EL MIÉRCOLES Allegra estaba esperando que llamase Stefano mientras revisaba el caso de Lucio en su oficina.
Después de aquel devastador beso había pensado no aceptar el caso de Lucio, porque el conflicto personal era obvio y la abrumaba.
A la vez, la tentaba aceptar el caso. La idea de trabajar intensamente con el niño y ayudarlo, era muy motivador y excitante. Siempre había tenido que adaptarse al ritmo de sesiones de cuarenta y cinco minutos, mientras los padres de los niños se desesperaban de angustia hasta ver los resultados. Y ésta era una ocasión para ver la posibilidad de que un caso fuera solucionándose a pasos agigantados.
Decididamente, ella deseaba hacerse cargo de aquel caso, aunque Stefano estuviera involucrado en él. Sobre todo si Stefano estaba involucrado en él. Porque sería un modo de acabar con el pasado de una vez por todas.
La sobresaltó el teléfono, y contestó.
–Hola…
–Allegra, ¿has estudiado el caso de Lucio?
–Sí.
–¿Y?
–Sí, me haré cargo del caso, Stefano. Pero…
–Tienes algunas reservas –adivinó Stefano.
–Sí.
–Por el beso de la otra noche –comentó él.
–Sí. Voy a ir a Abruzzo por un asunto profesional, y no puede haber…
–No habrá nada.
–Aun así… No quiero que haya ninguna tensión por lo que ha sucedido entre nosotros. Tanto para Lucio como para nosotros sería mejor que pudiéramos ser amigos.
–Entonces lo seremos.
Allegra se rió, insegura, porque sabía que no era tan sencillo. Y seguramente Stefano lo sabía tanto como ella.
–Nunca me habías besado así.
Stefano se quedó en silencio. Luego dijo:
–Tenías diecinueve años. Eras una niña. Tenía que darte tiempo. Sin embargo, anoche no lo eras. Pero no temas, no se repetirá.
Habló tan firme y decididamente, que Allegra tuvo que aceptar sus palabras.
–De acuerdo, entonces –dijo ella.
–Vuelo a Londres el próximo viernes. Eso te dará tiempo de ocuparte de tus otros casos. Puedes volver conmigo a Roma, y desde ahí ir juntos a Abruzzo.
Ella estuvo de acuerdo, y se despidieron amistosamente. Incluso él le dio las gracias por ocuparse de Lucio.
Al final no fue difícil solucionar el tema de los otros casos. Como trabajaba por su cuenta y no tenía un trabajo permanente, en una semana pudo subarrendar su piso y hacer las maletas.
Había sentido cierta inquietud al ver lo fácil que había sido desmantelar su vida, una vida que le había costado sudor y lágrimas construir en los últimos siete años, y que de pronto había desaparecido, al menos por el momento.
Era un día claro de septiembre, y Allegra estaba esperando fuera que la recogiera Stefano. Éste apareció, vestido con un traje oscuro y un móvil en la oreja, y sus modales fueron tan bruscos e impersonales, que Allegra no dudó de que aquello fuera simplemente una relación profesional.
Stefano seguía hablando por teléfono cuando el chófer puso su equipaje en el maletero y ella se subió al coche.
Después de unos veinte minutos de viaje, Stefano dejó el móvil.
–Perdona, era una llamada de negocios –dijo entonces.
–Eso parecía –respondió ella.
–Le he dicho a Bianca que irás a la villa, y te está esperando ilusionada. Eres una esperanza para todos nosotros, Allegra.
Allegra asintió.
–Pero recuerda que no hay garantías, ni promesas –insistió ella.
–Es verdad. Pero no las hay en nada en la vida, ¿no?
¿Estaría hablando de ellos?, se preguntó ella.
Pero no, el pasado estaba olvidado. Tenía que recordarlo.
Tomaron un avión privado a Roma, y ella pensó que aquello era una muestra de la riqueza y poder de Stefano.
–¿Eres más rico ahora que hace siete años? –le preguntó ella cuando se sentaron en el avión.
–Un poco –respondió él por encima del periódico.
–Sé que mi padre tenía dinero, pero a decir verdad, yo no lo notaba mucho –dijo Allegra.
–¿No tenías una vida cómoda?
–Sí, por supuesto –se rió ella–. Créeme, no voy a contarte la historia de una niña pobre. No había vivido mucho, y creo que fue por ello que me sentí tan fascinada por ti cuando nos conocimos.
–Comprendo.
Allegra miró por la ventanilla del avión. El aparato estaba ascendiendo por encima de la niebla que cubría Londres.
Ella sentía una extraña necesidad de hablar del pasado, como si necesitase mostrar a Stefano lo poco que le importaba. Era un impulso un poco infantil, lo sabía, pero no podía evitarlo.
–Has dicho que tenías un piso en Roma, ¿en qué parte? –preguntó ella más tarde.
–En Parioli, cerca de Villa Borghese.
–No he estado nunca en Roma –admitió ella.
Su vida en Italia había transcurrido entre el colegio de monjas y su casa.
–Te mostraré las vistas, si tenemos tiempo –dijo Stefano.
