ALLEGRA se despertó por la mañana pensando en Stefano, en su sonrisa triste, en una vulnerabilidad que había tocado su corazón.
Se levantó, se duchó y se vistió rápidamente.
Cuando bajó, la mansión estaba en silencio. Vio que Bianca y Lucio estaban en la cocina.
Instintivamente, Allegra buscó a Stefano, y Bianca le dijo que éste había regresado a Roma.
–Volverá dentro de unas semanas –comentó la mujer.
–¿Puedo ayudar con el desayuno? –preguntó Allegra.
–No, no. Está todo hecho –Bianca le sirvió un cappuccino con bollos.
Después del desayuno, Bianca se marchó a otra parte de la casa, y Allegra se quedó con Lucio. Pensaba observarlo los primeros días, y dejar que Lucio se acostumbrase a su presencia. Lucio no la miró siquiera. Siguió haciendo rodar su coche de juguete todo el tiempo, con expresión perdida.
Después de unos minutos, Allegra empezó a hablarle. Primero del coche, luego de las montañas, de la casa… No esperó respuestas; a los pocos segundos siguió hablándole con entusiasmo. Lucio ni la miró, pero al menos toleró su presencia.
Los siguientes días siguieron igual. Allegra se sintió un poco descorazonada. Y Bianca empezó a impacientarse y a angustiarse. Allegra la tranquilizó diciéndole que Lucio necesitaba tiempo. Pero tampoco le creó falsas esperanzas, y le advirtió que su niño podía ser autista realmente.
–Lo sé –dijo Bianca.
–Haré todo lo que pueda… Pero si su silencio y su comportamiento están relacionados con un trauma, nos falta algún dato. La represión emocional es grave y profunda… ¿Has intentado hablar con Lucio sobre su padre? Sé que a veces es más fácil no hablar, pero Lucio necesita una vía para expresar sus sentimientos.
–Hablé con él al principio. Pero se ponía muy mal, y no quería disgustarlo. Luego empezó a quedarse callado, hasta que dejó de hablar totalmente. Para mí también… era difícil hablar de Enzo.
–Por supuesto –dijo Allegra.
–A Lucio siempre le ha gustado dibujar… Cuando Stefano me habló de que hiciera una terapia a través del arte, aun sin saber que usted era una persona con experiencia en un caso como el de Lucio, sentí esperanza. No ha dibujado nada desde que dejó de hablar, pero si usted lo ayuda… lo guía… –Bianca miró a Allegra buscando su aprobación.
Allegra sonrió. Estaba acostumbrada a la mezcla de esperanza y escepticismo de aquellos casos.
–Sí, creo que el arte podría ayudar a Lucio. Pero no sabemos si eso será la llave que lo haga romper el silencio… Pero haré todo lo que pueda –dijo Allegra.
Bianca tenía los ojos brillantes por las lágrimas.
–Duele amar… –dijo Bianca.
–Sí –respondió Allegra.
Al día siguiente Allegra llevó a Lucio al estudio de arte de arriba. Se sorprendió de lo dócil que fue el niño, dejando que ella lo llevase.
El niño miró todos los materiales de la habitación hasta que su mirada se quedó suspendida a media distancia.
–Stefano me ha dicho que te gusta dibujar y hacer cosas artísticas –dijo Allegra–. Tiene muchos dibujos tuyos en su escritorio. ¿Te gusta dibujar con lápices de cera? –Allegra se sentó en el medio de la habitación rodeada de lápices de cera.
Nombró los colores uno por uno. Lucio observó en silencio, sus ojos puestos en los lápices.
–¿Te apetece dibujar? –preguntó Allegra amablemente.
Agarró un folio y lo dejó delante de él y esperó.
Lucio miró el papel blanco un momento, y luego apartó la mirada.
Allegra insistió, conversando alegremente y probando unos trazos. Pero Lucio no hizo nada, no dijo nada.
Pararon para comer y Lucio la siguió en silencio a la cocina.
Allegra estaba frustrada. No había llegado a Lucio. Le había pasado lo mismo que a los demás profesionales que lo habían tratado. Los niños con los que había trabajado solían aceptar trabajar con pinceles, arcilla, plastilina, pintura. Allegra los ayudaba a expresar sus emociones incitándoles a expandir y completar sus dibujos.
