Capítulo 3

 

 

 

 

 

EL MARTES, a las dos y media, Candida se detuvo un momento frente al ático del imponente edificio Thameside y miró el papel que llevaba en la mano para comprobar que no se equivocaba de dirección. Y menuda dirección. Nunca había puesto el pie en un sitio como aquél.

La cliente con la que había hablado por teléfono le había parecido muy autoritaria y precisa, con una actitud más bien antipática. Pero ella estaba acostumbrada a tratar con todo tipo de cliente y, si podía conseguir que aceptase sus sugerencias, sería un contrato muy lucrativo. Cruzando los dedos, llamó al timbre.

Unos segundos después se abría la puerta y, delante de ella, ocupando todo el espacio, apareció Max Seymour, casi bloqueando la luz. Candida se quedó boquiabierta, incapaz de articular palabra. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?

–Ah, Candida –sonrió él, haciendo un gesto con la mano para que entrase.

–Pero… ¿cómo…? –ella miró de nuevo el papel que llevaba en la mano–. Pensaba que aquí vivía un tal John Dean.

–Y así es. Entra.

Iba vestido de manera informal, como la primera vez, pero aquel día llevaba un polo negro con dos botones abiertos en el cuello por el que asomaba el vello oscuro de su torso. Los chinos de color gris destacaban sus poderosas piernas y, cuando se movía, le recordaba a un tigre… elegante y misterioso. Y peligroso.

–Deja que te lo explique: John Dean es un alias que Janet, mi secretaria, siempre usa con los extraños cuando organiza una cita. Tener un… podemos decir un nombre conocido, a veces es contraproducente. Me resulta muy cómodo, porque así siempre tengo ventaja.

Ah, claro, qué típico. Tenía que ser él quien manejase las cuerdas, pensó Candida. Pero intentó mostrarse tranquila y compuesta, lo cual era difícil porque no se sentía así en absoluto.

–¿Por qué no me dijiste durante el fin de semana que vendría a tu casa? Habría sido lo más… lógico. Por no decir lo más normal.

–La verdad es que se me pasó –contestó él alegremente.

Pero era mentira. Estaba claro que le gustaba tomarle el pelo.

–Y Faith tampoco me dijo nada.

–Es que no me molesté en contárselo a mi hermana.

Porque, de haberlo hecho, Faith le habría dado una charla, prohibiéndole terminantemente tratar a Candida como solía tratar a las mujeres.

–En fin, ¿qué más da? Estás aquí. Echa un vistazo para ver si puedes mejorar mis condiciones de trabajo.

Decidida a mostrarse profesional, Candida miró alrededor, sorprendida por la opulencia del apartamento y preguntándose cómo iba a mejorarlo. Era una suerte no haber sabido que era su casa porque, de haberlo sabido, no habría ido nunca. No tenía tanta necesidad de trabajar.

El apartamento era absolutamente masculino, más bien oscuro, con libros por todas partes, incluso en las esquinas. Totalmente diferente a Farmhouse Cottage y su cálida atmósfera, que Max había dicho envidiar. Debía de ser su mujer quien prefería aquel apartamento cerca de las tiendas y los teatros, aunque parecía necesitar un escape durante los fines de semana.

Candida se dio cuenta de que Max estaba estudiándola atentamente. Como siempre, llevaba unos vaqueros de diseño y un jersey de cachemir de color crema con un pañuelo multicolor al cuello, el pelo sujeto en una coleta.

–¿Puedo ofrecerte una taza de té? –preguntó–. No tengo mucho en la nevera, pero he ido a comprar pasteles y…

–Un té estaría bien, gracias –lo interrumpió ella, aunque lo que de verdad querría hacer era tirárselo a la cara–. Sin azúcar.

–Hoy llevas un perfume diferente. Es muy… tú.

Candida no dijo nada mientras él iba hacia la cocina. Era muy perceptivo porque sí, era cierto, aquel día llevaba un perfume diferente. Pero que no dejase de hacer comentarios tan personales empezaba a resultar irritante. Era algo que Grant también solía hacer.

–Ponte cómoda. Te enseñaré el apartamento enseguida.

–Muy bien.

