Capítulo 7

 

 

 

 

 

AL DÍA siguiente la casa estaba en silencio cuando Allegra bajó, pero después de unos segundos oyó el ruido de porcelana china en el comedor y vio a Stefano bebiendo un cappuccino y leyendo el periódico.

Ella lo observó en silencio un momento. Tenía líneas de cansancio en sus ojos.

Lo había escuchado tras su puerta con voz de arrepentimiento, pero no quería ablandar su endurecido corazón. Y se lo diría.

–Stefano.

–Buenos días –respondió él.

–Tenemos que hablar.

Stefano cerró el periódico y lo dejó encima de la mesa.

–Por supuesto, ¿de qué se trata?

–Cuando ambos acordamos la terapia me dijiste que éramos dos personas distintas. Que el pasado no importaba… Pero eso no era verdad, ¿no? El pasado importa más de lo que creemos, me parece, y tal vez no seamos personas tan distintas de las que éramos. Y no quiero que el pasado nos afecte ni a ti, ni a mí, ni a Lucio.

–Espero que no lo haga…

–Es posible que me hayas contratado, pero no soy tu posesión. No voy a permitir que me trates como si lo fuera…

–Allegra, te pido disculpas por mi comportamiento de anoche –la interrumpió Stefano–. Yo estaba enfadado por tu comportamiento infantil en la cena y respondí con un comportamiento igualmente infantil. Te pido disculpas nuevamente –sonrió.

–No estoy segura de que sea así. Me parece que hay algo más. No puedes olvidar el pasado, no puedes fingir que no afecta al presente ni al futuro. Yo creí que podíamos olvidarlo, y deseaba que así fuera, pero el ignorarlo sólo ha hecho que todo sea más difícil.

–Eso que dices es una tontería que suena muy psicológica. ¿La aprendiste en tus estudios de psicología a través del arte?

–No, lo aprendí tratando contigo, viendo cómo me tratas. Anoche me di cuenta de que eras el mismo hombre de hace siete años.

Stefano revolvió su café en silencio.

–Piensa lo que quieras –dijo finalmente, con indiferencia.

Y ella se dio cuenta de que su actitud le dolía.

–Da igual. Te pido disculpas y te prometo que no volverá a suceder –agregó Stefano–. Tú estás aquí para ayudar a Lucio. No hace falta que tú y yo tengamos relación.

–No es tan sencillo

–Lo será –dijo él.

–Si no nos ocupamos de nuestros sentimientos…

Stefano se rió.

–Si yo no siento nada por ti, Allegra, ¿no lo recuerdas? Yo te compré. Te traté como a una posesión. Tú misma me lo has dicho. ¿Cómo voy a tener sentimientos por un objeto?

–Pero…

–Si yo no he sentido nunca nada por ti, ¿cómo voy a sentirlo ahora? ¿Tú quieres hablar de sentimientos, Allegra? –la desafió–. ¿Y los tuyos?

–¿Qué pasa con los míos?

–Tú tampoco quieres hablar del pasado, de tu madre, de tu padre… ¿Por qué cortaste toda comunicación con tu familia? Estuviste en el funeral de tu padre menos de una hora… Yo estaba allí… Te vi de lejos, tú no me viste…

–¿Por qué fuiste?

–Yo conocía a tu padre, Allegra. Yo compartí la culpa de su muerte. Él fue un tonto, incluso un inmoral, pero nadie merece sufrir una desesperación semejante.

–No… –ella levantó la mano como si sus palabras la hiriesen.

–Duele, ¿no? Duele recordar, ¿verdad?

–Stefano…

–Te apartaste de todo lo que conocías, Allegra, incluida tú.

–Tú no sabes…

–Porque no podías enfrentarte a ello. No quieres enfrentarlo. Así que no me pidas que yo me enfrente a nada, cuando tú llevas siete años huyendo del pasado…

–¡Esto no tiene nada que ver conmigo! –exclamó Allegra–. ¡Yo no tengo nada que ver!

–¿No? ¿No hay nada que tenga que ver contigo? –hizo una pausa–. ¿Y la muerte de tu padre? ¿No tiene nada que ver contigo? Sé que lo destruiste con tu traición. Y que fue una de las razones por las que se mató.