No estaba acostumbrada a aquello. Lucio no le daba nada con lo que pudiera trabajar. Él necesitaba un experimentado psiquiatra o un terapeuta especializado en duelos, no un terapeuta a través del arte que sólo llevaba dos años ejerciendo su profesión, pensó ella.
Sin embargo, no podía dejar a Lucio ahora. Pero cuando Stefano volviera le hablaría de la necesidad de que intervinieran otros profesionales en el caso de Lucio.
No era un trabajo que pudiera hacer ella sola, y sentía el peso de las expectativas de Bianca y de Stefano.
Aquella noche, después de que Lucio se fuera a dormir, Stefano la llamó por teléfono.
Se sorprendió de notar un cierto tono de emoción en su voz.
–¿Cómo va todo? –preguntó.
–Muy lento. No se puede esperar nada todavía. Es pronto.
–¿No ha hablado?
–No. Pero yo no juzgaría el éxito por su capacidad de hablar, Stefano. Si lo que causa los síntomas es el trauma, primero tiene que recordar. Y sentir. No ha sufrido el duelo, y tiene que hacerlo.
–¿Cómo haces para que una persona pueda sufrir el duelo?
–Dándole un espacio donde pueda expresarse –contestó Allegra–. Lucio es un caso extremo, lo confieso –hizo una pausa–. No creo que podamos descartar un diagnóstico de autismo.
Stefano dejó escapar un suspiro.
–Llevas con él menos de una semana.
–Lo sé. Pero no quiero crearte falsas expectativas ni creárselas a Bianca.
–¿Y si descartamos el autismo, qué crees que podría ser la fuente del trauma?
Allegra se mordió el labio.
–Me pregunto si no habrá habido algo más, además de la represión de sus sentimientos, algo que ninguno de nosotros conocemos.
–¿Como qué? –preguntó Stefano, impaciente.
–Algo relacionado con la muerte de Enzo. Podría ser cualquier cosa… Si vio a su padre…
–Imposible. Bianca dijo que estaba dormido.
–Tal vez haya oído decir algo… Un niño pequeño puede malinterpretar un comentario de un adulto y lo oye fuera de su contexto, e incluso culparse de algo…
–¿Crees que se culpa por la muerte de su padre?
–No lo sé –respondió ella.
–Bueno, averígualo –respondió Stefano. Antes de que Allegra contestase agregó–: Lo siento. Sé que estás haciendo todo lo que puedes…
–Lo estoy intentando –susurró ella.
Hubo un silencio cargado de sentimiento y angustia y entonces Stefano dijo:
–Buenas noches, Allegra –y cortó.
Al día siguiente Allegra llevó a Lucio al estudio de arte otra vez. Intentó la sesión con arcilla, pinturas con el dedo y pinturas de cera, pero el niño no mostró interés.
Allegra decidió usar otra estrategia y dibujó algo en un papel, un dibujo para él.
–Ésta es la vista que hay desde mi ventana –había dibujado las montañas, el sol y el cielo simplemente–. Me encanta verla todos los días. ¿Te gustaría agregar algo a este dibujo, Lucio? ¿Qué ves cuando miras tú por la ventana?
Lucio miró el dibujo un rato. Luego bajó la mirada y la clavó en los lápices de cera, y ella contuvo la respiración.
Lucio tomó un lápiz de cera negro y el dibujo. Y entonces sistemática y metódicamente, como hacía todo, no paró de dibujar. Hasta que el dibujo quedó cubierto de negro totalmente.
Allegra lo observó dibujar, su expresión de fiera concentración.
Allegra miró el dibujo. El papel se había rasgado en algunos sitios de la fuerza que había hecho al dibujar.
Lucio había hecho una declaración sorprendente. Se había comunicado. Y el mensaje era claro; claro y terrible.
Lucio estaba atrapado, pensó ella, atrapado y atormentado por recuerdos y emociones reprimidos.
Allegra dejó a un lado el dibujo y puso una mano en el hombro de Lucio. El niño no se encogió, no se movió.
–Cuando murió mi padre, a veces me sentía vacía, como si no tuviera nada dentro. Y otras veces, me sentía tan llena, como si fuera a explotar si no hacía algo… –dijo Allegra.