–¿Vamos a ir directamente a Abruzzo?
–Mañana. Esta noche tengo una cena de negocios, un evento social –desvió la mirada de ella y agregó–: A lo mejor podrías venir conmigo.
Allegra se puso rígida.
–¿Por qué?
–¿Por qué no? La mayoría de la gente va con sus parejas, y yo no tengo.
–Yo no soy tu pareja.
–No. Pero estás conmigo. No tiene sentido que te quedes sola en la mansión –sonrió Stefano–. Creía que éramos amigos.
–Lo somos, sólo que…
Stefano alzó las cejas.
–De acuerdo –asintió ella–. Gracias. Será… agradable.
–Agradable… Sí, claro –asintió Stefano.
No volvieron a hablar hasta que el jet aterrizó en el aeropuerto de Fuimicino, y Stefano la ayudó a bajar del avión.
El aire la envolvió como una manta, seco, caliente, familiar, reconfortante.
Aquella tierra era su hogar, pensó ella.
–Hace mucho tiempo que no estás en Italia –dijo Stefano, mirándola.
–Seis años.
–Viniste al funeral de tu padre.
–Sí.
–Siento su muerte –dijo Stefano después de un momento.
Allegra se encogió de hombros. Luego dijo:
–Gracias. Hace mucho tiempo de ello.
–La muerte de los padres sigue doliendo siempre –dijo él.
–La verdad es que no pienso en ello –contestó Allegra.
Y le pareció que mostraba demasiado con aquel comentario.
Stefano dejó el tema, por suerte, y pasaron el siguiente rato ocupándose de la documentación y aduanas.
Al poco tiempo estaban subidos en un coche de alquiler rodeados de las colinas de Roma en el horizonte.
Allegra sintió todo el cansancio de las últimas semanas, tanto físico como psíquico, y se quedó dormida.
Cuando entraron en una calle estrecha de elegantes casas, Stefano le anunció que habían llegado.
La ayudó a bajar del coche y se dirigieron a la casa. Ésta estaba elegantemente decorada con antigüedades, alfombras y cuadros originales que debían costar una fortuna. Sin embargo, le faltaba personalidad. Como si el alma de Stefano no estuviera allí.
Y ella volvió a pensar que no lo conocía, que no sabía qué libros leía, qué le hacía reír, las cosas que habría sabido de haber sido su esposa.
–Sé que estás cansada. Puedes descansar arriba si quieres. Le diré a la cocinera que prepare algo liviano para comer –le dijo Stefano.
–Gracias. La cena de esta noche… Es un evento formal, ¿no?
–Sí.
–No tengo nada apropiado que ponerme… No suelo necesitar ropa de fiesta en mi trabajo…
–Enviaré a alguien a las tiendas para que elija algo para ti. A no ser que prefieras ir tú misma.
Allegra agitó la cabeza. No habría sabido qué elegir, y la sola idea de dar vueltas por Roma la cansaba.
–Bien. Tengo que ocuparme de negocios, pero Anna, mi ama de llaves, te mostrará tu habitación.
En aquel momento, como si se tratase de un conjuro, una mujer de pelo cano apareció en el pasillo.
–Por aquí, signorina –dijo la mujer en italiano.
–Grazie –su lengua materna le sonó extraña por un momento. Hacía años que no usaba más que el inglés.
¿Habría sido algo deliberado para olvidar su pasado? ¿Un modo de ser una nueva persona?
Siguió a Anna por las mullidas alfombras hasta una habitación decorada con exquisito gusto. Allegra miró la cama doble con su colcha de seda rosa, las cortinas haciendo juego…
Sonrió a Anna y le dio las gracias.
Se sentó en la cama y luego se quitó la ropa y se acostó.
No podía creer que estuviera en casa de Stefano.
Allegra cerró los ojos. No quería examinar sus sentimientos, ni lo que podía sentir Stefano. Sólo quería hacer su trabajo.
Esperaba que cuando conociera a Lucio se olvidase totalmente de Stefano.
Y con aquel pensamiento se durmió.
Se despertó con los golpes en la puerta.
–¿Allegra? –la llamó Stefano–. Llevas durmiendo cuatro horas. Tenemos que arreglarnos para la cena.
–Lo siento –murmuró ella, quitándose el pelo de la cara.
Stefano abrió la puerta y ella fue consciente de su horrible apariencia, y de que sólo llevaba un sujetador y unas braguitas debajo de la colcha.
Stefano la miró un momento, y Allegra sintió un calor por dentro.
–Abajo tienes una selección de vestidos de fiesta. Te los traeré.
–¿Una selección? –repitió ella.
Pero Stefano ya se había ido.
Allegra se levantó de la cama y se puso la ropa que había dejado en el suelo. Cuando se estaba recogiendo el pelo apareció Stefano con unas bolsas en la mano.
–Aquí tienes todo lo que te hace falta. Tenemos que marcharnos en menos de una hora. Anna te traerá algo de comer. No has almorzado –Stefano sonrió.
–Gracias por ser tan considerado.
–De nada.