–¡No! –exclamó ella–. No sabes de qué estás hablando –agregó.

–Sé muy bien lo que estoy diciendo, pero es mejor así, ¿no? Para ambos. Salimos para Abruzzo dentro de una hora.

–De acuerdo –asintió ella.

Allegra se hundió en una silla cuando él se marchó.

El pasado no estaba olvidado, aunque quisieran que así fuera.

Sus vibraciones los seguía torturando.

 

 

–Creo que te gustará Abruzzo –dijo él cuando estaban en medio del tráfico–. Es un lugar muy relajante, muy tranquilo. Un buen sitio para que trabajes con Lucio.

–Tengo muchas ganas de llegar y ponerme a trabajar –dijo ella.

–Bien…

Tácitamente acordaron una tregua y Allegra se preguntó cuánto duraría.

Al menos, ambos estaban de acuerdo en que por el bien de Lucio, debían estar en armonía.

Poco a poco se alejaron de las colinas de Roma y fueron apareciendo los campos de azafrán que cubrían el camino hacia su destino.

Stefano se apartó de la autopista y tomó un camino estrecho y sinuoso que atravesaba varios pueblos de montaña.

Era evidente que la región de Abruzzo se había empobrecido. Aunque ella había visto carteles en la autopista de complejos turísticos, spas y lujosos hoteles, los pueblos no mostraban signos de riqueza.

Después de atravesar los pueblos, salieron otra vez al campo.

–¿Por qué compraste una casa de campo aquí? –preguntó Allegra, rompiendo un largo silencio.

–Ya te lo he dicho, es mi hogar –dijo Stefano flexionando la mano sobre el volante.

–¿Te refieres a que creciste aquí? Siempre he creído que eras de Roma.

–De cerca de Roma –la corrigió–. Estamos a menos de cien kilómetros de Roma, aunque no lo creas.

Allegra no podía creerlo. El paisaje aquél era tan distinto de la riqueza y glamur de la Ciudad Eterna….

Tampoco podía creer que Stefano viniera de aquel sitio. Siempre había pensado que era urbano, nacido para la riqueza y el lujo y poseer el linaje aristocrático y privilegiado.

–¿Tu familia tenía una mansión aquí? –preguntó ella con cautela.

–Algo así –se rió Stefano.

Se adentraron en una carretera más estrecha aún, que era poco más que polvo y canto rodado, y viajaron en silencio durante algunos minutos más antes de llegar a un pueblo pequeño con apenas un puñado de tiendas y casas. Había unos viejos sentados fuera de un café, jugando al ajedrez. Los miraron al verlos pasar.

Stefano disminuyó la velocidad, paró el coche y dijo:

–Espera un momento.

Se bajó, se acercó a los hombres y los abrazó. Parecían granjeros empobrecidos, con aquellos dientes manchados por el tabaco y sus gorras grasientas. Pero era evidente el afecto que sentían por Stefano. Hablaron durante un momento con él en voz alta y llena de excitación. Stefano le hizo señas a ella desde lejos para que se acercase a ellos.

Ella no era una esnob, se había relacionado con las clases sociales más bajas en los siete años que llevaba en Londres. Sin embargo había pensado que Stefano lo era. Después de todo había querido casarse con ella por su apellido y sus conexiones sociales. Pero el verlo allí con aquellos hombres, había cambiado la imagen que tenía de él. Stefano se comportaba con aquella gente como si fuera su familia.

–Por Lucio… –estaba diciendo Stefano cuando ella se acercó–. Va a ayudarlo.

Allegra oyó un coro de gritos de agradecimiento y entusiasmo.

–¡Fantástico! ¡Fantástico! ¡Grazie! ¡Grazie! –decían.

Y entonces la abrazaron como lo habían abrazado a él, diciéndole «Grazie» «Grazie», agradecidos.

Allegra sintió ganas de llorar por aquella manifestación de afecto y aquella genuina alegría.

Ella les sonrió, y se encontró riendo, devolviendo los abrazos, aunque no supiera el nombre de nadie.

Sintió más que vio a Stefano observarla, sintió tanto su tensión como su aprobación.

Los hombres se negaban a dejarlos marchar si no tomaban algo con ellos.