Ella esperó a que Lucio registrase lo que había dicho. Luego agarró un trozo de arcilla y se lo ofreció.
–¿Te apetece hacer algo con la arcilla? –le preguntó–. La puedes apretar con los dedos, si quieres. Es blanda…
Después de un largo momento, Lucio extendió la mano y tocó la arcilla, acariciándola con un dedo. Luego dejó caer la mano. Y Allegra se dio cuenta de que había sido suficiente por aquel día.
–Podemos trabajar con la arcilla mañana, si quieres –dijo Allegra. Se puso de pie y abrió la habitación para que saliera Lucio.
Aquella tarde, cuando la cima del Gran Sasso estaba dorada, Allegra dio un paseo por la carretera del frente de la casa. Bianca había llevado a Lucio a recoger huevos del gallinero, animada por el pequeño paso, aunque hubiera sido terrible, que había dado Lucio. Allegra se alegraba de poder tomarse un momento de relajación.
El viento silbaba entre los robles, cuyas hojas ya estaban doradas. En la distancia, una vaca mugía melancólicamente y ella oyó sonar su cencerro.
Era un lugar pacífico aquél, pensó, aunque la preocupación por Lucio ensombreciera aquella sensación de serenidad. Se alegraba de que Lucio hubiera empezado a comunicarse. Ese paso podía indicar que no era autista. No obstante, se sentía intimidada por la profundidad del trauma de Lucio, y la cantidad de trabajo que tendría que hacer para ayudarlo a recuperarse, un trabajo que ella no podría hacer sola.
De todos modos, el darse cuenta del dolor y la rabia reprimidos en Lucio le había hecho pensar en sí misma, en sus emociones veladas.
Siempre había sabido que no había querido recordar su vida anterior a su huida a Inglaterra. Pero no había sabido hasta entonces que esos recuerdos guardaban tanto dolor.
No se había dado cuenta hasta que Stefano había vuelto a aparecer en su vida.
Cuando Allegra estaba dando el paseo, vio pasar el coche de Stefano entre los árboles. Se quedó de pie a un lado de la carretera y observó mientras Stefano se acercaba hasta que el coche se detuvo delante de ella. Stefano salió del vehículo y le preguntó qué estaba haciendo.
Allegra le contó que había tenido una productiva sesión con Lucio.
–¿Ha hablado? –preguntó Stefano.
–Ya te he dicho que no es tan sencillo, Stefano. No va a empezar a hablar mágicamente.
Stefano se pasó la mano por el pelo, y Allegra notó lo cansado que estaba.
–Has vuelto –dijo ella innecesariamente–. ¿Por qué?
–Quería ver cómo seguía Lucio.
Allegra asintió, tragó saliva. Se sintió decepcionada.
–Hace mucho tiempo que no vengo aquí…
Ella no comprendió qué quería decir.
De pronto vio a Stefano caminar hacia los árboles. Y la casa derruida que había visto el primer día que habían llegado, antes de ver la mansión.
Allegra lo siguió.
No tenía idea de por qué estaba allí.
–Hace mucho tiempo que no entro aquí. No sé si no es peligroso.
El techo se había caído, las contraventanas no cerraban. Pero él siguió adelante.
Se estaba haciendo de noche. Allegra sintió un frío interior.
–Ésta era mi casa –dijo de pronto Stefano.
–¿Tú creciste aquí?
–Ya te dije el otro día que mi familia no tenía nada.
–Lo sé. Lo que pasa es que no pensé…
Él se rió y dijo:
–¿Que era tan pobre? Bueno, sí, lo era. Créelo. Trabajé duro para perder el acento de campesino, mis modales de campesino.
–Lo conseguiste –sonrió ella–. Cuéntamelo…
–Mi padre era granjero. Teníamos unas cuantas ovejas, un par de vacas. Luego la industria agrícola de esta región se hundió y mi padre dejó nuestra granja para buscar trabajo en las minas de Wallonia, en Bélgica.
–Trabajas en la industria minera ahora, ¿no?
–Sí. Mi padre murió en un accidente en la mina. Cuando creé mi negocio, uno de mis objetivos fue fabricar maquinaria segura para los mineros, impedir que muriesen innecesariamente hombres como mi padre. Y sucedió también que eso me hizo rico.
