Capítulo 6

 

 

 

 

 

AL DÍA siguiente, sábado, Candida, aún en bata, estaba haciéndose el desayuno.

La noche anterior había hablado con su padre por teléfono durante una hora y sus opiniones, siempre alegres y optimistas, habían hecho que Candida volviera a sentirse alegre. Ésa era la clase de vida a la que estaba acostumbrada, con gente como él. Gente a la que entendía y a la que quería. Ojalá su padre fuese a verla más a menudo, pensó. Pero Londres le resultaba una ciudad ruidosa y poco atractiva.

Durante su larga charla, casi había podido olvidarse de Max Seymour y sus amiguitas. Casi. Porque estaba la nota que le había dado el día anterior. Había dicho que iba a llamarla y estaba segura de que lo haría.

Después de tomar un zumo de naranja, Candida entró en el cuarto de baño. Los sábados los reservaba para darse un largo baño de espuma, una rutina que no interrumpía nunca.

Pero acababa de abrir el grifo de la bañera cuando sonó el teléfono y, automáticamente, empezaron a arderle las mejillas.

–Buenos días, Candida –oyó la voz de Max–. Se me ha ocurrido una idea estupenda para hoy. Espero que tú estés de acuerdo.

–Ah, hola. ¿Y qué idea es ésa?

–Bueno, en realidad es por Ella. Cuando fui a buscarla a casa de los Jarrett ayer parecía un poco triste… deprimida. Y como yo he estado fuera casi toda la semana, he pensado que debería compensarla.

«Pues dale una galleta», pensó Candida. ¿Qué tenía eso que ver con ella?

–Hace una mañana preciosa, perfecta para una merienda en el campo –siguió Max–. He pensado que podríamos ir a algún sito. Nos vendría bien dar un paseo por el campo, ¿no te parece? No suele hacer días tan buenos como éste y deberíamos aprovecharlo.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para ordenar sus pensamientos. Oír su voz de nuevo amenazaba con destrozar la tranquilidad que había conseguido después de hablar con su padre. Por la noche había empezado a pensar que había vida lejos de las garras de Max Seymour, pero…

–Lo siento, no puedo. Estaba a punto de darme un baño…

–Ningún problema. Dime a qué hora puedo ir a buscarte, la hora que tú me digas.

Ni siquiera se le ocurría pensar que ella podría no querer ir con él. Que se lo pidiese a alguna otra de sus amiguitas, pensó.

–¿Fiona no puede ir contigo? –preguntó, intentando no parecer sarcástica.

Pero no podía imaginar a Fiona en una merienda en el campo. Especialmente con esos pies. Cuando se quitó los zapatos Candida vio que empezaba a tener juanetes. Y no había nada menos sexy que los juanetes.

–¿Por qué iba a pedírselo a ella?

–Seguro que es una compañera más… satisfactoria que yo. Después de todo, trabaja con tu agente literario y seguro que tenéis muchas cosas en común.

–¿Tú crees? A Fiona no le gustan los perros, así que me parece que no. Además, no vuelve a Londres hasta el lunes –contestó Max–. Yo estaba pensando en ti, no en ella. Creí que te apetecería ir al campo.

De modo que estaba pensando en ella y no en él mismo. Sí, seguro.

–No he tenido tiempo para ir a la compra esta semana. No tengo nada en la nevera y…

–No te preocupes por eso. He ido al deli de la esquina y he comprado de todo: ensalada, fruta, refrescos.

Candida sacudió la cabeza, incrédula. Estaba tan seguro de sí mismo que incluso había comprado ya la merienda, antes de consultarlo con ella.

«Dile que se vaya a la porra», se ordenó a sí misma. Había empezado el día decidida a no pasar más tiempo del necesario con aquel hombre, pero allí estaba otra vez, teniendo serias dificultades para decirle que no.

Mordiéndose los labios, le envió un mensaje de pánico a su ángel de la guarda. Pero… hacía un día precioso y la idea de pasar unas horas en el campo, especialmente con Ella, de repente le parecía muy tentadora.

¿Por qué no iba a aprovechar la oportunidad?, se preguntó a sí misma. Sería una tonta si dijera que no a un viaje en un coche fabuloso y a una merienda gourmet con un hombre que, a pesar de todo, le resultaba tan interesante. ¿Qué había de malo en eso? No tenía nada mejor que hacer, de modo que podía decir que sí y dejar de darle vueltas a la cabeza.

