Capítulo Siete

 

Frente a ellos había aparecido una mujer en la que Reid reconoció a la de aquella fotografía que había estado viendo con Tina días atrás. Iba vestida con una camisola vaporosa azul oscura, y unos pantalones de seda color marfil. A pesar de lo embarazoso de la situación, Reid no pudo evitar admirar su singular belleza. El cabello castaño oscuro tenía un corte moderno que acentuaba sus elevados pómulos, la nariz tenía un aire aristocrático, y sus ojos verdes de cíngara los observaban a los dos en ese momento con un brillo malicioso que acompañaba a la sonrisa de sus labios.

–No… no te esperaba tan pronto –balbució Tina.

–Acabé el trabajo antes del plazo previsto –respondió su tía. Dejó en el sofá el enorme bolso que llevaba colgado, soltó las llaves sobre la mesita del salón, y miró a Reid de arriba abajo–. ¿No vas a presentarme a tu amigo, Katina?

–Oh, sí, claro… em… –respondió su sobrina, tragando saliva–. Él es Reid Danforth. Reid, ella es mi tía, Yana Alexander.

Reid, azorado, se limitó a asentir con la cabeza y dijo:

–Es un placer, señora Alexander.

–Creo que Yana a secas sería más apropiado… –dijo ella, cruzándose de brazos y bajando la vista divertida a la toalla–, …dadas las circunstancias.

–Supongo que sí –admitió Reid, sonrojándose ligeramente.

–Reid –le siseó Tina entre dientes–, ¿te importaría bajarme?

–Oh, claro, perdona… no me había dado cuenta.

Cuando sus pies tocaron el suelo, Tina apretó el cinturón de su bata. Su rostro había pasado de la palidez de ver aparecer a su tía, a un bonito color sonrosado.

–Íbamos a… em… desayunar –le dijo a Yana.

–Claro, claro –respondió su tía sin dejar de sonreír–. Huele muy bien.

–Pondré otro plato –dijo Tina cambiando el peso de un pie a otro–. Dame… es decir, danos un minuto para…

–Creo que está sonando un teléfono –la interrumpió Yana, girando la cabeza hacia el sofá, donde estaba la chaqueta de Reid.

Agarrándose la toalla, Reid se acercó allí y sacó del bolsillo de la chaqueta su móvil, que efectivamente estaba sonando. Mataría a quien estuviese llamando.

–Disculpadme un instante –farfulló, caminando de espaldas hacia el dormitorio, donde estaba el resto de su ropa.

–Tómate tu tiempo, querido –le dijo Yana–, me vendrá bien un momento a solas con mi sobrina para preguntarle cómo ha ido todo en mi ausencia.

Cerrando la puerta del dormitorio tras él, Reid apretó el botón para aceptar la llamada y se llevó el móvil al oído.

–¿Diga?

–¡Reid!, ¡al fin! ¿Dónde te habías metido? Llevo toda la mañana intentando hablar contigo.

–¿Kimberly?, ¿qué ocurre?, ¿estás bien? –inquirió él preocupado al advertir la agitación en la voz de su hermana.

–Tienes que venir a Crofthaven ahora mismo. En el ático han… Los obreros estaban trabajando allí esta mañana y han encontrado…

Al oír un sollozo ahogado al otro lado de la línea, el corazón le dio un vuelco a Reid.

–¿Qué es lo que han encontrado, Kim? Háblame.

–Han encontrado un cadáver.

 

 

Al menos había seis coches de policía frente a la mansión cuando Reid llegó. Varios agentes uniformados que estaban fuera se volvieron al oír el chirrido de los neumáticos de su BMW cuando frenó delante de la entrada, pero volvieron a sus conversaciones después de que corriera dentro de la casa.

Si aquello saltaba a los medios de comunicación, la campaña de su padre se vería seriamente afectada.

–Reid… –lo saludó Ian, que bajaba en ese momento las escaleras que llevaban al vestíbulo–, gracias a Dios que has venido.

–Dime qué ha pasado –le pidió Reid, reuniéndose con él en el pie de la escalera–. Kim me llamó y me dijo que habían encontrado un cuerpo en el ático, pero no he conseguido sacarle mucho más.

