Capítulo 10

 

 

 

 

 

ALLEGRA se quedó petrificada:

–¡Stefano!

Él tenía gesto de tristeza, de rabia, de amargura.

–Te estabas marchando sin siquiera decirme dónde ni por qué. Debería habérmelo imaginado. Lo he estado esperando todo el tiempo…

Allegra tardó un momento en darse cuenta de lo que estaba diciendo.

–Stefano, no, no, esto no es…

–¿Por qué, Allegra? ¿Por qué después de todo este tiempo no eres capaz ni de dar una explicación? ¿De mantener una conversación cara a cara? ¿O es que no te importa?

–Sí me importa.

–Tienes una forma muy rara de demostrarlo… Vete, entonces… Vete y no vuelvas.

Ella respiró profundamente para serenarse y tomar coraje.

–Stefano, no me voy a ningún sitio.

Él no contestó.

–Yo iba… Había planeado ir a Roma… a buscarte. Para decirte…

–No importa –dijo él fríamente–. Si te digo la verdad, no me importa –pasó por su lado con indiferencia. Se quedó al lado de la puerta y Allegra se dio cuenta de que estaba esperando que ella se marchase.

–¡Sí que te importa! –exclamó ella–. ¡Acabas de demostrarme que te importa!

–Estaba decepcionado, ¡por Lucio! Creí que él te importaba más, que incluso tu trabajo…

–No, Stefano. No se trata de Lucio. Se trata de nosotros –dijo Allegra con voz temblorosa–. No sólo te importa Lucio. Te importo yo. Y ahora me doy cuenta de que siempre te he importado.

Stefano se quedó callado un momento. Allegra esperó que la mirase.

Cuando lo hizo, levantó una ceja y dijo con tono cínico:

–¿Ah, sí? Pero si yo te traté como a una posesión, Allegra, ¿no lo recuerdas? Como a un objeto. Tú misma me lo dijiste… –se acercó a ella.

Ella no se movió. No huiría aquella vez…

–¿Qué te hace pensar que me importas, Allegra? –preguntó él.

Extendió la mano y le tocó la mejilla. Luego la deslizó hacia su pecho.

Allegra tembló, pero no se movió. Él la quemó con la mirada y quitó la mano con disgusto.

–¿O estás tan desesperada que te has convencido a ti misma a pesar de la evidencia que prueba lo contrario?

Allegra se puso colorada. Luego pálida.

–Dices estas cosas porque estás enfadado.

–¿Enfadado? Me he enterado de que has hecho grandes progresos con Lucio, ¿por qué iba a estar enfadado? Has hecho todo lo que te he pedido.

–Stefano, no se trata de Lucio… Ya te lo he dicho, se trata de nosotros. Y sí, estás enfadado. Lo vi aquella primera noche en la boda de Daphne. Está en tu mirada.

–Esto suena muy melodramático –comentó él.

–Lo sentí la noche después de la fiesta en Roma. El modo en que me tocaste… –siguió ella.

–Como a una posesión, como dijiste tú –la interrumpió Stefano–. Bueno, es verdad, ¿no? Todo lo que has dicho es verdad.

Sonó a condena, tanto de sí mismo como de ella, porque ella había pensado lo peor de él.

Excepto ahora.

–Stefano, por favor, escúchame. He hablado con mi madre hoy…

–¡Qué tierno!

–Mi madre me ha dicho que tú me esperaste en la iglesia… –él se rió sin poder creerlo.

–Por supuesto que lo hice, Allegra. Nos íbamos a casar, ¿no lo recuerdas?

–¿Me creerías si te digo que yo no lo sabía? ¿Que yo le pedí a mi madre que te diera una carta antes de la ceremonia? Yo no quería humillarte de ese modo, delante de todo el mundo…

–No sé por qué estás hablando de todo esto ahora. Ya no importa –Stefano la miró con ojos de reproche.

–Tienes razón. No importa que yo hubiera querido darte una nota antes de la ceremonia, porque me marché. Dejé a todos esperando. Fui egoísta. Cuando te oí hablar con mi padre, y luego hablaste conmigo, fue como si fueras un hombre diferente, uno que casi me daba miedo. Y cuando te pregunté si me amabas y no me contestaste, asumí que no lo hacías –Allegra hizo una pausa después del esfuerzo de su confesión, mientras él ponía cara de indiferencia.

¿Por qué tenía que ser tan duro aquello?

–Debí decirte lo que estaba sintiendo en aquel momento. Pero era una niña, Stefano. Y te amaba como una niña. Tú tenías razón. Me di cuenta de que no eras mi príncipe azul. Y salí corriendo. No pude enfrentarlo y huí. Pero ahora soy una mujer, y te amo como una mujer, y no voy a huir.

Un brillo pasó por los ojos de Stefano. Su boca se torció y luego él se acercó a la ventana.

–Stefano…

–Hubo una vez… en que habría dado cualquier cosa por oírte decir eso. Pero ahora, no.

–Sé que tengo que pedirte que me perdones –dijo ella con voz temblorosa–. Sé por qué has estado tan enfadado, y tenías derecho a estarlo, Stefano. Cuando te imagino de pie, esperando allí, con toda tu familia… –ella se interrumpió, y empezó a llorar–. Lo siento. ¡Lo siento mucho! ¿Puedes perdonarme?

Stefano seguía de espaldas. Se irguió y pasó su mano por el cabello. Luego agitó la cabeza.

