Capítulo 6

 

 

 

 

 

ALLEGRA se quedó helada.

Había estado casado…

¿Con quién?, se preguntó ella.

Sin embargo él no se lo había dicho.

¿Y por qué iba a decírselo?

Ellos tenían una relación profesional.

Sin embargo había muchas cosas que no encajaban con una relación profesional, pensó, recordando el beso de Stefano.

Intentó relajarse.

Stefano había estado casado…

Pero eso no significaba nada. No debía significar nada para ella.

Sin embargo… le dolía.

Allegra agarró el tenedor y comió un bocado del postre. No le supo a nada. Estaba demasiado preocupada por lo que acababa de saber como para saborearlo.

¿Por qué le dolía aquello todavía?

Allegra agitó la cabeza instintivamente.

No, ya no era aquella niña…

Pero le seguía doliendo que él la hubiera comprado como a una cosa.

Apartó el postre, tomó un sorbo de vino y sintió los ojos de Stefano. Estaba conversando con un colega de los negocios, pero desvió la mirada hacia ella un momento, y ella supo al verlo apretar la boca, que se había dado cuenta de que ella estaba disgustada. Sólo que no sabía por qué.

Después de la cena los invitados caminaron de un lado a otro, conversando, riendo, mientras sonaba la música de un cuarteto de cuerda. Allegra se mezcló con la multitud y vio a Stefano rastrear el salón con la mirada. Ella se apoyó en una columna de mármol.

–¿Por qué te estás escondiendo otra vez? –preguntó Stefano por detrás.

Allegra se sobresaltó.

–No me estoy escondiendo –respondió.

–Me estabas evitando.

–No seas arrogante.

–¿Lo niegas?

–No tenía ganas de hablar, Stefano, ni contigo ni con nadie. Estoy cansada, y ésta no es exactamente la gente con la que yo me relaciono normalmente.

Él le agarró la barbilla y le preguntó:

–¿Qué ocurre?

–Nada –mintió ella.

–Estás disgustada.

–¡Deja de decirme cómo estoy! –respondió Allegra.

–Podrías hablar con la gente… Intentar conocerlos –agregó él.

–No tengo ganas.

–Pensé que podríamos pasarlo bien esta noche.

–Estoy cansada, y no estoy aquí para ser tu acompañante, ¿no? ¿No te acuerdas? Estoy aquí para ayudar a Lucio. Eso es todo.

–¿Crees que no lo sé? –preguntó él con un tono brusco–. ¿Crees que no intento recordármelo todos los días? –preguntó él en voz baja.

Allegra agitó la cabeza sin querer pensar qué quería decir él.

–Stefano…

–Allegra, lo único que te pido es que actúes normalmente. Que te relaciones, que converses. Solía gustarte conversar… ¿Has cambiado tanto? –sonrió él.

Allegra sintió ganas de llorar.

Recordó aquellas conversaciones, cuánto había conversado y reído de todo con Stefano, y cómo la había escuchado él.

–Stefano, no lo hagas.

Stefano le tocó un párpado y notó su humedad.

–¿El qué?

–No lo hagas –repitió Allegra.

«No me lo recuerdes, no hagas que me enamore de ti. Me rompiste el corazón una vez. No podría volver a soportarlo».

La posibilidad de que pudiera enamorarse de él en lugar de aterrarla le dio tristeza.

Sintió por primera vez la dulce punzada del arrepentimiento.

Allegra pestañeó y el pulgar de Stefano se humedeció otra vez.

–¿Por qué estás llorando? –preguntó él, sorprendido y triste.

Allegra agitó la cabeza.

–No quiero pensar en el pasado. No quiero recordar.

–¿Y qué me dices de las partes buenas? Hubo algunas, ¿no?

–Sí, pero no suficientes –Allegra respiró profundamente y se apartó de Stefano–. Nunca fueron suficientes…

–No. Nunca fueron suficientes.

–Además, tú hablas como si hubiéramos tenido algo real y profundo, y no ha sido así. No como lo que has tenido con otra persona.