–Está muy alterada –asintió su hermano, pasándose una mano por el cabello y dejando escapar un suspiro–. Reid, creemos que pueda tratarse de Victoria.

Para Reid fue como si le hubieran echado un jarro de agua fría en el rostro, y le llevó un rato recuperar el habla.

–¿Vickie?

–Me temo que sí.

Su prima Victoria, hija de sus tíos Harold y Miranda, había desaparecido cinco años atrás, y aunque había habido una búsqueda por todo el país, y habían contratado a varios detectives privados, no se había hallado rastro de ella.

–¿Cómo es posible? –inquirió sintiendo una punzada en el estómago–. ¿Cómo puede haber estado ahí arriba todo este tiempo? Buscamos por todas partes.

–Sí pero esa parte de la casa lleva años cerrada –replicó Ian–. Además, parece que había una especie de compartimento secreto. Si papá no hubiera decidido reformar y renovar esa ala de la casa, quizá nunca hubiéramos encontrado el cuerpo.

–¿Y es seguro que es ella?

Ian sacudió la cabeza.

–El forense está arriba ahora mismo, tomando fotos y recogiendo posibles indicios. Tendrá que hacer una serie de pruebas para confirmar la identidad del cuerpo, pero ya sabes la burocracia que hay en estas cosas. Probablemente llevará varias semanas.

Al oír voces hablando en un tono quedo, Reid miró en dirección a la salita azul.

–¿El tío Harold y la tía Miranda? –le preguntó a su hermano.

–Sí, papá y el resto de la familia están con ellos.

Todos aquellos años sin saber si su hija estaba viva o muerta… Reid sabía la agonía por la que habían pasado y estarían pasando sus tíos en esos momentos. Aun cuando habían ido transcurriendo los meses y los años sin que se averiguara nada, ningún miembro de la familia había perdido la esperanza de que algún día Vickie apareciera viva, y no la perderían hasta que hubiera pruebas materiales concluyentes de lo contrario.

–¿Y qué hay de la prensa? –inquirió Reid, sorprendido de que no tuvieran ya la casa rodeada como una plaga de langostas–. ¿Saben algo?

–Todavía nada –contestó Ian–. Papá ha hecho un par de llamadas a gente de los medios que le debían favores para que no dejen que salte la liebre hasta dentro de un día o dos, pero dudo que pueda contenerlos mucho más. Nicola está redactando una declaración que leerá ante la prensa cuando suceda.

–¿Y la policía no va a someternos a algún tipo de interrogatorio?

–Ya lo están haciendo –replicó Ian–. Han empezado por Joyce.

–¿Por Joyce? –repitió Reid, frunciendo el ceño.

–Imagino que pensarán que el ama de llaves sabe todo lo que hay que saber sobre la familia para la que trabaja –respondió Ian, encogiéndose de hombros.

–Eso desde luego es cierto en el caso de Joyce –dijo Reid–. Cuando éramos niños creía que tenía ojos en la espalda y el oído de un superhéroe.

–¿No los tiene? –bromeó Ian fingiéndose muy sorprendido.

Reid esbozó una leve sonrisa y suspiró.

–Deberíamos ir con los demás. Éste va a ser un largo día.

 

 

–Estas patatas están deliciosas –dijo Yana pinchando otra rodaja con el tenedor y llevándosela a la boca–. ¿Son una creación tuya?

Tina, que acababa de ducharse y vestirse, se sentó frente a ella en la mesa de la cocina. Era típico de su tía evitar los temas espinosos e irse por la tangente.

–Tía Yana, puedo explicarte…

–No necesito la receta –la cortó su tía, moviendo el tenedor–, ya sabes que a menos que no tenga otro remedio nunca cocino.

Tina casi sonrió. También era muy propio de su tía quitarle hierro a las situaciones embarazosas.

–Sabes a qué me refiero.

–Tengo cuarenta y ocho años, Katina –le dijo su tía–, y he estado casada dos veces. Quedan muy pocas cosas que tú puedas explicarme y yo no sepa.

Tina bajó la vista.

–Pero es que… no quiero que pienses que yo… que yo…

–Katina, mírame –le dijo su tía poniéndole un dedo bajo la barbilla y haciendo que levantara el rostro–. Estaba en el hospital el día que naciste. Eras un bebé adorable, con la piel sonrosada y los ojos brillantes, y ahora has crecido, y te has convertido en una preciosa mujer.