Cuando se acercó a los ventanales que miraban al Támesis, tuvo que contener el aliento. Era una vista espectacular del río en dos direcciones, desde Westminster a Saint Paul. De modo que allí era donde trabajaba… allí era donde encontraba inspiración. Candida sintió un escalofrío imaginándolo delante del ordenador o con un cuaderno sobre la rodilla, concentrado en sus historias…

¿Sería aquella habitación, quizá, donde había tomado un bolígrafo y destrozado sus sueños?

Sentía una especie de mórbida fascinación mientras paseaba por el enorme apartamento, sobre todo cuando llegó a su estudio, con la usual parafernalia de un escritor: papeles, diccionarios, libros de referencia y una larga estantería que contenía, aparentemente, todos sus títulos. Candida pasó un dedo por los volúmenes encuadernados: Cierto dilema, El torrente, Escorado a estribor y muchos más que no había leído. Sus historias tenían siempre argumentos fuertes, filosóficos, la prosa endurecida por cierta crueldad… directa o indirecta.

Aún no podía creer que estuviera tan cerca de aquel hombre. Era difícil asociar al autor con la persona con la que había pasado el fin de semana y en cuya compañía estaba a punto de tomar un té. Y esperaba que su ángel de la guarda estuviera atento porque tenía la impresión de que iba a necesitar toda la ayuda posible.

Estaba tan perdida en sus pensamientos que su voz la sobresaltó. Y se puso colorada, como si estuviera haciendo algo ilegal.

–¿Te gusta la lectura? –preguntó Max.

–Sí, mucho. No puedo vivir si no estoy leyendo al menos un libro –contestó ella, sin mirarlo.

–¿Has leído alguno de los míos?

–He leído El torrente, Escorado a estribor y alguno más cuyo título no recuerdo en este momento.

–Tampoco yo me acuerdo de todos –sonrió Max–. ¿Qué te parecen los que has leído? ¿Te gustaron?

Candida arrugó el ceño. No parecía estar buscando un cumplido. Parecía una pregunta honesta, como si de verdad quisiera saber lo que pensaba.

¿Sería aquél el momento para decir que sus libros no eran para ella, que encontraba su prosa «aburrida, aunque con momentos de sorprendente delicadeza y calidez»? ¿O que «el dialogo a menudo era forzado y a veces sin sentido y que quizá debería pensárselo dos veces antes de volver a escribir»? Exactamente las palabras que Max había usado para describir su primera y última novela ocho años antes. Leer esa crítica en un periódico de tirada nacional le había provocado una terrible angustia. Y seguía avergonzándola cada vez que lo recordaba.

Pero no podía decir eso de su trabajo porque Maximus Seymour era un maestro de la literatura y, aunque alguna de sus obras no recibiera aclamación internacional, seguían siendo trabajos de consumado talento. Y las ventas de sus libros lo demostraban.

–A veces lo que escribes… me perturba. Me pregunto por qué haces que un personaje se comporte de una manera determinada. O se me ocurren al menos tres escenarios diferentes para las historias que cuentas y…

–Ah, eso está muy bien –la interrumpió Max–. Mis libros no tienen una conclusión definitiva porque la vida no es así y…

–Sí, pero en general la vida tampoco es tan oscura y tan difícil como tú la retratas –replicó Candida–. Para la mayoría de nosotros, al menos.

–Yo escribo obras de ficción –dijo él, con cierta frialdad.

–Lo sé muy bien. Pero incluso la ficción necesita tener algo que ver con lo que probablemente le ocurre a la gente. Algunos de tus giros argumentales son increíbles… y yo tengo que creer en lo que hacen los protagonistas. La credulidad en la literatura tiene sus límites.

–Ah, veo que te interesa mucho…

–Además, puedes ser innecesariamente cruel, como si disfrutaras haciendo daño a tus personajes.

Estaban mirándose como dos púgiles en un cuadrilátero y Max se fijó en el bonito rubor que había coloreado las facciones femeninas. Le gustaban las mujeres que no tenían miedo de expresar sus opiniones y Candida, a pesar de su ingenuidad –que había sido transparente para él desde que la conoció– no lo tenía. La única persona que se atrevía a encontrar fallos en su trabajo era su editor; todos los demás, sus amigos, sus colegas y especialmente Faith y la familia, pensaban que su trabajo estaba por encima de toda crítica.

Y, sin embargo, allí estaba aquella mujer, diciéndole que no le gustaban sus libros… clavando alfileres en su parte más sensible. Y, por alguna razón, él estaba disfrutando de la experiencia.