Hicieron un montón de preguntas: ¿Cuánto tiempo se quedaría ella ¿Conocía a Lucio? ¡Y Enzo, un hombre tan sabio y tan amable! Había sido una tragedia, una tragedia…

Aquellos hombres estaban sinceramente preocupados por Lucio y Bianca. Eran una verdadera familia…

Ella pensó en su familia, en la tristeza y la traición que la había destruido…

Finalmente Stefano se disculpó y volvió al coche. La gente se arremolinó alrededor del vehículo, mujeres vestidas de negro y niños mal vestidos que se reían y golpeaban las ventanillas, excitados.

Stefano tocó el claxon varias veces y se marcharon.

Viajaron en silencio durante algunos minutos, y luego Allegra comentó:

–Esa gente te quiere mucho.

–Son como padres para mí –dijo él.

Y ella se sintió avergonzada por no saber nada sobre la familia de Stefano. ¿Dónde estaban sus padres? ¿Tenía hermanos? ¿Cómo había sido su niñez?

Y deseó saberlo. Se lo preguntaría cuando tuviera oportunidad.

Era muy tarde ya, pensó. Muy tarde para ellos. La única relación que podía existir entre ellos era una relación distante, profesional. Y era una tonta si esperaba otra cosa.

Finalmente Stefano giró y entró en una carretera polvorienta flanqueada por robles que le daban sombra. Allegra divisó una casa de campo medio derruida abandonada a un lado de la carretera, y ella se preguntó por qué Stefano dejaba aquella propiedad destartalada en su propiedad. Al rato la sorprendió una mansión que apareció ante ella.

No era ostentosa, pero parecía cómoda. Begonias y geranios caían de cestos colgados de sus ventanas y coloreaban el frente de la casa.

Una mujer joven y morena con el pelo recogido salió a recibirlos. La acompañaba un niño igualmente moreno, con una actitud extrañamente distante.

–Ésta es mi ama de llaves, Bianca –dijo Stefano–. Y éste es Lucio.

Allegra asintió, viendo al niño a una distancia media y segura.

Salieron del coche y Stefano fue a saludar a Bianca.

Allegra se sintió avergonzada por sentir una punzada de celos.

–Hola, Lucio –Stefano tocó la cabeza del niño afectivamente.

Lucio no lo miró ni dijo nada.

Luego Stefano presentó a Allegra a Bianca, quien agitó la cabeza con esperanzada gratitud.

Allegra se agachó para estar a la altura de Lucio. El niño no la miró, pero ella le sonrió, como si él la estuviera mirando.

–Hola, Lucio. Me alegro de conocerte –dijo Allegra.

Lucio no la miró. Era como si no hubiera hablado.

Allegra no había esperado que le hablase ni que la mirase, sin embargo, su actitud totalmente indiferente, sin apenas una señal de comprensión, era desalentadora.

No obstante, ella permaneció allí, agachada unos segundos. Sabía que Lucio debía ser consciente de su presencia en algún nivel. Y eso era suficiente de momento.

Allegra se puso de pie y Bianca la hizo pasar a la casa. Ésta, sorprendentemente, no tenía el lujo impersonal de la casa de Roma. No tenía signos de riqueza ni de status.

No obstante, era el hogar de Stefano, cómodo y querido.

Bianca los llevó a la cocina en lugar de al salón. Ella se dio cuenta de que aquél era el corazón de la casa. Tenía una mesa de roble a un lado, la cocina al otro y grandes ventanales en las paredes restantes.

Allegra exclamó al ver las vistas. Parecía estar en lo alto de una montaña. Le pareció que podía volar.

–¡Es maravilloso!

–Me alegro de que te guste.

–¿Has construido tú mismo esta casa?

–Ayudé a diseñarla.

–Deben de tener hambre después del viaje. ¿Sirvo el almuerzo, signor? ¿Le apetece comer, signorina? Pueden comer aquí o en el comedor…

–Aquí –dijo Allegra, decidida.

Miró las montañas, los picos de los Apeninos, y sintió una punzada de felicidad. Le gustaba aquel sitio, pensó. Su serenidad, su soledad. Y el hecho de que supusiera una ventana a la vida de Stefano, al hombre que era ahora. O al hombre que había sido siempre, y al que no había conocido.

