre: una tarta de chocolate para Stefano y una crema de toffee para ella.

–Te llamaré el miércoles, entonces –dijo él cuando se fue el camarero.

–De acuerdo… De todos modos, Stefano, deberías pensarte la posibilidad de darle el caso a otro profesional de la terapia a través del arte. Hay muchos. Porque, aunque el pasado esté olvidado entre nosotros, sigue existiendo –agregó ella.

Stefano se quedó en silencio. Luego agregó:

–No hay ninguno que tenga la experiencia que tienes tú. Y que además sea italiano, y que tenga la posibilidad y el deseo de pasarse varios meses en un lugar bastante remoto.

–Estás dando por hecho demasiado –comentó Allegra.

–¿Sí? La muchacha que yo conocí hubiera hecho cualquier cosa por una persona necesitada de ayuda. Pero tal vez hayas cambiado.

–No es tan simple, Stefano –contestó Allegra.

No iba a dejar que la manipulase emocionalmente.

–Nunca lo es –dijo él.

Llegaron los postres y Stefano cambió la conversación a temas más fáciles: películas, el tiempo, las vistas de Londres. Y Allegra se alegró de poder hablar sin que cualquier palabra que dijera pudiera ser malinterpretada.

Era tarde cuando por fin se marcharon del restaurante. El coche de Stefano estaba esperando y Allegra se preguntó cómo lo habría hecho. ¿Habría llamado Stefano al chófer? ¿Cómo era que todo le era tan fácil a la gente con poder?

Excepto, tal vez, las cosas realmente importantes. Como Lucio.

Volvieron al piso de Allegra en silencio, y ella se preguntó si eran imaginaciones suyas o si aquel silencio guardaba una decisión tomada, como si fuera a suceder algo.

–No hace falta que entres –protestó Allegra inútilmente.

Porque Stefano ya había atravesado la puerta.

–Quiero asegurarme de que llegas sana y salva a tu casa.

Pero no había nada seguro en su compañía, pensó ella.

–Es un lugar muy seguro –protestó Allegra.

Stefano sonrió simplemente y la miró con un brillo intenso en los ojos.

–Stefano… –empezó a decir ella.

Luego se calló porque no sabía qué decir.

–Me preguntaba cómo sería volver a verte… –dijo Stefano.

–Yo también me lo preguntaba, por supuesto.

–Me preguntaba si serías la misma… –continuó Stefano, levantó la mano como para tocarla y Allegra contuvo la respiración.–. Me preguntaba si me mirarías del mismo modo…

–Somos diferentes, Stefano –dijo ella, y deseó poder apartar sus ojos de la mirada abrasadora de Stefano, ser indiferente a él; que ni su cuerpo ni su corazón reaccionasen ante su presencia–. Yo soy diferente –agregó Allegra.

Él sonrió.

–Sí, tú lo eres –respondió él y le tocó la mejilla para ponerle un mechón de pelo detrás de la oreja.

El leve contacto de sus dedos la estremeció. La mareó y le hizo cerrar los ojos.

Luego los abrió.

–No hagas esto, Stefano –susurró Allegra. No tenía la fuerza de voluntad para apartarse y aquello la avergonzaba–. Me estás contratando para un asunto profesional. No deberías hacer esto.

–Sé que no debería hacerlo –dijo Stefano. Pero no había arrepentimiento en su voz.

Stefano se estaba acercando. Estaba a centímetros de ella.

–Deberíamos despedirnos –pudo decir ella casi sin aliento–. Deberíamos darnos la mano –agregó desesperadamente, porque sabía que no iba a suceder eso.

Iba a suceder algo muy distinto.

–Sí, deberíamos hacerlo.

Stefano deslizó sus dedos por su mejilla, y ella se estremeció al sentirlos. Se quedó inmóvil, intentando no apretarse contra él. Porque en aquel momento eso era lo que deseaba.

–Claro que podemos celebrar el acuerdo profesional con un beso –continuó Stefano.

–Así no hago yo los negocios –respondió ella.

–¿No quieres saber cómo es entre nosotros, Allegra? –susurró él–. ¿Cómo podría haber sido todos estos años?

Ella intentó agitar la cabeza, intentó decir algo. Pero no podía. Tenía la mente nublada…

Y entonces él bajó los labios y la besó.

Su beso fue un suave roce que se transformó en algo feroz, exigente, posesivo.

Como si con él hubiera dicho que ella era suya.

Allegra se dio cuenta entonces que Stefano jamás la había besado de aquel modo. Aquel beso era puro fuego.

Ella deslizó sus manos por sus hombros y clavó sus uñas en su piel.

Stefano la rodeó y ella se derritió en sus brazos. Era como un fuego que la consumía.

–Celebrado con un beso –susurró Stefano, satisfecho, y dio un paso atrás–. Te llamaré el miércoles –le prometió–. Y ahora te dejo con tus sueños.

«Sueña conmigo», pensó ella.

–Buenas noches, Allegra.

Ella asintió sin decir nada. Lo observó abrir la puerta y desaparecer en la llovizna.

Y ella dejó escapar un suspiro en el silencio del pasillo, llena de confusión y de deseo.

Ella se tocó la boca, como si todavía pudiera sentirlo allí.

Cuando Stefano salió con el coche todavía podía ver a Allegra en el pasillo de la entrada, apoyada en la pared, tocándose los labios.

Y él sonrió.

Lo deseaba. Como antes. O quizás más.

Lo deseaba aunque no quisiera desearlo.

Y sin embargo ese beso, por maravilloso que hubiera sido, había sido un error. Él no podía arriesgarse a tontear con Allegra, por el bien de Lucio.

Ya había vivido aquello y sabía dónde terminaría. Y no quería verse en la misma situación.

Echó la cabeza hacia atrás en el respaldo del coche y cerró los ojos. Había besado a Allegra porque había querido. Había deseado sentir sus labios, su cuerpo contra el de él. Había querido descubrir si la realidad era como sus sueños.

¿Y era así?

Quizás, pero no importaba. No iba a besar a Allegra otra vez.

Jamás, se dijo.

Ella era la terapeuta de Lucio, y nada más.