A LA MAÑANA siguiente, Candida no quería despertar. Intentaba desesperadamente agarrarse al sueño antes de que se esfumara. Un sueño lleno de calor y pasión…
Estaba soñando con Anthea y Max. Con la conversación que habían mantenido por teléfono… pero la indiferencia se había convertido en un murmullo íntimo. En el sueño lo veía a él claramente, pero la cara de la mujer era un borrón. Max la tenía entre sus brazos y besaba sus labios, su cuello, acariciándola apasionadamente. Ella le devolvía los besos, sus suspiros de placer hipnotizadores…
El corazón de Candida empezó a latir a toda velocidad, con la urgencia y la intensidad con que latía cuando algo la asustaba o la perturbaba. Y, de repente, se sentó en la cama, colocándose el edredón sobre los hombros.
No era Anthea quien estaba bajo el atlético cuerpo de Max… era ella. Era ella quien respondía a su deseo de poseerla y, en el sueño, participaba activamente.
Candida tragó saliva, intentando respirar. ¿Qué le pasaba? ¿Era tan tonta como para caer, aunque fuera en sueños, en las garras de otro hombre como Grant? Un hombre para quien una sola mujer nunca sería suficiente. Y que había confesado ser egocéntrico. Un hombre que disfrutaba de la compañía de las mujeres por las razones obvias y nada más.
Completamente despierta ahora, Candida apartó el edredón y entró en el cuarto de baño para darse una ducha. Quería lavar aquellos pensamientos, borrar el sueño que la había perturbado de tal forma.
Mientras tanto, en su apartamento, Max miraba fijamente la pantalla del ordenador. Como le había dicho a Candida por la noche, no recordaba haber pasado un día tan agradable como el anterior. Se sentía totalmente relajado, contento. Todo había ido según sus planes y aceptaba que Candida, la mujer que le había presentado su hermana, era la causa de esa alegría. Le gustaba estar con ella… aunque eso lo sorprendía.
Hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto una mujer como para querer conocerla de verdad. Y sus relaciones siempre terminaban en lágrimas… las de ellas. Pero era culpa suya. La emoción de la caza era lo mejor, la única parte que lo intrigaba. Después, llegaba el asunto del compromiso, la comprensión, la tolerancia y sí, el aburrimiento. A veces creía haberse convertido en un barco flotando sin rumbo y sin nadie al timón.
Pero Candida no parecía estar interesada en él. De hecho, nunca había conocido a una mujer que se hubiera mostrado tan claramente desinteresada. Incluso irritada con él.
Mirando las estantería, uno de los libros de su madre atrajo su atención y su expresión se oscureció.
«En fin, querida madre», pensó, «me pregunto qué dirías tú del estado mental de tu ilustre hijo en este momento».
Pero sabía la respuesta.
«Si quieres tener éxito, corta con todo lo que no sea necesario en tu vida».
Ése había sido siempre su consejo. Pensar en sus padres, su alta y majestuosa madre, su amable y sumiso padre, pareció aumentar su depresión. Se sentía inseguro, algo que no solía ocurrirle.
«Por favor, Faith, deja de meterte en mi vida», le rogó, en silencio. Él no necesitaba aquello, no necesitaba a nadie.
Lo que sí necesitaba eran críticas favorables de su nuevo libro. Y algo de inspiración para terminar el que estaba escribiendo y cuya fecha de entrega empezaba a acercarse peligrosamente. En eso debería estar pensando.
Tres semanas después, Candida se encontró de nuevo en el apartamento de Max. Porque su secretaria le había dicho que él estaría fuera. No quería volver a verlo durante un tiempo, esperando que eso la hiciera olvidar las conflictivas emociones que Max Seymour despertaba. Porque, aunque lo había intentado, no podía dejar de pensar en él.
Aquel día sólo iba a tomar medidas y no lo necesitaba para eso. Y quizá podría esperar un par de semanas más antes de llevarle las muestras de tela para las cortinas.
Janet, una mujer de mediana edad, le abrió la puerta.