Stefano se quedó inmóvil.

–¿De qué estás hablando?.

–He oído cosas, Stefano –dijo ella–. Antonia me dijo que habías estado casado.

Aun en aquel momento ella esperaba que él lo negase, que se riera de aquel comentario inexacto.

–No fue relevante –dijo Stefano.

Allegra se rió.

–Hubiera estado bien saberlo… –dijo ella.

–¿Por qué, Allegra? ¿Qué necesidad tenías de saberlo?

–Porque… Porque es el tipo de cosa que yo debería saber…

–¿Deberías saber? ¿Se lo preguntas a todos los adultos con los que te relacionas? ¿A los padres de los niños con los que trabajas?

–Sabes que no es tan sencillo –contestó Allegra–. Tú te olvidas o recuerdas el pasado según te conviene… Bueno, permíteme que yo haga lo mismo –se dio cuenta de que había levantado la voz y de que la gente los estaba mirando.

–Éste no es el lugar para una discusión –comentó Stefano entre dientes.

Ella lo ignoró.

–Ni siquiera sé si estás divorciado. Si tienes hijos…

–Soy viudo –respondió–. Y ya te lo he dicho antes: no tengo hijos –puso su mano en el codo de Allegra–. Y ahora nos vamos a casa.

–¡A lo mejor yo no quiero irme a casa contigo! –dijo ella, soltándose y levantando la voz.

La gente los volvió a mirar.

Hubo un momento de tenso silencio, y luego los invitados siguieron conversando.

Ella se dio cuenta de que estaba haciendo una escena. Se puso colorada.

Y Stefano estaba enfadado, muy enfadado.

–¿Has terminado? –preguntó con frialdad ártica Stefano.

–Sí. Podemos irnos, si quieres…

Stefano la acompañó por el salón entre murmullos y miradas especulativas.

Caminaron en silencio todo el trayecto hasta el coche.

Allegra se refugió en su asiento. Su comportamiento había sido inexcusable; lo sabía. Debería haber esperado a estar en su casa para hablar con Stefano en lugar de hacer una escena delante de todo el mundo.

Pero él debería haberle dicho que había estado casado, pensó ella.

De pronto ella se extrañó de no haberse enterado de que él se había casado. Pero la verdad era que ella había cortado todos los lazos con su pasado. No había vuelto a ver a sus padres. Su padre había muerto un año más tarde de su huida y su madre…

Su madre había conseguido lo que quería. Ahora vivía su vida en Milán, mantenida por una sucesión de amantes.

Al parecer, que ella se marchase hacía siete años no había servido de mucho, porque allí estaban ellos, juntos otra vez.

El coche llegó a su mansión y Allegra entró con Stefano.

Ella lo observó entrar en el salón y servirse dos dedos de whisky y bebérselo.

Stefano se quedó de pie frente a la chimenea, con una mano apoyada en la repisa.

Allegra cerró la puerta doble, corrió las cortinas y encendió una lámpara.

–Lo siento –dijo luego.

–¿Qué sientes? ¿Haberme vuelto a ver? ¿Haber aceptado ayudar a Lucio? ¿O haberme dejado hace siete años? –preguntó Stefano, furioso.

–Nada de eso. Te pido disculpas por mi comportamiento de esta noche. Saber que habías estado casado fue un shock y… reaccioné desproporcionadamente en la fiesta.

–Sí, lo hiciste.

–¿Por qué no me dijiste que habías estado casado?

–¿Y por qué iba a decírtelo?

–Porque… Aunque reconozcamos el pasado y lo hayamos olvidado…

–Sigue estando ahí –terminó la frase Stefano.

–Sí. Jamás oí que te hubieras casado.

–¿Acaso lo preguntaste alguna vez?

–No, por supuesto que no. ¿Por qué iba a…?

–No podías enterarte porque yo no quise divulgarlo.

–¿Por qué? –susurró ella.

–Porque me arrepentí de haberlo hecho casi al terminar la ceremonia.