–Muy bien, de acuerdo –asintió por fin–. Pero no estaré lista antes de las doce.

–Me parece estupendo.

Después de colgar, Candida miró el reloj. Tendría que apresurarse con el baño, pensó. Pero el tiempo prometía seguir siendo agradable, de modo que sería fácil elegir lo que iba a ponerse: los pantalones de color crema con una camisa blanca y sus mocasines favoritos.

Después de bañarse y secarse el pelo con el secador, se puso una buena cantidad de crema hidratante y un poco de colorete. Muy bien, su chófer podía llegar cuando quisiera.

El sonido de un claxon poco después la hizo sonreír. Las doce en punto.

Tomando su bolso, bajó las escaleras corriendo, sintiéndose contenta ahora que tenía algo especial que hacer. Max la esperaba apoyado en la puerta del Mercedes.

–Estás muy guapa.

Su ardiente mirada hizo que le diera un vuelco el corazón. Candida sonrió, intentando no pensar que sus palabras eran algo más que un cumplido. Aunque lo había dicho de una forma diferente, pensó. Además, Max Seymour no era de los que decían algo que no pensaban. Y, para empeorar las cosas, estaba más guapo que nunca aquel día, con unos pantalones blancos y un polo azul marino.

–¡Hola, Ella! –saludó a la perrita, que movía alegremente la cola en el asiento trasero.

–¡Siéntate! –le ordenó Max, cuando la perra se levantó para saludarla.

–Ah, muy impresionante –sonrió Candida–. Una palabra y Ella te obedece sin rechistar…

Max sonrió también.

–Naturalmente. Todas las mujeres hacen exactamente lo que yo les digo que hagan –bromeó.

–¿En serio?

–Bueno, de vez en cuando me encuentro con alguna un poco rebelde. Pero, al final, acaba cediendo.

Candida decidió no seguir con ese tema. Estaba siendo deliberadamente provocativo y ella no pensaba morder el anzuelo. Mirándolo de reojo, se preguntó si recordaría su conversación del día anterior, cuando le dejó bien claro que no le gustaba nada su arrogante actitud hacia sus lectores. Claro que Fiona sin duda le habría hecho olvidar ese insignificante episodio.

¿Cuánto tiempo se habría quedado? ¿Habrían ido a cenar a Edouard’s antes de acostarse juntos?

Se enfadó consigo misma por hacerse tales preguntas. ¿Por qué tenía que importarle lo que hiciera o dejase de hacer?

Max tomó la autopista y Candida cerró los ojos, decidida a disfrutar del día. Al fin y al cabo, sólo iba a ser una merienda en el campo.

Eran las doce y media cuando llegaron a su destino. Debía de ser un sitio familiar para Max porque, después de tomar una carretera vecinal, se detuvo en un prado verde rodeado de árboles, con una preciosa vista de las colinas.

–Esto es precioso. Qué sitio tan estupendo.

–Pensé que te gustaría –sonrió Max–. Pero supongo que habrá prados como éste en tu pueblo.

–Sí, desde luego. La verdad es que echo de menos poder ir caminando entre las flores, tomar la carreterita que lleva a mi casa y correr por el campo –Candida suspiró, sacando sus gafas de sol–. Pero no se puede tener todo. Ahora llevo una vida diferente.

Max abrió la puerta para que Ella bajara del coche y la perra empezó a olfatearlo todo, entusiasmada.

–Bueno, a lo mejor puedes tenerlo todo en el futuro. A lo mejor no tienes que vivir siempre en Londres.

–Es posible. Pero, como te dije el otro día, en mi negocio el dinero está allí. No creo que pudiera encontrar clientes en el campo.

–¿Aunque algunos se tomen su tiempo para pagarte las facturas? –preguntó él.

–Aun así.

Max sacó del maletero una botella de agua mineral y un bol, que llenó para Ella.

–Casi es la hora de comer, pero… ¿quieres que comamos ya? El día es tuyo.

–La verdad es que antes me gustaría dar un paseo.

–Muy bien, así abriremos el apetito.

Cuando Ella terminó de beber, Max vació el plato y lo guardó en el coche.

–Ven, vamos por aquí.

–¿Cuántos años tiene Ella?

–Casi tres. Y ya no me imagino la vida sin ella.

–Sí, los perros son así, ¿verdad? Parece una perrita feliz. Debes de tratarla muy bien.

–Yo valoro mis posesiones. Y nunca abandonaría a una mujer… son un componente esencial en la vida de un hombre.