Se quedaron en silencio. Allegra de pronto se dio cuenta de lo importante que había sido para él tener contactos sociales como los de la familia de ella.
–Supongo que para los negocios debe de haber sido importante tener buenos contactos.
–Sí. Había muchos hombres en Milán y en otros sitios que no querían hacer negocios conmigo porque no tenía sus modales, no había ido a sus colegios y clubs. Yo era un chico tosco de pueblo y ellos lo sabían, aunque yo intentase ocultarlo.
–¿Por qué? ¿Por qué querías ocultar lo lejos que habías llegado? Deberías haber estado orgulloso.
–Me alegra que pienses eso –sonrió él–. Cuando mi padre decidió ir a trabajar a las minas, mi madre se opuso. Ella había oído hablar del trabajo allí. Es una vida dura… Pero él fue porque sabía que ésa era la única forma de dar a su familia lo que necesitaba. La única forma de amarlos.
Allegra lo miró, perdida en sombras y en la oscuridad, y se dio cuenta de cuánto había revelado Stefano con aquella afirmación, sin darse cuenta de ello.
–Y murió en la mina… –dijo ella.
–Sí, tres años más tarde. En todo ese tiempo no volvió nunca a casa. No quería gastar el dinero en el billete de tren.
No había lamento, ni rabia, ni dolor ni tristeza en la voz de Stefano. Sólo orgullo.
–¿No lo echó de menos tu madre? ¿No quería verlo?
–Sí. Pero no importaba eso. Él le dio lo que necesitaba, Allegra. Él estaba haciendo lo que tenía que hacer, porque la amaba.
Allegra comprendió entonces cuál era el modo de amar de Stefano y cómo lo había aprendido.
Y ella le había dicho que su amor no tenía valor. Que no era suficiente.
¿Cómo era posible que dos personas que se habían amado mutuamente no hubieran encontrado la felicidad juntos?
¿Y ahora? ¿Estaban a tiempo todavía?
No tenía sentido hacerse aquella pregunta. Stefano ya no la amaba.
Finalmente Stefano se dio por vencido, y se alejó de su antiguo hogar.
Cuando volvieron cenaron todos juntos, amenamente.
Todo parecía conspirarse para que ella rompiese sus defensas, para que sintiera. Para que recordase.
Y aquella vez ella no quería negarse a sentir, a negarse a dejar fluir los sentimientos.
Quería abrir la caja que había cerrado hacía siete años…
Cuando Bianca fue a acostar a Lucio, Allegra se fue al estudio de arte, se sentó en un taburete y se quedó mirando el dibujo de Lucio.
Pero lo que estaba mirando no era eso, sino su propia vida, reflejada en el niño. Ella tampoco había podido soportar el dolor… No había hecho el duelo de todo lo que había perdido.
Por sus mejillas se deslizaron unas lágrimas.
Stefano entró en la habitación y le puso la mano en el hombro.
–No… No lo hagas… No puedo…
–Sí, puedes –le dijo él.
Ella cerró los ojos. No lloraría delante de Stefano. No podía dejar que viera su dolor. No podía dejarle ver lo poco que había cambiado.
Stefano se agachó delante de ella. Pero Allegra no podía mirarlo. Stefano le agarró la barbilla. Allegra dejó escapar un sollozo, y él tiró de ella hacia su pecho.
Y entonces ella dejó fluir su tristeza, el dolor que había sepultado tanto tiempo, y lloró en silencio.
Se sintió a salvo allí, apretada contra el pecho de Stefano. Se sintió amada, protegida, cuidada de un modo que jamás había soñado.
Y lloró desconsoladamente…
Él estaba en el suelo, acunándola como a una niña, a la luz de la luna.
Se quedaron un rato en silencio. Ella no sabía qué decir. Quería disculparse, pero no sabía cómo explicarle lo que había sucedido.
–Gracias –dijo por fin.
–¿Cómo es que una mujer que ha dedicado su vida a ayudar a los niños a desenmascarar las emociones ha podido ocultar las suyas durante tanto tiempo?
Allegra se rió temblorosamente.
–No lo sé. Supongo que sabía que lo estaba haciendo, pero no me había dado cuenta hasta qué punto…
–Dime, ¿por qué llorabas?