Y ella volvió a preguntarse por Stefano, ¿quién era aquel hombre?

Bianca sirvió el almuerzo, y Allegra disfrutó de los espaguetis alla chitarra.

A pesar de la insistencia de Stefano y Allegra, Bianca no quiso comer con ellos, y Lucio siguió sin tener ninguna reacción. No decía nada ni los miraba. Allegra le dijo a Bianca que el niño tardaría unos días en aceptar su presencia, y que hasta entonces, la terapia por el arte, el trabajo real, no podría empezar. Bianca asintió, aunque en sus ojos se notó un brillo de decepción.

Nadie lo decía, pero en realidad todos esperaban un milagro.

Y Allegra se preguntó si no esperaría ella también un milagro de parte de Stefano.

Hacía siete años ella se habría conformado con que Stefano la amase. Ahora quería más: quería comprensión, intimidad, risas… Quería que la tocase con deseo pero sin rabia…

Sin embargo, por el bien de Lucio, no podía esperar nada entre ellos.

Bianca y su hijo se marcharon a sus habitaciones, al fondo de la casa, y Allegra y Stefano se quedaron solos.

Mientras comía la pasta, Allegra dijo:

–Ésta es tu casa… Quiero decir, aquí estás en tu hogar.

–Sí, te he dicho que lo era –dijo él, un poco reacio.

Allegra no quiso insistir en aquel momento.

Después de la comida, Bianca le mostró a Allegra su habitación. Stefano se dirigió al despacho que tenía en su casa a ocuparse de unos negocios.

Ella se detuvo frente a la ventana de su habitación y respiró profundamente, pensando en todos los acontecimientos de las últimas horas.

–Quiero mostrarte algo –oyó una voz. Stefano estaba en la puerta de su dormitorio–. ¿Te gusta la vista?

–Sí.

–Ven conmigo.

Stefano se había puesto detrás de Allegra, y ella sintió su respiración, su presencia. Y tuvo que resistir sus ganas de apoyarse contra él.

Allegra acompañó a Stefano por el pasillo de arriba hacia otra habitación, en la parte que daba al sur de la mansión.

–Es aquí –Stefano abrió la puerta.

No era un dormitorio. Era un despacho. La habitación tenía ventanas en dos lados y era muy luminosa. Tenía todo lo que ella podía necesitar para su trabajo con Lucio: blocs de dibujo, pinturas, pasteles, tizas, pinceles…

Allegra estaba fascinada. Era un detalle de parte de Stefano haber acondicionado tan adecuadamente aquel lugar para que ella pudiera hacer su trabajo con Lucio. Pero también era verdad que todos los materiales del arte que hubiera en el mundo no podrían hacer hablar a un niño. Eso era algo que Stefano no iba a poder comprar.

–¿Te gusta? ¿Será suficiente? –preguntó Stefano con cierto aire de vulnerabilidad.

Ella sintió que su corazón se contraía.

–Gracias, Stefano. ¡Es increíble! –Allegra fue hacia él y le dio un beso en la mejilla poniéndose de puntillas. Y Allegra deseó que él la tocase y la tomase en sus brazos.

–De nada –respondió él.

Ella lo deseaba tanto… Pero él no dio ese paso. Simplemente sonrió.

–Te dejo sola. Estoy seguro de que habrá cosas que tengas que preparar para las sesiones con Lucio. Normalmente cenamos sobre las siete –dijo Stefano.

Allegra se pasó el resto de la tarde leyendo las notas sobre el caso de Lucio. Según Bianca, Lucio había estado durmiendo la siesta cuando murió su padre. Ella le había contado lo del accidente aquella noche, y siempre había hablado de Enzo en términos cariñosos para mantener viva su memoria. Al principio Lucio había reaccionado, había tenido un duelo normal… Luego, lentamente había dejado de hablar y se había apartado física y emocionalmente.

En los meses que siguieron el niño se había retraído aún más, sumergiéndose en su mundo silencioso y seguro. Cuando intentaban sacarlo de él, era como si le dieran a un botón y se agitase y excitase incontroladamente, gritando incoherencias, golpeándose la cabeza contra la pared o el suelo.