La miraba de una forma extraña mientras paseaban, pero Candida se negó a devolverle la mirada. Sabía utilizar las palabras, pensó. ¿Cómo no? Después de todo, se dedicaba a eso.

–¿Cuándo decidiste escribir de manera profesional? –le preguntó, para cambiar de tema.

–No me acuerdo… fue hace mucho tiempo –contestó él–. Desde el día que pude escribir una frase entera, supongo. En mi casa siempre había cuadernos y lápices por todas partes.

Ella asintió con la cabeza.

–Supongo que la influencia de tu madre tuvo mucho que ver, ¿no?

–Sí, desde luego –contestó Max, con una brusquedad que la sorprendió–. Mira, desde aquí se pueden ver sesenta o setenta kilómetros en todas direcciones. ¿No te da eso una sensación de… alivio? De libertad. Como si nos hubiéramos alejado de la mezquindad de la vida.

Candida lo miró entonces. Max parecía estar en un mundo propio, con ese aspecto de «niño perdido» que había notado el día anterior.

Siguieron paseando durante un par de kilómetros sin decir mucho, recibiendo el sol en la cara.

–La verdad es que hace calor.

–Podemos sentarnos un rato si quieres. Este sitio parece muy cómodo –Max se dejó caer sobre la hierba, ofreciéndole su mano.

Después de vacilar un segundo, ella la aceptó y se sentaron juntos, con Ella intentando meter la nariz entre los dos.

Candida experimentó de repente una rara sensación de bienestar.

–La verdad es que ha sido una gran idea. Pasar el día en el campo es mucho mejor que ir al supermercado o limpiar mi apartamento.

Él sonrió y sus penetrantes ojos parecieron abrirse camino hacia su alma. Y, por mucho que lo intentase, Candida no podía apartar la mirada.

–Soy conocido por mis brillantes ideas. Y, por cierto, sé que las gafas de sol son muy útiles, pero ocultan los ojos y los tuyos son demasiado bonitos como para estar escondidos. ¿De quién los has heredado?

Ella se puso colorada. Aunque su madre siempre había sido considerada una mujer muy guapa, había heredado los ojos de su padre; unos ojos de color ámbar rodeados de largas pestañas. Pero, aunque era agradable que un miembro del sexo opuesto dijese tal cosa, no pensaba tomárselo en serio. Max siempre sabía qué decir en cualquier situación y, evidentemente, le divertía halagar a la mujer con la que estaba.

–Los pedí de regalo por mi cumpleaños –bromeó–. Y hablando de ojos, ¿de quién has heredado tú los tuyos? ¿A cuál de tus padres te pareces?

–No lo sé, no lo había pensado nunca –contestó él, mirando el reloj–. Vamos, ya es hora de comer y empiezo a tener hambre.

Tardaron un buen rato en volver al coche.

–¿Cuántos kilómetros habremos recorrido?

–Unos cuatro o cuatro y medio –respondió Max, sacando una cesta del maletero que dejó sobre la hierba–. Parece que estamos destinados a sentarnos juntos para comer –bromeó–. No sé si esto estará a la altura de Edouard’s o la cena en casa de mi hermana, pero tendrá que valer.

Al ver el contenido de la cesta, la comida rodeada por bolsas de hielo para mantenerla fresca, Candida tuvo que sonreír. Había de todo: rollitos de primavera, pasteles de carne en miniatura, huevos rellenos y tomates cherry. Acompañados por una cajita de pepinos cortados en finas láminas, ensalada de aguacate… en realidad era un banquete.

–¿Por dónde empezamos? No creo que podamos comérnoslo todo.

–No va a quedar nada, estoy muerto de hambre.

Max sirvió vino en dos copas y le ofreció una.

–A ver si te gusta. Lo guardo para ocasiones especiales.

Sus halagos la impresionaban cada vez menos, pero el fresco vino blanco era de la mejor calidad. Naturalmente.

–Está muy rico.

Max tomó un sorbo antes de apoyarse sobre un codo, mirándola. La perra estaba tumbada a su lado, observándolos, pero no intentaba acercarse a la comida.

–¿Ella puede comer algo? –preguntó Candida.

–No. Comerá cuando llegue su hora, no antes.

–Oh, qué estricto. Toby come más a menudo.

–¿Y no tiene un problema de sobrepeso?

–Sí, supongo que está más bien gordito –admitió ella.