Stefano se pasó la mano por el pelo.

–Si quieres que te lo cuente, lo haré. Supongo que debí pensar que alguien podía contártelo esta noche, pero no me apetecía hablarte de ello. Así que es un tema que aparqué –sonrió Stefano débilmente–. Un hábito que creo que compartimos.

Allegra sintió que estaba ante un hombre al que no estaba acostumbrada: un Stefano cándido, abierto, vulnerable. Él se sentó en una silla con la corbata floja, los botones del cuello abiertos y el vaso de whisky en la mano.

–Entonces, ¿qué sucedió? –preguntó ella.

–Estuve casado seis años con Gabriella Capoleti.

–¡Seis años! –exclamó Allegra–. ¿Cuándo te casaste con ella?

–Tres meses después de que me dejases –dijo él.

«De que me dejases», resonó en la cabeza de Allegra.

–¿Por qué? ¿Por qué tan pronto?

–Mi primer matrimonio no se celebró, así que planeé otro.

–Así de sencillo –susurró Allegra.

–Sí –sonrió Stefano, pero sus ojos tenían un brillo de dureza.

Ella tragó saliva. ¿Por qué le dolía?

–Yo iba a casarme contigo por tu apellido, Allegra, ¿recuerdas? Por el apellido Avesti –se rió secamente, sin humor–. Claro que el apellido Avesti ya no tiene ningún valor en estos tiempos.

–No…

–No, no te gusta enfrentarte a ello, ¿no? No te gusta enfrentarte a los hechos. Bueno, yo tampoco. Intento no pensar en mi matrimonio.

–¿Por qué no? ¿La amabas?

–¿Importa eso? ¿Te importa a ti? –preguntó Stefano.

–No –mintió ella poniéndose de pie–. No, por supuesto que no. Sólo me lo preguntaba.

Stefano se quedó callado. Y ella también. Esperando.

–Me casé con Gabriella por el apellido de Capoleti, como me iba a casar contigo por el tuyo –comentó él–. Necesitaba emparentarme con una antigua familia de renombre.

–¿Por qué necesitas tanto un apellido?

Stefano curvó la boca en una sonrisa forzada.

–Porque yo no tengo una familia propia. Tengo dinero, nada más.

–¿Y Gabriella aceptó ese arreglo? ¿O la engañaste a ella también?

–¿Como te engañé a ti, quieres decir? Allegra, ¡cómo te aferras a esa idea! ¡Cómo quieres creerlo!

–Por supuesto que lo creo –contestó Allegra–. ¡Lo oí de boca de mi padre, y de la tuya! Nuestro matrimonio no era más que un acuerdo de negocios entre mi padre y tú –dijo ella con rabia–. ¿Cuánto era mi valor al final, Stefano? ¿Cuánto pagaste por mí?

Stefano se rió.

–¿No lo sabes? Nada, Allegra, no pagué nada por ti. Pero habría pagado un millón de euros por ti, si no te hubieras ido ese día. Un millón de euros que tu padre ya había perdido en el juego. Ése es el motivo por el que se mató, ya lo sabes… Tenía deudas, una deuda de mucho más de un millón de euros. Y como tú no te casaste conmigo, no cobró nada.

Allegra cerró los ojos.

–Más hechos que tú nunca has querido enfrentar –dijo él.

Él tenía razón. Ella nunca había querido enfrentar las repercusiones de su marcha, no había querido examinar muy detenidamente por qué su padre se había suicidado, por qué su madre se había ido.

–No es culpa mía –susurró ella.

–¿Importa realmente?

Ella agitó la cabeza.

–¿Y qué pasó con Gabriella entonces? Háblame de tu matrimonio.

–Gabriella tenía treinta años entonces, dos años más que yo. Estaba desesperada por casarse. Ella aceptó el matrimonio, el arreglo, y todo sucedió rápidamente.

–¿Por qué lo has mantenido casi en secreto si querías su apellido? ¿No deberías haber querido que la gente lo supiera?

Stefano levantó las cejas.

