LOS TRES, Max, Candida y Ella se dirigieron hacia las vías del tren, la perra corriendo delante de ellos. Estaba más lejos de lo que Candida esperaba y tuvieron incluso que atravesar un arrollo que, afortunadamente, llevaba poca agua para llegar allí. Pero por fin llegaron y, como Max había dicho, había un montón de moreras.
–Tenías razón, alguien ha llegado antes que nosotros. Pero mira cuántas hay en las ramas de arriba. Si pudiéramos llegar…
Max tuvo que sonreír. Era cierto que se le había resistido antes, pero no lamentaba haberlo intentado. Había sido una cuestión de simple deseo masculino hacia una mujer hermosa. Y el lado sensual de su naturaleza lo atraía y lo excitaba de la forma más inesperada. Una sorpresa para él. Una que lo hacía pensar que su… encuentro, podría convertirse en algo muy satisfactorio.
–Creo que yo puedo llegar. Especialmente si encontramos un palo largo –murmuró, mirando alrededor. Y, como si el destino lo tuviese preparado, encontró una rama convenientemente larga–. Ah, ésta es perfecta.
Al final, había suficientes moras en la parte baja como para que Candida llenase la bolsa mientras Max seguía vareando las ramas de arriba, aunque con su estatura apenas lo necesitaba. Volvió la cabeza cuando Candida estaba inclinándose para recoger las de abajo y se paró un momento para observarla. Su pelo parecía flotar como un halo alrededor de su cara, como en un anuncio de champú. Y Max sabía instintivamente que el color era natural.
Ella sintió que la estaba mirando y, cuando sus ojos se encontraron, su expresión le dijo lo que quería saber: se sentía tan atraída como él. Y, por el momento, eso tendría que ser suficiente. Pero lo mejor estaba por llegar… si podía saltar el obstáculo que había para llegar a su cama. Cuando supiera cuál era ese obstáculo.
Candida no estaba haciéndose la dura. Había algo más profundo y eso era lo que tenía que descubrir.
–Me alegro de que estés aquí porque las mejores siempre están arriba… por eso son irresistibles, ¿verdad?
–Probablemente una buena alegoría de la vida en general, ¿no crees?
–Sí, probablemente –Candida miró su bolsa–. Bueno, ya la he llenado… aunque las mías son más pequeñas que las tuyas. Ya no necesitamos más. Puedes parar, Max.
–Ah, muchas gracias.
–Voy a hacer por lo menos cinco pasteles con esto –dijo ella, emocionada–. Dos para ti, dos para mí y uno para mi padre. Le encantan los pasteles caseros.
–Yo no tomaba pasteles caseros cuando era pequeño. Mi madre no entraba en la cocina y… en fin, seguro que está muy rico. Podrías hacer uno, después de ese cordero al estilo galés del que me hablaste.
Candida, que había apartado la mirada un momento, se encontró frente a un montón de gruesas moras.
–Mira qué grandes son éstas.
Alargando la mano, se inclinó para llegar a la rama y entonces, de repente, perdió el equilibrio, cayendo en el centro del arbusto, pero sin soltar su preciosa bolsa.
–¡Ay! –gritó, al sentir las espinas de la morera clavándose en sus brazos–. ¡Ay, ay, ay!
Max se lanzó hacia ella inmediatamente, tomándola por los hombros para que no siguiera hundiéndose en el amasijo de maleza.
–¿Lo ves? No estabas satisfecha –bromeó–. Ésa era la fruta prohibida que encontró Eva en el jardín del edén.
Estaban abrazados, apretados el uno contra el otro, pero cuando la miró se dio cuenta de que tenía arañazos en la cara.
–Te has hecho daño.
–Y ni siquiera he logrado tomar las que quería…
Dejando la bolsa de moras en el suelo, examinó el daño. Finos hilillos de sangre caían por sus brazos y sus manos. Y se había hecho una herida en la mejilla. ¿Por qué tenía tanto empeño en tomar esas moras?, se preguntó a sí misma. Sería tonta…
Max tomó su cara entre las manos y besó su mejilla suavemente.
