CUANDO todos volvieron a reunirse en el salón, Candida se disculpó para ir al lavabo y cerró la puerta, apoyándose en ella un momento. ¿Cómo era posible que el destino la hubiese llevado allí, para cruzarse con el hombre al que más detestaba?
Nerviosa, se echó un poco de agua fría en la cara y sacó sus cosméticos del bolso. Normalmente sólo usaba un poco de maquillaje y colorete, pero se alegraba de haberlos llevado con ella porque necesitaba algún retoque. Debía de ser la sorpresa, pensó.
Ojalá pudiese apretar un botón y hacer desaparecer a Maximus Seymour…
Candida se mordió los labios tan fuerte que se hizo daño mientras recordaba lo que pasó ocho años antes. ¡Ocho años! ¿No debería haberlo olvidado ya?, se preguntó a sí misma. Había heredado una naturaleza supersensible, pero ¿no era el momento de cerrar heridas? Esa idea podría haber sido posible antes de esa noche, pero ahora lo importante era marcharse de Farmhouse Cottage inmediatamente.
Sintiéndose un poco más tranquila, salió del baño y se dirigió al salón.
–¡Candida! –la llamó Faith–. Ven aquí, por favor. Todo el mundo está impresionado con tu trabajo.
–Bueno, tenía un sitio precioso con el que trabajar. Y lo he pasado muy bien… en realidad, no me ha parecido un trabajo en absoluto.
Por una vez, pensó, no había tenido un cliente difícil.
Faith la tomó del brazo.
–Tenemos que seguir en contacto –le dijo–. Prométeme que lo harás. Siento como si te conociera de toda la vida. Le he hablado mucho de ti a Maxy y Emily siempre está preguntando dónde está Candy…
Candida sonrió, halagada.
–Estoy segura de que volveremos a vernos, Faith…
–Yo me encargaré de eso. Si hace falta, te encargaré más cosas.
Era la clase de afirmación que hacía la gente cuando veían un trabajo terminado. Pero una cosa era segura: ella pensaba dar por terminada su relación con esa familia de inmediato. No iba a arriesgarse a estar en compañía de Maximus Seymour otra vez.
El afecto que mostraban el uno por el otro dejaba claro que Max y su mujer eran frecuentes visitantes en esa casa, de modo que debía apartarse sin herir los sentimientos de Faith. Aunque lo lamentaba porque habría sido una buena amiga, alguien con quien compartir sus cosas, alguien a quien confiarle sus cuitas. Cómo dos hermanos podían ser tan diferentes, era difícil de entender. Una tan cálida, tan amable, el otro tan duro, tan cínico… y tan engreído.
Entonces recordó las cálidas manos de Max mientras le daba un masaje en los pies y sintió un escalofrío. Aparentemente, era capaz de cierta gentileza… cuando a él le apetecía.
–No tienes frío, ¿verdad? –le preguntó Faith.
–No, no. Es que debería marcharme, pero no puedo irme sin ver a Emily. ¿Puedo subir a verla?
–¡Por supuesto! No la molestarás porque, afortunadamente, ha llegado a esa edad en la que duerme como un tronco.
Mientras iban por la escalera, Faith tocó su brazo.
–Espero que Max se esté comportando como es debido. No te dejes afectar por él. Es famoso por tener mal carácter a veces… pero todo es una fachada.
Sí, bueno, claro, ella era su hermana. ¿Qué iba a decir?
–Sé que está nervioso porque publican su próximo libro el mes que viene –le confió Faith–. Los críticos no fueron particularmente amables con el último, aunque eso no afectó a las ventas, afortunadamente. Pero a Max no le hacen gracia las críticas.
Que se uniera al club, pensó Candida. Pero Faith estaba hablando de Max como si ella tuviera que saber quién era. Debía de creer que su nombre había salido en alguna conversación o que lo había reconocido. En fin, le seguiría la corriente. No podía hacer otra cosa.
Cuando entraron en el dormitorio de la niña, se inclinó sobre la cama para acariciar la suave mejilla infantil con un dedo.