Tina sacudió la cabeza.

–Dices eso porque eres mi tía.

–Lo digo porque es verdad –replicó su tía acariciándole la mejilla afectuosamente.

Tina sonrió, y le confesó tímidamente:

–Ha sido mi primera vez.

–De mis tres sobrinas, siempre fuiste la más precavida –murmuró Yana, asintiendo con la cabeza–. Y por lo que veo aún lo eres. ¿De qué tienes miedo, Katina?

–Yo… –comenzó Tina. Una cosa era pensarlo, y otra muy distinta decirlo en voz alta. Inspiró profundamente–. Creo que me estoy enamorando de él.

–¿Y por qué habría de ser eso algo malo?

–Porque no sé cómo podré soportarlo cuando él… cuando se haya acabado –respondió Tina quedamente–. El solo pensar en ello hace que sienta un dolor aquí, en el pecho –dijo llevándose la mano al esternón–. No estoy segura de si soy lo bastante fuerte.

–Eres lo bastante fuerte –le aseguró su tía con una expresión a la vez paciente y pensativa–, pero, ¿lo es él?

Tina frunció el entrecejo.

–¿Qué quieres decir?

–No tiene importancia, querida –le dijo su tía dándole unas palmaditas en la mano y sonriéndole–. Y ahora dime, ¿qué tal es como amante?

Tina se notó enrojecer hasta las orejas. No podía creer que estuviera allí sentada, teniendo esa conversación con su tía. Claro que, tampoco podía creer que hubiera ocurrido lo que había ocurrido la noche anterior, y había ocurrido de verdad. Una sonrisa se dibujó lentamente en los labios, y sus ojos se encontraron con los de su tía.

–Maravilloso.

Nagyszeru –dijo su tía sonriendo–. Y es muy guapo, además. Me gustaría fotografiarlo. Sobre todo sólo con esa toalla –añadió, y su sonrisa se tornó lasciva–. O sin ella.

 

 

Cada domingo Mariska se pasaba la mayor parte del día cocinando una cena de seis platos para su familia mientras Iván veía los deportes metido en su estudio, y desde que habían alcanzado la estatura suficiente para alcanzar a la encimera de la cocina, Sophia, Rachel y Tina ayudaban con los preparativos. Aunque el menú variaba, las tradiciones en torno a esa cena del domingo eran muy estrictas: ningún miembro de la familia podía faltar, a menos que fuera por un motivo de fuerza mayor.

–Tu madre quiere que pongamos la cubertería de plata y la vajilla de porcelana –le dijo la tía Yana a Tina, saliendo de la cocina con la caja en la que estaba la cubertería de plata–. ¿Celebramos algo?

–Ni idea –respondió Tina alisando las arrugas del mantel sobre la mesa del salón comedor–. A Sophia le ha dicho que ponga los candelabros de cristal.

La tía Yana y ella habían entrado por la puerta unos minutos antes, y aún no sabían de qué iba todo aquello.

–Quizá hizo un bingo anoche –sugirió Rachel, sacando platos llanos del aparador y disponiéndolos en la mesa–. Ha hecho pollo al pimentón y ha puesto a enfriar una botella de Putonos.

–Vaya. Decididamente tiene que estar muy contenta por algún motivo –murmuró Yana, dándole la caja a Tina–. Iré a ver si puedo sonsacarle algo –le dijo a sus sobrinas, haciéndoles un guiño.

Cuando salió del comedor, Tina se acercó a Rachel. Era la primera oportunidad que tenían de hablar a solas desde la noche anterior.

–¿Estás bien?

Rachel asintió.

–Anoche llegué muy tarde, pero papá y mamá ya estaban dormidos.

Tina suspiró, sacudiendo la cabeza.

–Ya somos mayorcitas para tener que andar buscándole las vueltas a nuestros padres, Ray. Tenemos que hablar con papá y mamá. O mejor, deberíamos hacerlo las dos.

–Lo sé, lo sé –murmuró Rachel. De pronto giró el rostro hacia ella y la miró con los ojos muy abiertos–. ¿Has dicho las dos juntas? ¿Quiere decir eso lo que creo que quiere decir?

Tina se sonrojó y sonrió como una tonta, pero asintió.