–Tienes razón. He estado enfadado. Como tú. Me opuse a mis emociones, a mis recuerdos. Me convencí de que no sentía nada por ti, que nunca había sentido nada. Casi me convencí de que sólo te quería por tu apellido.

Allegra contuvo la respiración. Esperó.

–Casi lo logré –siguió él–. Me casé con Gabriella y pensé que podía estar bien. Pero nos hicimos desdichados el uno al otro. Cambié algo profundo y real por algo falso y vacío. No quería un matrimonio sólo por el apellido. No quería una posesión. Te quería a ti. Quería amor.

Allegra no sabía qué decir.

–Pero no era profundo y real lo nuestro, ¿no? Porque se rompió al primer golpe –agregó él.

Ella quería negarlo, pero no podía.

–Sé que tú pensabas que yo no te amaba, y que te consideraba un objeto… Y ahora sé que mi amor tenía muchos fallos… Tal vez, en cierto modo, eras para mí lo que tú decías… Me cuesta recordarlo ahora… Pero cuando te volví a ver, no estaba preparado para sentir nada, incluso seguía tratando de convencerme de que no sentía nada por ti, y cuando te vi… y volví a desearte… Noté que a pesar de tu deseo me despreciabas.

–Yo no…

–Ahora no tiene importancia –dijo Stefano–. Así que, sí, te perdono, Allegra, ya que parece que necesitas escucharlo. Te he perdonado hace mucho tiempo. Sé que eras joven y estabas asustada, influida por tu madre. Pero, ¡por Dios!, no soy un monstruo… No lo era entonces, aunque tú lo creyeras.

–Yo no… –dijo ella.

–Aquella forma en que me mirabas… Supe que te habías dado cuenta de que no era tu príncipe, y que te cuestionabas qué tipo de hombre era… ¿Para qué me preguntaste si te amaba, si estabas tan segura de que no lo hacía?

–¿Me amabas?

Él se rió.

–¿No lo sabes ni ahora? ¿Aun ahora tienes que preguntar? –Stefano se dio la vuelta y la miró–: Pero por supuesto que tienes que preguntar. ¡Porque el amor que yo puedo darte no tiene valor para ti! No te alcanza, Allegra. Ni hace siete años ni ahora. No puedo darte lo que quieres ahora. Tú me lo has demostrado, me lo has dicho. Aun hace un momento… –se pasó la mano por la mandíbula–. He venido de Roma a decirte que te amo, pero al parecer tú lo has adivinado… Pero no importa. Lo nuestro no funcionará, Allegra. El amor no es suficiente.

Era lo que ella le había dicho a Bianca, lo que ella creía. Pero ahora sabía que no era verdad. Lo sabía con su cuerpo y su mente y su corazón: el amor era suficiente.

–El amor es suficiente cuando es sincero, Stefano, como ahora, y cuando se puede perdonar. Y cuando lo acompañan todas las cosas que tú puedes darme, que ya me has dado… Me has mostrado cuánto me amas cuando me tomas en tus brazos, y me enjugas las lágrimas. Y cuando miras a Lucio… Y cuando abrazas a esos hombres… Cuando hablas de tu familia, Stefano… Tu amor es suficiente.

Él agitó la cabeza, pero ella lo detuvo cuando fue hacia él. Estaba segura de que se amaban.

Y eso era suficiente. Y lo sería.

Allegra se puso de puntillas y le agarró la cara con las manos.

–La única pregunta que tengo que hacerte es ésta: ¿Es suficiente mi amor para ti? –preguntó Allegra.

Stefano se rió débilmente a modo de asentimiento.

–Sí –susurró–. Sí.

Ella nunca se había sentido tan protegida, tan cuidada como en brazos de Stefano.

 

 

Todo fue diferente aquella vez.

Allegra estaba sonriendo de pie en el vestíbulo de la pequeña iglesia. En lugar de llevar encaje, llevaba un traje de seda color marfil y el cabello suelto como oro. En sus orejas lucía un par de pendientes de diamantes que brillaban a la distancia.

Sintió una manita en su vestido y desvió la mirada hacia Lucio. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Lucio llevaba tres meses haciendo terapia y estaba mucho mejor.

Había sólo un puñado de personas en la iglesia, ninguno de renombre, porque ninguno de los dos quería un espectáculo, sino una ceremonia.

–¿Estás lista? –preguntó Matteo, el padre de Bianca.

Allegra lo agarró del brazo.

Sonó el órgano, pero Allegra apenas lo oyó por la emoción. Stefano estaba al final del pasillo, con los ojos brillantes de amor, esperándola.

Y el corazón de Allegra se llenó de orgullo.

Prometieron amarse y ser fieles, en la alegría y en la pena, en la salud y la enfermedad, hasta que la muerte los separase…

Y Allegra supo que aquellas promesas eran sinceras.

 

 

Hubo una cena en la mansión. Luego Bianca y Lucio se fueron a pasar la noche a casa de su padre. Stefano quería llevarla a un hotel, a algún lugar lujoso, pero Allegra prefirió estar en su hogar con él.

Allegra miró la vista de la montaña. Nunca se cansaría de ello.

Stefano se puso detrás de ella y le besó la nuca. Y ella se estremeció.

Se dio la vuelta para besarlo, y él la besó profundamente, con una pasión intensa y tierna.

Ella lo miró a los ojos. No había sombras ni dudas.

–Ven –le dijo Stefano, entrelazando sus dedos a los de ella, para llevarla a la cama de matrimonio.