–Pobrecita…
Sin poder evitarlo, buscó su boca en un beso hambriento. Relajándose entre sus brazos, Candida dejó que la besara, que la consolara… y, sin darse cuenta, dejó que viera su anhelo de ser querida, cuidada y sí, deseada. Sentimientos que ya no creía albergar. Con los ojos cerrados, empezó a sentir la quemazón de las lágrimas y no podía hacer nada.
–¿Candida? –su voz era suave y llena de preocupación–. ¿Tanto te duele?
–No, no es eso. Estoy bien, es que… –le temblaban los labios y no pudo seguir.
–¿Qué?
Candida respiró profundamente y dio un paso atrás.
–Esto no puede ser, Max –dijo, intentando que su voz sonara firme–. No puedo. Tomé una decisión hace tiempo y no pienso volver a caer en lo mismo otra vez. ¡Y tú no me estás ayudando nada!
–¿Por qué no puedes? ¿Por qué te alejas de mí?
–Porque sí. Hay cosas que… no sabes de mí. Cosas que no puedo explicar…
–Pues ésas son las cosas de las que quiero enterarme precisamente… si me das una oportunidad –sonrió Max–. Claro que hay cosas que no sé sobre ti. Como hay cosas que tú no sabes sobre mí. Acabamos de conocernos. Pero el primer paso es confiar el uno en el otro.
Max volvió a atraerla hacia su pecho y Candida no protestó. Pero, por mucho que quisiera, no podría haber nada entre los dos. Porque no pensaba caer otra vez en la misma trampa. Max personificaba todo lo que ella más temía en un hombre. Demasiado guapo, demasiado rico, demasiado admirado por todos… todo eso le ganaba el favor de las mujeres, a las que no dudaba en dejar plantadas cuando se cansaba de ellas. ¿Qué posibilidades había de tener una relación seria con un hombre como él?
Y luego estaba ese otro asunto personal, que Candida no había olvidado. Porque no podía olvidarlo. Entonces era tan joven, tan ingenua, tan llena de esperanzas… esperanzas que aquel hombre había aplastado sin piedad. Si seguían viéndose en algún momento, se lo diría, tendría que hacerlo. ¿Cómo iba a esconderle ese episodio de su vida? ¿Cómo no iba a decirle que sus caminos ya se habían cruzado una vez y no precisamente con el mejor resultado?
El hecho era que no tenía valor para hablar de ello, sencillamente porque no podría soportar que volviese a humillarla. Seguramente Max recordaría el libro y no dudaría en recordarle su mala calidad literaria. Y eso sería demasiado horrible. No, no quería exponerse a esa humillación, pensó, avergonzada por su falta de valor.
Pero ¿qué había dicho? ¿Que debían confiar el uno en el otro? ¿Y no empezaba la confianza sin secretos?, se preguntó a sí misma. Por mucho que le gustase, Max nunca podría ser el hombre para ella. Además, había dejado bien claro que el asunto del matrimonio no le interesaba en absoluto.
Candida se apartó, tocándose la cara con la mano.
–Ni siquiera he traído un pañuelo.
–Yo tampoco llevo –suspiró Max, tomándola del brazo–. Pararemos en algún sitio para limpiar esos cortes.
Ella se sentía, de repente, agotada. No por los arañazos, sino por cómo su vida, una sucesión de días tranquilos, había pasado a estar llena de imponderables. ¿Por que había dejado que Max Seymour entrase en ella?, se preguntó. Había conseguido seducirla, pero aquél era el momento de poner límites.
Mientras volvían al coche, Max no dejaba de darle vueltas a la cabeza. ¿Por qué aquella mujer lo afectaba de tal forma? ¿Por qué no podía pasarlo bien con ella sin pensar en nada más, como hacía normalmente con las mujeres? ¿No se había prometido a sí mismo no volver a tener una relación seria?
