Capítulo 4

 

 

 

 

 

DURANTE unos minutos Candida se limitó a mirar la carretera.

–Podrías haber dicho algo –murmuró por fin.

–¿Sobre qué? –preguntó Max con cara de inocente.

–Tú sabes muy bien sobre qué. Podrías haberme dicho que íbamos a buscar a tu perra, no a tu mujer.

–¿Y perderme la diversión? Lo siento, me encantan las bromas…

–¡Mientras sea a costa de otra persona! –exclamó ella.

–No, en serio, Candida. No sabía lo que pensabas. Sólo cuando me preguntaste si Ella no sabía conducir me di cuenta que estabas confundida –Max alargó una mano para tocar su rodilla, pero ella apartó la pierna.

–Si algún día tienes una esposa, espero que comparta tu sentido del humor.

–Los escritores no son buenos compañeros… somos demasiado obsesivos y egocéntricos –dijo Max, acelerando cuando entraban en la autopista–. No le veo futuro al matrimonio, aunque mi hermana siempre está buscándome una mujer con la que compartir cama. De forma permanente, quiero decir –añadió–. Faith cree que todas las parejas deben ser como la suya. Rick y ella están hechos el uno para el otro y ahora tienen a Emily…

Mirándolo de reojo, Candida se sorprendió al ver su expresión. Qué extraña mezcla era aquel hombre, pensó. Duro como una piedra, pero con un interior blando. Aunque decía no querer una esposa, parecía envidiar una vida familiar.

–Sigo pensando que el sábado deberías haber mencionado que tú eras ese tal John Dean. Y no creo que se te olvidase.

Él levantó una mano en señal de rendición.

–No quería molestarte, te pido disculpas. Pero tampoco es para tanto, ¿no?

Luego volvió a concentrarse en la carretera y, por su expresión, Candida pensó que todo aquello le parecía una broma graciosísima. ¿Cómo era posible que la gente, los hombres, siempre fueran capaces de manipularla?

Mientras volvían a Londres, con la perra roncando ruidosamente en el asiento trasero, no dejaba de darle vueltas a la cabeza. Sentía como si estuviera en el ciclo de centrifugado de una lavadora; siendo objeto de burla del hombre que la miraba con gesto divertido. La llevaba a su apartamento sin avisar, la hacía creer que iban a buscar a su esposa… y ahora, aparentemente, volvían a su apartamento para dejar a Ella con el ama de llaves y su marido, que ocupaban otro piso en el edificio.

De repente la cabezota de Ella apareció entre los dos, apoyando la húmeda nariz sobre su hombro y mirándola fijamente con sus ojazos marrones. A pesar de todo, Candida no pudo evitar una sonrisa mientras se volvía para acariciarla.

–Ah, a Ella le gustas. Eso es raro en ella. Es muy exigente con sus amistades.

–Pues entonces ya tenemos algo en común.

–Sí, estoy seguro –sonrió Max–. Pero en serio, Ella puede ser muy antipática a veces, hasta que la conoces. Tú debes de tener algo especial.

Candida se encogió de hombros.

–Siempre hemos tenido perro en casa. Mi padre tiene un Jack Russell viejísimo, Toby. A mí me encantaría tener uno, pero trabajo demasiado y no podría ocuparme de él. A los clientes no les haría gracia que apareciese con un perro y no podría dejarlo solo en casa todo el día, eso es inhumano.

Max asintió.

–Cuando escribo, Ella se tumba a mis pies. Y cuando tengo que irme a algún sitio los Jarrett, los vecinos de abajo, cuidan de ella. La llevan al parque varias veces al día e incluso la dejan dormir a los pies de su cama.

–Pues es una suerte.

–Desde luego que sí. Jack y Daisy la dejan ir de vacaciones a su granja de vez en cuando. Les gusta tenerla allí –siguió él–. En Londres hay parques, pero el campo es otra cosa para un perro. Ella tiene suerte y yo también –dijo, pensativo–. Así tengo la conciencia tranquila. Los perros deben estar con gente, no les gusta nada quedarse solos.

Bueno, ése era un punto a su favor, pensó Candida. Era considerado con los animales, lo cual demostraba que no era tan egoísta como había pensado. Y también a él le gustaba tener compañía cuando iba en el coche… por eso se había visto prácticamente obligada a acompañarlo.

Sólo había tenido que decir que no le gustaba viajar solo y ella había ido como una oveja al matadero…

Su relación con Max Seymour estaba empezando a ser absurda, pensó, mientras él conducía a toda velocidad por la autopista. Y lo curioso era que nunca se lo habían presentado adecuadamente. Faith parecía haber creído que ya conocía a la persona a cuyo lado iba a cenar o que era tan famoso que tenía que conocerlo.