–Yo ya me iba a casa. Sólo trabajo por las mañanas. Y, francamente, es más que suficiente. Cuando está a punto de publicar un libro, el señor Seymour se pone insoportable.
–Gracias por esperarme. No tardaré mucho.
Estaba tomando medidas y anotando los detalles en un cuaderno cuando, de repente, Max entró en el apartamento, cerrando de un portazo. Candida estuvo a punto de tirar el cuaderno.
–Hola… pensé que estabas fuera…
–He vuelto –dijo él–. Ya puedes irte a casa, Janet. Y gracias por todo –añadió, tirando el maletín sobre el sofá y dirigiéndose hacia el mueble bar.
Janet se marchó mientras Candida se concentraba, o intentaba concentrarse, en lo que estaba haciendo. Nunca había visto a Max vestido como aquel día, con un traje de chaqueta oscuro, inmaculada camisa blanca y corbata. Y su pelo, que parecía haber cortado recientemente, brillaba a la luz del atardecer. Parecía un hombre de negocios y el efecto era dinámico y atractivo. Candida enterró la cabeza en el cuaderno para no mirarlo.
–¿Quieres una copa? Yo necesito un whisky, aunque aún no he comido.
–¿Y por qué no lo haces?
–¿Por qué no hago qué?
–Por que no comes algo antes –contestó ella pacientemente–. Sería lo más sensato.
Max no contestó. ¿Por qué se molestaba en darle consejos?, pensó ella, enfadada. Max ya era mayorcito. Además, aquel día parecía un hombre diferente. La última vez todo había sido tan relajado, tan informal…
Pero debería olvidarse de ello y ponerse a trabajar. Porque estaba claro que el mal humor del que había hablado Janet seguía allí.
Para su sorpresa, él cerró la puerta del mueble bar y se acercó.
–Tienes razón. Aunque no es hora para ir a Edouard’s, ¿verdad?
–¿Por qué no te haces una tortilla o un sándwich de algo?
«Como una persona normal», estuvo a punto de añadir. Pero se detuvo a tiempo. Al fin y al cabo, estaba haciendo un trabajo para él y no quería que lo cancelase. Los contratos empezaban a escasear.
–¿Me lo harías tú? –preguntó Max entonces.
–¿Qué?
–La tortilla o el sándwich. ¿Me lo harías tú? Estoy demasiado cansado como para intentar hacer algo que resulte comestible. De hecho, conociendo mis habilidades en la cocina, no saldría comestible en absoluto. ¿Conoces a alguien que no sepa cocer un huevo? –suspiró Max.
Candida tuvo que sonreír.
–Yo que tú no me preocuparía por eso. De hecho es una de las cosas más difíciles.
–¿En serio?
–Cocer un huevo para que esté perfecto, con la yema suave y la clara firme, es muy difícil. Normalmente, salen al revés.
–Ah, cuánto me alegro de oír eso. Entonces, quiero cuatro huevos cocidos.
–¿Cuatro huevos? –repitió Candida.
–Dos para ti y dos para mí.
Ya estaba otra vez metiéndose en su vida, diciéndole lo que tenía que hacer…
–¿Tampoco puedes comer solo?
–No me importa hacerlo, pero seguro que tú no has comido.
–No… pero yo puedo esperar.
–Si comes conmigo no tendrás que hacerlo –sonrió Max.
Y Candida suspiró. Las cosas iban de mal en peor con aquel hombre. Cada vez que intentaba distanciarse, él parecía acercarse un poco más. Ni siquiera debería estar allí.
Pero sabía que diría que sí. Max Seymour parecía tener una permanente influencia en su vida. Había sido una increíble coincidencia conocerse, pensó. ¿Cómo iba a saber que el hermano de Faith Dawson era él o que la invitarían a una cena y Max se sentaría a su lado?
Los electrodomésticos de la cocina parecían completamente nuevos, brillantes. Evidentemente, Max no entraba mucho por allí. Pero Candida llevaba toda su vida cocinando para ella y para su padre y enseguida tuvo preparado un almuerzo rico y nutritivo. Mientras ponía los huevos sobre una tostada, se preguntó qué diría su padre si pudiera verla con Max Seymour.