–Es preciosa –susurró–. Debes de estar muy orgullosa de ella.
–Sí, claro… pero la vida no es la misma una vez que tienes un niño. Como tú misma sabrás algún día.
–Es posible –Candida pensó en Grant y en lo encantador y persuasivo que era. Se había metido en su vida, haciéndola creer que algún día podría ser el padre de sus hijos. Qué equivocada estaba.
Un minuto después, Rick asomó la cabeza en el dormitorio.
–Los Thompson están a punto de marcharse, cariño.
–Ah, muy bien –Faith se volvió hacia Candida–. Voy a despedirme… baja cuando quieras.
–Sólo me quedaré un minuto –dijo ella, sin dejar de mirar a la niña.
En la bonita habitación infantil que olía a talco y a bebé, Candida sintió que sus ojos se humedecían inesperadamente. ¿Qué planes, qué sueños tendría Emily? ¿Cómo sería la vida para ella? En aquel momento lo único que tenía que hacer era crecer y ser feliz rodeada del cariño de sus padres, pero un día tendría que enfrentarse con el mundo sola.
Max apareció a su lado entonces.
–¿Tú también eres miembro del Club de Admiración de Emily? Nuestra primera niña… Es preciosa, ¿verdad?
Candida se quedó genuinamente sorprendida por sus palabras. ¿Quién podría imaginar al duro Maximus Seymour babeando por su sobrina? Pero era evidente que no podía apartar los ojos de ella.
–¿Te encuentras bien? Estás muy pálida… como si hubieras visto un fantasma.
Candida apartó la mirada, apurada. Pero no realmente sorprendida. Aquel hombre era un escritor con fama de tener opiniones agudas. El estudio de la naturaleza humana, con todas sus complicaciones, era una permanente ocupación para él y, sin ninguna duda, podía interpretar las reacciones de los demás tan fácilmente como si leyese el titular de un periódico. Pero eso no alteró su opinión sobre él: Maximus Seymour era un hombre duro y egoísta. Muchos de sus libros reflejaban eso, pensó, aunque hacía tiempo que no leía ninguno.
–Estoy perfectamente, gracias –mintió–. Pero creo que he trabajado demasiado últimamente… quizá debería tomarme unas vacaciones –Candida se apartó, incómoda. Estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo penetrando la fina tela del vestido. ¿Por qué no se ponía al otro lado de la cama? Ella había llegado primero.
Apartándose decididamente, se preguntó si llegaría algún día en el que pudiera ponerlo a su altura. ¿Cuándo podría decirle cuatro cosas a Maximus Seymour? Había ensayado las palabras muchas veces. Pues allí estaban, juntos, en la misma habitación. ¿Por qué no lo hacía?
Pero una cena en casa de su hermana no era la ocasión adecuada, evidentemente. Además, ¿qué podría decirle después de tanto tiempo? Seguramente él ni siquiera recordaría lo que había dicho y hecho ocho años antes. Y si no recordase el episodio, sería ignominioso tener que refrescarle la memoria.
No, seguramente no podría hacerlo nunca; seguramente tendría que guardarse el vitriolo y seguir atormentándose en privado durante el resto de su vida.
De repente, un ruido hizo que los dos mirasen hacia la cama. Emily, con los ojos azules muy abiertos, miraba de uno a otro. Sin dudarlo, Max se inclinó para tomar a la niña en brazos.
–Hola, Emmy. ¿Cómo está mi princesa?
La niña le echó los bracitos al cuello, riendo.
–Tío Maxy… quiedo jugar.
–No, cariño –contestó Max, besando su nariz–. A mamá no le gustaría.
–¿Se puede saber qué está pasando aquí? –preguntó Faith, entrando en la habitación–. Maxy, no puedo confiar en ti ni un segundo…
–Pero si yo no he hecho nada…
–Sabía que la sacarías de la cuna –suspiró Faith, tocando el bracito de su hija–. ¿El tío Max te ha despertado, cariño?
Emily soltó una risita infantil.