–Pues eso –dijo Max–. Por cierto, antes me has preguntado por mi trabajo. ¿Has estado interesado en escribir alguna vez? Dicen que la mayoría de la gente tiene un libro en la cabeza… ¿a ti te pasa lo mismo?

Candida no podía creerlo. Aquélla era la oportunidad que llevaba años esperando. El momento perfecto para decir: «Sí, una vez escribí un libro, Max, publicado por una editorial pequeña que confió en mí. Pero tú lo pisoteaste, a mi libro y a mí. Y no me he atrevido a volver a escribir desde entonces. Ni volveré a hacerlo nunca».

«Díselo», le insistía una vocecita.

Su corazón latía tan rápido que apenas podía tragar. Max estaba mirándola, esperando su respuesta, y perceptivo como era, notó su cambio de expresión.

–¿Pasa algo?

Candida sonrió, intentando disimular su confusión. ¿Para qué estropear un día tan bonito? Especialmente con Ella tumbada allí, disfrutando del campo y del aire libre. No, ya llegaría el momento adecuado, pero no era aquél.

–No, no pasa nada. La verdad es que lo estoy pasando estupendamente.

Max tomó su mano, inclinándose hacia delante, y ella supo lo que iba a hacer. Y no podía hacer absolutamente nada. Ni quería hacer nada.

Despacio, Max tiró de ella, mirándola a los ojos, y Candida se sintió vagamente mareada, casi como si estuviera flotando. Se sentía transfigurada por el oscuro y apasionado mensaje que veía en sus ojos… y entonces sus labios se encontraron, no en un beso hambriento y apasionado, sino en el total abrazo de dos seres humanos fundiéndose el uno con el otro, deseando convertirse en uno solo.

El roce de los labios femeninos hizo que su masculinidad despertase a la vida con una urgencia que lo tomó por sorpresa. Max la apretó contra su pecho, sus labios abiertos encontrándose, fundiéndose.

Candida parecía haber caído en un estado temporal de inconsciencia, de anhelo sexual, y el corazón de Max latió vigorosamente dentro de su pecho, al compás del rápido pulso de la mujer a quien quería poseer en ese mismo instante, más que nada que hubiera querido en toda su vida. Sabiendo instintivamente que estaba lista para él, lista para amar, metió la mano por debajo de su camisa, la suavidad de sus redondos pechos llenándolo de anticipación…

Y entonces, sin avisar, ella se apartó, mirándolo como un animalillo asustado.

–No, no… –murmuró, temblando–. Lo siento, pero no.

Max maldijo en silencio, pero no le sorprendía. Había sabido desde el principio que aquella mujer no iba a resultarle fácil. Y que tardaría algún tiempo en seducirla. Si conseguía hacerlo.

Haciendo un esfuerzo para controlarse, se apartó y tomó su copa de vino.

–Ya te dije que era muy bueno –le recordó, intentando bromear, aunque bromear no era precisamente lo que le apetecía en aquel momento.

Permanecieron callados unos minutos y luego, para romper el silencio, Candida dijo inesperadamente:

–¿Sabes lo que me gustaría hacer?

Max la miró, pero estaba seguro de que sus deseos no tendrían nada que ver con los suyos.

–Lo que diga la señora…

–Hace años que no voy a buscar moras –sonrió Candida–. Es el mejor momento del año y tiene que haber muchas por aquí.

Suspirando, pero sonriendo a pesar de todo, Max se levantó.

–Si vamos hacia las vías del tren, allí hay montones de moreras… si no se las ha llevado alguien ya.

Cuando la ayudó a levantarse, Candida tuvo que hacer un esfuerzo para no apoyar la cara en su pecho. Aquella merienda no había sido tan buena idea después de todo, pensó. Pero se alegraba de haberlo rechazado. Y tenía que darle las gracias a Grant por eso.

–Siempre llevo alguna bolsa de plástico en el bolso… –Candida lo miró, incómoda–. ¿Te importa ir a recoger moras?

–No lo he hecho nunca –contestó él, intentando escudriñar sus pensamientos, intentado entender a aquella mujer.

¿Qué tenía Candida que la hacía tan especial?, se preguntó a sí mismo. ¿Y por qué lo había rechazado? A lo mejor no le gustaba su colonia, pensó, burlón. En fin, lo descubriría de una manera o de otra.

–Pero hay una primera vez para todo. Y yo soy famoso por no rechazar nunca la oportunidad de algo nuevo y emocionante.