Comieron con sendas bandejas sobre las rodillas, frente a la ventana.
–¿Puedo tomar el whisky ahora? –preguntó Max.
–Después del café –contestó ella, levantándose para poner la cafetera.
Después del café, Max, con su whisky en la mano, dijo de repente:
–Éstos han sido los días más horribles de mi vida. Me alegro de que hayan quedado atrás… por el momento.
Candida decidió no preguntarle por qué. Tenía la impresión de que sólo quería que lo escuchasen.
–Todo es un negocio –siguió, suspirando–. Lo de vender un libro me mata… pero ése no es mi problema. ¿Por qué no me dejan que haga lo que sé hacer? ¡Escribir esos malditos libros y nada más!
Aunque Candida no sabía muy bien de qué estaba hablando, imaginó que debía de haber tenido una discusión con su editor sobre las firmas de libros, algo que todos los autores tenían que hacer. Imaginaba que Max Seymour odiaría esa parte del negocio; tener que sonreírle a todo el mundo, responder a preguntas personales, escribir cientos de mensajes personales a sus lectores…
–Odio la publicidad y todo lo que tenga que ver con ella. Ya han planeado la siguiente jornada interminable de firmas… para que la gente me haga la pelota y yo les haga la pelota a ellos con la esperanza de que compren mis libros.
–¿No es un precio pequeño por el éxito? –preguntó Candida, pensando que a ella no le importaría. De hecho, saltaría de alegría si tuviera esa oportunidad.
–Las primeras veces está bien, pero tener que ir por todo el país diciendo las mismas cosas… la novedad se termina muy rápido, te lo aseguro.
Ella lo miró, enfadada.
–Es patético que digas eso. No, mejor dicho tú eres patético.
–¿Cómo?
–Dejar tu precioso trabajo de escritor durante unos días para mostrar tu agradecimiento al público que compra tus libros es lo mínimo que puedes hacer. Tus libros no son baratos precisamente. Y, si los firmas, el lector tiene la impresión de que valoras su lealtad –su arrogante actitud la había sacado de quicio–. Pero no te preocupes. A mí no me verás nunca en una cola, esperando recibir una de tus sonrisas condescendientes.
Max, por un momento, no parecía saber qué decir.
–Todas las ocupaciones tienen su lado bueno y su lado malo –siguió Candida–. Mis propios clientes suelen ser personas razonables, pero de vez en cuando aparece uno que no deja de cambiar de opinión o que no está de acuerdo con mis sugerencias. Y algunos jamás muestran agradecimiento por el esfuerzo que hago. ¿Sabes que a veces estoy en números rojos en el banco hasta que algún cliente decide pagarme?
Eso era algo que nunca le había contado a nadie, pero quería que aquel egoísta se diera cuenta de que no era el único que tenía problemas.
Max suspiró entonces y Candida empezó a sentirse incómoda. Aquél era un Maximus Seymour diferente al que ella creía conocer. Y, en un minuto, iba a decirle que se fuera de su casa y no volviera nunca.
Pero, de repente, parecía un niño perdido. Tenía el pelo despeinado y parecía cansado en cuerpo y alma. Y había algo más, una profunda melancolía que no había sido aparente hasta ese momento.
–Tengo que irme. Ya he tomado las medidas que necesitaba y…
Entonces sonó el timbre y Max se limitó a levantar una ceja.
–¿Te importa abrir?
¿Que si le importaba abrir? ¿Quién creía aquel hombre que era?
–No. Tú deberías abrir. Ésta es tu casa, no la mía.
Max se levantó sin decir nada y, unos segundos después, una voz chillona resonaba por todo el apartamento.
–No te importa que haya pasado por aquí, ¿verdad, cariño? Estoy agotada… llevo de compras desde el amanecer. Sabía que estarías en casa esta tarde y estoy desesperada, absolutamente desesperada…
Candida se preguntó si habría otra puerta o una escalera de incendios para salir de allí sin ser vista. Porque, por alguna razón, no le apetecía nada conocer a la propietaria de la voz chillona.