–Eh, ¿qué está pasando aquí? –inquirió Sophia, que entraba en ese momento con los candelabros–. ¿No estaréis contándoos secretitos a mis espaldas?

–Es un secreto de Tina, no mío –siseó Rachel entusiasmada como una colegiala–. Reid y ella…

–Oh, por favor… –la cortó Sophia, moviendo la mano en un gesto desdeñoso y yendo junto a ellas–, contadme algo que no sepa.

Tina la miró boquiabierta.

–¿Cómo lo sabías?

–Porque lo leí en tu rostro en cuanto entraste por la puerta, Tina –respondió Sophia con una sonrisa maliciosa–. Tus pies ni siquiera tocaban el suelo.

–No seas ridícula –farfulló Tina azorada. Nadie podía averiguarlo por algo así… ¿O sí? Dios, esperaba que no, porque si su madre la mirara y se imaginara algo… Meneando la cabeza para sus adentros, le dio la espalda a sus hermanas y abrió la caja de los cubiertos–. Aunque he de admitir –dijo en voz baja con una sonrisa traviesa–, que fue divertido cuando la tía Yana llegó al apartamento esta mañana y me encontró en brazos de Reid, que no llevaba puesta más que una toalla.

Rachel profirió un gemido ahogado, llevándose la mano a la boca, y Sophia enarcó una ceja como pensando «vaya con la benjamina…».

Su padre, que pareció sospechar de su reunión en petit comité alargó el cuello para mirarlas por la puerta entreabierta del estudio, y las tres jóvenes se apresuraron a retomar sus tareas entre risitas.

Casi habían terminado de poner la mesa, cuando reapareció Yana con un par de cestas de pan.

–¿Has averiguado algo? –inquirió Tina.

–Pues sí –respondió su tía–. Rachel, ve por otro plato y ponlo en la mesa, ah, y otro cubierto y otra copa.

–Pero si están los seis –replicó Tina, contándolos por si acaso.

–Esta noche necesitaremos siete.

–¿Siete?

En ese momento sonó el timbre, y las cabezas de todas se volvieron hacia la puerta.

–Ya abriré yo –dijo su tía con una sonrisa.

Tina tuvo un mal presentimiento mientras veía a su tía cruzar el salón y dirigirse hacia la puerta, y cuando la abrió, se convirtió en realidad: Reid estaba allí de pie, con un ramo de rosas rojas en la mano, una camisa blanca y un traje de sport azul. El corazón de Tina se paró un instante, y después empezó a latir como un loco.

–¿Qué está haciendo aquí? –le siseó Rachel a Tina, agarrándola del brazo.

–No… no lo sé.

Las tres hermanas se miraron unas a otras, y dijeron al unísono:

Mamá.

–¡Señor Danforth! –exclamó Mariska, saliendo de la cocina en ese momento con una fuente humeante–. Llega justo a tiempo.

–Gracias por invitarme, señora Alexander.

–Por favor, no tiene por qué agradecérmelo –replicó ella–. Me alegra tanto que haya podido venir. Es un placer tenerlo aquí.

Reid lanzó una breve mirada a Tina, que estaba observando a su madre con incredulidad.

–Le aseguro que el placer es todo mío.

Iván gritó una obscenidad en el estudio, y Mariska movió la cabeza.

–Mi marido y el fútbol… –lo excusó con una sonrisa de circunstancias–. Tengo que arrancarlo del sillón para que venga a cenar cada vez que televisan un partido.

Depositó la fuente sobre la mesa y miró a sus hijas con el ceño fruncido.

–Niñas, ¿qué hacéis ahí paradas como tres estatuas? Sophia, sírvele una copa a nuestro huésped. Yana, querida, ¿querrás decirle a tu hermano que la cena ya está lista?

Rachel iba a ir a la cocina, pero su madre la detuvo.

–No, no, Rachel, tú hazle compañía al señor Danforth. Tina y yo traeremos la comida.

–Pero… –balbució Rachel, lanzándole una mirada nerviosa a Tina, que movió la cabeza–. Está bien.

Cuando la comida estuvo en la mesa, Mariska se apresuró a indicarle a Reid dónde debía sentarse.

–Señor Danforth, usted aquí, al lado de Rachel.