Se había dejado llevar por una serie de eventos sobre los que no tenía control alguno y eso la hacía sentir incómoda.

Para cuando llegaron a su apartamento, Candida había aceptado la situación más o menos graciosamente. Al fin y al cabo, Max le había ofrecido un trabajo: sugerir telas para las nuevas cortinas y recomendar alternativas para las alfombras. Sus proveedores sólo vendían productos de alta gama y no sería barato, pero le daba igual. Evidentemente, Max Seymour no tenía problemas económicos. Seguramente ni siquiera se molestaría en mirar los precios.

Pero había algo bueno en todo aquello: al menos no tendría que lidiar con una exigente esposa. Alguien que le discutiría cada sugerencia. Max seguramente le diría que sí a todo. Vería el asunto de elegir telas como algo aburrido, algo que entorpecía su importantísimo trabajo.

Candida dejó caer los hombros un momento. Aunque le gustaba mucho hacer lo que hacía, también a ella le encantaría ser libre para escribir… y triunfar como escritora. Pero tener que ganarse la vida parecía limitar esa posibilidad. Escribir era un asunto muy serio que exigía tiempo y compromiso.

Y el destino le había dado a Max esa oportunidad.

Sintió una punzada de envidia al pensar lo fácil que habría sido para él, con la ayuda de su madre para abrirle camino. Ella, una famosa escritora, le habría aconsejado y le habría presentado a gente importante, a sus editores… ¡No era justo!

Cuando llegaron a casa, Max aparcó el coche en el garaje y Ella bajó de un salto, quedándose obedientemente a su lado mientras ayudaba a Candida a salir. Luego subieron juntos al apartamento, la perra moviendo la cola alegremente.

–Voy a darle la cena y luego pensaremos en la nuestra. Si quieres refrescarte un poco…, ya sabes dónde está el lavabo.

Candida entró en el espacioso cuarto de baño y se miró al espejo. En fin, había sobrevivido a la inesperada excursión, pensó. Pero ahora tendría que ser sociable con Max. Aunque, en realidad, estaban relajados el uno con el otro… aparte del momento en el que le dio su opinión sobre sus libros.

No sería tan difícil. Max no tenía ni idea de lo que pensaba sobre él. Ni sabía cómo había afectado a su vida cuando era joven e inexperta. Y sería absurdo negar que lo encontraba atractivo. Era famoso, maduro… y Faith lo adoraba, de modo que no podía ser tan malo porque Faith era la persona más buena que había conocido nunca.

¿Cómo podían estar emparentados?, se preguntó. Pero lo estaban y eso tenía que ser un punto a su favor.

Además, estaba muerta de hambre. No había desayunado y había comido sólo un poco de queso y una manzana en el almuerzo. Sí, la verdad era que le sentaría muy bien una cena decente en un buen restaurante.

Cuando salió del baño, Max no podía dejar de mirarla. Faith había dado en el clavo cuando la describió. Su informal pero inmaculada manera de vestir, su pelo brillante, sus manos de uñas bien cuidadas pero sin pintar, todo eso le daba un atractivo que ningún vestido, por extravagante que fuera, podría igualar. Y siempre olía de maravilla. No sólo su perfume, sino ella misma, como a una mañana de primavera.

«Un momento», se dijo a sí mismo. «Estás pensando en ella como en el personaje de uno de tus libros». Pero aquélla no era una mujer de ficción y le había dejado bien claro que no podría manejarla.

Aunque le gustaba. Y mucho. Tanto como para subir a su habitación después de la cena, esperando que lo invitase a entrar. Y mientras estaba allí, con aquel camisoncito que apenas podía ocultar su desnudez, el pelo suelto sobre los hombros, tuvo que contenerse para no entrar y cerrar la puerta tras ellos. Si hubiera hecho tal cosa, sabía muy bien la recepción que habría encontrado. Sí, Candida Greenway era una mujer muy especial.

Había cierta distancia en ella que lo atraía. Una distancia que escondía una naturaleza sensual. Pero él, que conocía bien a las mujeres, intuía una barrera para la que no encontraba explicación. No estaba acostumbrado a que le parasen los pies. De hecho, las mujeres solían sentirse atraídas por él.

Desde su desastroso matrimonio con Kelly, que había terminado en divorcio nueve años antes, las mujeres en general no lo interesaban mucho… más que para divertirse de vez en cuando. Y Max había decidido que las heroínas de ficción ocuparían el sitio de las mujeres reales… que no eran tan caras, ni tan exigentes ni tan impredecibles.