–Y en El último principio –siguió Candida– no sé por qué mataste a Theodore. La verdad es que no me gustó nada.

–¿Por qué? ¿Qué otra cosa podría haber hecho con él? –preguntó Max.

–No sé… piensa en Rochester, en Jane Eyre. Podrías haber cegado a Theodore, hacerlo depender de Alexandra por fin. De esa manera tendrían tiempo el uno para el otro, para vivir juntos, para… quererse. Porque se querían, ¿no? Tú nos hiciste creer eso –Candida tragó saliva, sacudiendo la cabeza–. Fue horrible que mataras así al personaje, separándolos para siempre. Algo inhumano.

Max estaba mirándola fijamente, con el ceño fruncido, el pulso latiendo en su cuello. Candida contuvo el aliento. Había ido demasiado lejos, pensó. Lo había disgustado. Bueno, pues peor para él.

Pero de repente, Max sonrió.

–Gracias por darme tu opinión. Creo que debería pedirte que leyeras mis manuscritos alguna vez… para que me digas dónde me he equivocado.

Ahora sí se puso colorada, pero estaba decidida a permanecer firme.

–Me preguntaste qué pensaba.

–Claro que sí. Es muy útil saber la opinión de los lectores, teniendo en cuenta que las opiniones son subjetivas. Es imposible que un escritor pueda complacer a todo el mundo.

Candida pensó entonces que, dándole su sincera opinión, se habían colocado al mismo nivel. Aunque aún no tenía valor para avergonzarlo, si Max Seymour era capaz de avergonzarse por algo, diciéndole que había matado sus ambiciones de ser escritora. No, se guardaría eso para otro momento. Porque, aunque no sabía cuándo o cómo iba a hacerlo, no descansaría hasta que se lo hubiera dicho.

Mientras tanto, tenía la impresión de haberle bajado los humos. Y su expresión afirmaba lo que había dicho su hermana: que no aceptaba críticas.

Max había dejado la bandeja del té sobre una mesa cerca de la ventana y se sentaron juntos en un sofá de piel negra. Inclinándose hacia delante, él le ofreció un plato con pasteles.

–Ah, mis favoritos –dijo Candida, tomando uno y colocándolo sobre una servilleta blanca.

–Yo no suelo comer mucho durante el día. El problema de trabajar en casa es que sería demasiado fácil llenar la nevera y estar todo el día comiendo. Mi regla de oro es no tomar más que café. Me mantiene alerta y razonablemente imaginativo… aunque mis libros no siempre estén a la altura de las expectativas de algunos lectores –dijo Max, irónico.

Candida mordió el pastel pero se negó a morder el anzuelo. Al fin y al cabo, él le había pedido su opinión. Y ella se la había dado.

Max disimuló una sonrisa. Candida Greenway era una mujer excepcional. No sólo preciosa, su hermana siempre lo sentaba al lado de mujeres guapas en sus cenas, sino inteligente y con opiniones muy claras sobre las cosas. Le gustaba eso y se sentía extrañamente halagado por cómo había hablado de su trabajo, por cómo desmenuzaba los argumentos y a los personajes. Se dio cuenta de que era muy imaginativa, un alma gemela en cierto sentido.

A lo mejor podía pasarlo bien con Candida Greenway, pensó entonces.

Después de tomar el té le enseñó el apartamento y, como Candida ya había observado antes, no había mucho que hacer. Lo único que podría cambiar eran las cortinas y las alfombras aunque, en su opinión, las que tenía estaban perfectamente.

Al final se quedaron frente a uno de los ventanales, observando la hermosa panorámica, más bonita ahora que el sol empezaba a ponerse. Candida sintió una punzada de envidia. Su apartamento no podía compararse con aquél. Sería maravilloso vivir en un sitio así…

Entonces sonó el móvil de Max y él se volvió para contestar mientras Candida entraba en el dormitorio principal, con su enorme cama de matrimonio cubierta por un edredón, como colocado a toda prisa.

–Ah, qué fastidio. Me temo que debo ir a buscar a Ella. Siento tener que acortar tu visita.

–No pasa nada –dijo ella, pensando que por fin se podía ir a casa.

–¿Te apetece venir conmigo? Ella está con unos amigos en el campo… se tarda una hora en llegar y no me gusta viajar solo. Además, me gustaría escuchar tus opiniones.