Reid forzó una sonrisa, diciéndose que empezaba a entender por lo que Jason estaba pasando, teniendo que ocultar sus sentimientos por Rachel. En ese momento a él estaba matándolo no poder sentarse junto a Tina, ni poder rodearle la cintura con el brazo, ni poder besarla siquiera en la mejilla.

Además, Iván, que estaba sentado en la cabecera de la mesa, tenía una expresión que no podía calificarse precisamente de cordial. Cuando Rachel le estaba pasando la ensalada de berros, Mariska le dijo a Yana:

–El padre del señor Danforth va a ser nuestro próximo senador.

–Bueno, primero tenemos que ganar las elecciones –farfulló Reid riéndose incómodo por los constantes halagos de Mariska.

–¿Y está usted interesado en la política como su padre? –inquirió Iván, que llevaba un rato mirándolo tan fijamente que lo estaba poniendo nervioso.

–Oh, no, no. Yo sólo estoy ayudándole con la campaña.

–Díganos, señor Danforth –intervino Mariska, obviamente queriendo cambiar de tema–. Tengo entendido que su familia es bastante numerosa. ¿Se ve usted teniendo hijos algún día?

Tina, frente a él, tosió suavemente, y el señor Alexander lanzó a su esposa una mirada furibunda.

–Estoy seguro de que los tendré –respondió Reid–, … algún día.

–Cuando encuentre a la mujer adecuada, por supuesto –asintió Mariska, acercándole una fuente–. ¿Más pollo?

A Tina le entró tal ataque de tos, que Sophia tuvo que darle en la espalda y servirle un vaso de agua para que no se ahogase.

–Sí, gracias –respondió él pinchando un contramuslo y depositándolo en su plato–. Está todo delicioso, pero debe haberse pasado el día entero en la cocina.

–Oh, no es nada –contestó Mariska moviendo la mano con falsa modestia–. Rachel me ha ayudado con los preparativos. Es una cocinera excelente, ¿sabe?

–Pero si sólo te troceé el apio y las cebollas… –replicó Rachel frunciendo el entrecejo.

–¡Y lo hace tan bien! –exclamó su madre sin tomarla en cuenta–. Cada trozo del tamaño perfecto, y todos por igual.

Sophia estaba conteniendo la risa a duras penas, y los labios de Iván estaban apretados en una fina línea mientras clavaba el cuchillo en la pechuga de pollo que le había servido su esposa.

–Mariska, háblale al señor Danforth de la partida de bingo que ganaste anoche –la instó Yana.

Mariska no percibió la malicia de Yana, y procedió a explicarle a Reid la historia que todos habían oído ya media docena de veces:

–Pues resulta que a mí sólo me quedaba una casilla, la B7, y a mi marido Iván igual, sólo una, la B1…

Reid estaba escuchándola muy cortésmente cuando sintió un pie desnudo deslizarse arriba y abajo por su pantorrilla. Se quedó inmóvil, y miró de reojo a Tina, que parecía absorta en la historia de su madre, y luego a Sophia, junto a ella, que estaba bebiendo agua.

El pie se aventuró más arriba, y Reid agarró también su vaso de agua, dando un buen trago e intentando mantener la vista fija en Mariska.

–Y entonces cae la bola. Es azul, así que sé que es una B, ¿y qué número cantan? ¡El 7!, ¡B7! –continuó Mariska, llevándose la mano al pecho.

–Cien dólares –farfulló Iván, hundiendo de nuevo el cuchillo en su trozo de pollo–. Cualquiera que la oyera pensaría que le ha tocado la lotería…

–Bueno, gané cien dólares más que tú, que no ganaste ninguno –le espetó Mariska, señalándolo con el tenedor.

La discusión continuó sin llegar a mayores, pero Reid aprovechó la distracción para mirar a Tina, que alzó los ojos lentamente hacia él. Aunque fue sólo un segundo, la mirada que le lanzó fue tan ardiente como incitante.

Necesitaba llevarla a algún sitio donde estuvieran a solas, pensó tomando un trago de su copa de vino, y pronto. Mariska estaba sirviendo el postre cuando sonó el teléfono. Rachel se levantó de su silla como un resorte.

–Yo contestaré.