–Por todo. Porque me usó mi padre, porque lo herí. Si hubiera sabido que tenía todas esas deudas… Que necesitaba el dinero…
–¿Te habrías casado conmigo? Fiorina, no fue culpa tuya. No puedes culparte de la muerte de tu padre.
–Lo sé. Al menos en mi mente. Pero en mi corazón…
–No podemos controlar nuestro corazón siempre que queremos –dijo Stefano.
–No. Es más fácil no pensar…
–¿Y su funeral?
–Fue muy duro para mí… Y por eso me fui. Pero todavía me duele… Y mi madre… Sé que me usó también. Quería humillar a mi padre, y yo le serví para eso. Y aún me duele haber sido un medio para ello… Y también me dolía pensar que yo no era más que un medio también para ti, a quien yo amaba de verdad.
Las manos de Stefano se detuvieron, luego la apretaron más, y finalmente siguió acariciándola.
–Te amaba tanto… –susurró ella–. Y esa noche, cuando hablamos, me trataste como a una niña traviesa. Como a una posesión. Fue horrible… Y lo peor es pensar que tal vez me haya equivocado… Que tal vez no debería haberme ido… Ahora me atormenta la idea de qué habría sucedido si me hubiera quedado.
–Allegra, no puedes pensar en lo que podría haber sido… Ahora somos distintos.
–¿Sí? –preguntó ella.
–Yo no te habría hecho feliz –dijo Stefano después de un momento.
No había sido el hombre que necesitaba ella, pensó él.
Allegra lo miró. Y entonces él bajó la cabeza y la besó.
Ella respondió con sus labios, su corazón y todo su cuerpo. Le rodeó los hombros abrazándose a él. Stefano la besó con una dulce ternura que le sacudió hasta el alma. Su lengua exploró gentilmente el contorno de los labios de ella, sus dientes, su boca, y ella se aferró a él, deseándolo, necesitándolo.
Sus caricias eran un bálsamo, una bendición, y ella se abrió en respuesta, floreciendo como la más bella y preciada flor.
Stefano dejó de besarla un momento, tomó aliento y la miró, y algo cambió.
Fue un segundo, pero pareció eterno.
Entonces él la volvió a besar, pero aquella vez más ferozmente.
Lo que había sido dulzura se transformó en algo salvaje. La boca de Stefano se hizo dura contra sus labios. Ella le clavó las uñas en los brazos, mientras se desabrochaban botones, se abrían cuellos, y se apartaban ropas…
Una lata de pintura se cayó al suelo y Allegra oyó el ruido de cristal.
¿Cómo había sucedido aquello?, se preguntó, respondiendo aún a los besos de Stefano, besos que eran como una marca posesiva de su boca, como si quisieran castigarla y darle placer a la vez.
El deseo se apoderó de ella, deseo, rabia y dolor, todo junto.
Deslizó las manos por el pecho de Stefano, buscándolo. Oyó su gemido de sorpresa, mezclado con placer y victoria.
Él la echó hacia atrás mientras le subía la camisa y la besaba. Ella gimió.
Él acarició su cuerpo, buscando su piel desnuda, acariciándola magistralmente, y ella gimió de placer al sentir su mano en su pecho, las caricias en su ombligo, en su vientre, y más abajo, de un modo tan íntimo…
Aquello no estaba bien. Ella no quería que fuera así, en el suelo, agresivo y urgente. Ambos estaban enfadados y querían hacerse daño.
La idea era horrible, humillante.
¿Cómo se podía amar a alguien y sentir aquello?
Pero lo deseaba, deseaba a aquel hombre que le había hecho daño y que podía curarla a la vez.
–Stefano… –susurró ella.
Él hizo una pausa. Tenía la respiración agitada. Se miraron mutuamente un momento y luego Allegra extendió la mano y le agarró la cara.
Stefano gimió y se apartó de ella, ajeno al cristal roto que había debajo de él.
Todo se había roto.
Allí, tumbada y medio desnuda, ella sintió que su dignidad estaba hecha trizas. Y se preguntó si había imaginado la ternura, la comprensión que había habido entre ellos momentos antes.
Ahora lo único que le quedaba era la rabia, el dolor, el miedo.
Y entonces, en el silencio de la noche oyó otro sonido, un gemido que le heló la sangre: Lucio estaba gritando.