Candida estaba a punto de declinar con cualquier excusa cuando él siguió:

–Mira, son las cinco. Si nos vamos ahora, llegaremos a las seis. Y a la vuelta podríamos cenar algo antes de llevarte a casa.

–No creo que…

–¿Por qué no? No has traído el coche y lo menos que puedo hacer es llevarte a casa. Me estarás haciendo un favor, Candida. Prefiero ir con alguien en el asiento de al lado. Considéralo parte de la comisión. Ponlo en la factura.

Ella lo miró, perpleja. Había hecho virtualmente imposible que rechazase la invitación. Además, no tenía nada que hacer y era una preciosa tarde de septiembre. Podría ser muy agradable…

–Jack y Daisy, nuestros amigos, tienen que irse a Bruselas un día antes de lo que esperaban, así que Ella tiene que volver hoy a casa.

–Ah, bueno, en fin… si insistes.

–Muy bien –sonrió Max. Y el corazón de Candida dio un vuelco. Era un hombre guapísimo, pensó de nuevo. Aunque no debería pensar esas cosas.

Bajaron al garaje en el ascensor y, como era de esperar, Max tenía un Mercedes último modelo. Dejándose caer en el cómodo asiento de piel, Candida dejó escapar un suspiro, pensando en su viejo coche y en la factura que acababa de pagar por dos neumáticos nuevos. Se preguntaba cuánto costarían los neumáticos de aquel cochazo…

Mientras salían del edificio, con Max mirando a un lado y otro de la calle, se preguntó si estaba a punto de despertar de un sueño. Nunca había soñado conocer a aquel hombre y menos estar tan cerca de él. Tanto que se sentía extrañamente excitada. El ocasional roce de sus piernas le provocaba una especie de cosquilleo y, durante un momento increíble, Candida pensó que sus principios estaban a punto de desertarla. Y tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse, atónita por esos segundos de intensidad erótica que la habían pillado desprevenida.

Pero una vez en la autopista, se encontró disfrutando del viaje, de estar con alguien diferente. Alguien muy diferente.

Max la miró.

–No te habrás dormido, ¿verdad?

Candida se dio cuenta de que no habían hablado en casi media hora. Pero viajar en aquel coche tan lujoso era como dejarse llevar por una brisa de verano y el silencio resultaba muy agradable.

–Imagino que Ella no conduce, ¿no?

Max la miró con una sonrisa burlona en los labios.

–Pues no, no conduce. Estoy convencido de que no sería capaz de aprobar el examen teórico. Probablemente, por los nervios. La verdad es que sería estupendo que pudiera conducir, pero así es la vida.

Poco después de las seis salieron de la autopista y tomaron un camino de tierra rodeado de verdes prados. Max se detuvo frente a una granja y, casi inmediatamente, un joven salió a recibirlos.

–Candida, te presento a Jack, que ha estado entreteniendo a Ella por mí durante unos días. Candida es la diseñadora de interiores que va a redecorarme el apartamento.

–Hola –la saludó Jack–. Siento no poder presentarte a mi mujer, pero ha tenido que salir un momento.

–¿Dónde está Ella? –preguntó Max.

–Donde está siempre a esta hora del día… tumbada en la cama –contestó su amigo, entrando en la casa–. ¡Ella! ¡Despierta, Max está aquí!

De repente, corriendo escaleras abajo, apareció un labrador negro que saltó a los brazos de Max y lo cubrió de besos caninos. Él acarició la cabezota del animal y miró a Candida, cuya expresión lo decía todo…

Aquel idiota… ¿cómo podía…? La había hecho pensar que Ella era su mujer. Evidentemente, era una constante fuente de entretenimiento para Max Seymour.

Al ver su expresión, Max soltó una carcajada.

–¿De qué te ríes? –preguntó Jack.

–Te lo contaré en otro momento –dijo él, dejando a la perra en el suelo–. Gracias por cuidar de mi chica. Ella te lo agradece y yo también. Pero tenemos que irnos.

–¿No queréis tomar una copa?

–No, Candida y yo tenemos una cita para cenar esta noche. Tenemos que hablar de negocios.

Ella subió de un salto al asiento trasero del Mercedes y movió la cola como diciendo: «Vamos, llévame a casa».

–Te presento a mi esp… –empezó a decir Max.

–¡Cállate! –lo interrumpió Candida–. Cállate, por favor.