Bianca se había visto obligada a sacarlo del jardín de infancia del pueblo y pronto había empezado a ser muy difícil llevarlo a tiendas o a la iglesia. Lucio miraba el mundo como si estuviera en las nubes, y no interactuaba con el medio.

Allegra miró por la ventana las montañas nevadas en su cima. El comportamiento de Lucio era el normal en un niño que estaba viviendo un duelo, pero la duración y la profundidad que mostraba no lo eran.

Un niño en situación de duelo tendría que haber empezado a reaccionar con las terapias, a mejorar, aunque diera dos pasos adelante y uno atrás. Pero Lucio no mejoraba. Iba empeorando lenta pero regularmente.

Estaba preocupada. Había ido allí a ayudar a Lucio. Pero, ¿y si no podía hacerlo? ¿Y si era realmente autista?

¿Y si ella había ido allí por razones egoístas? ¿Por Stefano?

«No», se dijo, agitando la cabeza. No podía ser…

El tiempo pasó mientras Allegra estaba envuelta en sus pensamientos, y de pronto se dio cuenta de que debía ser bastante tarde, porque era casi totalmente de noche.

–¿Allegra?

Ella se puso rígida. Vio a Stefano en el pasillo.

–Está la cena… –se marchó sin esperarla.

Allegra bajó a la cocina. Ésta estaba tibia y acogedora. Bianca estaba sentada delante del fregadero y Stefano estaba cortando un tomate para una ensalada. Estaban charlando y riendo como amigos. Lucio estaba junto a la ventana, golpeando metódicamente el alféizar con una cuchara de madera.

Stefano se dio la vuelta y vio a Allegra. Sus ojos se clavaron en ella. Luego le hizo señas de que entrase y siguiera cortando el tomate.

Comieron todos juntos en la cocina, y aunque Lucio estuvo sombrío y callado, Allegra no dejó de incluirlo en las conversaciones.

Después de la cena, Allegra insistió en ayudar a Bianca lavando los platos. En una actitud típicamente italiana, Bianca echó a Stefano de la cocina.

–No lo queremos aquí, de todos modos. Es trabajo de mujeres y charla de mujeres.

Allegra se rió, e intentó no dar importancia al comentario sexista de Bianca.

–Me alegro de que haya aceptado ocuparse de Lucio… No debe de haber sido fácil para usted, teniendo en cuenta…

–¿El qué? –peguntó Allegra.

–Que usted y Stefano estuvieron a punto de casarse.

Allegra se sorprendió.

–No me imaginé que sabrías la historia… –respondió Allegra.

–Por supuesto que la conozco. Conozco a Stefano desde que yo era un bebé y él era un niño. Cuando su padre murió, mi padre se ocupó de él. Stefano es como un hermano para mí.

Allegra asintió. Ahora comprendía la importancia de Lucio para Stefano, al igual que la de Bianca.

–Sé que usted tuvo sus razones para marcharse, y supongo que habrán sido buenas…

–Sí, lo son. Lo eran. Pero Stefano y yo hemos acordado dejar el pasado atrás. Es mejor para Lucio, y, sinceramente, también para nosotros.

–Decirlo es más fácil que hacerlo –dijo Bianca.

–¿Qué quieres decir?

–Veo el modo en que Stefano la mira… Él la amaba entonces y no sé si no la ama todavía…

Allegra se rió, escéptica.

–Bianca, Stefano jamás me amó. Me lo dijo. Y estoy bastante segura de que no me ama ahora. No… nos conocemos ya. Ni nos conocimos nunca.

–Si así le resulta más fácil… –contestó Bianca.

–Lo es, porque es la verdad.

–Pero, usted lo ama…

–No –se sobresaltó Allegra–. No. Lo amaba hace siete años. Pero ahora, no. Por supuesto el volver a verlo me ha hecho recordar, y sentir algunas cosas, pero no. No lo amo.

Bianca sólo sonrió.

Después de lavar los platos, Bianca fue a acostar a Lucio y Allegra anduvo deambulando por la casa, hasta que entró en el salón, donde Stefano estaba sentado en un sillón de piel, con un libro en la mano.

–¿Estás bien? –le preguntó él cuando la vio.

–Sí, estoy bien. Bianca fue a acostar a Lucio.