Aun así, saldría con Candida por el momento. Aunque sólo fuera para complacer a Faith. Pero su relación no duraría más de lo que él quisiera.

–¿Dónde está Ella? –preguntó Candida.

–En la cocina, durmiendo. Siempre se queda dormida después de cenar.

Se había puesto una camisa blanca y unos pantalones oscuros que le daban un aspecto elegante e informal al mismo tiempo. Y se había tomado la molestia de peinarse un poco…

Candida apartó la mirada, irritada consigo misma. No quería admitir que lo encontraba deseable.

¿Deseable? ¿Cómo podía haber pasado del desdén al deseo?

Suspirando, se volvió hacia la ventana. Londres tenía un aspecto mágico de noche, con todas las luces encendidas. Max se acercó y ella, automáticamente, se apartó un poco. Por un momento, ninguno de los dos dijo nada.

–¿Tomamos una copa antes de irnos? –preguntó él después–. ¿Quieres una copa de vino blanco… un whisky?

–No, whisky no, gracias. Pero una copa de vino estaría bien. Gracias.

Un minuto después estaban sentados frente a la ventana, Max haciendo girar su vaso de whisky, los cubitos de hielo chocando con el cristal.

–Seguro que mi hermana te habrá contado algo sobre mí y mi forma de vida, así que es justo que tú me cuentes algo sobre la tuya.

–Faith no te mencionó nunca. De hecho, mientras trabajaba en Farmhouse Cottage, tu hermana sólo iba por allí de vez en cuando. Y sólo vi a Rick una vez –Candida sonrió–. La verdad es que no tuvimos tiempo de hablar mucho… ni de cotillear.

–Este fin de semana van a recoger fruta y me han liado para que los ayude. Hay muchos árboles en el huerto, ¿verdad?

–Sí, desde luego.

–Hace falta mucha gente para hacer el trabajo… aunque Emmy nos ayudará. ¿Qué tal si te apuntas? –preguntó Max, sin mirarla–. Así será más fácil.

Candida lo miró, sorprendida. Pasar dos fines de semana con Max Seymour no estaba en su agenda.

–Lo siento, pero tengo cosas que hacer… he quedado con unas amigas. Gracias de todas formas.

–No me des las gracias. Sé que a Faith le encantaría verte. Y había imaginado llegando a la casa contigo a mi lado como una bonita sorpresa.

Pues no iba a poder ser, pensó Candida. Evidentemente, aquel hombre estaba acostumbrado a decirle a todo el mundo lo que tenía que hacer, pero ella no pensaba aceptar órdenes. No podía evitar sentirse como una mosca en una telaraña y esta vez no iba a dejarse atrapar.

Bajaron en el ascensor pero, en lugar de ir en coche, fueron dando un paseo. Hacía una noche preciosa y Candida se sentía extrañamente alegre.

–Espero que te guste la comida francesa –dijo Max, tomando su brazo para cruzar la calle–. El sitio al que vamos, Edouard’s, está muy cerca de aquí. Me temo que yo no paso mucho tiempo en la cocina. No soy uno de esos nuevos hombres que saben hacer de todo.

–A mí me encanta la comida francesa. Cuando era pequeña sólo tomábamos comida tradicional inglesa y mi padre sigue haciéndolo. Cuando le digo que he ido a un restaurante chino o indio siempre me pregunta qué tiene de malo un buen rosbif o un cordero al estilo galés.

–¿Cordero al estilo galés? Es la primera vez que lo oigo.

–Ah, pues está riquísimo. Se hace en una cazuela, como si fuera un estofado.

–¿Y tú crees que me gustaría?

Candida se encogió de hombros.

–No lo sé. Si te gusta la comida con muchas especias, seguramente no.

–¿Qué lleva ese cordero?

–Cordero, evidentemente, patatas, zanahorias y mucho perejil. Mi padre lo hace muy bien. Es lo que comemos siempre que voy a verlo.

–Pues tendré que probarlo algún día, ¿no?

Justo entonces llegaban al restaurante. Estaba lleno de gente y los camareros, con delantales blancos, se movían de mesa en mesa con rapidez, el sonido de los corchos de las botellas dándole un toque alegre y festivo.

Un hombre que parecía el maître se acercó a ellos.

Monsieur Seymour…

–Hola, Edouard. ¿Tienes mesa para nosotros?

–Su mesa de siempre está ocupada, pero… venga, tengo otra que también está muy bien para usted y… su señorita –el hombre miró a Candida como sólo podía hacerlo un francés.