–Quiedo jugar…
–¿Quieres bajar al salón, cariño? A muchos invitados les gustaría verte.
Todos salieron de la habitación, Max sujetando a Emily. Candida se preguntó qué le estaría diciendo a la niña al oído, pero fuera lo que fuera Emily reía, contenta, y se vio obligada a admitir que aquél era un ser humano muy diferente a como lo había imaginado durante todos esos años de rencor.
¿Pero qué más daba? Había hecho un daño permanente y eso no ser podía cambiar.
En el salón fueron recibidos por gritos de júbilo ante la aparición de la niña. Y Emily sabía qué hacer para resultar irresistible, además. Riendo, dejaba que la pasaran de brazo en brazo sin protestar y estaba tan guapa con su pijamita blanco…
–Como una mujer –observó Max, irónico–. Los trucos femeninos deben de ser algo de nacimiento. Sólo tiene dos años y mira cómo le gusta ser el centro de atención.
Rick se acercó con una bandeja llena de copas.
–Tenemos que terminar otro par de botellas. No podemos dejar que el champán se eche a perder.
Aunque Candida se alegraba de la distracción, no le apetecía tomar más alcohol. Aquella noche había bebido más de lo que solía beber en un mes. Lo que de verdad le apetecía era una taza de té calentito, pero aceptó la oferta de todas formas.
–Tengo que marcharme pronto –dijo, sonriendo. Era más de medianoche y estaba agotada, pero se tomó la copa de champán de un trago, el frío líquido aliviando su seca garganta. Cuando giró la cabeza se dio cuenta de que Max estaba mirándola con expresión burlona.
–Eso es lo que yo llamo hacer los honores.
Ella se puso colorada.
–No, es que… tenía sed.
Se quedaron un momento en silencio, escuchando la música que salía del estéreo.
–Bueno, es hora de que esta jovencita se vaya a la cama –dijo Faith.
Los invitados que quedaban empezaron a despedirse y, cuando Rick los acompañó a la puerta, Max y Candida se quedaron solos en el salón.
–Yo también tengo que irme. No estoy acostumbrada a acostarme tarde y…
De repente, sintió que se le doblaban las rodillas y se apoyó en el respaldo de un sillón. Inmediatamente, notó la fuerte mano de Max en su cintura, pero sus piernas se negaban a seguir soportándola y tuvo que ayudarla a sentarse.
–Quédate ahí un momento. Voy a buscar un vaso de agua.
En un minuto volvió y Candida tomó un largo trago, con manos temblorosas. Empezaba a sentirse mejor… ¿o no? No, porque ahora la habitación empezaba a dar vueltas, lentamente al principio, como una montaña rusa después. Asustada, se inclinó hacia delante hasta que, incapaz de evitarlo, empezó a deslizarse hacia el suelo, lo único audible para ella fueron los fuertes latidos de su corazón…
Supo después que había estado inconsciente durante unos minutos y, cuando volvió en sí, se encontró tumbada en uno de los sofás, con una toalla mojada sobre la frente. Max, arrodillado delante de ella, frotaba sus manos repitiendo su nombre una y otra vez, tan cerca que podía sentir su aliento en las mejillas. Candida hizo un esfuerzo para incorporarse, pero él la empujó suavemente hacia el sofá.
–No te muevas; se te pasará enseguida. Por fin has vuelto a la tierra.
–Estoy bien… de verdad –consiguió decir ella–. Dios mío… qué vergüenza. Ha debido de ser el vino… y llevo varios días resfriada…
No debería haber acudido a la cena. Su cuerpo la llevaba advirtiendo desde el miércoles, cuando despertó con unas décimas de fiebre y dolor de garganta. Pero se convenció a sí misma de que no era nada porque, como una niña, estaba deseando ir a una fiesta el sábado por la noche. Especialmente, porque tenía lugar en Farmhouse Cottage.
–Si crees que puedes irte a casa esta noche, te equivocas –dijo Max–. Para empezar, no puedes conducir.