–Bien.

–¿Crees que Bianca se volverá a casar? –preguntó Allegra de repente.

–Supongo, a su debido tiempo. De todos modos, no hay muchos hombres aquí… Ya viste a los que estaban en el bar…

–Sí. Bianca me comentó que tú habías vivido con su familia cuando murió tu padre.

Stefano se quedó petrificado.

–Sí, así fue.

–¿Qué le pasó a tu familia? A tu madre, a tus hermanos…

–Se fueron a otro sitio.

–¿Por qué?

–¿Por qué estás haciendo estas preguntas, Allegra?

–Porque me doy cuenta de que debería habértelas hecho antes.

–¿Antes?

–Cuando estábamos prometidos. A los diecinueve años.

Stefano se quitó las gafas de leer y se quedó callado un momento.

–¿Lamentas haberte perdido algo, Allegra?

–No, jamás me arrepentiré de lo que hice, Stefano, porque era lo que tenía que hacer. Habríamos sido una pareja desastrosa.

–Entonces, ¿por qué te importa?

–Trataba de conversar contigo, simplemente.

–De acuerdo, fiorina. ¿Quieres que te cuente? Mi padre murió cuando yo tenía doce años. Mi familia no tenía dinero, ni tenía nada, y nosotros fuimos confiados a terceros mientras mi madre trabajaba en una fábrica de fuegos artificiales. El padre de Bianca se ocupó de mí. Fui muy afortunado.

–¿Y tus hermanos?

–Elizabetta se fue con mi madre, a Nápoles, y murió en un accidente en la fábrica. Rosalia se quedó con una tía en Abruzzo, conoció a un mecánico y se casó. Es feliz con su vida. Nunca me pidió nada –se encogió de hombros–. Y la pequeña Bella, que era más joven que yo, no tuvo problemas hasta que empecé a darle dinero, la envié a un colegio interna, le di medios para que tuviera algo mejor, y entonces se dedicó a gastarse todo en droga, algo que la mató… Así que, ya ves, ésa es la historia de mi familia. ¿Satisfecha? –y sin decir nada más, abrió el libro nuevamente.

Allegra lo miró, con el corazón oprimido. No, no estaba satisfecha.

Allegra se acercó a Stefano y puso una mano en su libro.

–¿Por qué no me lo has contado antes?

–¿Cuándo iba a contártelo? No es el tipo de extracción social que pudiera impresionar a tus padres, ni a ti.

–No obstante…

–¿Realmente quieres saber, Allegra? ¿O quieres seguir pensando que soy el elegante príncipe que creías que era?

–No, Stefano. Quería conocer al verdadero Stefano. Yo te amaba…

–Tú amabas al hombre que pensaste que era. Y cuando te diste cuenta de que no lo era, que mis pies eran de arcilla, te marchaste a Inglaterra. Así que, ahórrame todo el melodrama, por favor –Stefano quitó la mano de Allegra del libro como si se tratase de algo desagradable.

 

 

Stefano cerró el libro.

–Me voy mañana –anunció con un tono neutro.

Allegra lo miró, sorprendida. Él le devolvió la mirada, indiferente.

–¿Mañana? ¿Por qué tan pronto?

–Es mejor, ¿no crees? No quiero distraerte de tu trabajo con Lucio.

Allegra asintió.

–¿Cuándo vas a volver?

–No lo sé.

–Muy bien –contestó ella, intentando sonar indiferente.

Él sonrió débilmente. Dejó el libro en la mesa, se puso de pie y fue hacia ella. Le quitó un mechón de pelo de la cara y se lo puso detrás de la oreja. Luego le acarició la mejilla. Fue un gesto tierno, como un fénix que se elevaba de las cenizas de su anterior enfado.

Allegra lo miró, y no vio rabia en él, sino tristeza.

–Es mejor así, fiorina –susurró–. Para ambos –y apoyó muy suavemente su frente en la de ella.

Allegra sintió su aliento, y notó el aire de lamento que los envolvía.

Quería hablar, pero no podía. En silencio tocó los dedos de Stefano, posados en su mejilla. Luego él quitó la mano y se apartó.

–Buenas noches –murmuró él y se marchó de la habitación.