Ella se dio cuenta de que se sentía cómoda. Y le apetecía disfrutar de la noche, jugando a ser una niña a la que le han dado la oportunidad de probarse la ropa de su madre.
Sonrió y fue en busca de las bolsas.
Stefano se había ocupado de todo. Había tres vestidos de diseño diferentes con zapatos y chales a juego, así como ropa interior y medias.
Ella hacía siete años que no tenía ropa tan bonita. No le habían hecho falta y ciertamente no había podido permitírsela.
Se sintió conmovida por la consideración de Stefano, pero luego se dio cuenta de que era simplemente su forma de operar. Ella estaba bajo su cuidado, así que él tenía que darle lo que necesitase.
Eligió un vestido de seda estrecho hasta la rodilla que le hacía una esbelta figura. Era sencillo y elegante a la vez.
En el fondo de una de las bolsas, Stefano había dejado una cajita de terciopelo y cuando Allegra la abrió, se quedó con la boca abierta.
Eran los pendientes que le había regalado el día antes de la boda. Los pendientes con los que él había dicho que quería verla.
Sintió ganas de llorar y no supo por qué.
Se puso los pendientes y se soltó el cabello, que cayó sobre sus hombros.
Luego bajó.
–¡Estás deslumbrante! –dijo él al verla. Miró sus orejas, el brillo de los diamantes contra su piel y sonrió.
Allegra le devolvió la sonrisa.
–Gracias.
Stefano le dio la mano y ella la tomó. No quería pensar mucho. Aquélla sería una noche, sólo una noche, y ella quería disfrutarla.
Tomaron un coche hasta el hotel St Regis. Allegra se sintió impresionada por la fachada del hotel. Estaban en el corazón de Roma, a minutos de la escalinata de la Plaza de España y la Fontana de Trevi.
El aire de mediados de septiembre era como una caricia mientras subían las escaleras del hotel.
Cuando entraron Allegra se quedó admirando la araña que colgaba del techo, las columnas de mármol y las suntuosas alfombras. Desde dentro llegaba la música de un piano, y ella se sintió impresionada por aquel lujo.
Stefano la guió a la sala Ritz, otra lujosa sala con frescos pintados a mano, con el mismo aura de riqueza que la anterior.
Allegra notó cómo los miraban al entrar, los comentarios silenciosos, las miradas especulativas.
Ella levantó la mirada y sonrió orgullosamente. Posesivamente.
Stefano se acercó a un grupo de hombres y presentó a Allegra a sus socios.
–Caballeros, ésta es mi amiga, Allegra Avesti.
«Mi amiga», pensó ella. Algo que no había sido antes.
Y de pronto se preguntó si eso era lo que quería ser para él.
Pero no le quedaba otra opción.
La gente pareció sorprendida al oír la palabra «amiga». Y ella se preguntó por qué.
Seguramente Stefano había ido a eventos con otra mujer, alguna que no fuera una novia estable, ni siquiera alguien con quien estuviera saliendo…
¿O sería que acostumbraba a ir con alguna mujer en especial que no era ella?
Pero no pudo seguir pensando, porque pronto se sintió envuelta en la conversación.
–¿Estás bien? –preguntó Stefano llevándola del codo.
–Sí, estoy bien. Me lo estoy pasando bien, de hecho.
–Bien –contestó él con una nota de satisfacción posesiva.
Pero Stefano sólo la consideraba una adquisición, se recordó. Había comprado sus servicios recientemente.
Pero ella no quería pensar ni sentir. Sólo quería disfrutar.
Así que dejó que Stefano la llevara a la mesa.
Allegra se sentó al lado de una mujer delgada de vestido negro de crepé, Antonia Di Bona.
–Stefano te ha tenido escondida –comentó la mujer.
Allegra tragó saliva y miró a Stefano. Éste estaba conversando con un colega.
Allegra sonrió y con una fría sonrisa dijo:
–Soy sólo una amiga.
–¿Sí? Stefano no tiene muchas amigas.
–¿No?
Allegra sintió un cierto alivio. Pero a la vez le había dado la impresión de que aquella mujer sabía algo de Stefano que ella no conocía. Y esperaba el momento de averiguarlo.
Comieron el primer plato sin conversar demasiado. Luego Antonia preguntó:
–¿Conoces a Stefano desde hace mucho tiempo?
–Bastante tiempo –respondió Allegra.
–Bastante tiempo… –repitió Antonia–. Me pregunto cuánto tiempo –se inclinó hacia adelante–. No pareces su tipo, ¿sabes? Él las prefiere… –miró a Allegra con ojos de crítica–. Más glamurosas. ¿Sales con él a menudo?
–No –contestó ella, con rabia por el comentario de Antonia–. De hecho estoy muy ocupada, tanto como Stefano.
Sabía que debía comentar que su relación con Stefano era sólo profesional, pero no sabía por qué no podía hacerlo.
Antonia se rió forzadamente y agregó.
–Stefano está siempre ocupado. Así es como se ha hecho rico –miró a Allegra una vez más–. Y el motivo por el que fracasó su matrimonio.