–En teoría, sí. Pero me di cuenta después de casarme de que no quería su maldito apellido. Yo no la quería a ella y ella no me quería a mí. Y al final me di cuenta de que no quería construir mi negocio apoyándome en otra persona. Yo había llegado adonde había llegado por mí mismo, o casi, y quería seguir haciéndolo –sonrió débilmente.

Allegra asintió.

–¿Qué sucedió entonces? ¿Mu… Murió ella?

–Sí. Pero un mes y medio después de la boda Gabriella me dejó. No la culpo. Yo era un marido desastroso. Ella se fue a vivir a Florencia, a un piso que le dejé. Acordamos vivir vidas completamente separadas. Cuando murió en un accidente de coche hace seis meses, hacía casi cinco años que no la veía.

–Pero… Pero eso es horrible –susurró Allegra.

–Sí, lo es –dijo Stefano.

–¿Qué… qué hiciste que la hizo tan desgraciada? ¿Que la hizo dejarte?

–Es culpa mía, ¿no?

–¡Tú lo has admitido!

Stefano se quedó callado un rato largo, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados.

–Me di cuenta de que yo quería algo más de un matrimonio. Y Gabriella también. Pero lamentablemente no pudimos dárnoslo el uno al otro.

–¿Qué era? –preguntó Allegra en un suspiro.

–¿Qué crees que era, Allegra?

–Yo… No lo sé.

Realmente no lo sabía.

–Me pregunto por qué te sorprendió tanto que me hubiera casado. Casi pareció herirte…

–¡Por supuesto que me sorprendió! Es un hecho muy importante para mantenerlo en secreto…

–Pero tú también guardaste secretos, Allegra, ¿no? Yo no he sido célibe estos siete años, y tú tampoco, estoy seguro.

Allegra se quedó petrificada.

–¿Qué importa? –dijo ella finalmente intentando mantener el tono frío.

–Exactamente, ¿qué importa eso? Al fin y al cabo tú estás aquí por tu capacidad profesional, ¿no?

–No, no importa. Tienes razón –respondió ella.

–¿Cuántos amantes has tenido, Allegra? –preguntó Stefano.

Allegra se sobresaltó.

–Stefano, no importa eso. No me casé contigo. Era libre. No soy tuya, no soy una posesión tuya. Da igual cuántos amantes he tenido. Ni siquiera deberías preguntarlo.

–Pero sí importa –respondió él–. A mí me importa.

–¿Por qué?

Ella estaba temblando bajo su mirada.

Él no contestó. Simplemente sonrió.

–¿Quién fue el hombre que te tocó primero? ¿Quién te tocó donde debería haberte tocado yo?

Allegra cerró los ojos e imaginó escenas que nunca habían tenido lugar en la realidad. Imágenes de Stefano y ella que jamás habían sucedido.

–Stefano, no hagas esto. No creo que te sirva de nada.

–Es verdad, pero lo haré igualmente. ¿Quién fue él? ¿Cuándo tuviste a tu primer amante?

Ella tenía los ojos cerrados todavía, pero notó que él se había acercado y estaba enfrente de ella. Lo oyó arrodillarse delante de ella y poner sus manos en sus rodillas.

Ella se puso tensa.

Él le acarició las rodillas.

–Stefano… –susurró ella.

Sabía que si seguían por aquel camino sería peligroso. Después sería imposible recuperar la relación profesional.

Lentamente Stefano deslizó las manos por sus muslos. Allegra se estremeció, pero no abrió los ojos. No quería abrirlos. No quería ver la cara de Stefano. Tenía miedo de ver lo que estaba sintiendo él. Y lo que estaba sintiendo ella.

–¿Te tocó aquí? –susurró él, acariciándole el muslo.

Allegra sintió que sus piernas se abrían, pasivas.

Ella agitó la cabeza, sin saber qué estaba negando. Quería que Stefano parase y a la vez que continuase… Lo deseaba…

–¿Y aquí? –susurró Stefano, jugando con el elástico de su ropa interior, acariciando con su pulgar su parte más sensible–. ¿Te gustó? ¿Te…? –su dedo se deslizó por su ropa interior–. ¿Pensaste en mí?