–Sólo he tomado un par de copas…
–Pero con el estómago vacío. Pensé que o estabas a dieta, aunque no puedo imaginar por qué, o no te encontrabas bien.
Oh, no, pensó Candida. Había intentando disimular que comía muy poco extendiendo la comida por el plato pero, evidentemente, nada se le escapaba al observador señor Seymour.
–Agradezco mucho tu preocupación, Max –empezó a decir–, pero la verdad…
–Nada de peros –la interrumpió él–. Puedes irte a casa mañana. Una buena noche de sueño y mañana estarás como nueva. Y aquí hay dormitorios de sobra, como tú sabes muy bien.
Aquella sugerencia, o más bien aquella orden, hizo que Candida se sintiera aún peor. No podía quedarse allí, no había llevado un camisón…
–No, imposible –dijo, intentando inyectar una nota de autoridad en su voz–. Me voy a casa.
Max se puso en cuclillas, negando con la cabeza. Y Candida se vio obligada a admitir que tenía un rostro muy atractivo y unos ojos que podían expresar altivez un minuto y un irrefutable deseo masculino al siguiente.
–Veo que voy a tener que recurrir a la fuerza física para que entres en razón –dijo, levantándose–. Hace unos minutos pensé que tendría que darte un beso para devolverte a la vida, como en los cuentos, pero… –Max se detuvo, con un brillo burlón en los ojos–. Tristemente para mí, recuperaste el conocimiento justo a tiempo.
Ella lo miró, incrédula. ¿Estaba intentando seducirla?, se preguntó. ¿Aquel hombre no tenía conciencia? Estaba casado y era un invitado en casa de su hermana. No era precisamente un comportamiento adecuado… especialmente en un hombre de su posición. Y eso duplicó su antagonismo. Aunque, si era sincera consigo misma, debería confesar que lo encontraba físicamente atractivo.
Pero no debía pensar eso.
Candida se sentó en el sofá, pero al hacerlo se dio cuenta de que Max tenía razón: no podía volver a casa conduciendo. Se sentía mareada y lo único que le apetecía era cerrar los ojos y dormir un rato.
–En fin… tendremos que ver lo que dice Faith…
–Mi hermana estará encantada de tenerte aquí esta noche –dijo Max–. Su naturaleza hospitalaria es bien conocida. Y yo suelo quedarme a dormir porque la comida del domingo en esta casa es una tradición. Mañana por la tarde podrás volver a casa.
Max Seymour estaba controlando su vida y, aparentemente, ella no podía hacer nada al respecto.
Justo entonces Faith y Rick entraron en el salón y Max les informó de que también ella iba a quedarse a dormir… omitiendo el pequeño detalle de que se había desvanecido.
Faith se mostró encantada.
–No sabes cuánto me alegro. Así comeremos juntos mañana.
–Será estupendo tenerte aquí –dijo Rick.
–Me encanta que se usen las habitaciones –siguió Faith–. Puedes usar la azul, con Max a un lado y Emily a otro. Y…
–Y yo podré dormir en paz porque uno de vosotros tendrá el placer de ser despertado por Emily –la interrumpió su marido–. Está muy alegre por las mañanas y, por una vez, podré dormir de un tirón.
–Puedo prestarte lo que necesites para esta noche, Candida –dijo Faith–. Y he comprado una espléndida pierna de cordero para mañana. Así que ya está, despertaos para desayunar a la hora que queráis.
Aunque le agradaba que Faith hiciera todo lo posible para que se sintiera cómoda, no podía dejar de sentirse inútil y fuera de lugar. Las próximas veinticuatro horas le habían sido robadas de las manos. Y tendría que tomar parte en una reunión familiar que incluía al hombre para el que no tenía tiempo. Si Ella hubiera ido a cenar esa noche, Max no estaría pendiente de ella y habría sido más fácil marcharse por la mañana. Pero, en lugar de eso, la cena se estaba convirtiendo en un largo fin de semana en el que tendría que hacer de pareja de un hombre al que a menudo había soñado estrangular.