Pero eso era lo que quería con Candida y no podía negarlo. Le gustaba. Tanto como para querer conocerla de verdad. Le resultaba difícil entenderlo, pero sentía que los unía algo, una especie de conexión que no había sentido con ninguna otra mujer.
Y, la verdad, debería olvidarse. No era el momento. Pero estaba enredado en una telaraña de deseo y determinación y tenía que salirse con la suya.
Tardaron algún tiempo porque era cuesta arriba, pero al final llegaron al coche. Candida entró en el Mercedes y lanzó un gemido al verse en el espejo. Estaba hecha un asco, con arañazos y tierra por toda la cara, el pelo despeinado… nerviosa, buscó un pañuelo en el bolso y se dio cuenta de que no había llevado su maquillaje. En fin, pensó, necesitaba lavarse, no camuflarse.
Max le ofreció la botella de agua.
–Pararemos en algún sitio, no te preocupes. ¿Estás bien?
–Sí, lo que me duele es el orgullo –suspiró ella–. Si no hubiera sido tan avariciosa, no me habría pasado nada –Candida volvió a mirarse al espejo, haciendo una mueca–. ¿Estoy horrorosa?
–No, estás bien. Hace falta algo más que un arbusto lleno de espinas para que tú estés horrorosa.
Y era cierto, pensó. Despeinada y con la inmaculada camisa manchada de barro, había en ella una vulnerabilidad casi infantil que le resultaba increíblemente atractiva. Estaba tan guapa como la primera vez que la vio, con aquel precioso vestido azul.
–Ya he dejado de sangrar –suspiró, una vez en la autopista–. Si no te importa, prefiero que me lleves directamente a casa.
–Muy bien –asintió Max.
Y Candida pensó que, seguramente, habría querido alargar el día… posiblemente invitarla a cenar.
Pero tenía que enfriar aquella relación antes de que siguiera adelante, y estar en compañía de Max no era la mejor forma de hacerlo. Cuanto más tiempo estuvieran juntos, más difícil sería decirle que no… lo mejor sería cambiar las cortinas y las alfombras de su casa y desaparecer de su vida.
Él pareció leer sus pensamientos porque le preguntó:
–¿Cuándo voy a ver esas muestras de tela? Cuanto antes las elijamos, mejor. Tengo muchísimas cosas que hacer durante las próximas semanas y pensar en algo que no sea la promoción del libro va a ser difícil.
–Voy a buscarlas la semana que viene –contestó ella–. Dime qué día estás libre y te las llevaré.
Sólo tenía un contrato en aquel momento. También había hecho dos presupuestos, pero no sabía si iban a fructificar. Aunque pronto llegarían las Navidades y la gente siempre quería renovar la casa para esas fiestas. En un mes, su teléfono no dejaría de sonar.
–Estoy libre el miércoles –dijo Max–. Después de comer, no antes.
Candida miró su perfil. Había estado muy callado durante todo el camino, perdido en sus pensamientos, y le gustaría saber qué había dentro de su cabeza. No deberían haber ido a buscar moras, pensó, suspirando para sí misma. Por alguna razón, su pequeño accidente lo había cambiado todo… había cambiado el curso de un día perfecto. Y, en su opinión, también la actitud de Max, que ahora parecía sombrío. En fin, sólo quería meterse en un baño caliente y poner algo de pomada en sus arañazos.
Cuando por fin llegaron a casa, Max apagó el motor y se volvió para mirarla.
–Gracias, lo he pasado muy bien –le dijo, con cierta formalidad–. Muy bien hasta que tú decidiste ir a buscar moras, claro. Aunque pienso disfrutar de los pasteles que me has prometido –Max acarició su rostro con un dedo–. Pobrecita…
–Ha sido culpa mía, pero se me pasará. Y gracias por este día tan bonito y tan inesperado. Las cosas inesperadas siempre son las mejores, creo yo.