–Si es uno de esos tipos que quieren venderte algo, cuélgale –gritó Iván mientras Rachel se alejaba por el pasillo–. Un hombre ya no puede ni cenar tranquilo con su familia…

Reid contuvo el aliento cuando Tina, o al menos esperaba que fuese Tina, le repasó de nuevo el pie por la pantorrilla. En ese momento regresó Rachel.

–¿Quién era? –inquirió su padre.

–No sé, un tipo raro. Primero me ha preguntado por no sé quién y luego ha colgado –contestó Rachel, volviendo a ocupar su sitio.

Momentos después, mientras Iván refunfuñaba acerca de la falta de educación de la gente, secundado por su esposa, Rachel se volvió hacia Reid, y le dijo:

–¿Te apetecería ir al cine después?

Olvidándose de la llamada telefónica, Mariska se volvió hacia ellos con el rostro radiante de felicidad.

–Es una idea magnífica…

–Ni hablar –la cortó su marido bruscamente, frunciendo el ceño aún más–. Mi hija no le pide salir a ningún hombre.

–No le estoy pidiendo una cita, papá –se apresuró a replicar Rachel–. Acaban de estrenar una comedia, y Sophia, Tina y yo teníamos muchas ganas de verla. Sólo he pensado que a lo mejor al señor Danforth le apetecía acompañarnos cuando hayamos recogido y fregado los platos.

Reid comprendió al instante que se trataba de un ardid, y que aquella misteriosa llamada tenía algo que ver.

–Oh, por mí de acuerdo, me encantan las comedias.

–Id el señor Danforth y tú, cariño –le dijo Mariska a Rachel, levantándose de su silla–. Ya me ayudan Sophia y Tina con la mesa y el fregado.

–Si Rachel va, Sophia y Tina también –decretó su padre con una mirada feroz.

–Lo siento –murmuró Sophia–, pero yo no puedo. Ayudaré a mamá con los platos, pero luego tengo que irme. Le he prometido a una amiga que le haría de canguro esta noche.

–Pues entonces los acompañará Katina –dijo su padre con firmeza–. Y punto en boca.

«Gracias, señor Alexander», pensó Reid para sus adentros reprimiendo una sonrisilla malévola. Miró a Tina, y vio que estaba pensando lo mismo.

Cuando estuvieron fuera de la casa, Rachel se volvió hacia Tina y Reid.

–Supongo que ya habréis imaginado que no vamos al cine –les dijo.

–Algo de eso me estaba figurando yo –contestó Reid sonriendo.

Calle abajo el conductor de un coche aparcado hizo señales con las luces de los faros. Rachel abrazó a Tina, se despidió de ella y de Reid y corrió hacia allí.

A solas en la oscuridad tras un alto arbusto, Reid tomó a Tina entre sus brazos y la besó. Ella puso las palmas de las manos sobre su pecho, respondiéndole afanosamente, y cuando al fin se separaron, Reid murmuró:

–Debo decir que ha sido una experiencia interesante cenar con tus padres.

–Yo más bien la calificaría de espantosa –se rió ella–. No he pasado más vergüenza en mi vida.

Reid sonrió.

–Pues yo no me había sentido tan incómodo ni siquiera ayer, cuando tu tía nos encontró en su apartamento. Eres un diablo.

–¿A qué te refieres?

–Sabes a qué me refiero –respondió él, enarcando una ceja–: refregando tu pie por mi pantorrilla… casi me da un ataque.

Tina lo miró contrariada.

–Yo no he hecho nada de eso.

Por un instante, Reid sintió un momento de pánico, pensando que hubiera sido Sophia, o quizá Yana, pero al ver la expresión traviesa en los ojos de Tina y la sonrisilla que apenas podía contener, frunció el ceño y se echó a reír.

–Muy graciosa –dijo apretándola contra sí y besándola en el cuello.

El dulce suspiro que escapó de los labios de Tina y el ligero temblor de sus manos hizo que el pulso de Reid se disparara.

–Anoche te hice una pregunta –murmuró levantando la cabeza–, y no llegaste a contestarla.

Tina repasó la mano suavemente por su pecho.

–¿Qué pregunta fue esa?

–«¿Quieres venir a mi casa?».

Tina lo miró a los ojos con adoración y, sonriendo, contestó:

–Creí que nunca me lo pedirías.