Más tarde, en la habitación azul, Candida se quitó el vestido para ponerse el camisón que le había prestado Faith. Era corto, por encima de las rodillas, pero muy cómodo para dormir. Suspirando, se soltó el pelo, pensando que era hora de cortárselo un poco ya que empezaba a secarse demasiado y luego, con un suspiro de satisfacción, se metió bajo las sábanas, apagó la lámpara y cerró los ojos.
Pero ¿sería capaz de dormir?, se preguntó. Pensar que Max Seymour estaba dos puertas más allá la angustiaba tanto que le gustaría ponerse a gritar.
A pesar de todo, por fin empezaba a quedarse dormida cuando un golpecito en la puerta la sobresaltó. Faith debía de haber olvidado algo, se dijo.
Pero no era Faith quien estaba al otro lado. Era Max, apoyado en el quicio de la puerta, mirándola de arriba abajo.
–No sé qué vestido me gusta más…
–¿Ocurre algo? –lo interrumpió Candida.
–No. Es que no me apetecía irme a la cama todavía, así que bajé a tomar un vaso de agua y… me encontré con esto en una esquina del sofá –Max metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó su bolsito de fiesta–. He pensado que podrías necesitarlo.
Candida se quedó mirando el bolso. ¿De verdad pensaba que iba a creerlo? Era como una escena victoriana, con la dama perdiendo un delicado guante. Aunque su experiencia con el sexo opuesto era limitada, sabía cuándo estaba delante de un oportunista.
Evidentemente, Max esperaba que lo invitase a entrar. Seguramente los revolcones de una noche serían algo normal para alguien como él… y el hecho de que estuviera casado no tendría importancia. Sólo un poco de diversión. Además, su esposa y él parecían acostumbrados a separarse de tanto en tanto. Pero si pensaba que iba a decir que sí, estaba más que equivocado.
Candida tomó el bolso con una sonrisa. Ambos eran invitados en aquella casa y debía mostrarse amable.
–No deberías haberte molestado… esto podría haber esperado hasta mañana.
–No ha sido ninguna molestia –dijo él, tan despierto como si fueran las cinco de la tarde y sin hacer el menor esfuerzo para despedirse. Era un hombre increíblemente alto o quizá al estar descalza se lo parecía.
–Además, quería saber si te encontrabas bien. No has vuelto a marearte, ¿verdad?
–No, gracias. No tienes que preocuparte, estoy bien.
Él no dijo nada, pero se quedó allí, mirándola.
–Buenas noches –se despidió Candida–. Espero que el vaso de agua te ayude a dormir… en algún momento.
Max se limitó a asentir con la cabeza mientras ella cerraba la puerta.
Luego esperó en silencio para oír sus pasos, pero no oyó ruido alguno y, unos segundos después, tuvo que hacer un esfuerzo para no asomar la cabeza en el pasillo.
Para entonces la idea de dormir parecía haberla desertado por completo y estuvo dando vueltas en la cama durante horas. Maldito hombre, pensó. Antes de su intrusión estaba a punto de quedarse dormida.
Enfadada consigo misma, se volvió por enésima vez hacia la ventana, de la que colgaban las preciosas cortinas que ella misma había elegido, junto con casi todo lo que había en aquella habitación. Nunca habría imaginado que estaría durmiendo… o más bien intentando dormir en casa de un cliente. Y menos aún que algún día iba a desear que Maximus Seymour estuviera tumbado a su lado, con sus manos grandes y cálidas sobre su cuerpo, su atractivo rostro cerca del suyo…
Candida suspiró, irritada por esos pensamientos. ¿Era posible que le gustase alguien a quien creía odiar?, se preguntó. Había oído hablar del «atractivo del canalla». Por lo visto, algunas mujeres no podían resistirse ante un hombre al que, por otro lado, detestaban. ¿Era eso lo que le estaba pasando?
Se sentó en la cama, nerviosa. Tenía que calmarse, pensó. Al día siguiente estaría a salvo en su propia casa y el recuerdo de aquella noche se habría borrado de su mente por completo.