Ella gimió, por placer o por vergüenza.

Con los ojos aún cerrados, agitó la cabeza.

Allegra abrió los ojos y vio el brillo en la mirada de Stefano. Había odio, rabia…

–¿Qué es esto? ¿Una especie de venganza?

Stefano la quemó con la mirada antes de apartarse y alejarse.

Lo vio servirse otra copa de whisky y caminar hacia la ventana. Se quedó de espaldas.

Ella se quedó inmóvil en la silla, lánguida, como sin vida.

Él la estaba tratando como a una posesión, pensó ella.

Ella era suya y quería castigarla…

–Fue un médico del hospital en donde hacía las prácticas –dijo ella.

Stefano se quedó inmóvil, pero no se dio la vuelta.

–David Stirling. Fuimos amantes durante dos meses, hasta que me di cuenta de que era tan controlador y posesivo como tú. Fue el año pasado… Así que esperé seis años para entregarme a otra persona, Stefano. Tú esperaste tres meses…

Él no se dio la vuelta. Ella quería herirlo como él la había herido a ella. Pero sabía que no podía hacerlo. Porque a él no le importaba. Y a ella, sí.

–Tienes razón, Stefano, no importa esto porque a ti no te importo. Nunca te he importado. Nunca me has amado. Lo único que resultó herido cuando huí fue tu orgullo. Y aunque me hubieras amado, no quería el tipo de amor que podías darme, el tipo de amor en el que no hay sinceridad, ni alegría, ni nada que realmente importe.

«Protección. Provisión», ¿qué más quería?

Él siguió de espaldas.

–El tipo de amor que ofreces, Stefano, no es amor. ¡No es nada! ¡No vale nada!

Stefano se movió, pero no se dio la vuelta.

Allegra pensó que por fin lo había herido, pero no había sido tan profundo como un golpe directo.

Ella tomó aliento y habló:

–Ha sido un error venir aquí, pero también ha sido un acuerdo de negocios. Como nuestro matrimonio… Es gracioso como se repite todo… Pero me quedaré, Stefano, por el bien de Lucio. Quiero ayudarlo. Pero cuando termine la terapia, no nos volveremos a ver. Algo que te tranquilizará también a ti, estoy segura.

Temblando, Allegra se fue de la habitación.

 

 

Stefano sabía que no debía beber un tercer whisky, pero le apetecía. No bebía normalmente, pero en aquel momento necesitaba una copa.

Sentía rabia y se arrepentía de haberla tratado de aquel modo.

Allegra, la mujer que iba a ayudar a Lucio… La mujer que había estado a punto de ser su esposa… No se había olvidado. Jamás podría olvidarse del momento en que se había enterado de que ella se había marchado, sin despedirse, sólo con una nota.

Aquel momento estaba grabado en su memoria, en su alma.

Pero por Lucio debía olvidarlo.

No tenía derecho a acusarla por tener un amante. Ella tenía veintiséis años, y tenía todo el derecho del mundo de buscar un romance, amor, sexo con otra persona.

Con otro que no fuera él.

No era la idea de que la hubiera tocado otro hombre lo que lo hería, aunque eso le escociera, era el hecho de que Allegra hubiera elegido, hubiera preferido a otra persona. Se había alejado de él para buscar consuelo en otros brazos, y eso no podía cambiarlo nadie.

Y él había hecho lo mismo. Y había fracasado.

Stefano respiró profundamente y luego subió las escaleras hacia la habitación de Allegra.

No intentó abrirla. Suponía que estaba cerrada. Pero se apoyó en la puerta y habló:

–Allegra, lo siento. No debí decir ni hacer lo que he hecho. Me he portado muy mal… –hizo una pausa. Tenía un nudo en la garganta, y no podía expresar lo que sentía. Finalmente pudo hablar y agregó–: Buenas noches, Allegra.