Pero no debería haber dicho eso porque no dejaba de pensar, y estaba segura de que a él le ocurría lo mismo, que Max había dejado claros sus sentimientos por ella. Eso había sido lo más inesperado de todo. Y, aunque no debería ser así, había sido mejor que el buen tiempo, que el campo y que la maravillosa merienda. Pero ella había dejado claro, o eso esperaba, que no quería seguir adelante.
Sin embargo, cuando lo miró a los ojos, su corazón se aceleró. ¿Por qué tenían que haberse conocido? En otro mundo, en otras circunstancias, Max podría haber sido el hombre de sus sueños.
Sin decir nada, él salió del coche para abrirle la puerta.
–Ella ni siquiera ha abierto un ojo para decirme adiós –bromeó Candida.
–Ha sido un día muy largo y está agotada. Después de cenar se quedará dormida como un tronco.
Luego, sin darle un beso en la mejilla siquiera, volvió a entrar en el coche.
–¿Hasta el miércoles entonces?
–Sí, hasta el miércoles. Después de comer.
Max esperó hasta que abrió el portal antes de arrancar.
Una vez en su casa, Candida iba a limpiarse las heridas con un poco de agua oxigenada cuando sonó el teléfono. Y al oír la voz al otro lado estuvo a punto de soltar el auricular. ¡Grant! ¿Qué querría?, se preguntó, enfadada.
–Hola, Candy. ¿Cómo estás?
Ella intentó controlarse.
–Ah, eres tú, Grant –dijo, con frialdad.
–Quería saber cómo estabas, cómo te trata la vida. Te echo de menos, ¿sabes?
¿Ah, sí? Aquel hombre era un imbécil. Le había hecho eso muchas veces después de separarse. Un sábado por la noche se encontraba sin nada que hacer y la llamaba para ver si podían verse. Pero Candida no era tan tonta como para volver a decir que sí.
–Vaya, vaya, qué emocionante. Así que me echas de menos. Pues lo siento, Grant, pero yo a ti no. Ni un poco siquiera. Eres… ¿cómo lo diría? Viejas noticias. Como ese papel de periódico del día anterior en el que uno tira la basura.
Grant soltó una carcajada.
–Siempre se te han dado bien las palabras, Candy. No dejas que nadie tenga dudas de lo que piensas. ¿Nunca has oído la frase «perdonar y olvidar»? Nos llevábamos muy bien, ¿no?
Candida estaba furiosa. ¿Cómo se atrevía a llamarla después de tanto tiempo? Había jugado con ella y, al menos, con otras dos mujeres más, que ella supiera. No tenía vergüenza.
–Adiós, Grant. Hazme el único favor que voy a pedirte nunca: piérdete de una maldita vez.
Y, después de eso, colgó el teléfono, furiosa.
Luego se volvió hacia el espejo, pero ya no veía los arañazos. ¿Qué leía en su expresión? ¿Habría sido Grant enviado por su ángel de la guarda para avisarla? Grant y Max. Max y Grant. ¿Dos de la misma especie? Grant se había convertido en alguien especial para ella y existía la posibilidad de que Max hiciera lo mismo. ¿No había aprendido nada?
«Sólo soy humana», pensó.
Muy humana, por lo visto. Cuando Max la tomó entre sus brazos, cuando estaban sentados en la hierba, había estado a punto de dejarse llevar, perdida de nuevo en las caricias de un hombre.
No había dejado que pasara de un beso, pero eso no era lo mismo que no querer que pasara de ahí.
Enfadada consigo misma, llenó el lavabo de agua caliente. Bueno, al menos tenía que darle las gracias al imbécil de Grant por algo: por recordarle lo que no debía hacer nunca más, por afianzar su resolución de no caer de nuevo en los brazos de un hombre egoísta y sin escrúpulos.
«Crece de una vez», pensó.