–Sabía que podía confiar en ti, Edouard. Hemos hecho un largo viaje y necesitamos un poco de tranquilidad.

–Por supuesto –sonrió el hombre, apartando la silla para Candida.

De modo que allí era donde Max Seymour solía cenar, pensó ella. Era un sitio alegre, con velas sobre las mesas. Nada formal, nada estirado.

–Te recomiendo el pescado, la lubina en particular siempre es muy buena aquí. Pero no pidas patatas fritas. Parece ser una palabrota en un restaurante francés. Las patatas salteadas están muy ricas.

–Ah, gracias por evitarme un faux pas –sonrió Candida, irónica–. No queremos que Edouard piense que has traído a tu prima del pueblo a cenar.

El mundo de Max y el suyo eran muy diferentes, pero no tenía por qué ser tan condescendiente.

–Oh, Edouard no pensaría eso –contestó él, tan tranquilo, su expresión manteniéndola cautiva por un momento–. Pero sentirá curiosidad por saber a quién he traído esta noche. Casi siempre como solo… y raras veces con una chica encantadora. Los franceses admiran la belleza femenina y son los primeros en reconocer a una mujer deseable –Max se quedó callado un momento–. Seguro que Edouard ya está imaginando el final de la noche. Los franceses no tienen ningún remilgo sobre el acto más natural y más exquisito del ser humano.

Candida lo miró, atónita.

–Gracias por señalar las pequeñas diferencias culturales entre nuestros dos países, pero Edouard está perdiendo el tiempo conmigo… sería mejor que se dedicara a la cocina. He estado en Francia muchas veces –dijo, omitiendo que sus visitas habían sido intercambios escolares y que los únicos hombres franceses a los que había conocido eran hermanos o amigos de las familias con las que se alojaba–. Tomaré la lubina, ya que dices que es tan buena. Con una ensalada verde.

Si pensaba que la noche iba a terminar como imaginaba el propietario del restaurante, estaba muy equivocado. Cuando la llevase a casa, el final sería un firme «buenas noches».

–Buena elección. Yo tomaré lo mismo.

Cuando el camarero sirvió el vino, Max levantó su copa y esperó que ella hiciera lo mismo.

–Salud –dijo, con una sonrisa–. Gracias por ayudarme con mi apartamento y por ir conmigo al campo esta tarde. Paso mucho tiempo solo cuando estoy escribiendo y no me molesta en absoluto, pero ir solo en el coche… no me gusta nada. No me importa ir solo en el tren o en el avión, pero los viajes en coche son otra cosa. No puedo explicarlo. Probablemente algún incidente de mi infancia que no recuerdo. En fin, hoy ha sido un día muy agradable. Gracias por todo.

Unos minutos después, el camarero apareció con una cestita de pan y Candida no pudo resistir la tentación de tomar un trozo y untar mantequilla.

–Qué rico está.

–Todo lo hacen aquí, incluso el pan –dijo Max–. Supongo que ahora entenderás por qué no me molesto en cocinar.

Candida asintió, pensando que también a ella le gustaría poder comer en un restaurante como aquél todos los días. Pero sólo gente como él podía hacerlo; gente rica y sin compromisos.

Pronto llegó la cena y Candida comprobó que Max estaba en lo cierto: la lubina era deliciosa y el fragante aliño de limón de la ensalada tan rico que tuvo que contenerse para no mojar pan. No quería parecer una campesina sin maneras en la mesa.

–¿Te gustan los postres franceses? –le preguntó Max–. Porque voy a insistir en que tomemos crêpes Suzette… y no discutas porque son deliciosos. Si me dices que no, estarás negándome un capricho.

¿Qué podía decir?

–Bueno, entonces creo que tomaré un crêpe Suzette –sonrió Candida.

–Ah, me alegra que estemos de acuerdo.

Después de tomar café salieron del restaurante y fueron a buscar el coche. Pero le pareció que conducía mucho más despacio de lo normal… como si no quisiera que terminase la noche.

–Hacía tiempo que no pasaba un día tan agradable –dijo Max, como si hubiera leído sus pensamientos–. Mañana me va a parecer muy aburrido en comparación.

–También ha sido un día muy agradable para mí –asintió ella–. Y la cena ha sido fantástica. Gracias otra vez.

Poco después llegaban a su casa y Max detenía el Mercedes frente al portal.

–Siempre me llevo una alegría cuando veo mi coche en la puerta. Aunque es tan viejo que nadie querría robarlo.

–Bueno, no me invites a una copa en tu casa porque estoy seguro de que es hora de que te vayas a dormir –bromeó Max.