–Pasa, Fiona –dijo Max–. No eres mi primera visita… ven, voy a presentarte a mi nuevo hallazgo. Una jovencita con grandes habilidades en casi todo. ¡Candida, ven a conocer a Fiona! Candida Greenway es la diseñadora de interiores que va a arreglarme un poco todo esto.
Fiona era una mujer alta, de pelo negro, muy elegante. Más o menos de la misma edad que Max.
–Encantada.
–Lo mismo digo.
–Fiona trabaja para mi agente literario. Como hacemos todos, claro.
La mujer miró a Candida sin molestarse en disimular que estaba estudiando el nuevo «hallazgo» de Max; una descripción que la incomodaba. Él no la había encontrado. En todo caso, era su hermana quien los había presentado.
–Vaya, vaya, me alegro de conocerte –dijo Fiona, mientras la examinaba descaradamente.
Y Candida tuvo que hacer un esfuerzo para no encogerse. Siempre llevaba vaqueros y jersey a trabajar, pero aquella mujer llevaba un inmaculado traje negro, sus largas piernas envueltas en medias de seda. Y zapatos negros de punta, con unos tacones altísimos. Su pelo, sujeto en un artístico moño, dejaba al descubierto unas facciones exóticas. Estaba sonriendo, pero eso no la convenció de que su presencia fuera bienvenida.
Max rompió el silencio:
–Has tenido una mañana muy cara –observó, señalando las bolsas.
–Ya me conoces, cariño –replicó la mujer, apoyando la cabeza sobre su hombro–. Espero no estar retrasando el trabajo…
–No, en absoluto –dijo Candida–. Ya he terminado. De hecho, me marchaba cuando llegaste. Llamaré a tu secretaria cuando tenga las muestras, Max.
–¿No quieres quedarte para tomar un té? –preguntó él, tomándola del brazo.
–No retengas a la pobre chica –intervino Fiona–. Soy perfectamente capaz de hacer un té. Y conozco tu cocina mejor que nadie –añadió, mirando a Candida con una sonrisita de superioridad.
Mientras se quitaba los zapatos para ir a la cocina, Candida comprobó que Max parecía haberse animado considerablemente. ¿Y por qué no? Su vida debía de estar llena de mujeres como aquélla. Y, como todos los hombres, o más bien como el único hombre que ella había conocido, estaba encantado. Y, sin duda, dispuesto a darle un masaje en los pies en cuanto se quedaran solos, pensó, recordando el que le había dado a ella en casa de Faith. El recuerdo de sus firmes manos tocando la planta de su pie aún la hacía temblar…
–Bueno, adiós. Encantada de conocerte, Fiona…
–Espera un momento. Tenemos que hablar de los detalles –la interrumpió Max, entrando en su estudio–. Espera un momento.
Unos segundos después le entregó un sobre y, por fin, Candida pudo marcharse.
En fin, Fiona no era una sorpresa. Al contrario, era exactamente la clase de mujer con la que había imaginado a Max. Se preguntó entonces cómo pasarían el resto del día, solos en su apartamento… y luego intentó no pensar en ello. No quería imaginarlos.
Más tarde, en el metro, metió la mano en el bolsillo y tocó el sobre que Max le había dado. Al abrirlo encontró una nota:
Te llamaré mañana a primera hora. No hagas planes.
Candida le dio la vuelta al papel, pero no había nada más. Una orden, así de sencillo. Y ella tenía que darse por satisfecha. Menudo arrogante…
Guardando el sobre, volvió a pensar en Fiona. ¿Cuántas mujeres como ella habría en la vida de Max?, se preguntó. Por el momento, que ella supiera, dos: Fiona y Anthea.
Y la nota no dejaba duda de que Max esperaba que hiciese planes con él para el día siguiente. Pero Candida no pensaba dejar que le diese órdenes. Que se divirtiera con sus Fionas y sus Antheas. Ella no quería tener nada que ver.
Suspirando, se dio cuenta de que se sentía un poco… sola. Por la noche llamaría a su padre y charlaría un rato con él. Eso lo pondría todo en perspectiva.