Candida no lo habría invitado porque las comparaciones entre su apartamento y el de ella serían odiosas. Pero cuando levantó la cabeza para mirar las ventanas del primer piso, se llevó una mano al corazón.

–¿Qué ocurre? –preguntó Max.

–Hay luz en mi apartamento. Y yo no la he dejado encendida, estoy segura… es una luz en la cocina.

–Vamos a echar un vistazo.

–Ha habido más de un robo últimamente por aquí y nos advirtieron que cerrásemos con llave por la noche, así que he tenido mucho cuidado…

–Vamos –dijo él, tomando su mano–. Sólo hay una forma de enterarse. Y no te preocupes, somos dos.

–Pero ¿y si tiene un cuchillo… o una pistola?

–Si hay alguien en tu casa, seguramente será algún adolescente. Yo entraré primero y lo pillaremos por sorpresa.

Entraron en el portal y subieron hasta el primer piso sin hacer ruido. Candida estaba a punto de decir algo, pero Max se llevó un dedo a los labios mientras le quitaba la llave de la mano para abrir la puerta. Tenía razón, había una luz encendida en la cocina… pero allí no había nadie.

Empezó a abrir puertas, con Candida detrás, asustada. Nada.

–No hay nadie. Has debido de dejarla encendida tú misma. Si quieres echar un vistazo para comprobar si te falta algo…

Mientras miraban en todas las esquinas, Candida empezó a sentirse como una tonta. Debía de haber dejado la luz encendida sin darse cuenta, aunque ella siempre tenía mucho cuidado con esas cosas.

–Siento haberte hecho subir. Normalmente soy muy cuidadosa… en fin, la policía nos ha advertido que tuviéramos cuidado y supongo que eso me ha hecho pensar…

Ahora, con todas las luces encendidas, su modesto apartamento quedaba a la vista de Max y Candida hizo una mueca. No había comparación entre un apartamento y otro…

Pero entonces se enfadó consigo misma. Aquélla era su casa y, aunque no era una mansión, era cómoda y hogareña… y bastante más ordenada que la de Max. Podía pensar lo que le diese la gana.

–Es un piso muy bonito, Candida. Perfecto para ti. Y está en un sitio estupendo.

«Vaya, me alegro de que lo apruebes», pensó ella, irónica. Aunque debía admitir que sus palabras sonaban sinceras.

Entonces sonó su móvil y Max levantó una ceja, sorprendido. Era tarde, más de medianoche.

–¡Anthea! ¿A qué le debo este placer…? Me temo que esta noche no estoy libre, cariño.

Sintiéndose incómoda, Candida entró en la cocina, pero desde allí también podía oír la conversación. Sus palabras, y el tono que usaba, sugería que Anthea y él se conocían bien.

–Te prometo que nos veremos pronto –siguió Max–. Pero en este momento estoy ocupado… ¿yo dije eso? Ah, pues lo siento. Pero sí, prometo que te llamaré. Buenas noches, Anthea… sí, sí, claro… yo también te quiero. Buenas noches.

Después de colgar, se reunió con ella en la cocina.

–Lo siento. De vez en cuando recibo estas molestas llamadas, aunque no siempre tan tarde.

Pues no parecía muy molesto cuando hablaba con ella, pensó Candida. Evidentemente, Anthea lo conocía bien y la conversación sugería que entre ellos había algo más que una amistad platónica. Pero su forma de hablar de la mujer era humillante. ¿Molestas llamadas? Evidentemente, estaba intentando quitársela de encima. Debía de tener docenas de mujeres persiguiéndolo, pensó. Y, evidentemente, le encantaba.

–¿Quieres un café… o una copa de vino? –murmuró, irritada.

«Por favor, di que no».

–No, gracias –sonrió Max–. Creo que ya me he aprovechado demasiado de tu tiempo.

Candida lo siguió hasta la puerta.

–¿Me llamarás para contarme qué se te ha ocurrido para el apartamento?

–Sí, claro.

Al menos no se había aprovechado de la situación, pensó. Aunque había mirado su cama de una manera…

Max se quedó en el rellano, mirándola como si estuviera leyendo sus pensamientos.

–Buenas noches, Candida –dijo en voz baja.

Y, después, cerró la puerta. Candida esperó unos segundos, con una mano en el corazón. La íntima conversación que había tenido con esa mujer, su forma de hablarle, era un doloroso recordatorio de Grant. Si hubiera sabido que ella sólo era una más entre un montón de chicas que habían caído en sus garras…

Ella y las Antheas de este mundo debían de estar locas. Había sido tan crédula, tan ingenua… pero había aprendido la lección. Y no volvería a pasar por eso con ningún hombre.